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La cucaracha decimonónica

alberto gamon
Ilustración: Alberto Gamón.

Lo mejor de haber vivido en la época de Julio Verne es que estás muerto. O que puedes hacerte la ilusión de estarlo, ya que los habitantes del siglo XIX y los del XXI somos, al fin y al cabo, los mismos, de igual modo que la cucaracha que mata usted hoy de un zapatazo en el cuarto de baño de su casa es la misma que mató Verlaine hace siglo y medio en el cuarto de baño de la suya. Decimos Verlaine porque es el primer contemporáneo de Verne que se nos ha venido a la cabeza, pero podíamos haber nombrado a su amigo (es un decir) Rimbaud o a Flaubert, da igual, seguro que todos ellos mataron cucarachas, está en la condición humana perseguir a esos bichos que trabajan a turnos detrás del bidé, mientras nos lavamos los genitales externos y el culo, o hacemos baños de asiento para aliviar las hemorroides. ¿Cómo diferenciar por cierto las hemorroides de entonces de las de ahora, las de Maupassant, si las tuvo, de las de Paulo Coelho, que quizá? De ninguna manera, porque son las mismas, como las cucarachas. Ha cambiado la forma del zapato, han mejorado las cremas para las varices, pero no la actitud moral ni el gesto de asco con el que aplastamos a los insectos o desinflamos las venas.

Viene todo esto a cuento de las personas a las que les habría gustado vivir en el siglo XIX, ya sea en el ámbito francés, en el anglosajón o en cualquier otro. Hay gente que no está de acuerdo con la época que le ha tocado vivir como hay gente que no está de acuerdo con su sexo. A veces no están de acuerdo ni con su época ni con su sexo.

A mí me habría gustado nacer en el siglo XIX y ser mujer, para acostarme con Victor Hugo —le escuché decir el otro día a un tipo en un programa cultural de la tele.

El XIX pasó ayer, como el que dice. De hecho, la gente de mi edad (nací en 1946), y si nos atenemos a lo meramente factual (signifique lo que signifique factual), viene casi sin excepción del XIX, desde donde ha dado misteriosamente el salto al XXI. Quiere decirse que hemos lavado las sábanas y los calzoncillos a mano, que los hemos tendido sobre la yerba, para que blanquearan, que hemos vareado la lana del colchón, que hemos ido andando a la escuela (seis quilómetros) con lluvia o con nieve, que hemos conocido el tifus, la difteria, la disentería, que hemos tenido más hermanos de los que cabían en casa, que los hemos visto morir con naturalidad de infecciones que hoy se curan con un par de pastillas, y que hemos trabajado en oficinas en las que había escupideras sacadas de las novelas rusas del siglo XIX. Además, se utilizaban.

Nosotros, la gente del siglo XXI con más de sesenta y cinco años, hemos leído a Julio Verne (1828-1905) como a un contemporáneo. Era, milagrosamente, un contemporáneo fascinado, igual que nosotros, por las máquinas. Nosotros somos maquinistas en el significado más amplio de la palabra. Si lo piensas, el sentido del siglo XIX no fue otro que el de darle la razón al XVIII, que es el de la razón, valga la redundancia. El triunfo de la razón se ejemplifica en la Revolución industrial y en la aparición de la aspirina y en la diferenciación de las aguas residuales de las potables. Es también el siglo de la aparición de la vacuna contra la rabia.

En mi casa, por cierto, se nos murió un perro de rabia. Aunque estamos hablando de 1955, más o menos, vivíamos, créanme, en la misma época en la que Verne publicó De la Tierra a la Luna. Se trata de un desajuste temporal sobre el que nadie ha escrito todavía, espero que alguien me siga. El caso es que mis hermanos y yo nos tuvimos que vacunar contra la rabia, para lo que íbamos todos los días desde nuestro barrio, en la periferia de Madrid, hasta el centro de la ciudad, donde se hallaba el Instituto Antirrábico. Íbamos a pie, con las suelas de los zapatos rotas, aunque había un tranvía del siglo XIX que no podíamos pagar.

Mírennos, somos esa familia de nueve hermanos, además del padre y de la madre, y de un par de primos que habían tenido contacto también con el perro rabioso, de nombre Sultán, no te lo pierdas. Somos esa familia, digo, que baja por la calle de López de Hoyos en fila india, buscando el paseo de la Castellana, para dirigirse desde él a la estación de Atocha. No sé cuántos quilómetros, muchos, desde la perspectiva del siglo XXI, para hacerlos a pie. Y lo que vemos mientras recorremos Madrid de un extremo a otro no es una urbe del siglo XX, sino una ciudad del XIX.

Así era la capital, por inexplicable que parezca. Acabábamos de estrenar el agua corriente, pero no existía aún la recogida de basuras. Tampoco conocíamos la tele, por ejemplo, y teníamos un par de aparatos de radio, sí, pero de galena, aquellos en los que había, dentro de una ampolla de cristal, una piedra que atraía mágicamente las ondas. El siglo XX de los pobres fue como un siglo XIX de la clase media o media baja. Tengo a Dostoievski también por un contemporáneo, por eso no me extraña que los escritores del XIX nos plagien a nosotros en lugar de nosotros a ellos. Lees algunas novelas de Benito Pérez Galdós, por citar a alguien de la tierra, y dices: ¡Coño, si esto ya lo ha escrito Fulano! Fulano es un escritor vivo, con el que tomas café todos los lunes.

En el Instituto Antirrábico, donde había muchas escupideras rusas, nos pinchaban en el vientre, un día en el lado izquierdo y otro en el derecho, siete veces a la semana. De vuelta a casa por aquellas calles estrechas de hace un par de siglos, mi padre trataba de convencernos de las ventajas de la vacuna, pues el virus de la rabia atacaba al sistema nervioso central provocando unos síntomas espantosos que incluían la paralización paulatina de todos los miembros, incluidos los ojos y la lengua. La muerte, claro, se producía por asfixia e ibas al infierno porque en tales circunstancias resultaba imposible no cagarse en Dios, siquiera mentalmente. ¿Era o no era una suerte haber nacido en el siglo XIX y ser por tanto hijos de la razón y adelantados del maquinismo? Hemos hablado de la rabia, pero podíamos haber mencionado el tétanos, la poliomielitis, la sarna o la bomba demográfica.

Un día, estábamos en la cocina de casa, que era una cocina de mediados del siglo XIX, claro, alrededor del fuego, en cuyas ascuas habíamos echado unas patatas que luego nos tomaríamos para cenar, con su cáscara y un poco de sal, cuando un pariente que había venido de Cuenca, que era como venir de Nueva York, y que leía el Reader´s Digest, nos empezó a relatar la Gran Hambruna irlandesa provocada, precisamente, por la escasez de ese tubérculo hacia 1846. Estaba contándonos una historia sucedida un siglo antes y la escuchábamos como si hubiera sucedido ayer, lo juro, y no en Irlanda, sino aquí al lado, qué sé yo, en Villanueva de los Infantes, si existe una localidad con ese nombre, que seguro que sí. Cuanto más lo piensas, más anormal resulta que, viviendo objetivamente en el siglo XX, nos resultara tan familiar el XIX. Pero bueno, uno ha venido aquí a contar las cosas como son.

Dirán ustedes que para llegar al siglo XXI, desde el que estamos escribiendo ahora mismo estas líneas, no tuvimos más remedio que atravesar el XX. Y es cierto, llevan razón, lo atravesamos, pero duró lo que dura un suspiro. Yo no sé si fueron las vanguardias artísticas, las dos guerras mundiales, la Revolución rusa, Joyce, Kafka, el estalinismo, la guerra civil española, la llegada de la tele o qué, pero lo cierto es que, con esa acumulación de cosas, a mí, personalmente hablando, se me hizo más largo el siglo XIX, en el que no viví, que el XX, en el que nací realmente y al que he sobrevivido contra todo pronóstico. Observado con la perspectiva que da el tiempo, el siglo XX ha durado un pestañeo. A finales del XIX nos agachamos un día a atarnos el cordón de los zapatos y al incorporarnos estábamos ya en el siglo XXI, administrando una página web y una cuenta de Twitter y otra de Facebook y con un iPhone 7 en la mano, a modo de garfio… Todo lo que viene ocurriendo, en fin, al otro lado de ese espejo que llamamos internet.

En mi cuarto de baño, por cierto, ya no está la cucaracha decimonónica que me observaba desde detrás del bidé cuando me masturbaba a horcajadas sobre el sanitario. Eso no significa que haya logrado acabar con ella, sino que ha encontrado su sitio. Yo todavía no.

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14 Comentarios

  1. «Kilómetros», por Dios, ¡que me sangran los ojos!

  2. Brillante, digo brillante de verdad. Excelente y divertidisimo articulo.

  3. Maestro Ciruela

    Grande, Millás, grande… ¿Sabe que abordé su «Visión del ahogado» en un momento tristísimo de mi existencia y que su lectura, añadida a mi estado de ánimo me hicieron acariciar la posibilidad del suicidio? ¡Así de bueno era y es, ese libro! El artículo, magnífico y haga el favor de pasarse más por aquí, gracias.

  4. Gracias Juanjo, siempre es un placer leerte.

  5. Genial, divertido, ameno, interesante… ¡Enhorabuena!

  6. Buen articulo, mi tío de 63 años tuvo que dejar la universidad (en Oviedo) ya que no tenía manera de pagar las X pesetas que costaba en autobús todos los días para hacer los 20 km de un pueblo de las afueras al centro… y habrá muchos ejemplos como ese

  7. «¿Por qué voy a tener que condenar yo el franquismo si hubo muchas familias que lo vivieron con naturalidad y normalidad? (…).
    Era una situación de extraordinaria placidez «.
    Jaime Mayor Oreja

  8. Magnífico!

  9. Cuando se atisba una verdad no se puede hacer otra cosa que rendirse a la evidencia. Mi respeto.

  10. Pingback: Un nido de perversiones – El Sol Revista de Prensa

  11. Pingback: El chiste y su relación con la consciencia – El Sol Revista de Prensa

  12. Pingback: Reseña de la novela ‘El laberinto de las aceitunas’, de Eduardo Mendoza – El Blog literario de Jesús de Matías Batalla

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