Música

Green Book: el jazz según Don Shirley

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Portada del disco Don Shirley, 1959.

La edición número 91 de los Premios de la Academia otorgaba el pasado 24 de febrero las estatuillas de mejor película, mejor guion original y mejor actor de reparto (Mahershala Ali) a Green Book, una película dirigida por Peter Farrelly que narra los dos meses y medio que unieron al pianista Don Shirley y su chófer-guardaespaldas Tony «Lip» Vallelonga en una gira en automóvil a través de los Estados Unidos más meridionales a principios de los años sesenta.

Los Óscar no han sido los únicos premios que ha cosechado la cinta, que todavía se encuentra en las carteleras y acumula casi tantas buenas críticas como polémicas en un año en que el pianista y compositor, interpretado por Mahershala Ali, hubiera cumplido noventa y dos años, concretamente este reciente 6 de abril. El guion está basado, además de en este viaje, en la amistad entre dos personajes con un background, unos intereses y unas motivaciones tan diferentes que cuesta creer que se extendiese más allá de aquel periplo. Según familiares y allegados (aunque, como veremos en un momento, la vida privada del músico se encuentra plagada de incógnitas y continúa siendo, pues eso, privada), ambos fraguan una relación que se mantendrá hasta su muerte, con pocos meses de diferencia, en 2013. Este viaje, que tuvo lugar durante los dos últimos meses y medio de 1962, estaba patrocinado por la compañía discográfica Cadence Records, donde Don Shirley publicó su música durante casi toda su carrera. Según se narra en la película el sello encarga al pianista la búsqueda de un chófer-guardaespaldas-asistente, un papel que recae en el matón italoamericano Tony «Lip» Vallelonga, interpretado por Viggo Mortensen, que conducirá al músico afroamericano en un Cadillac azul claro a través del profundo sur de Estados Unidos con un pequeño libro verde en la guantera.

A pesar de que la película cuenta con Nick Vallelonga, hijo del Tony de la vida real, como coguionista y coproductor, tras su estreno han ido apareciendo algunos miembros de la familia de Shirley («ilocalizables», según los guionistas, durante el proceso de creación) que rechazan tanto el relato como la imagen que este proyecta del músico, así como la relación entre ellos. Esto contrasta con que los guionistas hayan afirmado basar su texto en entrevistas realizadas tanto a Tony como a Don mientras todavía vivían. Específicamente, Vallelonga hijo afirma que respeta deseos explícitos de Shirley sobre qué mostrar en la película y sobre mantener a su familia al margen. Familiares del pianista, no obstante, insisten en el daño que provoca la unilateralidad de la historia, contada desde la perspectiva del chófer, que aparece, consideran, como un «salvador blanco» para el músico.

Sea como fuere, Green Book representa unas realidades que en muchos lugares todavía no han sido superadas, y recupera la figura de un maravilloso músico cuya obra e historia habían sido prácticamente olvidadas, además de una curiosa relación entre un músico de alto standing y un matón del famoso club nocturno de Nueva York Copacabana que acabaría convertido en actor ocasional (podéis haberle visto en El Padrino, Los Soprano o Goodfellas, entre otras muchas películas).

The Negro Motorist Green Book

El título de la película se refiere a una especie de guía de viajes para personas de color, The Negro Motorist Green Book, publicada originalmente entre 1933 y 1966. Mientras que en 1962 el norte de Estados Unidos daba los primeros pasos hacia la eliminación de la discriminación de los ciudadanos negros, el sur seguía tomado por las leyes Jim Crow, que incentivaban la segregación, el rechazo e incluso la persecución de otras razas.

En 1962, mientras que en los estados sureños el Ku Klux Klan todavía campa a sus anchas y músicos de reconocimiento mundial, superestrellas de la época como Sam Cooke o Nat King Cole, tenían que tomar precauciones para no morir en el intento de acercarse a estos territorios, en lo que parecía la cara luminosa de Estados Unidos Marilyn Monroe acababa de fallecer, Andy Warhol mostraba al mundo su lata de sopa roja y blanca, The Beatles asomaban la cabeza con el single «Love Me Do» y Little Richard atronaba ya los transistores de todo el país desde hacía algunos años, incluida la radio del Cadillac azul. Curiosamente Peter Farrelly ha confesado a la prensa que nada menos que Robert Plant le ayudó a dar forma a la banda sonora de la película, para la que contó con el maravilloso trabajo del compositor Kris Bowen, que no solo regrabó piezas originales de Shirley sino que también contribuyó a que Ali se convirtiese en un virtuoso pianista ante los ojos de los espectadores.

La proliferación de la clase media y las dificultades para utilizar el transporte público (o bien se encontraba segregado o era totalmente prohibitivo para la población negra) provocaron un aumento considerable de vehículos particulares y, por tanto, de los viajes por carretera y las estancias en moteles y restaurantes de paso. Esta guía indicaba con todo tipo de detalle qué establecimientos acogían y servían a las personas afroamericanas, evitándoles —en cierta medida— los peligros del viaje y convirtiéndose en un elemento indispensable para Don Shirley durante su gira. 

Con la guía permanentemente en el asiento de copiloto, Don Shirley y Tony Lip se embarcan en una gira que llevaría al Don Shirley Trio (completado por el contrabajista Ken Fricker y el cellista Juri Taht) por estados del sur en los que se encontraría con un público íntegramente blanco en cuyos escenarios podía actuar, pero con el que, por ejemplo, no podría cenar en el mismo restaurante.

Aunque el film en ocasiones muestra a un Shirley confuso, desencantado y algo apartado de la lucha por los derechos civiles, incluso alejado de su propia cultura, lo cierto es que habría insistido precisamente en realizar esta gira tras habérsele negado muchos de estos escenarios en los primeros años de su carrera. Ahora que por fin tenía cierto poder y reconocimiento (vivía nada menos que sobre el Carnegie Hall, un escenario legendario en el que se representaban sinfonías que a él no se le había permitido interpretar), además de una discográfica como Cadence (después también gigantes como Atlantic y Columbia) como respaldo, su empeño en ir allá donde no era bien recibido le empujó a arriesgar incluso su integridad física para llevar su música a los rincones más retrógrados de EE. UU, demostrando que el color de su piel no invalidaba su evidente talento musical. 

Puede que, sin el contexto adecuado, lleguemos incluso a pensar en lo absurdo de embarcarse en algo así, en lo peligroso y descorazonador que es ir allá donde sabes que no te van a ver como un igual. Lo cierto es que Don Shirley había sido considerado un prodigio de la música clásica desde que era un niño. Su destino era convertirse en uno de los grandes pianistas y compositores clásicos de la época pero, como para tantos otros, el color de su piel suponía un obstáculo continuo en una trayectoria que debería haber sido meteórica. Solo unos años antes Nat King Cole había sido atacado en Alabama por el Ku Klux Klan y por ello había jurado no volver a pisar el sur. Shirley, en cambio, había decidido no seguir cediendo ante todos aquellos que decían que la música clásica tenía solo un color.  

Con la película, por un lado, mostrando a un Don Shirley confundido al respecto de su propio lugar en el mundo, y miembros de su familia por otro reafirmando su compromiso y cercanía con la comunidad afroamericana (lo sitúan incluso en la marcha de Selma, que tendría lugar tres años después de esta gira), no cabe más que dejar que cada uno saque sus propias conclusiones. La mía, si me lo permiten, es que ambas opciones pudieron haber sucedido a la vez y que tanto los creadores de la película como su familia tengan su parte de razón. No era raro en la época, al igual que hoy en día, pretender mantener una imagen alejada de la política con el objetivo de que la carrera musical de uno no se viese afectada ni disminuida, pudiendo ser esto perfectamente compatible con una militancia más íntima. Este podría haber sido el caso de Shirley, un personaje reservado que protegía su vida privada con mucho recelo y de la que poco nos ha llegado a la actualidad, educado en un mundo inevitablemente blanco y elitista como es el de la música clásica que lo rechazaba y, seguramente, ponía sobre sus hombros un peso con el que él no quería cargar. Tony, lejos de convertirse en su salvador, sí podría haber ejercido como vínculo con aquella realidad que se encontraba al atravesar las puertas de salida del Carnegie Hall. No obstante, queda bien claro en las influencias musicales de Don Shirley que, inevitablemente, tenía también mucho en común con contemporáneos de la talla de Thelonious Monk o Duke Ellington. Con este último incluso habría mantenido una larga amistad después de que, en 1955, le invitase a ponerse tras el piano en su famoso concierto para piano en el Carnegie Hall.

Tony: Yo soy más negro que tú (…) No tienes ni idea de tu propia gente. Qué comen, cómo hablan, cómo viven. Ni siquiera sabes quién es Little Richard.

Don: Oh, ¿así que conocer a Little Richard te hace ser más negro que yo?

Tony: (…) Tú, Mr. Pez Gordo, vives en lo alto de un castillo, viajando, haciendo conciertos para gente rica. Yo vivo en las calles. Tú te sientas en un trono. Así que sí, mi mundo es mucho más negro que el tuyo.

Don: Sí, vivo en un castillo, Tony. Solo. Y los blancos ricos me pagan para tocar el piano para ellos porque les hace sentirse cultos. Pero tan pronto como me bajo del escenario, vuelvo a no ser más que un negrata para ellos. Porque esa es su cultura real. Y yo sufro ese desprecio en soledad porque no soy aceptado por mi propia gente porque tampoco soy como ellos. Así que, si no soy lo suficientemente negro y si no soy lo suficientemente blanco, y si no soy lo suficientemente hombre, entonces dime, Tony, ¿qué soy yo?

 Música clásica para «dignificar» el jazz

Durante la década de 1950, cansado de sus infructuosos esfuerzos para triunfar como concertista de piano, Don Shirley ingresa en la University of Chicago y se convierte en psicólogo. Incluso entonces no se separa de su pasión y se dedica brevemente a estudiar las relaciones y efectos de la música en la pujante violencia juvenil en unos Estados Unidos todavía revueltos por la posguerra. Es entonces cuando el promotor Sol Hurok le convence de que únicamente tendrá oportunidades como músico si adapta su sonido a la música popular del momento. Que se olvide, en definitiva, de la música clásica para intentar abrirse camino en una música popular más acorde a su color de piel. Que deje a un lado su pasión. 

Este reenfoque, que no abandono, supone finalmente que su talento encuentre asiento en una interesantísima fusión entre la técnica y el lenguaje clásicos con los sonidos populares, todo ello bajo un prisma personal y virtuoso que, sin embargo, ha quedado relegado a un segundo plano en la historia de la música de la segunda mitad del siglo pasado. Kris Bowen, compositor de la banda sonora de Green Book, desconocía al músico antes de su participación en la película. Al regrabar de los arreglos originales de Shirley para la cinta, el pianista se queda maravillado con sus composiciones. Llega a afirmar que uno de sus standards más conocidos, «Lullaby of Birdland», es una «fuga en contexto de jazz». Parte de su encanto residía en que era capaz de transformar y transmitir su sonido en clave de trío, momento en que alcanza su mayor popularidad. Si los tríos de jazz estaban formados en su mayoría por piano, guitarra y batería, en su caso el ritmo y el swing venían proporcionados por cello y contrabajo. Su intención, declaraba, era «dignificar» el jazz, algo que podríamos calificar de controvertido ya que, obviamente, el género no necesitaba dignificación ninguna. Pero leámoslo en el contexto de la época, cuando era asociado casi exclusivamente con la comunidad afroamericana. Puede que no se le considerase un músico de jazz de primera línea, algo que quizás ni a él mismo le hubiese gustado más allá de un contexto puramente comercial, pero su trabajo pasará a la historia como impulsor y creador de estilos, de un sonido propio, eso que hace que reconozcamos el valor de los músicos incluso a destiempo. Demasiado tarde, en ocasiones. 

El jazz según Don Shirley

1955 marca el despegue por fin de la carrera musical de Donald Shirley y su duradera relación con Cadence Records, el sello neoyorkino que lanzará la gran mayoría de sus discos, que no son pocos.

Los inicios suponen una toma de contacto, unas primeras exploraciones de qué puede hacer un músico como él, educado en Chaikovski y Liszt, con standards de jazz como «My Funny Valentine», aparecido en su primer álbum, Tonal Expressions. Aunque todavía le quedaba mucha evolución a lo largo de una carrera de más de tres décadas, aquí ya podemos escuchar no a un músico de jazz sino a un pianista clásico que aplica su particular prisma a standards de jazz que cualquiera hubiera reconocido entonces y ahora, pero también invitan a ser escuchados de una manera completamente diferente. El saxofonista Branford Marsalis, cuyo trabajo también toca tanto el jazz como la música clásica, describe a la perfección este trabajo tan personal explicando que, «como no es un solista de jazz, tiene que crear un impulso a través del color y de la exploración melódica».

El año siguiente supone la llegada de uno de sus trabajos más peculiares. Si en Tonal Expressions utilizaba un repertorio típicamente del jazz en clave clásica, en Orpheus in the Underworld (sí, basado en el texto de la ópera de  Offenbach del mismo nombre) se sirve de la improvisación, un elemento puramente jazzístico, para grabar diez piezas que nos retrotraen a Schumann o Liszt. No obstante, para darle una vuelta de tuerca más, no utiliza la improvisación tal como lo haría un músico de jazz tradicional, esto es, a partir de progresiones de acordes, sino que experimenta con total libertad a partir de un texto y una imagen, el cuadro de portada del álbum. El resultado es espectacular.

Puede que, hasta su vuelta a las orquestas, la música de cámara y sinfónica de la última fase de su carrera, este sea su disco más experimental. A lo largo de los años que restan de la década de los cincuenta y durante los sesenta su popularidad subió como la espuma —esto es, para ser un negro en un mundo de blancos—, sobre todo a partir de la formación del citado Don Shirley Trio y su disco homónimo de 1961, donde el acompañamiento de los magistrales Ken Fricker y Juri Taht contribuye a elevar su forma de reinterpretar el piano. En 1961 su single «Water Boy», ya con Columbia, alcanza el número 40 de la Billboard Hot y se mantiene en ella durante catorce semanas. A partir de ahí no solo reinterpreta y compone acercándose al jazz, sino que también abarca arreglos de piano de espirituales (Piano Arrangements of Spirituals, 1962) y su personal visión de la tradición góspel (The Gospel According to Don Shirley, 1969), entre otros trabajos que ayudan a componer una prolífica carrera no exenta de dificultades y, sin duda, falta de reconocimiento.

A finales de los años sesenta, por fin, parece que comienza a hacerse hueco en el mundo que en un principio se le fue negado y se le puede escuchar junto a la Detroit Symphony, la Chicago Symphony y la National Symphony Orchestra. De 1972 es otro álbum en el que actualiza una vez más el sonido jazz, incorporando esta vez también los nuevos sonidos que trae el cambio de década. En The Don Shirley Point of View podemos escuchar de nuevo un homenaje a Gershwin, «Gershwin Medley», donde Rachmaninoff y Debussy se entrelazan con «Porgy and Bess» y «Summertime».

Su carrera continuaría, entre muchas otras cosas, componiendo para la New York Philharmonic, la Philadelphia Orchestra, como solista en La Scala de Milán interpretando un programa dedicado a George Gershwin (a quien dedicó un álbum completo en 1957) y como compositor de numerosas sinfonías para piano, piezas para órgano, piano y violín o cuartetos de cuerda.

La historia de la música, del arte en general, está plagada de casos que intentan transmitir que a base de esfuerzo y talento se pueden llegar a cumplir todos los sueños, pero lo cierto es que no es así. Ojalá se pudiera afirmar que el hecho de que el color de la piel cierre puertas es cosa del pasado, pero tampoco es así. Aunque haya películas (y libros, y reportajes) como esta que ayudan a traer al presente artistas a los que no se les ha hecho justicia, todavía queda mucho por hacer y reconocer, muchos talentos ocultos que hay que ir rescatando de la historia y colocando en el lugar que merecen. Solo Donald Shirley y Tony Vallelonga son conocedores de toda la verdad, así que a nosotros solo nos queda aportar contexto, unir piezas de un puzle incompleto y, por supuesto, disfrutar de la música.

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Un comentario

  1. Muy interesante el artículo de Marina. Tan solo una apreciación al texto «Llega a afirmar que uno de sus standards más conocidos, «Lullaby of Birdland», es una «fuga en contexto de jazz».» Leído da la sensación de que este célebre standard haya sido compuesrto por el propio Don Shirley, caundo su compositor es George Shearing. Lo correcto creo que sería «Llega a afirmar que una de sus más conocidas versiones del standard , «Lullaby of Birdland»…» Es curioso lo poco conocido que llegó a ser este pianista en una vía musical que hasta tuvo etiqueta: «Third Stream» síntesis del jazz y la música clásica, donde muchos otros triunfaron: Don Ellis, Eddie Sauter, Andre Hodeir, Lalo Schifrin, Teo Macero, Jacques Loussier, el Modern Jazz Quartet, Turtle Island Quartet, Mary Lou Williams y, por qué no, Nina Simone, quien también tuvo que truncar una prometedora carrera como pianista clásica por problemas raciales, en este caso para bien de la historia músical.

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