Cine y TV

Ingrid Bergman, la diosa descalza

Ingrid Bergman en Roma, 1950. Fotografía: Lennart Nilsson / Cordon Press.
Ingrid Bergman en Roma, 1950. Foto: Cordon Press.

No trabajaba en El Gran Hotel Budapest, pero un botones tan listo como el protagonista de la película de Wes Anderson fue clave en la carrera de Ingrid Bergman. Los padres del chico, suecos instalados en Nueva York, habían visto Intermezzo, producida en su tierra y protagonizada por una joven actriz que les llamó la atención. Tanto que se lo comentaron a su hijo, y este, en uno de los trayectos arriba y abajo del edificio de oficinas de Manhattan en el que trabajaba, a Kay Brown, asistente del productor David O. Selznick.

Brown fue a ver la película. Y, sí, el rostro, la intensidad y luminosidad de Ingrid Bergman le interesaron. Una llamada y un envío postal más tarde, Selznick echaba un vistazo a la copia de Intermezzo en Hollywood. Subido en esos tiempos en la montaña rusa en la que se había convertido la producción de la película por la que será siempre recordado, Lo que el viento se llevó, encargó que se adquirieran los derechos y se contratara a Bergman con la diligencia de quien hace la lista de la compra. A esas alturas había quedado claro que se podía fiar del instinto de Kay Brown, fue ella la que le hizo descubrir la novela de Margaret Mitchell que le haría leyenda.

La joven actriz sueca, tan joven y tan convincente como la vulnerable protagonista de Intermezzo, despertó su instinto de protección y fue invitada a quedarse en el hogar de los Selznick cuando llegó a Hollywood. Irene, al verla llegar con una sola maleta, se quedó atónita. David tardó un poco más en conocerla. Se atragantó con la cena tardía que comía ávidamente en la cocina. «Quítate los zapatos, por favor». Y ella: «Son planos». La altura, uf, las cejas, los dientes. Y, por supuesto, el nombre. Bergman sonaba muy alemán e Ingrid sería difícil de pronunciar, buscarían otro.

A lo largo de su carrera la actriz no se cansó (o eso parecía) de recordar cómo Hollywood quiso adaptarla a la idea de lo que creían que una estrella de cine debía ser. Lo contaba añadiendo que no sabía de dónde sacó las fuerzas pero que dijo que no a todo, que se volvía a su Suecia natal. Lo paradójico es que, con su «coraje, gusto por la aventura, sentido del humor y un poco de sentido común», los ingredientes que según ella misma la definían, alumbró con esta decisión otro modelo de estrella en los años más dorados de Hollywood.

Su llegada a Estados Unidos, su encuentro con los Selznick y tantos otros episodios de su vida son de película. El tipo de anécdotas que arruinarían cualquier intento de biopic. No es extraño que uno de los homenajes que se le rindió con motivo del centenario de su nacimiento sea un documental titulado Ingrid Bergman, in Her Own Words, en sus propias palabras. Poca falta hace recurrir a la ficción para reconstruir su imagen. Ella misma analizó con serena ironía algunos de los episodios de su trayectoria y publicó una autobiografía en la que reveló detalles que sorprendieron a su propia familia de una vida que empezó y terminó el mismo día del calendario: del 29 de agosto de 1915 al 29 de agosto de 1982.

Su habilidad como actriz, el magnetismo en la pantalla que está reservado a tan pocos, su coherencia, su paciencia, su inteligencia, hacen de Bergman un personaje que siembra constantemente de interrogantes la frontera entre ella y sus papeles en la ficción.

En un momento de su vida fue víctima de una persecución mediática implacable por enamorarse de Roberto Rossellini, dejando atrás a su marido —el médico sueco Petter Lindstrom— y a su hija Pia, y contrariando la imagen que sus fans tenían de ella, una mujer tan santa y virtuosa como la mayoría de personajes que la habían catapultado a la fama. Pero fue esa misma imagen la que supo aprovechar cuando se volvió a encontrar ante las cámaras en suelo americano. Imagen o simplemente la personalidad de una mujer que sabía lo que quería y lo que querían otros de ella. Es fascinante revisar las entrevistas que le hicieron una vez apaciguado el furor puritano norteamericano que tanto la irritaba y que acabó condenándola como persona non grata en Estados Unidos, con denuncia pública en el Senado incluida e insultos. «Apóstol de la degradación» fue uno de ellos, muy propio para denigrar a quien acababa de ocupar las pantallas como Juana de Arco. «Su amor se tornó en odio porque mi imagen era la de una mujer buena, maravillosa, que había interpretado a una santa, a una monja, pero olvidaron eso, que las había interpretado, que yo quizá no tenía nada que ver con esas mujeres tan sufridas».

En una charla para la televisión francesa su cara es un poema cuando la entrevistadora habla de ella como una mujer que proyecta una excepcional imagen casera, de madre y esposa discreta. No pierde la sonrisa pero en sus ojos se intuye un «no, otra vez no, por Dios». ¡Qué gran actriz!

En su primer viaje de vuelta a los Estados Unidos la prensa la esperaba en el aeropuerto y contestó a las preguntas. Si esperaban a una Bergman compungida se equivocaron. ¿Alguna crítica a la manera en la que se la ha tratado en la prensa en estos últimos años? «Claro que tengo críticas, porque considero que una persona tiene su vida privada, pero también sé que cuando decides ser actriz tienes que aceptar las dos caras de la moneda». ¿Se arrepiente de algo? «No, solo de lo que no he hecho». Todo con su radiante sonrisa. Puertas adentro le dolió siempre —según su hija Isabella— cómo se la había tratado, puertas afuera puso a sus interlocutores en su sitio con una elegancia exquisita.

Momento de regresar a la cocina de Selznick: Bergman rechaza el proceso de esmaltado glamuroso que el productor le tiene reservado. En una ocasión contó que era consciente de que un cambio de imagen y de nombre, si fracasaba en taquilla y la mandaban de nuevo para casa, le impediría retomar su trabajo dignamente en el cine sueco. Por lo tanto sabía lo que se hacía. Selznick también. Amante de los retos, el productor tuvo la «ocurrencia» de convertir a Bergman en la primera actriz natural. Si Garbo era la mujer inalcanzable, la diosa, Bergman sería la de los pies en el suelo. No se le tocaría ni un pelo de las cejas. Eso sí, decidió cuál era su lado bueno, el izquierdo, y casi todos sus primeros planos en Hollywood respetaron esa máxima hasta que a Rossellini le dio la risa cuando ella se puso en sus manos para rodar Stromboli. Pero lo cierto es que Selznick se contuvo, y quien haya tenido ocasión de revisar el documental sobre el rodaje de Lo que el viento se llevó sabrá hasta qué punto era capaz de estar pendiente del aspecto de sus estrellas, enviando memorándums sobre cómo aumentar las curvas de Vivien Leigh o cómo quitarle años a Leslie Howard, un actor que se incorporó a regañadientes al reparto temiendo parecerse al «portero gay del hotel Beverly Wiltshire» con su atuendo colonial sureño.

Bergman empezó a hacerse un hueco en la industria como actriz, por lo que proyectaba desde la pantalla, aunque su bautizo incluyó una fiesta en su honor en la mansión Selznick para presentarla a la crème de la crème de Hollywood. Ella se sobresaltaba a cada cara conocida que entraba en el salón y se escapó para comprobar en el diccionario de su habitación qué quería decir «oomph girl» cuando le presentaron a Ann Sheridan. Ajena a lo que se comentaba a sus espaldas, Bergman sonreía mientras algunos compadecían al productor por haber comprando «una vaca sueca». Lo puso ella misma en sus memorias. Alguien se lo acabó contando, pero cuando apareció la biografía hacía tiempo ya que había tapado esas bocas con su trabajo.

Encasillada en papeles de buena chica al principio, cuando llegó a sus manos el guion de El extraño caso del Dr. Jekyll que iba a protagonizar Spencer Tracy dijo basta. Quería el papel de tabernera sexy y no el de novia. Se lo propuso al director, Victor Fleming, e hizo una prueba para demostrar que podía hacerlo. Funcionó. Fleming, con fama de ser uno de los duros de Hollywood, bebía los vientos por ella. La fama dictatorial de Michael Curtiz, director de Casablanca, tampoco parece que se manifestase ante Bergman. Ella lo recordaba como alguien maravilloso.

Mirando con cierto extrañamiento la industria que la acogió, proporcionó jugosas anécdotas de su carrera. Su altura (metro setenta y cinco) dio para algunas. En El extraño caso del Dr. Jekyll un complicado artilugio con poleas tenía que ayudar a Tracy a izarla en brazos como si nada. Decir que la escena requirió más de una toma es poco. A Charles Boyer lo conoció en el set de Luz de gas en una escena en la que ella corría hacía él en el andén de una estación. El reto era hacerlo sin tumbarle de la pequeña plataforma en la que le habían encaramado porque era más bajo que ella. Se rieron lo suyo. Fue uno de los actores con los que mejores migas hizo. Otro fue Gary Cooper, con quien trabajo en Por quién doblan las campanas. Estaba tan embelesada que, con el tiempo, reconoció que a su María —papel para la que la reclamó Hemingway— le dio un aire menos dramático del que le convenía.

Si Garbo se esfumó al retirarse, si Joan Crawford decoró su casa y su familia como si estuviera en un set, Bergman era la estrella que podía salir a la calle sin maquillaje y desmontar el romanticismo de una de sus joyas, Casablanca, con la seguridad de que la película tenía una magia inquebrantable y podía encajar un poco de realidad. Repitió en más de una ocasión que la química con Bogart solo funcionó ante las cámaras. Que entre el carácter reservado del actor y su enfado por la caótica producción de Casablanca y los bandazos del guion se mantuvo alejado. Bergman besó a Bogart sin llegarlo a conocer. Elogiaba su naturalidad y con una dulce sonrisa añadía que de hecho «se interpretaba a sí mismo, creo que siempre llevó el mismo sombrero y gabardina». Algo que da que pensar viniendo de una actriz que hizo de la naturalidad, de parecer natural, una de sus mejores bazas. John Wayne —otro natural de sombrero recurrente— dijo en una ocasión que no hay manera de ser uno mismo ante la cámara, se trabaja para parecerlo.

Con Bogart no hubo romance entre bastidores, de acuerdo, ni falta que hace. Casablanca sigue siendo una de las mejores historias de amor, como lo es también otra obra maestra que Bergman interpretó con Cary Grant: Encadenados. Con él solo compartió una bonita y duradera amistad, pero ante el objetivo de Hitchcock se consumieron el uno por el otro.

Sus hijas (Isabella, Ingrid y Pia) se rieron al recordar lo enamorada que su madre estaba de Gary Cooper en una entrevista que les hizo conjuntamente Larry King hace unos años: «parece que pasaron cosas en ese saco de dormir», y demostraron el amor que sentían por su madre al hablar de su carácter, de sus hitos profesionales e incluso de los romances que tuvo o pudo tener (Isabella suspirando al recordar el del fotógrafo Robert Capa). Dejaron claro que si Bergman supo llevar una carrera a su manera también lo hizo en su vida privada. Sus hijos se sabían queridos aunque tuvieran claro que su madre vivía para trabajar.

Y fue el cine justamente lo que provocó el giro del que más se ha hablado en su vida. Otra escena de película: una noche de primavera de 1948, Ingrid y Petter, su marido, van a ver Roma, ciudad abierta de Roberto Rossellini en Los Ángeles. Ella queda impresionada. Irene Selznick la observa con cara de póquer cuando le cuenta las maravillas de la película. Poco después aprovecha que un fan italiano le pide un autógrafo en la calle para preguntarle si conoce a Rossellini y dónde podría mandarle una carta. Él le sugiere el nombre de una productora en Roma. «Es como si ahora Julia Roberts le mandase una carta a un director iraquí pidiendo trabajar con él», bromea Isabella Rossellini. Su madre lo hizo y el sobre llegó, con retraso y chamuscado, pero llegó, habiéndose salvado de milagro de las llamas por el camino. El resto es conocido: se enamoraron. Siete años, cinco películas y tres hijos después acabaron distanciándose. Es inevitable no pensar en ello viendo Te querré siempre.

Extremadamente tímida en su vida privada, Ingrid Bergman perdía todos los complejos cuando se subía al escenario o tenía una cámara delante porque podía ser otra. Debe contarse entre las estrellas de Hollywood que más metros de película amateur tiene a sus espaldas. Su padre era pintor y fotógrafo y ella se convirtió en su modelo preferida, incluso aparece llevando flores a la tumba de su madre, que perdió a los tres años de edad. Él murió diez años más tarde. Una foto de sus padres la acompañó siempre. Bergman la tenía en su mesilla de noche cuando murió y sus hijas encontraron las marcas de carmín de los besos que le había dado a lo largo de los años. Fotos, cine. Buena parte de su vida privada está en celuloide, de la infancia a la madurez. Su primera boda en Suecia, fiestas en la piscina en Beverly Hills, de cumpleaños en Italia —con Alberto Sordi cantando a pleno pulmón—, sus hijos, el mar.

Con la misma determinación con que huía de los paparazzi en los peores tiempos de la persecución por el affaire Rossellini, Bergman se relajaba ante el objetivo de la cámara doméstica. El diario de una vida. De todas, las únicas imágenes que la acabaron sorprendiendo incluso a ella fueron las del making of de Sonata de otoño. La película marcó su regreso a Suecia y la colaboración con otro gran Bergman: Ingmar. En el proceso criticó aspectos del guion y bastantes decisiones de su compatriota. No se mordió la lengua y se quedó de piedra al verse, pero también lo encajó: «No imaginé que fuera tan difícil», «alimento la esperanza de haber sido más agradable en mi juventud, aunque lo dudo».

El diario personal que le regalaron cuando era una adolescente lo estrenó anotando que le encantaba la idea de ir relatando todos sus pasos teniendo en cuenta que iba «a convertirse en una estrella». Quién sabe la de cuadernos personales que han contenido sueños como el suyo sin llegar a cumplirse. Pero ahí están Casablanca, Por quién doblan las campanas, Luz de gas, Encadenados, Te querré siempre, Elena y los hombres o Sonata de otoño. Trazó su carrera, disfrutó con ello y tuvo las cosas claras. Muy enferma del cáncer que le costaría la vida, volvió a Suecia para despedirse, recorrió los escenarios de su infancia. El telón se cerraría bien. Se encargó de ello.

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Un comentario

  1. Una de las mejores actrices de cine clásico, mi favorita junto a Katharine Hepburn y Elizabeth Taylor.

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