Cine y TV

La mejor hostia de la historia

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Joan Crawford y Bette Davis en What Ever Happened to Baby Jane?, 1962. Fotografía: Getty.

En una silla de ruedas está sentada una mujer de cincuenta y seis años. Lleva el pelo recogido en un moño de mujer de cincuenta y seis años y viste una bata larga y gruesa de algodón color burdeos que le cubre de los hombros a los pies mientras se tapa el cuello con un pañuelo de seda igualmente oscuro. Parece cansada, pero sus ojos están atentos. Mira hacia arriba. Enfrente, de pie, hay una mujer de cincuenta y cuatro años. Lleva una peluca rubia con tirabuzones, como el pelo de una niña de siete años, y un vestido bordado blanco de falda cancán justo bajo la rodilla con un lazo rojo en la cintura y un clavel de papel en el pecho. Es el vestido de una niña de siete años. Tiene tanto maquillaje en la cara que se diría que nunca se la ha lavado; solo ha ido añadiendo capa tras capa tras capa hasta que ha perdido todo el color y ahora es blanca. Como la de una niña de siete años.

La mujer de la silla de ruedas se llama Lucille Fay Le Sueur, pero el mundo la conoce como Joan Crawford. Su ropa forma parte de una historia. La mujer con el traje de niña se llama Ruth Elizabeth Davis, aunque siempre ha sido Bette. Ella misma ha elegido su vestuario. Al otro lado del set que la Warner ha montado en uno de sus estudios de Hollywood, Robert Aldrich respira hondo, se ajusta sus gruesas gafas de pasta y grita: «Acción».

¿Qué fue de Joan?

Hay un momento en Feud —la serie de Ryan Murphy que en su primera temporada narraba el rodaje y posterior estreno de ¿Qué fue de Baby Jane?—  en el que Susan Sarandon, en la piel de Bette Davis, le dice a una Joan Crawford interpretada por Jessica Lange: «Bien, vamos a dejarnos de chorradas. Yo no te caigo bien y tú no me caes bien a mí, pero necesitamos que esta película funcione. Las dos lo necesitamos. Tan solo te pido que des lo mejor de ti. Inténtalo. Porque cuando eres buena, Joan, eres jodidamente buena». Estas frases definen en una pincelada el choque de trenes que fue la película tanto para sus estrellas como para todos los demás agentes implicados, pero también resume lo que suponía el Hollywood de la época para dos mujeres ya maduras, aunque fuesen (o hubiesen sido) las estrellas más fulgurantes de su firmamento. Más aún cuando estas dos estrellas, como mujeres, habían pasado la mitad de su carrera alimentando una inquina mutua, ese intraducible feud que duraba ya tres décadas.

Joan Crawford nació en San Antonio, Texas, en 1906 y nunca conoció a su padre. Durante la década de los diez vivió con su madre y su hermano mayor en Lawton, Oklahoma, y después en Kansas City, Missouri, hasta que, todavía como Lucille, se enroló en un par de compañías ambulantes de variedades. Llegó a Broadway como corista de primera fila en 1924 y, desde allí, fichó por la Metro-Goldwyn-Mayer a razón de setenta y cinco dólares por semana. Pese a su experiencia en el teatro, cuando llegó a Hollywood en el 25 era casi el prototipo de southern belle, la chica guapa del sur. La diferencia es que Crawford no pertenecía a la clase adinerada, sino que había salido a flote desde la miseria y por sus propios medios. Medios que incluían una capacidad de trabajo solo comparable a su competitividad y, sí, también a su belleza. Porque Crawford era guapa, y mucho.

Tras unos cuantos papeles secundarios e incluso como doble de cuerpo, Crawford inició un proceso de autopromoción como no se había visto nunca en Hollywood. La guionista Frederica Sagor diría: «Nadie convirtió a Joan Crawford en una estrella. Joan Crawford fue una estrella porque Joan Crawford decidió ser una estrella». Para cuando llegó el cine sonoro en 1927, Joan era uno de los reclamos más poderosos del estudio. A principios de los treinta era una superestrella con legiones de admiradores y, sobre todo, admiradoras, que veían en su belleza desafiante un modelo de nueva feminidad. A finales de esa década sufrió su primer encontronazo con la industria cuando Harry Brandt, presidente de la Asociación Independiente de Propietarios de Salas de Cine, la incluyó en una lista de intérpretes a los que consideraba «veneno para la taquilla». Sus películas seguían siendo bien recibidas por la crítica pero fracasaban entre el público, algo que Joan achacaba al estudio, así que en 1943 terminó su contrato con la MGM y firmó por Warner Brothers. Bajo Jack Warner cosechó sus mayores éxitos: Óscar en el 45 por Mildred Pierce, dos nominaciones, una en el 48 y otra en el 53, y el papel de Vienna en Johnny Guitar en el 54, por el que no recibió ningún premio pese a ser su mejor interpretación. Joan seguía siendo una estrella casi en la cincuentena, pero el trabajo era cada vez más escaso.

En los treinta protagonizó veintisiete películas; en los cincuenta apareció en doce. En 1962, Joan Crawford llevaba tres años sin salir en ningún filme. Vivía sola junto a su fiel criada Mamacita —inmigrante alemana pese a su peculiar apodo— en una mansión de Beverly Hills. Viuda de su cuarto marido, Al Steele, a la sazón presidente de Pepsi Cola, pasaba los días entre muebles forrados de plástico mientras rememoraba viejas glorias con la columnista de farándula Hedda Hopper. Hablaba de sus películas, de sus papeles, de sus maridos, y cuchicheaban juntas sobre las jovenzuelas que ocupaban el star system, rivales a las que no se veía capaz de destronar. Porque Crawford siempre necesitó rivales a las que compararse y contra las que competir. Primero fue Norma Shearer, después, Greta Garbo, Ingrid Bergman y hasta Marilyn Monroe. Y durante treinta años odió y envidió a Bette Davis.

¿Qué fue de Bette?

Joan Crawford tenía una confianza adamantina en su trabajo, pero, cada cierto tiempo, la insegura Lucille Le Sueur reflotaba entre el oropel para decirle que, sin su belleza, no era nadie. Siempre entendió que la vida era dependiente del atractivo. Era guapa y estaba en la cima; era guapa y, por tanto, no era tan buena actriz. Bette Davis no era guapa. Nunca lo había sido. Belleza extraña o mirada enigmática eran un par de rodeos para decir que Davis era fea; al menos, todo lo fea que podía ser una de las figuras más rutilantes de la industria del cine.

Davis fue una estrella desde que firmó por Universal en 1930 hasta que murió de cáncer en 1989. Copas Volpi, Globos de Oro, dos Óscar a mejor actriz y la primera persona (hombre o mujer) en recibir diez nominaciones a interpretación. Trabajó con todos los directores, con todos los actores y con todas las actrices. Actuó en Broadway y en televisión. Tras el ataque a Pearl Harbor vendió dos millones de dólares en bonos de guerra y, quince años después, llegó a participar en la Convención Demócrata de 1960 para apoyar la candidatura presidencial de John F. Kennedy. Para Davis, su carrera era lo primero porque, de hecho, su carrera era lo único. Si no puedes encandilar al público ni a los cineastas ni a los productores con tu cara bonita, tienes que probar lo que vales cuando la cámara se pone a rodar. Como Crawford, Davis también se casó cuatro veces y las cuatro fracasaron. Como Crawford, Davis no supo tener una relación con sus hijos, hasta el punto de que su hija menor, B. D. Hyman, escribió en 1985 un libro contando lo tóxico que era tener por madre a una estrella de Hollywood. Algo que también había hecho Christina Crawford en 1978 cuando publicó Mommy Dearest.

Murphy exponía en Feud una tesis difícilmente cuestionable: en el Hollywood de entonces —probablemente también en el de ahora— era imposible ser esposa y madre y estrella de la pantalla. Los hombres podían estar ausentes, podían reservar un resto de su tiempo a la familia, podían ser un modelo distante; las mujeres, no. Bette Davis no podía dedicar a sus hijos el tiempo y el esfuerzo que tenía que emplear en demostrar, constantemente, que era la mejor actriz de su generación.

Porque Davis se consideraba la mejor. Miraba con desdén a todas las demás; lo tenían más fácil, podían seducir con una sonrisa y una mirada. Ella era actriz y solo actriz y, por eso, veía a Crawford como una usurpadora. Joan no merecía hacer de mujer fuerte y empoderada, no lo necesitaba. Era una afrenta que hubiese aceptado el papel de Possessed, era una afrenta que hubiese interpretado la Mildred Pierce que Davis había rechazado, pero, sobre todo, era una afrenta que hubiese manipulado a la Academia para que nominasen a Anne Baxter en Eva al desnudo. Para Bette, que Baxter también estuviese nominada por la misma película dividió los votos, privándola del que debería haber sido su tercer Óscar. Todo por culpa de Joan Crawford. Aunque, como dice Lange a Sarandon en Feud: «La Academia no te robó nada. ¡Todos saben que a quien robaron fue a Gloria Swanson, zorra!». En efecto, el Óscar a mejor actriz de 1950 no fue ni para la Norma Desmond de El crepúsculo de los dioses ni para la Margo Channing de Eva al desnudo. Quizá esto nos haga entender la calidad, y también la competitividad, que había en el Hollywood dorado.

Bette Davis recibió otra nominación en el 52, pero diez años más tarde ya solo tenía ofertas para papeles de vieja, a menudo secundarios. Vivía en Nueva York y trabajaba sobre todo en televisión y teatro. Hasta que recibió una llamada de Robert Aldrich.

Un guiñol de viejas locas

Algunas crónicas dicen que fue Crawford quien convenció a Aldrich para llevar al cine ¿Qué fue de Baby Jane? Otras afirman que fue el propio Aldrich, un cineasta considerado poco más que solvente por la industria, quien vio en la novela de Henry Farrell de 1960 una oportunidad de brillar como director. Una historia de terror íntimo alejada de los espectáculos bombásticos que la precedían. Sea como fuere, la primera opción siempre fue Crawford. Era el vehículo perfecto para el resurgimiento de una actriz madura: un cuento gótico sobre el abandono y el precipicio en la demencia de dos antiguas estrellas de Hollywood enclaustradas, por rencor y chantaje emocional, dentro de sus propios recuerdos.

Si bien los límites de ¿Qué fue de Baby Jane? son bastante grises, Joan se reservó el papel de la «buena». Blanche Hudson es una mujer desvalida, inerme, postrada en una silla de ruedas a merced del enloquecido resentimiento de su hermana Jane, quien no acepta que nunca más será la muñeca que fue cuando tenía siete años. Enseguida, Crawford supo que Jane tenía que ser Bette Davis.

Desde el primer día de rodaje se vio que las cosas iban a ser tempestuosas. Crawford interpretaba a una mujer de su edad, pero se resistía a parecer vieja, a parecer fea. Se resistía, dentro y fuera del set, a dejar de ser una diva. A Davis le daba igual; si su personaje era grotesco, se encargaría de que lo fuera de verdad. Por eso eligió su propio vestuario y el maquillaje que acabaría siendo icónico. Cuando apareció en el set transformada en el guiñol de una vieja demente, arrancó el aplauso espontáneo de todo el equipo.

A partir de ahí, el rodaje y todo lo que lo rodeaba se convirtió en un encarnizado circo de tres pistas. Crawford puso una máquina de Pepsi en el set (era embajadora de la marca); Davis colocó una de Coca-Cola justo al lado; Davis acusó a Crawford de intentar ganarse a todos con regalos y sonrisas falsas; Crawford acusó a Davis de malmeter en el guion para suprimir sus mejores escenas; Crawford hacía repetir escenas especialmente difíciles para Davis interrumpiendo en mitad del rodaje; Davis convenció a Crawford de que había que echar de la película a la actriz que interpretaba a la vecina joven pues «era demasiado guapa»; Crawford se quejaba de que la nueva actriz elegida fuese la hija de Davis, quien además era una pésima intérprete (lo era); Davis acusó a Crawford de colocarse pesos anclados al cuerpo cuando tenía que arrastrar su cuerpo (lo hizo); ambas se acusaban mutuamente de coquetear con Aldrich e incluso con Jack Warner, productor del filme. Las acusaciones aparecían en las columnas de Variety y Hollywood Reporter, y hablaban de comportamientos déspotas, de injerencias, de rencor y hasta de mala higiene personal.

Es posible que parte del contenido de esas columnas fuese falso, exagerado o filtrado interesadamente por el estudio, porque, cuando Warner vio los primeros copiones, se dio cuenta de que la inquina era real. Había dos viejas glorias gloriosamente enfrentadas delante y detrás de la cámara, y lo mejor para publicitar la película era alimentar, y hasta manipular, ese enfrentamiento.

La mejor hostia de la historia

Contra todo pronóstico, ¿Qué fue de Baby Jane? fue un éxito. Arrasó en taquilla y lanzó un curioso subgénero al que llamaron hagsploitation o Grand Dame Guignol. Pero el triunfo del filme no se limitó al público; la Academia lo premió con cinco nominaciones: mejor sonido, mejor vestuario, mejor fotografía, mejor actor secundario y mejor actriz protagonista para Bette Davis. Pero no para Joan Crawford.

Joan lo sufrió como un puñetazo en el centro del ego. El ultraje definitivo, que, para mayor insolencia, se despachaba en una película que no existiría sin que ella hubiese leído la novela, sin que ella hubiese convencido a Aldrich, sin que ella hubiese propuesto el papel para Bette. Sin ella. Así que se cobró la venganza definitiva cuando convenció a Anne Bancroft de que, si no podía asistir a la ceremonia, ella se encargaría de recoger la estatuilla en su nombre en caso de que le concedieran el premio. Y lo hizo. Empapada de purpurina plateada y con una sonrisa de oreja a oreja, Joan Crawford recibió el Óscar a mejor actriz protagonista de 1962. Era para Bancroft por El milagro de Ana Sullivan, pero Crawford se pavoneó con él delante de Bette Davis, delante de todos los miembros de la Academia y delante de millones de telespectadores. Fue el golpe más exuberante de una rivalidad llena de agravios, ofensas y hostilidades, pero no fue el mejor. El mejor se produjo un día de rodaje.

En un set de los estudios que la Warner tenía en Hollywood, Robert Aldrich intentaba rodar una de las escenas más importantes de la película que le haría brillar como director. Ya había repetido la toma nueve, tal vez diez veces; primero con un maniquí en la silla de ruedas y luego con Crawford ocupando su sitio. No funcionaba. Era demasiado actuado, demasiado falso incluso para una escena tan grotesca. Joan apartaba la cara demasiado pronto, Bette gesticulaba demasiado incluso en un papel tan gesticulante. No estaban dando lo mejor de sí mismas. Tras un breve descanso, Aldrich respiró hondo, se ajustó sus gruesas gafas de pasta y gritó «Acción» por novena, tal vez décima vez.

Es sabido que los mejores golpes, como los mejores bailes, son fingidos. Nada puede superar una delicada coreografía que se ensaya para que otros la vean. Los boxeadores profesionales están demasiado pendientes de no encajar y una pelea callejera es un tumulto sucio y caótico. Una buena bofetada, una bofetada cinematográfica, tiene que estar prevista por el ejecutante y por el receptor, y convenientemente encuadrada para que la cámara no note que la mano nunca llega a tocar la cara.

Davis se adelantó unos centímetros de su marca y alargó unos centímetros su brazo. Crawford comenzó a girar la cabeza unos centímetros tarde. «Solo la he rozado», diría Davis después. Quizás solo la rozó. Quizá impactó con todo el rencor. Porque en esa bofetada viajaban Baby Jane y su hermana Blanche Hudson, pero, sobre todo, esa era la mano de Ruth Elizabeth «Bette» Davis y esa era la cara de Lucille Fay Le Sueur, aunque todo el mundo la conocía como Joan Crawford. Fue la toma perfecta. Porque había sido la hostia perfecta.

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3 Comentarios

  1. Jose Luis

    Grandísimo filme grandisima Bette Davis (I’ve writen a letter to daddy)

  2. Tremenda película, y tremendas dos actrices.

  3. Pingback: Contenido para marcas – Pedro Torrijos #LaBrasaTorrijos

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