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Homo saeculi vicesimi

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Detalle de la cubierta de Signo de los tiempos. Visionarios, locos y criminales del siglo XX, de Iñaki Domínguez.

Hablábamos hace unos años del ensayo de la francesa Élisabeth Roudinesco titulado Nuestro lado oscuro; una historias de los perversos en el que analizaba a los personajes más salvajemente malvados y retorcidos de los últimos siglos. En un momento dado, la académica citaba a Freud para explicar que la maldad está dentro de cada uno y que dependerá de su educación, identificaciones inconscientes y traumas diversos si es capaz de rebelarse contra ella, superarla o sublimarla o, en caso contrario, cometer crímenes, causar dolor o llevarse por delante todo lo que uno pueda. En ese sentido, el ensayo recorría diferentes etapas históricas para mostrar cómo el sistema de valores público de cada momento tenía una influencia capital en la perversión de cada individuo que destacaba por romper las normas morales.

En Signo de los tiempos, un ensayo del antropólogo Iñaki Domínguez, el estudio es semejante y se centra en la segunda mitad del siglo XX, una época caracterizada por la ruptura de patrones culturales y la deslegitimación de verdades que antes se consideraban objetivas. No se trata de un análisis de la maldad exclusivamente, aunque hay casos. El autor, licenciado en Filosofía y doctor en Antropología, analiza cómo la ruptura de los patrones establecidos creó malestar entre quienes querían conservar el mundo tal y como era y los transgresores con cuyas conductas fue tomando forma la cultura pop que es una suerte de evangelio con el que, al fin y al cabo, guiamos nuestras vidas.

En ese sentido, para Domínguez «centrar todo nuestro esfuerzo en hacer lo correcto es una forma de inmovilismo que conduce a la quietud, en el desvío del dogma es en donde se encuentra la clave del verdadero progreso». Por eso ha analizado a una serie de personajes clave de la cultura popular del siglo XX que, mediante la transgresión, lograron relevancia e incluso fama.

Un ejemplo, Jay Adams. A él se le ocurrió el truco «aéreo» patinando en piscinas vacías en California. Sin embargo, más adelante, se negó a formar parte de los engranajes de Powell-Peralta, la marca que patrocinaría a la legendaria Bones Brigade de Tony Hawk. Explicó que le hubiera resultado imposible integrarse en una estructura organizada para la explotación económica del skate: «Imagino que podría haber sido un niño bueno como se esperaba de mí y haber sacado más dinero… pero ni pude ni lo hice», explicó en 1982, cuatro años después.

Mientras que su amigo Stacy Peralta, que provenía de una familia de clase media bien estructurada, tuvo una trayectoria brillante como patinador, empresario y productor de cine y vídeo, Adams se quedó en la calle, entre pandillas y menudeando con marihuana. En la California invadida por el punk y el hardcore se acopló al emergente culto a la violencia que surgió. «Cuando salía tenía que joderle la noche a alguien para pasármelo bien», reconoció. Y una noche le dio una paliza a una pareja de homosexuales, que luego acabaron linchados por un grupo de punks que había en el lugar. Uno murió y él fue condenado.

Al salir de prisión se enganchó a la heroína y tuvo una trayectoria errante hasta que Peralta le lanzó a la fama con el documental Downtown and Z-Boys. Murió después de un infarto, pero ejemplificó perfectamente la identidad del skater: «Disidencia y rechazo de toda norma, libertad individual frente a potencias deshumanizadas que tienden a encauzar el comportamiento»; una identidad no tardó en ser vendida y consumida en el marco del sistema capitalista.

Otro capítulo que resulta ser un ejemplo paradigmático. Arthur Lee, líder de Love, uno de los grupos pioneros del rock psicodélico californiano. En su caso, de la escena angelina, cuando a personajes como él se les llamaba freaks puesto que el término hippie todavía no había empezado a circular. Por inusuales, hasta eran étnicamente diversos. No era habitual en aquella época, aunque los blancos hiciesen música negra y la llevasen a otros terrenos, que hubiera blancos y negros en un mismo grupo como ocurrió en Love o después Sly and the Family Stone.

Lee visitó España en más de una ocasión antes de morir y su legado musical está reconocido a la altura que merece. Pero en su día no solo marcó su propio tempo en una época donde la competitividad en la creación de nuevos estilos, la mezcla de géneros y la evolución de los que había con las nuevas tendencias encontró quizá entre 1961 y 1971 la mayor intensidad de toda la historia.

El propio Jim Morrison declaró que su objetivo era que su grupo fuese como Love. Fundamentalmente por el hechizo, por la hipnosis que causaban al público. Y fue el propio Arthur Lee  quien convenció a Elektra para fichar a los Doors, grupo que hizo época y ha sido comercializado hasta la saciedad, tanto musicalmente como en cuestiones de «actitud». Por otro lado, Jimi Hendrix le tomó prestada la forma de colocarse pañuelos al cuello y vestir chalecos. Sus looks llegaron a ser casi idénticos. Fue una referencia para todos, Robert Plant y Syd Barrett incluidos.

No obstante, los destinos de todos ellos fueron bien distintos. De nuevo Domínguez apunta la diferencia. Los Doors, aunque tuvieran como líder a un borracho, eran un grupo disciplinado que cumplía sus compromisos. Todos venían de la universidad. Love, por el contrario, no hacía giras porque se agobiaban. Y no venían de familias que les habían enviado a la universidad. Rechazaron, por ejemplo, tocar en festivales como el de Monterrey, que después dispararían la carrera de Hendrix hasta el punto de que su actuación es considerada una especie de epifanía, solo porque las actuaciones no eran remuneradas.

Su obra más celebrada fue Forever Changes, un disco que si bien en su época no alcanzó un éxito mundial como otros salidos del mismo lugar y el mismo año, 1967, raro es el analista musical contemporáneo medianamente serio que no lo considere la cúspide de la creatividad y la modernidad del momento. Pero a la formación que grabó ese disco la marchitó la epidemia de heroína y el propio Arthur Lee se introdujo en las procelosas aguas de la cocaína intravenosa.

De vivir en una mansión acabó haciéndolo en una limusina hasta que fue detenido por disparar al aire en una trifulca. Cumplió seis años y poco después murió de leucemia tras, eso sí, agraciarnos con un par de giras europeas. Un freak que marcó el camino a tanto hippie, pero no estuvo nunca en la disposición de adaptarse a la explotación industrial de sus ideas.

Aparecen pocas mujeres en la investigación, solo tres de dieciséis figuras clave del siglo XX, pero la figura icónica de una de ellas, Ulrike Meinhof, merece traerse también a colación para entender el conjunto. De ella dijo Günter Wallraff, entrevistado en esta publicación, que sus escritos finales eran «de índole fascista» y que, a día de hoy «hay que tener mucho cuidado de que la RAF no se convierta en algo heroico como fue Robin Hood, porque no lo fueron».

Domínguez explica que Alemania, al igual que Japón, como perdedora de la Segunda Guerra Mundial, ha sido un país en el que mucha gente ha estado ansiosa por adoptar identidades ajenas a los valores tradicionales locales. De ahí la pasión sobreactuada que no es difícil encontrar en estos países por el rock u otras modas. En los años sesenta, cuando se abordó con un mínimo de seriedad la desnazificación del país, la juventud a la que pertenecía Ulrike quería adoptar identidades diametralmente opuestas a las nacionales que, indefectiblemente, asociaban con los nazis.

Se incorporó a la revista radical de izquierdas Konkret y se casó con Klaus Rainer Röhl, su director. La publicación, explica Domínguez, no tardó en funcionar como una empresa capitalista cuya producción es «la izquierda» como objeto de consumo. «El izquierdismo era un rasgo de distinción entre muchos jóvenes. Era un ingrediente fundamental en las constelaciones identitarias de la época (…) Konkret es un buen ejemplo de cómo las herramientas políticamente contestatarias comenzaron a ser asimiladas por el capitalismo. A pesar de iniciar su andadura gracias al apoyo económico de la Alemania Oriental, la publicación terminó por ser una empresa netamente capitalista. Al existir vastos sectores de la población interesados en las ideas de izquierdas, estas ideologías se convirtieron en un lucrativo bien de intercambio para la interacción social y aquellos que comercializaban con ella acabaron por convertirse inevitablemente en burgueses acomodados».

Cuando la RDA retiró el apoyo a la revista, Röhl añadió contenidos pornográficos, que entonces no eran considerados moralmente reprobables por la izquierda como ahora, y multiplicó las ventas. Sobre todo después de una denuncia de una liga de ciudadanos por la decencia.

La pareja se enriqueció, tuvo gemelos y se compró una casa construida antes de la Gran Guerra en un barrio exclusivo de Hamburgo. Ella acudía a las tertulias de radio y televisión donde exponía sus ideas políticas, que no eran precisamente prodigios de precisión y coherencia. Pero todo iba bien hasta que él empezó a serle infiel con demasiado descaro. A partir de ahí se le hicieron insoportables las contradicciones ideológicas, relata Domínguez. Inició el divorcio e inició una etapa de redescubrimiento personal que le llevó a adoptar un papel en esta vida por todos conocido. Se enroló en la RAF y pasó a la lucha armada. Un camino revolucionario que, según el autor, desde el punto de vista psicológico no puede permitirse adoptar posturas ambivalentes. Su educación en el puritanismo germánico, el imperativo categórico kantiano, la llevó a tener el ordenamiento moral como una prioridad absoluta. Solo sustituyó el cristiano por la ideología política. Sus planteamientos, para Wallraff, eran protofascistas. Domínguez los califica de elitistas: «La violencia se ejerce por el bien del pueblo y el que sabe lo que le conviene al pueblo ejerce la violencia».

La nómina de asaltos, secuestros y acciones terroristas de todo tipo que llevaron a cabo es bien conocida. No en vano el quid de la cuestión es que dejaron una estela de glamur ideológico que aún perdura. Siguen los documentales sobre ellos y el culto a su pureza. Son chic para la izquierda de la izquierda. Riesgo, violencia y autosacrificio, virtudes de un revolucionario que ya no existía; rasgos extemporáneos que han fascinado a varias generaciones y lo sigue haciendo, provee de una función simbólica y estética que remite a paraísos perdidos. Aunque el encuentro de Baader con Sartre resultó ser muy revelador sobre su naturaleza, como cuenta Domínguez:

En 1974, hasta Jean-Paul Sartre, premio Nobel de Literatura, tuvo una entrevista personal con Baader en prisión. Decepcionado quizás por la irreverencia de este, el gran ególatra francés compartió sus impresiones a la salida de su reunión: «Es un gilipollas».

En las conclusiones de Signo de los tiempos el autor habla de los terremotos emocionales que suponen las revoluciones o los grandes cambios, catarsis equiparables a experiencias religiosas, que suponen un impacto irracional en las personas. Los apetitos más básicos se sustituyen por actos de devoción que no apelan al intelecto, sino al instinto.

Y sin embargo, es en el desvío de la norma donde se encuentra la evolución humana. La clave del progreso. Fue Gustave Le Bon quien dijo que los sentimientos, emociones e ideas muestran en las masas un poder de contagio tan intenso como el de los microbios. De toda la retahíla de freaks, pioneros y malogrados del siglo XX, tenemos algo dentro. Ellos conformaron el Homo saeculi vicesimi, hombre del siglo XX, del que partimos para afrontar el XXI. Domínguez lo sentencia brillantemente: «Creer que uno es étnicamente virtuoso es, en el mejor de los casos, descabellado, en el peor de ellos, un sinsentido fruto de la más negra ignorancia».

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Un comentario

  1. Ricardo Norberto

    ¡Qué gran regalo su descabellada intervención en este primero de octubre! Gracias por masajear mis sentidos con su delicada prosa. Saludos desde aquí.

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