Destinos Ocio y Vicio

Los badlands, unos escenarios de cine entre Marte y el salvaje Oeste

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Centauros del desierto, 1956. Imagen: Warner Bros.

El paisaje de badlands lleva implícita en su belleza su propia penitencia. Estas tierras malas rasgadas por el agua fueron denominadas así por los primeros colonos norteamericanos ante la dificultad para habitarlas, cultivarlas o simplemente para cruzarlas en su camino hacia la costa californiana. La erosión creó y sigue creando en sus suelos blandos todo tipo de barrancos o cárcavas que han moldeado a su vez las vidas de sus habitantes, como muy bien supo recoger el wéstern. Pero aquellas extensiones áridas y desoladas, tan unidas a este género cinematográfico como dos pistoleros a punto de desenfundar una Colt 45, no son exclusivas de Estados Unidos. Aunque en este país están algunos de los badlands más espectaculares y sin duda los más fotografiados y filmados, la geología ha ido dibujando paciente las mismas siluetas arrugadas y distópicas en otros rincones del planeta.  

El norte de la provincia de Granada es uno de esos territorios. Impresiona, entre otras cosas, por compartir panorámicas con los parques nacionales de Dakota del Norte o Dakota del Sur, Nebraska o Arizona. Sorprendentemente alejado de los circuitos turísticos, por fortuna este territorio será ahora más conocido gracias a un proyecto que lo integra en la Red Mundial de Geoparques de la Unesco. El propio Sergio Leone, durante el  rodaje de ¡Agáchate, maldito! (1971), comentaba esta semejanza a un periódico granadino, Patria: «En las épocas que me dejaba libre el trabajo me dedicaba a recorrer su país [España]. Un día llegué a Almería y vi que aquellos parajes tenían mucho parecido con el desierto y también con otros que había visto en Arizona. Luego vine a Guadix y el parecido con Arizona se acentuó: la tierra tiene un color rosado y las montañas son bajas, casi idénticas a las que había visto en ese estado de Estados Unidos».

Y en efecto, los paisajes granadinos, impropios de las estampas típicas de los pueblos andaluces, comparten con los estadounidenses espectacularidad, misterio y también orígenes. Son relativamente nuevos, inferiores al medio millón de años. Contrariamente a lo que dice Wikipedia y se repite en páginas web o folletos turísticos, el geólogo del proyecto del Geoparque granadino, Francisco Juan García Tortosa, puntualiza que el viento no tiene peso en su formación. El profesor de la Universidad de Jaén, especialista en este tipo de formaciones y natural de Galera, resume las características previas que son necesarias para su aparición: «Los badlands se forman en climas áridos y semiáridos. Como llueve poco y hay poca vegetación, el suelo no está protegido. Además, la escasa agua que cae lo hace en periodos cortos de tiempo, de forma torrencial. A ello se suma el tipo de roca: fácilmente erosionable e impermeable, unas características que tienen fundamentalmente los sustratos de arcillas, limos y margas».

El catedrático de Geodinámica de la Universidad de Granada, Antonio Azor, cuenta que esos materiales blandos llegaron allí de las sierras circundantes arrastrados por las aguas de los numerosos torrentes que convergían en la Cuenca de Guadix-Baza hace cinco o seis millones de años. De esta forma, la llanura se convirtió en cuna de un gran lago hasta hace aproximadamente un millón de años. A partir de esa fecha  la erosión remontante del río Guadalquivir conectó toda esta cuenca, hasta entonces endorreica o cerrada, con el mar.

El resultado de esos procesos, primero de depósito de materiales blandos y después de erosión inusualmente alta, son unos rincones de la corteza terrestre que parecen «arañados con un cuchillo», según la expresión usada por su compañero, el también catedrático de Geodinámica de la Universidad de Granada José Antonio Azañón. Las corrientes impetuosas desgarran esos suelos blandos y desnudos de vegetación transportando sus materiales. En un proceso relativamente breve para los márgenes que manejan los geólogos, el agua traza entonces los típicos barrancos de empinadas laderas y afilados bordes. La suma de todas esas cárcavas es lo que finalmente genera ese paisaje de badlands. A vista de pájaro —o ahora de dron— la tierra muestra una superficie que parece tremendamente arrugada, como si fuera el rostro de un indio viejo.

En el caso de Granada, Antonio Azor calcula que habrá una superficie de mil kilómetros cuadrados de badlands que se reparten por todos los municipios del norte de la provincia y se enmarcan en la cuenca de Guadix-Baza. Y el mismo tipo de paisajes se pueden encontrar también en las cuencas de Sorbas o Tabernas, en la provincia de Almería.

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Fotografía: Belén Rico.

Aunque este clásico de la geología vuelve ahora a estar de moda gracias a películas y series, fue John Ford quien lo convirtió en una imagen de la cultura popular. En ese sentido, García Tortosa señala la segunda puntualización sobre los mitos de los badlands: el término se ha generalizado y se emplea para paisajes que no son tales. Hasta tal punto es así que se ha convertido «en un cajón desastre». «En muchas películas de pistoleros hay badlands, pero no todos los paisajes que hay en las películas de pistoleros son badlands. Sin embargo, como no es un término geológico sino descriptivo, no podemos decir que no lleve razón quien lo utiliza para denominar otra cosa que no sea una zona con cárcavas bien definidas, que es en lo que pensamos los geólogos al escuchar la palabra». Tan complicado es delimitar con precisión su uso que incluso los tres expertos en la materia tienen sus propios matices a la hora de afirmar si determinadas áreas de Estados Unidos son o no badlands.

García Tortosa también precisa que no todos los valles del norte de Granada presentan estos barrancos. En muchos sectores lo que se aprecia «es ese otro tipo de territorios áridos, no menos espectaculares, con estratos horizontales de diferente dureza que generan un paisaje escalonado, en graderío, que se parece al de Monument Valley». «Ejemplos así se encuentran en algunos sectores del llamado Desierto de los Coloraos, entre Gorafe, Villanueva de las Torres y Bácor-Olivar, en el que se ven estratos horizontales que podemos seguir cientos de metros o incluso kilómetros y que nos recuerdan al Gran Cañón de Arizona», detalla.

Pues bien, esa mezcla de panorámicas desérticas es lo que el cine americano supo usar magistralmente. Como señala Abraham Domínguez en su libro Paisaje del wéstern, con prólogo de Manuel Corral Baciero, la «aspereza del desierto, incluso su suciedad y su desorden», se convierte en las películas del Oeste «en un reflejo de las personas que lo habitan». Para el investigador, en las cintas de pistoleros ese entorno, «lejos de restar importancia o pasar desapercibido, adquiere una dimensión sin la cual el espectador no podría comprender el cine de este género. Es un hilo comunicador y revelador al mismo tiempo. Se configura como una ventana donde el hombre parece minúsculo, como en las escenas de los cuadros del Romanticismo, frente a una naturaleza abierta, colosal, salvaje y a veces hasta tierna». Y es que esas mismas panorámicas eran a la vez míticas, símbolo de la vuelta a lo natural. Por este motivo todos aquellos directores coetáneos o que siguieron la estela de John Ford también devolvieron «al paisaje el prestigio de una naturaleza salvaje y virgen destruida por la vida americana contemporánea». Todo se resume en una secuencia icónica de Centauros del desierto (1956): aquel desierto cobrizo de Monument Valley en el que se adentraba John Wayne dejando atrás la seguridad oscura de la casa.

Ese valle ha sido escenario de multitud de películas. Aunque Ford lo encumbró con La diligencia (1939), sus típicas mesas rocosas le sirvieron para ambientar siete películas más: Pasión de los fuertes (1946), Fort Apache (1948), La legión invencible  (1949), Caravana de paz (1950), El sargento negro (1960), La conquista del Oeste (1962) y El gran combate (1964).  

Hubo que esperar hasta la llegada del color para que los espectadores de todo el mundo descubrieran que el paisaje americano por excelencia era rojo. La singularidad de esas tierras que parecían bañadas con sangre se debía a las distintas proporciones de óxido de hierro de los materiales que las conforman. Esas tonalidades que iban de los bermellones más ocres al carmesí más vivo, unidas a una orografía enloquecida que parece impropia de la superficie terrestre, hermanaban estas tierras directamente con las de Marte.

Pero, si bien esos suelos y laderas encarnados son los que le dan ese aspecto marciano, no todo dependía del color. Junto a la hermandad de tonalidades con el planeta rojo, es la ausencia de vegetación y de casi cualquier forma de vida apreciable a simple vista lo que confiere a los badlands su definitivo aire de ciencia ficción. Aunque sean paisajes de formas más blanquecinas, como en el caso de Granada, producto de unos suelos con más carbonato cálcico y yesos, o tierras más oscuras, con una mayor presencia de óxido de manganeso, siempre conservan esa impresión de paisaje lunar, inquietante, fantástico.  

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Centauros del desierto, 1956. Imagen: Warner Bros.

Quizás sea esta mezcla entre lo lunar y lo vaquero de estos paisajes desérticos lo que ha inspirado a los guionistas de algún wéstern steampunk (aquellos de ciencia ficción especulativa surgidos a partir de los años ochenta) como puede ser Wild Wild West (1999), o a los de cintas tan locas como Cowboys & Aliens (2011). Y es que, como apunta Manuel Corral Baciero, «a lo largo de la historia cinematográfica, el wéstern se ha fusionado y contagiado con géneros y subgéneros tan dispares como el gore, los zombis, alienígenas y películas de ambiente galáctico, ampliando sus paisajes a los del universo».

Como resultado de todo esto, estas tierras malas tan nefastas para el cultivo son la ambientación perfecta de narraciones audiovisuales que van del wéstern a la ciencia ficción, pasando por todo tipo de paisajes psicológicos. Por eso, si bien los badlands de Granada han pasado muy desapercibidos para el turismo hasta la fecha, no ha ocurrido lo mismo con muchos directores que los han escogido para enmarcar a los personajes de cintas tan míticas como Doctor Zhivago, Lawrence de Arabia o Indiana Jones.

Un trabajo de investigación de los historiadores Fernando Ventajas y Miguel Ángel Sánchez, Guadix y el cine, sacó a relucir los proyectos de aquellos cineastas que vinieron a continuar la estela de evocaciones que habían creado los viajeros decimonónicos en forma de relatos o dibujos. Desde que en 1924 la comarca de Guadix acogiera el rodaje de La alegría del batallón, este entorno se ha convertido en el escenario natural para el rodaje de múltiples películas costumbristas de temática folclórica, y en otros casos para todo lo contrario, para evocar ambientes tan exóticos que lo han convertido en las estepas rusas, el desierto mexicano o los badlands de Afganistán, Turquía o Marruecos. La mayoría de las filmaciones han aprovechado ese entorno semidesértico de los llanos del Marquesado, la rambla de Paulenca o el las riveras del río Fardes. A ello ha contribuido sin duda la existencia en Alquife de una línea de ferrocarril que enlazaba las antiguas minas de la localidad con la estación de la Calahorra, o de la mítica locomotora a vapor Baldwin 140-2054. Y, por supuesto, la creación de un poblado del Oeste americano que se construyó para rodar los emblemáticos spaghetti-western de los años sesenta.

Ocho años estuvo funcionando este pueblo de cine mandado edificar por Sergio Leone al estilo del que se levantó para este tipo de rodajes en la vecina Almería, dotada de una fructífera industria de la que se benefició Granada. Aunque hubo cintas de todo tipo, a día de hoy el wéstern sigue siendo el género que más veces ha llevado al cine estos paisajes: prácticamente el 50% de los audiovisuales ambientados en esas tierras.

A partir de 1924 los investigadores reseñan unas cuantas cintas que no tuvieron mucha transcendencia, con la excepción de Morena clara, de 1936, dirigida por Florián Rey. La película, que contó con Imperio Argentina y Miguel Ligero, aprovecha más el tipismo de los habitantes de la zona que la especificidad de sus paisajes. Hay que esperar hasta mediados de los sesenta para que la cosa se reactive.

Desde 1965 hasta 1969 la comarca de Guadix acogió veintitrés rodajes cinematográficos, algunos de los cuales pasarán a la historia del cine. Por ejemplo, Doctor Zhivago (1965), que logró cinco premios Óscar. También La muerte tenía un precio (1965), El bueno, el feo y el malo (1966) o Hasta que llegó su hora (1968), las tres de Leone, o Yo soy la revolución (1966), de Damiano Damiani.  

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Fotografía: Belén Rico.

El éxito de El bueno, el feo y el malo provocó tal boom de rodajes de wéstern en Europa que desde 1966 a 1968 se produjeron doscientas cintas de este género, lo que a la larga llegó a saturar el mercado. Todo esto atrajo hasta estas comarcas a actores tan populares como Burt Reynolds, Yul Brynner, Charles Bronson, Henry Fonda, Orson Welles o Claudia Cardinale. En los setenta se vivió una reducción drástica del número de rodajes debido a la crisis del wéstern. En total en esta década solo se filmaron en estas comarcas diecinueve títulos no muy significativos pero que hicieron pasar por Granada a nombres como Omar Sharif, Gene Hackman, Alain Delon, Telly Savalas, Sean Connery o Terence Hill. Incluso el músico Ringo Starr llegó a estas latitudes.

Más escaso aún fue el número de rodajes en los ochenta, solo diez, pero esta nómina incluía títulos tan notables como Furia de titanes (1980), de Desmond Davis, o Rojo (1980), de Warren Beatty, que ganó tres Óscar. O la mítica cinta de Steven Spielberg Indiana Jones y la última cruzada (1988), que obtuvo otro premio de la academia hollywoodiense y de cuyo rodaje este año se conmemora el aniversario. Y en los noventa el número de filmaciones descendió drásticamente hasta el punto de que no se realizó ningún largometraje, solo series de televisión, algún videoclip y anuncios.

A lo largo de todas estas décadas, el wéstern, para sobrevivir como género, pasó de mitificar el paisaje y los personajes heroicos que lo habitaban a volverse crepuscular y cambiar el punto de vista de los buenos y los malos. Luego se convirtió en fantástico o fantástico especulativo. Y, además, nunca perdió de vista la comedia en su búsqueda por mantenerse a flote. E incluso volvió al héroe pero cambiándolo de escenarios. Así, en el libro del Paisaje del wéstern se define a Rambo como un «neovaquero heroico enviado a civilizar y salvar culturas exóticas de pueblos que no compartían el criterio y eran por ello injustamente castigados».  

Pero mientras los vaqueros cambiaban de entorno a bosques helados como el de El renacido (2015) o incluso países del Lejano Oriente, los badlands encontraron nuevos «nichos de mercado» para seguir ambientando todo tipo de narraciones audiovisuales. El término llegó incluso a los títulos de las películas. Así, Terrence Malick contó en Badlands (1973) la historia de dos jóvenes norteamericanos que emprendieron la huida por los estados de Nebraska y Wyoming dejando una docena de muertos. Una cinta que, como recogen las investigadoras de la Universidad Complutense Marta García y Celia Vegas en un artículo sobre el paisaje norteamericano y el cine, es un «ejemplo paradigmático del uso del espacio como elemento vertebrador». Como ocurre en tantas otras, la pareja criminal protagonista convertida en una celebridad, junto con el coche, el arma o los territorios que le sirven de seguridad y aislamiento, conforman el icono de la huida en el séptimo arte.   

Y, más recientemente, las tierras malas han llegado a los títulos de dos series, que es la ficción de moda. Por un lado, Into the Badlands, ambientada en un futuro distópico que poco tiene que ver con este tipo de paisajes, como no sea la malignidad de su étimo. Y, por otro, Badlands a secas, que regresa a la corriente de paisaje psicológico del wéstern. En este caso se narra con apariencia de documental un asesinato en el pequeño pueblo de Terlingua, situado en Texas pero en la frontera con México, junto a río Grande, un curso de agua que es mítico para todos los aficionados a las películas del viejo Oeste. En este caso ese entorno desértico condiciona la vida de su medio centenar de habitantes hasta el punto de convertirse en el protagonista absoluto, citado en la mayoría de los diálogos a cámara de los personajes.

En buena medida, los núcleos urbanos granadinos rodeados de pequeños polígonos sembrados de naves, desguaces y fábricas abandonadas recuerdan más a este antiguo pueblo minero tejano que a los poblados temáticos del Oeste, al estilo del que aún se conserva en Tabernas. La falta de inversión turística a gran escala y un urbanismo que parece improvisado les confiere un cierto aspecto posapocalíptico. Es lo bueno y lo malo de mantener la belleza de la naturaleza alejada de los grandes circuitos de los turoperadores.

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Fotografía: Belén Rico.

El Geoparque del Cuaternario de Granada propone integrar los treinta y cuatro municipios del norte granadino en esta figura de conservación de la Unesco para permitir una explotación turística sostenible de esos atractivos naturales. García Tortosa explica que no todos los setenta rincones de interés geológico del Geoparque son badlands, pero sí que se incluyen en este catálogo los miradores más impresionantes para contemplar toda la magia de estos paisajes: el Mirador de Don Diego, en Gorafe; el camino de tierra que une los pueblos de Galera y Castilléjar; el Mirador del Negratín, en Cuevas del Campo; el mirador de las Cárcavas del Marchal y el espectacular Mirador del Cerro del Jabalcón, en Zújar, desde donde se pueden contemplar todos los contrastes de este territorio. A todos ellos hay que añadir, entre otros, el Mirador de la ruta de Trancamulas-Monte Pajarillo en Bácor-Olivar. Aunque hoy en día los GPS hacen casi innecesaria cualquier explicación para llegar a los sitios, la intriga aquí se da en poder fijar con exactitud el punto al que uno se dirige. Y es que hay una casuística muy amplia entre las denominaciones que reciben los cerros por parte de los geólogos y de sus propios habitantes.

Quizás el mejor para apreciar toda la singularidad de este entorno es el Mirador de Don Diego, en el Parque Megalítico del cerro que corona Gorafe. Se ve que no solo a Sergio Leone le recordaba este entorno a los paisajes de Arizona, porque la etimología popular ha bautizado el lugar como el Pequeño Cañón del Colorado. Si se llega desde la carretera A-92, que conduce de Granada a Guadix, a tan solo treinta y un kilómetros por el desvío de Gorafe se accede a la llanura de las construcciones megalíticas de la Edad del Bronce. Si se camina por el borde de esa especie de meseta, se pueden ver las gargantas cuajadas de cárcavas del desierto del Colorao.

El segundo en espectacularidad es el Mirador del Fin del Mundo. Para llegar hay que coger en la A-92 la salida 228 hacía Purullena, Cortes y Graena y luego Beas de Guadix. Antes de llegar al municipio, se cruza el cauce del río Alhama y se asciende por el empinado caminillo de asfalto que serpentea por la drástica ladera del badland. Al subir a la cima, la amplia llanura sorprende por dos motivos: por la suavidad del terreno, un prado de ondulante hierba verde que contrasta con la aridez de las panorámicas que se contemplan, y por las proporciones de la llanura de la Hoya de Guadix, rodeada de badlands.

Aunque los dos miradores se pueden visitar en una mini-roadmovie de un solo día, lo mejor para entender este paisaje en todas sus dimensiones es verlo y disfrutarlo desde dentro, literalmente. Si hay posibilidad lo ideal es quedarse a dormir en una de las múltiples cuevas convertidas en hoteles y alojamientos turísticos con encanto. En toda la comarca, según los datos del Ayuntamiento de Guadix, habrá alrededor de dieciséis mil casas-cueva. José Antonio Azañón explica que hay tantas porque son muy fáciles de construir: se aprovechan los estratos con materiales más duros y resistentes para que formen el techo de la oquedad y se excavan los materiales más blandos, como limos o arcillas. El resultado son viviendas prehistóricas que ahora se dotan de todos los lujos y el encanto de cualquier hotel boutique del siglo XXI, incluidos en algunos casos unos fantásticos baños árabes que permite evocar escenarios de películas más exóticas en el mismo fin de semana.

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6 Comentarios

  1. Vaya cuántas novedades, sobre todo con respecto a los alojamientos paleolíticos! Otra novedad es saber que Lawrence de Arabia fue filmada ahí. al igual que Indiana Jones. No me lo habría imaginado. Un desliz ortografico (creo) que me ha causado gracia: «un cajon desastre».»Un cajón de sastre» es una expresión que desconocía. He siempre usado la caja de Pandora sin las connotaciones metafísicas, pero no hace falta mucha imaginación para adivinar el resultado, más cuando uno tuvo una abuela que, aun no siendo sastre poseía una cajita donde había de todo, pero un cajón desastre tiene su sugestión y efectividad. El encanto de las palabras, esas golondrinas caprichosas. Muchas gracias por la lectura.

  2. ZeroZero7

    Un «spin off» de la riqueza geológica y cinematográfica de Armería. Se podría haber completado con alguna referencia más a la provincia hermana. ¿Hablar de badlands sin mencionar Tabernas y el Cabo de Gata?

  3. Carmenbeilen

    Soria Teruel como badlands también

  4. El primer western que se rodó en España creo que se hizo en los alrededores de Titulcia (Madrid). Sus cerrillos de yesos y esparto, que se extienden por buena parte de la meseta central, conforman un paisaje semidesértico afín para este tipo de pelis (westerns). Por allí también se rodaron «Los siete magníficos» y alguna de sus secuelas amén de otros títulos destacados. Magníficos horizontes que resecan la boca pero que humedecen el alma.

  5. Alfonso Ansó Rojo

    ¿Nadie menciona aquí que los badlands se mencionan en la canción del mismo título de Bruce Springsteen?

  6. Interesante artículo en el que además mencionan a uno de los investigadores cuya obra acerca del paisaje y cine más nos enseña cada día. Me alegro que Belén haya mencionado Abraham Domínguez y su investigación acerca del paisaje en el western.

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