Sociedad

Master of None: lo cotidiano es político

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Imagen: Netflix.

Una de las primeras cosas que descubrimos en estos grupos es que los problemas personales son problemas políticos. No hay soluciones personales en este momento. Solo hay acción colectiva para una solución colectiva.

Lo escribió Carol Hanisch, feminista, activista y organizadora de grupos de agitación de la conciencia. A estos se refería con la frase, que formó parte de un ensayo publicado en 1970 y lo tituló, de que «lo personal es político». Ese fue uno de los estandartes del movimiento feminista de los sesenta y setenta, así como de otros que pretendían sacar a relucir cómo la desigualdad y el poder se expresaban en el ámbito privado tanto como en el público, a veces de manera brutal. El racismo, el machismo o el clasismo no solo eran cosa de leyes, contratos y debates. Desde ese momento, la izquierda se enfrentó a un dilema que nunca ha logrado resolver del todo: si la libertad individual, el derecho a decidir qué querer ser y cómo querer serlo, es una parte central de su programa político, ¿cómo se puede compatibilizar eso con una perspectiva analítica que observa a la sociedad desde un punto de vista estructural? ¿Hay un horizonte realista de emancipación, o la existencia de estructuras de poder es irremediable y solo podemos aspirar a sustituir unas por otras?

Es este un dilema acuciante, imperante, agobiante, importante. Es por eso que la mayoría de productos culturales que lo abordan suelen estar llenos (a veces empachados) de gravedad, profundidad y grandes aspiraciones en general. Pero de vez en cuando surge alguna que otra excepción. Normalmente lo hace dándole un giro particular a «lo personal es político» y convirtiéndolo en lo cotidiano como herramienta de reflexión política. En ese sentido, este tipo de narrativas encajan mucho mejor con el proceso mental al que nos sometemos todos aquellos que nos socializamos en una época de cambio: los cuestionamientos tienen lugar en nuestro día a día. Cuando discutimos con nuestra pareja, conversamos con nuestros padres y madres, debatimos al final del día con nuestros amigos, nos preguntamos por qué hacemos tal cosa o no tal otra. Nuestra acción política se configura en las decisiones que tomamos dentro de la rutina.

La tercera semana de mayo de este 2017 la nueva temporada de Master of None vio la luz. Lo hizo al más puro estilo Netflix: con diez capítulos de golpe. Era la segunda, sucesora de otra decena de episodios que exploraban la presencia de los dilemas políticos de manera liviana pero no exactamente ligera. En esta nueva entrega, la intención es muchísimo más clara. Sus creadores, Aziz Ansari y Alan Yang, toman lo que podríamos calificar como una actitud curiosa: se acercan a la cotidianidad de un puñado de personajes de treinta y pocos, clase media urbana neoyorquina étnicamente mixta. Hay algunas líneas argumentales que se mantienen a lo largo de la serie, otras que se recogen y se abandonan como pasa en la vida misma: que algunas historias siguen y otras acaban casi cuando empiezan. En esta serie, de hecho, la trama no importa tanto como la mirada. Observan (de hecho, Ansari se observa a sí mismo, pues el protagonista es un actor estadounidense de origen indio llamado Dev que disfruta de creciente éxito) cómo los personajes lidian con sus relaciones personales, con sus empleos, sus aficiones, sus familias y las distintas cargas culturales que trae cada una de ellas. Y exponen su perspectiva, siempre provisional, siempre abierta.

Es verdad que este círculo de atención deja un flanco evidente a la crítica de quien quiera plantearla. Y es que la mayoría de la serie transcurre en dos burbujas bien definidas que acaban por ser una: la de las clases medias y altas, y la urbana-multicultural. La burbuja que perdió las elecciones presidenciales de 2016 contra Donald Trump, y a la que se acusa de monopolizar la creación cultural estadounidense desde Hollywood y Nueva York. Sin embargo, esta crítica es más genérica que atenta. Master of None dista de ser un producto autocelebratorio. Mucho menos se trata de un ejercicio de autoayuda en un año «difícil» para los urbanitas norteamericanos demócratas. Se trata de un hijo de la curiosidad. Y aunque esa curiosidad acaba en los márgenes espaciales de la ciudad de Nueva York, no lo hace en las fronteras de clase o color de piel de la clase media y acomodada de Brooklyn y Manhattan.

Imagen: Netflix.

De hecho, la serie tiene a bien dedicar un capítulo entero a dejar esto bien claro. Se titula «New York, I Love You». Ansari y Yang cuentan en un par de entrevistas cómo se les ocurrió la idea para este episodio, que es un delicioso repaso coral en tres historias entrelazadas protagonizadas por una serie de personajes completamente ajenos a los protagonistas. «Mira a toda esta gente a nuestro alrededor», contaba Ansari en una ocasión. «Todos tienen amor y drama en sus vidas… básicamente, el mismo que nosotros usamos en nuestra serie. Pero nadie cuenta sus historias». Todos ellos forman parte de la «clase obrera de servicios»: taxistas, trabajadores en restaurantes de comida rápida, conserjes, empleados en tiendas de barrio. Los creadores cuentan que se preguntaban por qué las historias propias y de sus amigos pijos iban a ser más importantes que las de toda esta gente, «aquellos que hacen que las cosas funcionen». Por qué iban a tener más drama, más enjundia, unas rutinas que otras. Y no lo tenían, claro.

Porque uno de los mayores méritos de la serie es esa curiosidad sobre lo cotidiano, el hecho de mantenerse en un punto de vista ignorante que primero apunta a algo importante pero parcialmente invisible al ojo no entrenado, para luego responder con una especie de «that’s ok» implícito a muchas cosas. Un episodio como «New York, I Love You» podría haber terminado en una catástrofe: un grupito de intelectuales observando a la clase obrera como si se encontrase en un zoo. Un «Common People» de manual, un Jarvis Cocker llevando a la estudiante de arte desde el centro de Londres hasta el supermercado de su barrio en un ejercicio de turismo urbano de clase. Y, sin embargo, su mirada limpia y curiosa, el hecho de que el guion y la producción estuvo tanto en sus manos como en las de los propios protagonistas de la rutina de servicios en la vida real, convierten la narración en un pequeño homenaje hecho por y para la nueva clase obrera. Eso sí: es un homenaje cotidiano, lejos de la grandilocuencia. Cuando nos cuentan cómo el taxista debe aguantar los spoilers hechos por sus clientes a la peli de moda que estaba deseando ver, lo que nos están diciendo Yang, Ansari y el propio taxista es «Mira, no soy invisible: si no hablas de finales de pelis delante de tus amigos porque quizás no las han visto pero quieren verlas, ¿qué te hace pensar que yo no?».

Mi escena favorita del episodio, y posiblemente de toda la serie, es una pequeña fiesta improvisada que tiene lugar en un local de comida rápida casi al acabar la noche. El propio taxista y sus amigos ven frustradas sus esperanzas de entrar en el club de moda de la ciudad. Así que acaban en otro, vacío e insulso, del que salen desesperados porque ya se gastaron su poco capital destinado al ocio. Hasta que cruzan por delante del fast food en el que trabaja otro de sus amigos (vale la pena decir que son todos también compañeros de piso; esa escena va de cómo encontrar espacios de alegría y compañerismo en una gran ciudad anónima, no hecha para ellos, sino que ellos hacen para otros: los que hacen que las cosas funcionen). Por momentos, el espectador no puede sino recordar ciertos momentos de Novecento: aquellos en los que Bertolucci se atreve a dejar de lado la gravedad y explora la alegría de la clase obrera como pequeña parcela de revolución.

No es casual que tanto los protagonistas habituales de la serie como los que copan este capítulo separado tengan, en su mayoría, un color de piel que dista de ser blanco. En esa decisión se puede leer una respuesta implícita a quienes hablan de las burbujas urbanas multiculturales, y del olvido de la «clase obrera» que ocupa el centro del país. Olvido que le habría dado la victoria a Trump, en teoría (aunque los datos vienen a decir que el voto al presidente fue bastante republicano tradicional). Y que, por supuesto, está protagonizado por hombres blancos. Pero lo que Master of None nos viene a decir es que, oye, que quizás los auténticamente excluidos están en otras partes, además de entre los blancos sin estudios de los estados centrales que escogieron votar por la «bola de demolición» (según una famosa definición de Trump hecha por un comentarista anónimo en internet, rescatada después por la centenaria revista The Atlantic). Lo hace, eso sí, a través de esa cotidianidad y esa curiosidad a la que jamás renuncia, ni cede un milímetro, para caer en la venta de moralejas.

Otros tres capítulos destacan particularmente en esta búsqueda de los bordes de la sociedad. En uno, Dev/Ansari y su amigo Brian, estadounidense de ascendencia china que no es sino una versión en pantalla del cocreador Alan Yang encarnada por el actor Kelvin Yu, lidian con la compleja relación con sus padres. Ambos, inmigrantes de primera generación, ambos, personas que lo pasaron mal para ascender en la escala socioeconómica para que sus hijos tuviesen más y mejores oportunidades y, ambos, copartícipes de la falta de agradecimiento por parte de su progenie. También la madre de Dev se siente menospreciada, en este caso cuando intenta en otro capítulo que su hijo respete las tradiciones religiosas islámicas en las que fue criado. Aquí, Ansari se encarga de subrayar que en esta aspiración no hay diferencia entre familias musulmanas, católicas, protestantes o agnósticas: la tensión generacional es exactamente la misma, y se produce en las comidas familiares de los fines de semana, en las fechas señaladas, en los encuentros con otros parientes ante los que se espera un comportamiento acorde con las normas sociales. Los jóvenes quieren respetar y honrar a sus mayores, pero también aspiran a ser libres. Pero ¿acaso no se comportarán ellos de la misma manera cuando sean padres ante sus hijos, de quienes esperarán respeto? ¿No pensarán ellos también que con sus reglas y sus costumbres es como les dejan el mejor futuro posible en bandeja?

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Imagen: Netflix.

Y así llegamos a la que sin duda es la joya de la corona, «Thanksgiving». Este capítulo es un relato de la salida del armario de Denise, amiga de Dev, ante su familia. La estructura narrativa es fascinante: sucede cena tras cena de Acción de Gracias, desde que Denise es adolescente hasta la actualidad. Un espacio particularmente íntimo, en el que siempre se encuentran las mismas personas: Denise, su madre, su tía, su abuela, Dev. Está basado en las experiencias de la actriz que la encarna, la propia Lena Waithe: Ansari y Yang querían contar la historia de una mujer afroamericana y lesbiana que explica su orientación sexual a su familia, pero sabían que Waithe lo haría mucho mejor que ellos, pues había pasado por esa misma experiencia. Año tras año, encuentro tras encuentro, Denise va al mismo tiempo reconociendo su identidad, construyéndola, y explicándosela a sus seres más queridos. La contraposición con su madre, que hasta donde sabemos la crio sola en un hogar relativamente humilde, es particularmente intensa: ella, que ha sufrido lo que es ser mujer, afroamericana y sola en un mundo que le iba a la contra, se pregunta si vale la pena que su hija «se ponga» (así lo ve ella) otra barrera más en el camino.

La directora de este episodio, Melina Matsoukas, se especializa en sacar la parte más íntima del artista y darle estructura y narrativa. Eso hizo con Waithe, como también con la dirección de los vídeos del último disco de Beyoncé, que versa sobre la relación de la cantante con ella misma, con su pareja y con sus infidelidades. De nuevo volvemos a lo íntimo, a lo privado y, sobre todo, a lo cotidiano como instrumento de construcción de relato, de comunidad y por tanto de narrativa política: en el caso de Denise, se teje en cada encuentro anual, con la construcción identitaria propia que crece a medida que la rareza de su orientación sexual se convierte en algo cotidiano. Ahí reside la pequeña gran victoria política.

Pero ni siquiera en estos momentos de altura la serie pierde su tono curioso, poco interesado en dar lecciones incluso cuando Ansari se usa a sí mismo como canalización de la ignorancia del espectador, el preguntador por excelencia, dentro o fuera de escena. Ni siquiera cuando, al final de la temporada, afronta la que acabaría por ser la cuestión del año en Estados Unidos: el jefe de Dev, un chef-estrella de la televisión carismático, simpático, buen amigo, un poco bravucón, un poco machote y bastante poderoso, resulta ser un acosador. Las revelaciones salen a la luz cuando están en directo como invitados en otro programa de televisión, donde iban a presentar su propio show: dos amigos que viajaban por el mundo hablando de comida y cocinando. El sueño de cualquier actor treintañero neoyorquino, vamos. Y todo se viene abajo en segundos, cuando la presentadora les obliga a enfrentar las acusaciones.

El dilema que Ansari le plantea a su propio personaje es el mismo que el que le plantea a la audiencia: ¿cómo puede ser que un tío que tenga tan buen gusto, que sea tan simpático, que se dedique a presentar y dirigir programas que hacen feliz a tanta gente sea un cabrón acosador?

***

Ok. Creo que este es el momento idóneo.

Las dos mil palabras que preceden a este párrafo fueron escritas antes de que emergiesen las acusaciones hacia Ansari por parte de una mujer con la que compartió flirteo y cita, pero también momentos particularmente violentos para ella: Ansari, al parecer, habría ignorado sus negativas y habría persistido en avances de índole sexual, tanto físicos como verbales. Al día siguiente, mientras él recordaba la noche anterior como algo divertido, para ella no lo era en absoluto. La reacción de Ansari fue reconocer el error en su percepción, tan diferente de la de Grace (seudónimo que ella ha empleado).

Retomemos, ahora sí, la pregunta: ¿se puede disfrutar de lo que hace un monstruo? Tal cual planteaba la cuestión Claire Dederer en un prolijo y fascinante artículo/monólogo interior, publicado en The Paris Review Daily y traducido en El País (por María Luisa Rodríguez Tapia). La escritora se centraba en Woody Allen, y sobre todo en su revisionado personal de Manhattan: al fin y al cabo, esta película versa sobre la relación de una menor de edad con el propio Allen. Su conclusión provisional es que los trabajos de los monstruos no pueden desligarse de su autor, deben leerse a través de su lugar en la sociedad y de sus actos: la sombra del artista cubre su obra por completo. En definitiva: no hay que ignorar ni dejar de consumir, tampoco hay que olvidar. Sin embargo, ¿entra esto dentro de la categoría de «disfrute»? No lo parece. Es una reflexión imprescindible, pero totalmente separada de la intención inicial del autor. De hecho, Manhattan es una opción sencilla para justificar la perspectiva de Dederer: por un lado, hace obvio el sesgo de Allen, evidencia que su monstruosidad ya estaba ahí para quien quisiera o pudiera verla. Lo difícil es dar una respuesta a la pregunta con obras de arte donde la maldad no se trasluce, y donde en cambio sí hay atención, sensibilidad, curiosidad, apertura. Por otro, hay una considerable (enorme, de hecho) diferencia entre la actitud y relación de Allen hacia su entorno femenino, y la situación que Grace describe.

Sin embargo, la acusación de mal comportamiento parece admitir pocos matices. Es por ello que esta misma cuestión puede ser definida como «el dilema Louis C. K.», después de que el comediante más influyente de los Estados Unidos haya admitido las acusaciones de conducta sexual inapropiada (ese es el eufemismo favorito de la prensa gringa, por cierto): Sarah Silverman, también comediante y amiga de C. K., lo expresó perfectamente en un monólogo que tituló «¿Puedes amar a alguien que ha hecho cosas malas?». Lo que es particularmente llamativo es que la respuesta (como siempre) preliminar de Ansari en Master of None es que probablemente no. ¿Diría Dev/Ansari lo mismo sabiendo que se refiere a él? ¿O sería entonces el momento de buscar matices y excusas? En su respuesta a las acusaciones, Ansari reconoce implícitamente que no se percató de que él y Grace estaban viviendo realidades completamente distintas, a pesar de compartir espacio y conversación. Aquí está, probablemente, la clave.

Este último capítulo debería ofrecer al espectador un cierre de temporada perfecto, pues aborda el mayor ejemplo de lo personal como político en nuestro tiempo. Master of None aspira a ser eso sobre todas las cosas: una serie de su, de nuestro, tiempo. Hecha para mirarse hoy, pero también para revisitarla en el futuro, cuando estemos en la siguiente fase del debate sobre lo personal y lo político. Allá debería estar Dev/Ansari esperándonos, paciente, con su mirada curiosa pero no neutra, con su pretensión de explorar mas no de guiar, para preguntárselo junto a nosotros. Y, sin embargo, quizás tendremos a un Dev/Ansari que pasará no por un hipócrita, pero sí como otro más de los muchos ejemplos que ya hemos visto (junto a Allen, junto a C. K., junto a tantos) de que, para aquellos que hemos nacido en una posición privilegiada, ser o tener un discurso igualitario, incluso creérnoslo y actuar acorde con el mismo en muchas facetas de nuestra vida, no garantiza que lo hagamos en todas. Que no es cuestión de amanecer un día y decidir «vale, ya soy consciente de todo» y, a partir de ese momento, borrón y cuenta nueva. Los hechos sobre Ansari sucedieron cuando ya estaba la segunda temporada de la serie, el año pasado. Puede que sean aislados, puede que vengan de la inconsciencia, y desde luego están lejos de lo que tanto Allen como Louis C. K. enfrentan. Pero si es así solo abundan en lo que quiero decir: que los puntos ciegos son ciegos por algo. Porque no los solemos ver. Como dijo Berta Barbet al hilo de un artículo de Víctor M. González, «creo que esto es lo más importante de la conversación, visualizar las relaciones de poder que hay en algunas relaciones sexuales y que pasan inadvertidas. No cuesta tanto preguntar y asegurarse de que la otra persona está cómoda». Es un nivel muy distinto del acoso sistemático donde el hombre es consciente de su posición de dominación y abusa de la misma durante años (Weinstein, Cosby, incluso Allen), pero al mismo tiempo procede de la misma lógica estructural: una que otorga el poder en la «negociación del sexo» (o, peor aún, en la negociación del placer) a los hombres, y que por tanto los (nos) convierte en arietes sin contemplaciones.

Master of None es probablemente una serie sincera, como sinceras eran las muy elogiosas dos mil palabras que sobre ella escribí hace solo un par de semanas. Pero las he dejado igual precisamente porque la serie no va a desaparecer. La volveré (la volveremos) a ver. Pero, como apunta Claire Dederer, ya siempre seremos conscientes de qué hizo Ansari. Como también él lo será. En realidad, será completamente imposible verla sin hacerlo a través de esos hechos, así como de la particular respuesta del acusado y del debate que ha generado en torno a un caso con implicaciones particularmente sutiles: las violaciones evidentes son fáciles de condenar por parte de todos, lo difícil viene cuando se pone en cuestión la manera en la que una abrumadora mayoría nos hemos relacionado a lo largo de los años. Cuando lo hagamos, cuando volvamos a ver Master of None dentro de una década o dos, nos miraremos también a nosotros mismos. Y la consideración será mucho más profunda.

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9 Comentarios

  1. …y esto es lo que pasa cuando uno escribe sin informarse en condiciones, quedandose solo con «la moda». Anzari peco de torpe, pero en ningun caso de acosador… La version de «Grace» esta mas que refutada a estas alturas

    Un ejemplo perfecto de como esta el patio en la profesion

  2. PaulvomBerg

    Hay que aprender a respetar y saber dónde están los límites personales. Todo este movimiento indudablemente será beneficioso a la larga para evitar que muchos casos de acoso surjan y se produzcan en el futuro. Eso es bueno. Será bueno también que cambien los estereotipos respecto al varón y lo que se espera de él, profesionalmente, sexualmente, monetariamente, psicológicamente. Las cosas tienen que cambiar, pero que no cambien solo por una parte. Esperamos una igualdad total a nivel de salarios, de tareas compartidas, de cupos profesionales. En todo. En cuanto al caso de Ansari, cualquiera que se haya informado un poco del tema se da cuenta que la difamadora cobarde (por anónima) es una ventajista desequilibrada de manual. Su comportamiento no se entiende de otra manera. Para poder ligar en el futuro habrá que darle a un check de confirmación en una app para permitir el consentimiento de toda acción que implique una invasión del espacio personal.
    No sé vosotros, pero yo creo que el gremio de los y las meretrices (por vocación y disfrute, por supuesto) se frotan las manos. País!!

  3. De acuerdo con DL. Jorge Galindo ha escrito dando veracidad a las declaraciones de la anónima «Grace» sin valorar la situación real. Cuando se lee TODA la historia con detenimiento ya no está tan claro si ha sido acoso o tan solo una mala cita. Sinceramente crucificar a Ansari de la manera que sugiere el articulista por este testimonio me parece injusto. Estamos volviendo al Macarthismo y la caza de brujas.
    https://www.nytimes.com/video/us/100000005680349/aziz-ansari-case-sparks-conversation-about-consent.html

  4. Fray Pelillos

    Lo que le han hecho al chaval es una jugarreta de manual, es un error dar veracidad a semejante relato que hace aguas por todos lados y ni aún escrito de la manera mas plañidera, monjil y demagógica posible consigue convencer… a los que no estaban convencidos a priori claro.

    Poco favor le hacen al movimiento estas pantomimas, condenar el acoso siempre, convertirse en la Santa Inquisición nunca.

    Estoy seguro que Aziz va a sacar un relato de todo esto.

  5. Un polémico

    La verdad es que no he visto Master of None (y después de este artículo dudo que la vea) y no voy a opinar de la serie, pero sus reflexiones sobre el binomio obra/autor me parecen solemnes soplapolleces. He leido la columna de Claire Dederer y aunque no le falta razon en varios aspectos, su intención de que no debemos desligar al autor de la obra es un absurdo alimentado desde el extremismo. Si no pudiera hacer esa abstracción no podría leer a Quevedo o a Hemingway, ver un cuadro de Picasso (los 3 manifiestos misóginos) o escuchar música de Wagner (por iracundo y moroso). Y eso sería una desgracia cultural de la misma forma que lo sería negar la maestría cinematográfica de Leni Riefenstahl en El Triunfo de la Voluntad. Es nuestra alma la que nos pide emocionarnos y valorar la obra per se, no por su autor.

  6. Sentimiento de culpabilidad colectiva masculina transmitido por el feminismo. Sin mirar el autor del artículo ya sabía que era obra de un hombre (feminista, pseudoprogresista, seguramente).

    Es interesante cómo invita a que reflexionemos sobre lo que hacemos nosotros y nuestras impresiones, pero aceptemos como dogma las impresiones subjetivas de la otra persona (sobre todo si es mujer). Así pues, si tengo una cita y creo que ha ido todo bien, pero mi pareja femenina dice que no, que ha sido «monstruoso», debo acatar su versión, responsabilizarme de mis acciones y de las suyas también (como si del siglo XVII se tratase, cuando las acciones de las mujeres eran responsabilidad de sus maridos o padres). Eternas niñas. Sigamos tratándolas como eternas niñas. No nos posicionemos, sigamos siendo caballerosos hasta convertirnos en felpudos que sólo saben balbucear disculpas ante el poder de la mirada femenina. A fin de cuentas, es en el poder de esta mirada donde siempre ha descansado la moral, y aún lo sigue haciendo.

    PD: Los neomonjes de nuestro siglo como sigan así van a inventar la Edad Media.

  7. miguel angel Albo

    Llama la atencion el elogio de tantas series. He visto varias y creo que pocas se salvan y suele ser la primera temporada, pero solo es mi opinion y los de Jot Down evidentemente me dan mil vueltas. Lo que si me parece es que la gente esta deseando engancharse para ahorrarse el esfuerzo de vivir.

  8. No preguntar, no cuestionar. Hay que creer.

  9. Alberto Villa

    No creo que el artículo de Claire Dederer plantee la cuestión de si es lícito disfrutar de lo que hace un “monstruo”. La primera parte sí, una parte completamente subjetiva y exagerada con palabras como “monstruo” (no sé cuántas veces, me cansé de contar), “repugnancia”, “horrible”, “atrocidades”, “maldad”, “depredador” o “náuseas” y en la que se centra (creo que con un desprecio y crueldad innecesarios) en la relación entre Woody Allen y Soon-Yi, en la que la propia Soon-Yi es también culpable (según Dederer). Pero me da la impresión de que esa primera parte sirve de introducción a la segunda (recordemos que Dederer es escritora y sabe cómo captar al lector; sospecho que esa exageración en los epítetos va por ahí), que para mí es el meollo del artículo y que plantea ya un dilema más general: ¿es ético sacrificar parte de tu entorno (familiar, social, etc) en aras de la excelencia artística? Lo primero que habría que decir es que ese dilema moral no sólo se circunscribe al ámbito artístico (pero ya sabemos que los artistas en general y los escritores en particular se miran mucho al ombligo y desprecian cualquier otra profesión; sí, he escrito desprecian, no hagáis caso a los que dicen que no porque mienten, excepto algún santo artista que no he tenido el gusto de conocer) y, lo segundo y último, que allá cada cual con su conciencia. A la pregunta final del artículo, “Y en voz muy baja: ¿soy un monstruo?”, yo contestaría: “Sinceramente, me importa un carajo, pregunta a la gente cercana a ti. Tú escribe y ya veré yo luego si lo leo, igual que leo la Biblia, escucho a Stan Getz o veo películas de Woody Allen.”

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