Cuando Jazgul salió de casa por la mañana, camino al bazar, nada le hizo sospechar que por la noche sería ya una mujer casada. A plena luz del día, unos jóvenes la asaltaron en la calle, la tomaron por la fuerza y la metieron dentro de un coche. Ella forcejeó durante las casi tres horas que duró el trayecto hasta un pequeño pueblo en las montañas. «Grité, pataleé con todas mis fuerzas, hasta que no pude más y me desvanecí», cuenta. Cuando llegaron, la familia les esperaba con los preparativos de la boda. «Les insistí en que no podía quedarme, que era demasiado joven para casarme, pero acabé aceptando para no avergonzar a mi familia», dice mientras intenta disimular su resignación. Al día siguiente contrajo matrimonio con uno de los jóvenes que la había raptado.
La cultura es un todo orgánico donde cada elemento se distingue por la función que desempeña dentro del sistema; cada ritual, cada costumbre, tiene su propia dinámica: puede aparecer, transformarse, o desaparecer cuando deja de tener sentido. Estos procesos, que se desarrollan lentamente, están ligados a las necesidades de la sociedad, los valores simbólicos, y a las percepciones acerca de lo que tiene derecho a ser y lo que no. Hoy, en Kirguistán, la idea de que el matrimonio por secuestro es una tradición que reafirma la identidad cultural se repite a lo largo del país. Tanto es así que más de la mitad de las mujeres están casadas con los hombres que las secuestraron.
Todo buen matrimonio empieza con lágrimas, dice una voz popular
Desde que Kirguistán obtuvo su independencia en 1991, después de la disolución de la Unión Soviética, resurgió la práctica conocida popularmente como Ala-kachuu, que podría traducirse como «atrápala y corre». Algunas son fugas consensuadas entre amantes que quieren evitar matrimonios acordados por la familia, pero la mayoría de los secuestros se realizan por la fuerza en un contexto marcado por el engaño, la violencia y, en ocasiones, la violación. En todos estos casos las mujeres pueden negarse a aceptar el matrimonio, pero corren el riesgo de hacer frente a la vergüenza social por convertirse «en la chica que cruzó el umbral», tal como popularmente se señala a aquellas que pisaron la casa de un desconocido. De esta manera, el 90 % de las mujeres permanecen con los hombres que las secuestraron, y las que desafían esta costumbre legitimada socialmente son vistas como traidoras a sus orígenes étnicos y dignas de ostracismo.
A pesar de que muchos mantienen que esta práctica tiene sus raíces en antiguas costumbres nómadas, Ala-kachuu sigue practicándose, lo que choca con las aspiraciones de modernidad del país. La República de Kirguistán se situó a la vanguardia de la democracia parlamentaria en Asia Central cuando, en 2010, Roza Otunbáyeva se convirtió en la primera presidenta mujer de una antigua república soviética islámica como esta. Sin embargo, desde entonces, todos los intentos por defender los derechos de las mujeres se han quedado en el papel. Según el código penal de Kirguistán, el rapto de novias es un crimen, pero la ley rara vez se aplica para proteger a las mujeres de esta violenta práctica. El Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW) en un informe de 2016 dijo estar «profundamente preocupado de que el secuestro de novias parezca estar socialmente legitimado y rodeado por una cultura de silencio e impunidad, donde los casos de secuestro siguen sin denunciarse». Muchos son los que desconocen que esta práctica viola el derecho penal de Kirguistán; y, si lo saben, parecen concederle mayor autoridad a la tradición.
La piedra debe quedarse donde fue lanzada
Viejos refranes populares y un arraigado sistema de creencias y supersticiones juegan también un papel importante a la hora de convencer a las mujeres de que acepten el matrimonio. «Yo no quería quedarme, pero cuando colocaron un pan delante de la puerta, no tuve otra opción», cuenta Asiel desde su pequeño centro médico en el pueblo de Tepke, donde vive desde que se casó. Su marido, Ermek, la vio por primera vez en el hospital donde ella trabajaba cuando acudió como paciente. Explica que aquel día se enamoró a primera vista. A la semana siguiente, al salir del trabajo, la metieron en un coche y se la llevaron a Tepke para contraer matrimonio. «Nunca imaginé que me secuestrarían, pensaba seguir con mi carrera de médico y casarme con mi novio. Pero cuando me raptaron pensé que era mi destino», cuenta Asiel convencida —como la mayoría de la sociedad— de que el destino de las mujeres es el matrimonio con quien las escoge.
El aumento de esta práctica en las últimas décadas resulta a la vez paradójico, después de que el Estado soviético prohibiera el matrimonio por secuestro e introdujera una amplia legislación para emancipar a las mujeres kirguises. Uno de los objetivos de la Unión Soviética era sacar a las mujeres de sus casas y organizarlas como fuerza política económica, como parte activa de los trabajadores de la nueva economía industrializada. En este proceso, la cultura tradicional kirguís se eliminó o se volvió invisible, confinada en las esferas más íntimas y privadas, mientras que en el ámbito público se crearon nuevos roles de género. Las mujeres de la Unión Soviética habían logrado un impresionante nivel de emancipación a finales de 1980 y representaban el 51 % de los trabajadores de la economía soviética. Además, en tiempos de la URSS, el amor era motivo de propaganda; se fomentaban las «bodas por amor» y si eran interétnicas se premiaban. Pero, a pesar del impacto que supuso esta política en los roles y relaciones de género, la sociedad kirguís siempre mantuvo su estructura invisible de patriarcado, que volvió a tomar fuerza en el desarrollo de la sociedad postsoviética.
Hoy en Kirguistán la práctica del matrimonio por secuestro es vista por muchos kirguises como un resurgir de su identidad cultural después de décadas bajo poder soviético. Russell Kleinbach, un sociólogo americano que ha dedicado quince años de su vida a hacer un extenso trabajo de campo para entender de dónde proviene esta práctica y cómo combatirla, asegura que «estos secuestros con violencia para casarse no tienen tradición nómada ni son aceptados por el islam. Son el resultado de una distorsión arcaica de la antigua práctica de Ala-kachuu, que se llevaba a cabo cuando dos jóvenes se amaban y el novio no podía pagar la dote a la familia de la chica, así que los dos enamorados organizaban un secuestro por amor».
En los matrimonios por rapto, el target suelen ser mujeres jóvenes de entre diecisiete y veintitrés años que están estudiando en la escuela o la universidad cuando son secuestradas. Después de casarse, a pocas se les permite continuar con su educación y, en la mayoría de los casos, estarán confinadas en sus casas para las tareas del hogar y la crianza de los niños. De esta manera, el secuestro sirve a la vez para mantener a las mujeres fuera de la esfera pública, sin posibilidad de obtener una formación superior, independencia económica o ascenso en la escala social. Así pues, esta práctica aceptada por derecho consuetudinario se enmarca, en definitiva, en un sistema donde la violencia contra las mujeres se ha normalizado. El poder patriarcal goza de legitimidad y consenso entre la sociedad y, por lo tanto, contribuye a la aceptación social de la desigualdad.
Pero en medio de este paisaje grotesco, el de una sociedad postsoviética a la deriva en busca de su identidad cultural, algunas voces arrojan luz sobre el futuro de las mujeres del país.
Volviendo a la esfera política
Gazi Babayarova, víctima de esta práctica cuando era estudiante, escapó de su secuestrador e inició una lucha contra el rapto de novias, vigente bajo discursos de tradición, familia, honor y vergüenza. «Estos son temas que a veces incluso es problemático hablar en público. La conclusión es que las mujeres son consideradas como un producto, mano de obra, tanto por el marido que se las lleva como por sus propias familias que aceptan el trato», dice Gazi en su oficina. Desde 2004, ella y su ONG Kyz Korgon han estado librando una guerra contra el matrimonio por secuestro, sumándose a otros grupos activistas de Kirguistán que han pedido mejoras en la legislación, exigiendo mayores garantías y mejores respuestas judiciales y policiales a las denuncias. Como reacción a estas llamadas a la acción se creó en 2011 el Foro de Mujeres Parlamentarias, para poner sobre la mesa estos temas olvidados en la agenda política. La diputada más joven del país, Aida Kasymalieva, está liderando esta lucha.
En 2010, en medio de la convulsa revolución popular contra el Gobierno corrupto y autoritario de Bakíev, el nuevo Ejecutivo liderado por Roza Otunbáyeva llegó con fuerza al poder. Pero duró tan solo un año. Su ofensiva para llevar al Parlamento nacional el debate sobre los secuestros de novias se interrumpió en el proceso.
Las mujeres en Kirguistán enfrentan fuertes obstáculos para conseguir una plena participación política. A pesar de tener actualmente veintitrés escaños entre los ciento veinte miembros del Parlamento, tienen pocos puestos de liderazgo en los partidos. En 2005 el Parlamento kirguís se componía solo de hombres, pero se adoptó una cuota de género después de varias campañas y la ley ahora exige que las mujeres constituyan una tercera parte de las listas de candidatos. Sin embargo, los líderes de los partidos a menudo presionan a las mujeres para que renuncien a sus puestos después de ser elegidas. Esta exclusión significa que algunos asuntos, como la violencia doméstica, el matrimonio infantil y los raptos de novias, no reciben la atención que se merecen por su gravedad.
Aida Kasymalieva, en una reciente entrevista a Reuters, dijo que se quedó atónita cuando sus colegas abandonaron el lugar mientras hablaba en una sesión sobre estos asuntos, en una nación plagada de violencia contra las mujeres. «Estábamos discutiendo asignaciones, subvenciones, carreteras, y todos los hombres estaban sentados en el Parlamento; luego comenzó la hora sobre cuestiones de género y todos los hombres se levantaron y se fueron».
Kasymalieva, aunque recién estrenada como diputada, sabía que estas cuestiones no eran una prioridad en el Parlamento kirguís, ya que como periodista había investigado durante más de diez años sobre el matrimonio infantil y el brutal secuestro de mujeres jóvenes que luego eran obligadas a contraer matrimonio. Y, aunque no espera que la actitud de los diputados cambie a toda prisa, Kasymalieva cree que es necesario tener más mujeres en la política para lograr cambios y unir fuerzas para abordar estos problemas. «Lo que necesitamos es llegar al fondo del problema, no solo fortalecer la ley. Hay que cambiar la mentalidad de la sociedad para que los secuestros sean denunciados, ese es el problema, porque todavía se considera una práctica cultural y no un crimen».
Fotografía: Roser Corella
Otra mirada sobre el mismo tema apareció en el año 2014 en El País de manos del fotoperiodista Daniel Burgui. https://elpais.com/elpais/2014/05/14/planeta_futuro/1400091690_507564.html
Una tradición bastante abusiva y contrario a los DH de las mujeres.
Ya que sobre el planeta somos más o menos mitad y mitad (creo que ellas tienen una exigua mayoría), los parlamentos, por un simple cálculo lógico, tendrían que reflejar esta realidad, pero recien ahora se comienza a discutir sobre esta injusticia histórica. Será una larga lucha porque el «velo» masculino es casi indestructible. Miles de años de exclusiva educación maculina que nos han llevado a creer que hasta dios era varón tienen sus consecuencias y, sin embargo, la evolución ha elegido el camino femenino como no podía ser de otra manera: son ellas las únicas que se desdoblan, herederas del primer instinto celular. Con esto no quiero decir que sean mejor que nosotros, pero seguramente tienen otra visión del mundo. Pero quién se lo hace entender a papas, papá y machos orgullosos de ser machos que jamás se han preguntado por qué tenemos tetillas.
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