Cine y TV

El musical y otros delirios orquestados

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Buffy, cazavampiros (1996–2003). Imagen: Mutant Enemy / Kuzui Enterprises / Sandollar Television / 20th Century Fox Television.

En un episodio de Buffy, cazavampiros (temporada 6, episodio 7: «Otra vez, con más sentimiento»), interesante serie juvenil de los años noventa recientemente recuperada, la protagonista, mientras patrulla por el cementerio en busca de monstruos, empieza a cantar de pronto y sin motivo aparente. La atacan dos vampiros y un demonio, que se unen a la canción, y la lucha se desarrolla como si se tratara de una danza cuidadosamente coreografiada.

Si estuviéramos viendo una comedia romántica no nos sorprenderíamos: «Ah, es un musical», pensaríamos, y una suspensión de la incredulidad específica y largamente entrenada se activaría de forma automática. Pero se trata de una conocida serie que poco tiene que ver con la comedia romántica y nada con el cine musical: ha de haber otra explicación. Y de hecho la hay, y muy ingeniosa; pero no es el momento de analizar la forma en que los guionistas de la serie problematizan las convenciones del género (ni de hacer un spoiler), sino de desarrollar la reflexión sobre las convenciones mismas que su problematización propicia.

Se podría decir —sin entrar en detalles— que el citado episodio de Buffy… nos invita a ver el musical con ojos de espectador ingenuo, no familiarizado con sus convenciones. ¿Cómo sería ver una comedia musical por primera vez y sin que nadie nos hubiera advertido sobre sus peculiaridades narrativas? Un hombre y una mujer están conversando normalmente y de pronto, sin previo aviso y sin mediar provocación alguna, él empieza a cantar. ¿Un ataque de locura transitoria? De ser así la locura es contagiosa, pues ella, en vez de llamar a un médico, se pone a cantar también, y a los pocos segundos, arrastrados por su delirio melódico, el hombre y la mujer están bailando claqué.

Los críticos culturales suelen buscar los contenidos ocultos tras la literalidad de determinados mensajes aparentemente simples; pero deberían realizar también el ejercicio recíproco: analizar la literalidad de ciertos mensajes «poéticos» o metalingüísticos. En este sentido, no deberíamos pasar por alto el nivel puramente denotativo de ciertas metáforas y metonimias típicas del cine, la publicidad, los videoclips y otras veladas formas de seducción y adoctrinamiento.

En la sociedad actual, gritar de felicidad y dar saltos de alegría son manifestaciones poco comunes entre los adultos; pero no en vano las alusiones verbales a estos impulsos reprimidos —su enunciación sustitutoria—se han convertido en frases hechas, y el musical se limita a sublimarlas artísticamente, puesto que, en última instancia, cantar y bailar no es más que gritar y saltar de forma articulada. Si tenemos en cuenta, además, la relación de la danza con el cortejo y con la sexualidad misma, no es difícil ver en el musical la expresión más desaforada de nuestra mitología amorosa. De hecho, este género en apariencia tan amable e inofensivo ha sido, probablemente, el que más ha contribuido a imponer en todo el mundo los patrones ético-estéticos de la cultura de masas estadounidense, máxima expresión de la banalización y decadencia de la cultura occidental.

El musical clásico es, desde el punto de vista temático, una modalidad de la comedia romántica, y como tal nos propone, desde su aparente desenfado, unos estrictos modelos de conducta masculinos y femeninos, unos protocolos de cortejo igualmente rígidos y una idealización extrema del amor romántico, que no en vano es el mito nuclear de nuestra cultura. Pero su peculiar naturaleza artística, su condición de «gran espectáculo», su eficaz utilización de los recursos estéticos y retóricos de la música y la danza, convierten al musical en la máxima expresión del glamur, la elegancia y la alegría de vivir; de ahí su gran poder adoctrinador.

Colonización cultural

Casi desde sus orígenes el cine se convirtió en el más eficaz vehículo de la cultura de masas, y por ende en el más poderoso instrumento de colonización cultural, solo superado, a partir de los años sesenta, por la televisión. O complementado, más que superado, puesto que la televisión vino a potenciar de forma extraordinaria, dándoles una nueva y masiva difusión, los productos cinematográficos y paracinematográficos (telefilmes, series, etc.). Es absurdo, por tanto, decir que la televisión le hace la competencia al cine: en todo caso, hace la competencia a los cines, es decir, a las salas de proyección; pero la cinematografía como tal tiene en la televisión su mejor aliada.

Y desde sus orígenes, la industria cinematográfica estuvo mayoritariamente en manos de Estados Unidos, y pronto se convertiría en su más eficaz arma ideológica y propagandística; no es exagerado afirmar que, sobre todo en los años cincuenta y sesenta, Hollywood desempeñó un papel no menos importante que el Pentágono en la agresiva campaña imperialista estadounidense.

Para analizar el papel del cine made in USA como instrumento de colonización cultural puede ser útil centrar la atención, además de en el musical, en otras dos de sus vertientes más representativas: el wéstern y los productos Disney. La elección puede parecer un tanto arbitraria, incluso anecdótica, puesto que hay géneros mucho más explícitos desde el punto de vista de la propaganda ideológica, como el cine bélico o el policíaco; pero es precisamente su supuesta neutralidad lo que hace que estas tres ramas de la cinematografía estadounidense sean especialmente eficaces como instrumentos propagandísticos.

Mundo Disney

A partir de la Segunda Guerra Mundial la factoría Disney inundó el mercado con tres tipos de productos básicos: cortometrajes de dibujos animados, largometrajes de dibujos animados y cómics desarrollados a partir de los protagonistas de los cortometrajes.

Los cortometrajes disneyanos suelen ser meras sucesiones de gags humorísticos y su carga ideológica es comparativamente escasa, aunque fueron decisivos para imponer a los dos grandes iconos de Disney: el ratón Mickey y el pato Donald, que se convertirían en los personajes principales de los cómics de la factoría. Pero los largometrajes, sobre todo los de la primera época (BlancanievesBambiCenicientaPinochoPeter PanLa Bella Durmiente, etc.), han desempeñado un papel crucial en el proceso de suplantación de la cultura popular por la cultura de masas, al contribuir de forma decisiva a banalizar, edulcorar y resemantizar los grandes cuentos maravillosos tradicionales y los clásicos de la literatura infantil. A primera vista podría parecer que su carga ideológica no es muy intensa; pero no hay que olvidar que las películas de Disney van dirigidas —aunque no solo a ellos— a los niños, es decir, a un público indefenso ante los poderosos estímulos audiovisuales de estos productos, excelentes desde el punto de vista técnico. Teniendo en cuenta, además, el extraordinario éxito de los grandes «clásicos» disneyanos, su amplísima difusión tanto en el espacio como en el tiempo, sería un grave error subestimar la potencia adoctrinadora de sus almibarados mensajes ético-estéticos, que han grabado en las mentes de varias generaciones de niñas y niños unos patrones de belleza y bondad —y de fealdad/maldad— cuyo impacto aún no ha sido debidamente estudiado.

Indios y vaqueros

A primera vista, resulta sorprendente que un género tan específicamente estadounidense, tan ligado a una historia y unas condiciones exclusivamente locales, haya alcanzado en todo el mundo un éxito tan extraordinario. Bien es cierto que la mera fuerza bruta de la industria cinematográfica podría haber impuesto cualquier tema, por muy local que fuera; pero un cine sobre las hazañas de los buscadores de oro o de los jugadores de béisbol no habría tenido la misma aceptación masiva que el wéstern. La explicación profunda del éxito sin precedentes de este género hay que buscarla en el hecho de que la sistemática campaña de expolio y exterminio conocida como «la conquista del Oeste» ha sido la última gran «epopeya» de la «raza blanca» contra otras etnias y de la cultura occidental contra otras culturas. La explicación está, en última instancia, en el racismo y la xenofobia de una sociedad brutal, íntimamente orgullosa de su larga trayectoria de atropellos y masacres.

Con el tiempo, el wéstern evolucionó desde las consabidas cintas de «indios y vaqueros», burdamente falaces y maniqueas, hacia relatos más centrados en la épica del héroe solitario y autosuficiente, clara expresión del mito estadounidense del self-made man; e incluso daría lugar a derivaciones tan curiosas como el «spaghetti western», cuya peculiar retórica hiperbólica, y a menudo autoirónica, merecería un estudio aparte. Pero, en conjunto, el wéstern es sin duda el género cinematográfico que de forma más masiva e insidiosa ha proclamado la supuesta superioridad de la «raza blanca» y de la cultura occidental.

Productos Disney en la infancia, wésterns en la adolescencia, comedias románticas en la juventud, musicales en la madurez, y todo ello junto y revuelto a todas las edades, para todos los públicos: esta ha sido, con ligeras variantes, la dieta cinematográfica básica de varias generaciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial. No es sorprendente que estemos al borde de la Tercera.

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3 Comentarios

  1. Pues creo que el artículo está plagado de cierto superficialismo y lugares comunes. Un vistazo más atento al western serviría para encontrar películas nada maniqueas, desde «El gran combate» a «Flecha rota», incluso en esa visión idealizada de Custer que es «Murieron con las botas puestas» los pieles rojas no salen nada mal parados…de hecho la que fue para algunos despistados el sumun de un film racista com «Centauros del desierto » es un relato de una gran complejidad donde el personaje de Ethan (John Wayne) tiene casi más claroscuros que el jefe Cicatriz…

  2. Voy a hacer el comentario imbecil-mainstream sobre western y musicales antes de que se me adelanten:

    https://www.youtube.com/watch?v=rRmkCTVieg8

    «Con el tiempo, el wéstern evolucionó desde las consabidas cintas de «indios y vaqueros», burdamente falaces y maniqueas, hacia relatos más centrados en la épica del héroe solitario y autosuficiente, clara expresión del mito estadounidense del self-made man; e incluso daría lugar a derivaciones tan curiosas como el «spaghetti western», cuya peculiar retórica hiperbólica, y a menudo autoirónica, merecería un estudio aparte»

    Pues precisamente, muchos westerns (sobre todo en el spaguetti) me parece justamente lo contrario a lo que comentas: un hatajo de personajes hijos de puta que abusan de la violencia unicamente por su propio beneficio. Supongo que depende un poco de lo que te hayan enseñado en casa. A mi estos personajes nunca me han parecido un modelo de conducta.

    Otra cosa es que la violencia y la mala gente molan y dan espectáculo. Joder, es cine.

    Yo no vería una película sobre un señor normal que es funcionario, se levanta, echa sus 8 horas trabajando, vuelve a casa para estar con su mujer (que también es funcionaria, trabaja 8 horas y cobra lo mismo que su marido) e hijos, le gusta su trabajo, le gusta su familia, es tolerante, quiere y respeta a todo el mundo, y en general vive de puta madre y es feliz. Menuda mierda de historia.

    Añade un tío cabreado y una metralleta, y hasta algo tan trivial como comprar una hamburguesa mola:

    https://www.youtube.com/watch?v=J2z-LsU2GiU

    • Si parece que hago una apología del spaghetti western, me he expresado mal. Digo que es una derivación curiosa y digna de análisis, configurada estética y estilísticamente por profesionales tan brillantes como Sergio Leone y Ennio Morricone, que, lamentablemente, dieron lugar a una caterva de imitadores cutres, con lo que el sw (y el western más comercial en general) se convirtió en uno de los subgéneros más lamentables de la historia del cine.

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