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La leyenda de Curro Jiménez, un wéstern sangriento

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Curro Jiménez (1976–1979). Imagen: RTVE.

Dice la RAE que un bandolero es un bandido, pero antiguamente se distinguía que bandolero era el que formaba un bando, una facción o cuadrilla, y bandido era el reclamado por un bando, un edicto público. Luego el bandolero también puede ser citado en un bando, pero, en un principio, se le concedía el beneficio del romanticismo. Si bien el bandido era un delincuente, el bandolero había acabado en esa situación por necesidad o por injusticia. Lo suyo era reparación y por eso los quería el pueblo, como en el mito de Robin Hood.

Su medio eran las geografías irregulares o las fronteras, donde la autoridad no podía imponerse. Su origen se pierde en la noche de los tiempos, pero en la invasión musulmana de la Península ya apareció la figura del «golfín» en las fronteras con los reinos cristianos. En el siglo XI hubo alguno que muy bien pudo despertar el interés de Marvel, como Halcón Gris, en el reino de taifa de Sevilla. También surgieron en los caminos castellanos bandoleros monfíes, árabes, y malandrines, gitanos, que obligaron a los Trastámara a reclutar partidas armadas para mantener la seguridad de los caminos.

Desde 1465 a esa fuerza se le llamó Santa Hermandad. Un cuerpo policial que cuando atrapaba a los bandoleros les ejecutaba por asaetamiento —atado el prisionero a una columna, se le lanzan siete flechas—, y las penas leves eran azotes o torturas, como seccionamiento de orejas o pies. Carlos V ordenó, por humanidad, que antes de asaetar a un detenido se le estrangulase primero. Sancho Panza se pasa medio Quijote muerto de miedo porque temía que en una de las que iban liando por los caminos les apareciera la Santa Hermandad. Existió hasta 1835.

En Cataluña, donde hubo alta actividad bandolera durante siglos, es célebre la creación de los Mossos d´Esquadra para imponer orden, y el nuevo orden, después del caos dejado por la guerra de Sucesión. Escribe el historiador L. Alonso Tejada en el séptimo número de 1976 de la revista de historia Testimonio: «Pronto adquirieron los mossos fama de rigor. Ellos se encargaban de acompañar a los bandoleros hasta el cadalso, donde luego recogían los cuartos de los ajusticiados, para colocarlos en las encrucijadas de los caminos, las puertas de las ciudades y otros lugares (…) no desdeñaban otras faenas más menudas. Así, detenían a las mujeres adúlteras o de dudosa conducta (…) la actitud intransigente del cuerpo y el dictatorial patronazgo que sobre él ejercía la familia Veciana acentuaron su impopularidad».

También después de una guerra, esta vez la de Independencia, el bandolerismo se desató en Andalucía. En muchos casos eran guerrilleros que habían luchado contra los franceses y ahora no tenían otro medio de supervivencia. Su destino solía ser el garrote. En una guerra casi tan cruenta como la de los franceses, el jornalero se enfrentaba al latifundismo que creaba bolsas de proletariado rural. Además, cuenta el libro Fuera de la ley (La Felguera, 2016) que esta explosión en tierras sureñas no se puede entender fuera del contexto del romanticismo propio de la primera mitad del XIX. La lucha por la supervivencia y el espíritu de la época llevaron a muchos a echarse al monte. Si en condiciones semejantes se crearon la Santa Hermandad o los Mossos d’ Esquadra, ahora el nuevo cuerpo iba a ser la Guardia Civil.

Ese fue el ambiente en el que se dice que vino al mundo en 1820 Francisco Antonio, hijo de Antonio Jiménez y Manuela Ledesma. Una leyenda que relata Manuel Pérez Regordán en El bandolerismo andaluz. Volumen III (Quadix, 1987). Dice que Antonio era barquero, pasaba mercancías por el Guadalquivir, de Cantillana a Sevilla. Su hijo Curro le ayudaba, pero cuando su padre murió el alcalde dio el trabajo de barquero a otra persona. Encima, Curro se enamoró de María, la prometida de Enrique, el hijo del alcalde. Sorprendido por sus primos Curro cuando se «entregaba al amor» con ella, recibió una paliza de la que tardó cinco meses en recuperarse. Cuando volvió a salir a la calle, jurando venganza, se marchó del pueblo.

Apareció de nuevo para entrar en el Ayuntamiento, coger al alcalde y rajarle la cara, sin matarlo, para avisarlo. Le sorprendió Enrique, que se puso a preguntarle qué estaba haciendo, al grito de criminal. A lo que Curro respondió asestándole varias puñaladas. «A tu padre lo he avisado, a ti ni eso».

También entraron en escena los sobrinos del alcalde, a los que se dirigió con paso lento y les cosió a puñaladas hasta matarlos. Como oyó que Emilio todavía balbuceaba algunas palabras, Curro volvió sobre sus pasos y, según el relato original: «Cogiendo el cuerpo del herido, lo alza fuertemente y lo tiende sobre el pilón de la fuente, donde, de un certero golpe, le parte el cuello y abandona el cadáver con la cabeza pendiente en el agua». Antes de abandonar el lugar, vio Curro que estaba medio pueblo mirando boquiabierto, y todavía sacó tiempo para vejar aún más el cadáver de Emilio dejándole clavado el cuchillo en el pecho, a modo de rúbrica, poniendo todo el pilón a rebosar de sangre.

Hasta aquí, lo relatado por Pérez Regordán tiene cierto rigor histórico. Los historiadores están de acuerdo con que existió alguien llamado Andrés López Muñoz, apodado el Barquero de Cantillana, que asesinó a alguien en su pueblo y tuvo que escapar para, en lo sucesivo, dedicarse al pillaje. Su historia da nombre a la leyenda de Curro Jiménez. Según las investigaciones, lo más fiable de la historia real del bandolero es su principio y su final; la revista Andalucía en la historia (n.º 22, 2008) especifica que no había alcalde de por medio, que solo tuvo que huir del pueblo por una pelea callejera con un joven de su edad.

Pero el citado escritor continúa con la leyenda, aferrada a detalles históricos y a la novela El Barquero de Cantillana. Historia de un bandido célebre, de Rafael Benítez Caballero, publicado en Madrid en 1894. El alcalde organizó partidas de voluntarios para atraparlo vivo o muerto. Cuando murió la madre de Curro, ya volvió él por su propio pie, pero para quemar los graneros donde el alcalde almacenaba las cosechas. Tras la gravedad del asunto, el caso pasó a manos del gobernador de Sevilla, que envió más partidas de escopeteros sin que lograran atraparlo.

Aporta Pérez Regordán un bando provincial de 1843 sobre la actividad bandolera a la que hacían frente:

… tienen a sus laboriosos habitantes en una continua angustia, porque ninguno cuenta con seguridad ni aun en su propio hogar; cuando sus bienes son arrebatados de la manera más cruel y violenta sufriendo perjuicios incalculables y llegando la infame conducta de aquellos malvados hasta el extremo doloroso y horrible de violar a honestas jóvenes en presencia de sus propios padres…

Sigue una escena del mito realmente hermosa. En Posadas, a treinta y dos kilómetros de Córdoba, entraron los bandoleros de Curro con trapos en los cascos de los caballos para no ser oídos. En la plaza del pueblo, ahorcó a don Rulfo, el alcalde, y un amigo suyo adinerado, un tal Sebastián. Al atracar una diligencia, un cura capturado les había confesado a los bandoleros que estos dos habían organizado partidas para robar imputándole sus crímenes a Curro.

Otra más. En una venta, de madrugada, al encuentro con la partida del alcalde de La Algaba, los bandoleros acuchillaron a los dos centinelas con una puñalada en el corazón. Cogieron a todos los que estaban bebiendo y descansando de la búsqueda de Curro, unos veintidós, y los ahorcaron de los árboles. Menos a uno, Matasiete, su jefe, un mercenario cazarrecompensas, al que el mismo Curro le clavó un cuchillo en el corazón y dejó su cuerpo tirado a la puerta de la venta. Viendo a los hombres colgar de los árboles, Curro sonrió al ver sus órdenes cumplidas. Antes del amanecer, cogieron los cuerpos de los ahorcados, los subieron a lomos de sus caballos y los condujeron en un siniestro convoy hasta el pueblo de donde procedían. Al verlos, hubo llantos y lágrimas entre la población al comprobar que no faltaba entre los cadáveres un solo miembro de la partida que había ido a dar caza a los bandoleros. Se los habían devuelto a todos muertos.

Más adelante, Curro también se las arregló para ahorcar al propio alcalde de La Algaba, por lo que tras los bandoleros esta vez salieron seis compañías de infantería mandadas por un coronel. No lograron dar con ellos y, mientras, el Barquero de Cantillana recrudecía, como represalia, sus asaltos a diligencias y viajeros.

En 1843 un nuevo cuerpo, la Guardia Civil, le daría caza. Tras unos primeros éxitos contra partidas de bandoleros, una compañía de la guarnición de Sevilla salió en busca de Curro Jiménez. Según las investigaciones de la revista de Amigos de la Guardia Civil, hubo varios intentos de captura. En un primer encuentro, Curro consiguió matar a un agente, Francisco Rieles Bermejo. En otra ocasión, en un tiroteo, la partida de bandoleros quedó diezmada y cayeron heridos dos guardias. En 1846, hubo un tiroteo más tras el cual Curro Jiménez desaparece y no se vuelve a dar cuenta de su actividad en los caminos.

En esas fechas, la Guardia Civil está acabando con el bandolerismo en todo el país. Encarceló a los cómplices y los campesinos ayudaron más a la Benemérita que a los delincuentes. En 1846, el año en que Curro huyó sin dejar rastro, cayeron 674 bandoleros y enlaces o encubridores. Pero las conflictividad social creciente de la época y la segunda guerra carlista desviaron la atención de los guardias. Empezaron a sofocar revueltas populares mientras la guerra de la Corona con los nostálgicos del absolutismo llegó a Andalucía oriental.

Es ahí cuando aparece de nuevo Curro Jiménez, que se une a los carlistas. Posiblemente con el objetivo de hacer méritos de guerra para expiar sus crímenes si los enemigos del Estado ganaban la contienda. Llegó a entrar en combate, pero al ser mermada su unidad por las fuerzas realistas, volvió a escapar y a dedicarse a merodear y al robo.

Finalmente, una patrulla, compuesta por el teniente Francisco del Castillo y el sargento Francisco Lasso, cuatro guardias y dos soldados, salió en su búsqueda a la sierra. Se la tenían jurada, sobre todo Lasso, al que había herido. Allí consiguieron encontrarlo y en un tiroteo lo mataron. Cuando los demás bandoleros huían, Curro Jiménez decidió darse la vuelta, asomarse y disparar. Así fue abatido. Ese gesto, sabiendo que ya no tenía adonde huir, se interpreta como un suicidio. La orden de concesión de recompensas a los guardias del Ministerio de la Guerra decía así: «persecución, aprehensión y muerte del facineroso Andrés López Muñoz, el Barquero de Cantillana». El escritor Manuel Fernández González lo despidió así en su obra Los niños de Écija: «Murió en carácter, como deben morir los valientes: vestido, calzado y sin sacramentos».

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3 Comentarios

  1. José Rodríguez

    Hola. Me ha encantado el artículo, pero en dos ocasiones escribes «1943» y no «1843».

  2. DiegoValera

    Era un placer los recuerdos de Curro Jimenez en la television durante los anos de 92 a 94

  3. Pingback: Red Corsaria #13: Asalariados, bandoleros, mineros y escritores

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