Cine y TV

La caja de las galletas

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Foto: Corbis.

Trinity: Well, I’m not lookin’ for trouble.

Bambino: You never knew how to do anything else.

Corría el año 1967. En nuestra piel de toro, concretamente en pleno desierto de Tabernas, el director de cine Giuseppe Colizzi iba a dar, sin saberlo, con una fórmula que nos procuraría más alegrías que la de la de la mismísima Nutella: la mezcla del descaro y los ojos azules de Mario Girotti con la mala virgen y los gruñidos de Carlo Pedersoli. Estamos hablando de Bud Spencer y Terence Hill.

Astucia y fuerza bruta, un cascarrabias y un embaucador, lo mejorcito de Nápoles y lo más bello de Venecia, una suerte de Astérix y Obélix capaces de liarse a mamporros con cuantos romanos en el mundo han sido, o en este caso, con cualquiera dispuesto a pasarse de listo o abusar del débil. Sobre todo si el débil resulta ser una rubia despampanante.

Por aquel entonces, después de vivir una auténtica fiebre (del oro) entre los años cuarenta y cincuenta, el wéstern tradicional estaba perdiendo su fulgor y cabalgaba lentamente hacia el ocaso. En medio de ese erial, de repente hace su aparición un forastero; es el wéstern europeo o spaghetti western: un puñado de películas que continúa con la temática del lejano Oeste, pero que se rueda a caballo entre Italia y España. Este nuevo género guarda en la recámara otras diferencias con su predecesor: los buenos, honrados y elegantes vaqueros del Oeste tradicional dan paso a unos antihéroes malencarados, sucios y de moral más que cuestionable. Ahora los protagonistas sudan, escupen y llevan todo el polvo del desierto incrustado en su curtida tez. Y siempre están de mal humor.

Y si en 1967 Colizzi encontró la fórmula de la Nutella, en 1970 Enzo Barboni la añadió al queso ricotta, la envolvió en una fina masa de cannoli, le puso azúcar glas por encima, un poquito de sirope de chocolate y algunos frutos secos para acompañar. Porque en pleno apogeo del spaghetti, Barboni se propuso darle una vuelta de tuerca más al género: ahora primaba la comicidad, conseguida a base de gags, bofetadas y respuestas cáusticas. En su famosa dupla de Trinidad, sus personajes son casi superhéroes: disparan por su espalda y sin mirar, zurran a más de tres malos a la vez, no se inmutan ante los golpes y tienen siempre una réplica mordaz preparada. Además, la relación que tienen entre ellos, esa química brutal que en la pantalla se traduce en que el grandullón cascarrabias no puede soportar al alegre y desenfadado Trinidad, lleva estas películas a unas cotas de hilaridad descacharrantes.

De entre todas las cosas por las que debemos estarle agradecidos al spaghetti western, una lista prácticamente interminable que no puedo referir aquí por cuestiones de espacio y de pereza, hay dos que no puedo obviar. La primera es el placer de haber visto a Clint Eastwood, en sus mejores años, cuando exudaba un atractivo que haría a cualquier mortal con apetencia por los rabos seguirle por tierra y por mar, vestido con un poncho. Hay que agradecer mucho también a los Amancios Ortegas que gobiernan nuestras vidas su decisión de ponerlo de moda otra vez, y que ahora toda tienda medio fashion que se precie tenga un «ponchismo», con sus flecos y su estampado, igual que el de Por un puñado de dólares. Ay, mi Clint.

El otro incontestable motivo por el que debemos llevar el spaghetti western cerquita del corazón es Terence Hill. Querido lector, si no amas a Terence Hill te sugiero que cierres esta página, vayas a revisar las películas de Trinidad y vuelvas cuando se te hayan hecho los genitales pepsicola y podamos fangirlear como unas histéricas.

Pero recuperemos la compostura porque, ejem, detrás de la cegadora sonrisa de Terence estoy distinguiendo una montaña que resopla (¡y que cabalga!) y pregunta cuándo vamos a hablar de su libro. Debe referirse a alguno de los que dejó en Buenos Aires, donde fue bibliotecario muchos años, porque otro libro no tiene, aunque sí varias medallas en natación, y algunas canciones, que todavía se pueden rastrear en internet. Me estoy refiriendo a Bud Spencer, entrañable bestia parda y compañero de enredos de nuestro apuesto y varonil amigo (ya paro, lo juro).

Bud Spencer y Terence Hill se conocieron, para gloria y loor de nuestra querida España, en Almería, durante el rodaje de Dio perdona… Io no!, aquí traducida como Tú perdonas… yo no, porque ponernos a mentar a Dios en vano en la España pre-Transición era poco menos que arriesgado. Su amistad y una complicidad que traspasaba las cámaras dieron lugar a más de quince títulos en treinta años de carrera, más todas las películas que rodaron por separado, que parece que no, pero también las hubo.

Más adelante tendrían tiempo de vestirse de piratas, convertirse en misioneros, en superpolicías, en pilotos de carreras y viajar desde África hasta Miami repartiendo mamporros de sol a sol sin que decayera la fiesta. Pero aquí nos vamos a centrar en el ciclo del Oeste, o sea, la trilogía de Cat Stevens y Hutch Bessy y la dupla de Trinidad.

Antes de proceder, quiero hacer una mención especial al título Y si no, nos enfadamos, gran parte del cual fue rodado en pongamos que hablo de Madrid y durante cuya visualización podemos disfrutar de divertidos planos del Vicente Calderón y el puente de Toledo pre-M30. Además, se dice y se comenta (vamos, lo pone en Wikipedia, pero cualquiera se fía) que pudieron trabajar como extras en la película nada menos que Fernando Esteso y Andrés Pajares. Sí. Si el mundo fuera justo, ese momento no solo se habría producido, sino que lo tendríamos grabado a fuego en nuestras retinas: Bud Spencer y Terence Hill apalizando a Ozores y Pajares. Joder, sí.

Pero vamos ya con el Oeste.

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Imagen: West Film.

Trilogía de Cat Stevens y Hutch Bessy

Tú perdonas… yo no, es la primera película que compone la trilogía de Cat Stevens y Hutch Bessy. Este primer filme de los señores del mamporro no es, sin embargo, de los más característicos de sus carreras. Un apacible pueblecito está celebrando una ordenada fiesta en la estación de tren para recibir a un juez de paz. El convoy llega loco, y se lleva por delante la banda de música, los niños y los peinados de las señoras. Cuando la vecindad se dirige al conductor del tren en busca de una explicación y la hoja de reclamaciones, resulta que está muerto. Todos los pasajeros están muertos de sendos disparos entre las cejas y el cargamento de oro que transportaba el convoy, si te he visto no me acuerdo. ¿Todos? No. Un viajero ha logrado sobrevivir y se escabulle hacia el desierto, sin que nadie lo advierta, para irle con el cuento a Bud Spencer. Resulta que el artífice del robo no es otro que Bill San Antonio, un pistolero que había sido apiolado y dado por muerto por Terence Hill varios años atrás. A Terence no le sienta nada bien que los muertos vayan por ahí resucitándosele, llámalo emperramiento, llámalo celo profesional, el caso es que empieza a perseguir al redivivo y eso da lugar a numerosas tollinas y vertiginosos desenfundes de pistola. No obstante, en esta película Terence y Bud aún no han desarrollado la vis cómica que tanto nos gusta, así que las peleas guardan cierto grado de plausibilidad, los protas son torturados (a Spencer le aplican varios hierros al rojo en el costillar, nada menos) y al final se salen con la suya y con el oro, pero con mucho esfuerzo y pasando muchísimas penurias. No he logrado confirmar si la película obtuvo algún premio al vestuario por el abriguico peludo que le obligan a vestir a Bud Spencer durante toda la película, pero quiero creer que así fue. Ole los huevos del encargado de vestuario. OLE.

Los cuatro truhanes retoma la historia donde la dejamos. Bud y Terence van en busca del socio de Bill San Antonio, un honrado banquero que le facilitaba la tarea de robar los oros y con el que luego iba a medias. Qué difícil era la vida del Oeste, qué de trabajos se hubieran ahorrado ahora con un par de tarjetas black. El banquero, que ve peligrar su gasto mensual en clubs, safaris y lencería, decide contratar a un pistolero que le libre del gordo y el flaco. Pero el pistolero, a la sazón votante de Podemos, le pega un tiro al banquero y se da a la fuga llevándose un montón de pasta que los preferentistas Spencer y Hill estiman que es suya. El convencido votante de Podemos va por ahí montando un círculo y una fiesta por donde pasa y ofreciéndole pasta a cada persona con la que se cruza, para disgusto de Bud Spencer, que se va enfurruñando cada vez más viendo cómo se gasta el dinero que tantos mamporros le había costado ganar. ¿Puede haber algo más absurdo que jugar una partida de billar a caballo? Pues esta película incluye una. Después de eso, un poco en el último momento, se sacan a otro truhán de la manga que es la manera de avanzar la tercera parte de la saga. Fíjate, antes lo hacían sin tener que esperar al tráiler de después de los créditos. En esta peli empiezan a apreciarse rasgos cómicos, aunque principalmente recaen en el votante de Podemos. Por cierto que en el doblaje en español no dicen más que palabrotas, yo no sé por qué.

La colina de las botas cierra la trilogía. No merece mucho la pena, excepto porque sigue saliendo Terence Hill y además hay un circo que da bastante más miedo que el de American Horror Story, con una banda (¡al completo!) de enanos pintados como payasos, cada uno tocando su instrumento, que terminarán metidos también en la pelea. Y una pelea a golpetazos con música circense y enanos vestidos de payaso merece por lo menos una visualización con palomitas, no me digáis que no. En esta pelea, además, ya se entrevé lo que será un arte en la dupla de Trinidad: hostias a rodabrazo, un inconsciente intentando trabajarle el hígado a Bud Spencer sin conseguirlo, cinco tíos echándose sobre él y saliendo despedidos por los aires cuando él se los quita de encima, el puñetazo en la cabeza que duerme automáticamente a quien lo recibe…

Dupla de Trinidad

Le llamaban Trinidad comienza con un primer plano del cañón de una pistola haciendo surcos en el desierto. Le sigue otro plano de unas botas de cowboy colgando de algún armatoste, siendo arrastradas por el suelo. Lo siguiente que vemos es al hombre más atractivo y más sucio del mundo recostado en unas parihuelas, bostezando, aparentemente dormido, con el sombrero tapándole la cara. Después por fin vemos al pobre caballo que arrastra las parihuelas, pistola, botas y pistolero soñoliento. El caballo atraviesa un río, metiendo al hombre más atractivo y sucio del mundo hasta el cuello en el agua (¡hurra por el caballo!). El pistolero ni se entera del suceso, sigue durmiendo como un bendito. Estimados todos, si se me va a aparecer de algún modo la santísima Trinidad, espero que sea de este. Tras atravesar el desierto, Terence da con su hermano, a la sazón Bud Spencer, que se está haciendo pasar por sheriff de un pueblecito. En cuanto Bud Spencer ve a Terence resopla, gruñe y protesta como solo un cascarrabias 100 % calidade sabe hacer. Bud está planeando robar unos caballos y al parecer el mequetrefe de su hermano siempre le acaba fastidiando los planes. Y por supuesto así será: en cuanto Terence divisa a un par de rubias que lo están pasando muy mal por situaciones de la vida, pierde el oremus y acaba casi casi convertido a otra religión. Una que aplaude la bigamia, por cierto. Por el camino, además de disfrutar de los barrigazos y los bufidos de Bud, podemos admirar las habilidades casi acrobáticas de monta de Terence, su prodigiosa destreza con la pistola, que es capaz de disparar hasta de espaldas, y esos ojos azules que voy a buscar sin descanso por Almería, por si hubiera dejado algún descendiente ilegítimo más de mi edad. Al lío, que me pierdo. La película destaca por la escena en que Bud y Terence intentan enseñar a pelear a unos simples labriegos y en su afán acaban por darles una paliza. Y después se suceden diez minutos seguidos de bofetones, batacazos y tortas en lo que es una apoteosis tras la cual no queda más que levantarse con los ojos en llanto y aplaudir hasta que nos ardan las manos. Y ponernos la siguiente película.

En Le seguían llamando Trinidad Spencer y Hill se reúnen con sus progenitores, quienes les dan la charleta sobre cómo están malgastando sus vidas, que cómo puede ser que sus cabezas aún no valgan quinientos dólares, que hagan el favor de desplumar a algún incauto de vez en cuando… ya de paso, le piden a Bud que cuide de Terence, que es que ni robar caballos vale. Cargado con semejante marrón, Spencer intenta adoctrinar a Hill en el noble arte del robo de diligencias, pero como resulta que en la diligencia iba una languidísima rubia, ni robo ni ganancia ni nada, muchos parpadeos y algún suspiro, a lo más. Por el camino, ya de paso, le arrean un golpe a uno que se queda tonto hasta el final de la película. Y es aquí, a escasos minutos del final cuando de nuevo nos regalan una escena más grande que la vida misma, cumbre de la civilización occidental: primero vemos una persecución aberrante, en la que Trinidad hace de quarterback del instituto, con una bolsa de dinero a modo de balón, y los malos le persiguen como si fueran jugadores de rugby del equipo contrario; cuando estos le alcanzan y se le echan encima, un grupo de religiosos, hartos de sufrir el abuso de los malos de la película, vestidos con sus túnicas y al grito de «hermanos, echemos a los mercaderes del templo», deciden liarse a hostias con todos mientras de fondo suenan cantos gregorianos. Cuánta épica, qué maravilla, pero qué peliculón. No me explico cómo no les llovieron todos los Óscar de la academia.

Después vendrían, ya lo decíamos, incontables películas (más de quince) en las que Bud Spencer y Terence Hill continuarían apatrullando la ciudad siempre fieles a su fórmula magistral: abrir la caja de las galletas y que pille hasta el príncipe. Pero esa ya es otra historia.

Labrador Films
Imagen;: Labrador Films.

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5 Comentarios

  1. Agustín Serrano

    Y hay que ver lo que te gusta la Nutella, Olga…jeje.

    No tanto como a mí tu artículo.

    Felicidades.

  2. Pingback: La caja de las galletas

  3. Hill y Spencer…¡los putos amos!

    Pero yo era más de la crema de colacao con avellanas, que para eso era el sabor de los intrépidos.

  4. Ambrosius

    Terence Hill ha terminado haciendo de cura en los Alpes italianos, en una serie de TV.

  5. ¡Gracias!

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