Cine y TV

Jon Favreau: You’re so money

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Iron Man, 2008. Imagen: Paramount Pictures / Marvel Entertainment / Dark Blades Films / Legion Entertainment.

Si la posteridad encuentra un hueco para Jon Favreau (1966, Nueva York), probablemente sea en la sección de vendedores de mercancía. Carne de taquilla, hacedor de blockbusters, sumo sacerdote de lo suyo, siendo lo suyo filmar películas de gran presupuesto y ser, en general un tipo bonachón que cae irremediablemente bien. Plus de rentabilidad añadida por la venta de palomitas y peluchitos adorables

Ni siquiera el propio Favreau le pone demasiados peros a esa semblanza. Cuando juegas en las grandes ligas (es uno de los creadores con más ingresos de Hollywood), trabajas para la todopoderosa Disney (tras The Mandalorian se rumorea que su cuota de superpoder dentro de la franquicia va escalar aún más) la canonización son tus dividendos. 

«A genio, como a santo, solo se llega después de muerto», certifica Ennio Morricone. Pero ya sabemos que figuras como Favreau no aspiran a esa clase de condecoración. ¿No es suficiente el éxito planetario, los astronómicos dividendos de taquilla y merchandising, las fotos con el fandom, los titulares en veinte idiomas…? ¿No es acaparador y absurdo anhelar también el prestigio? Cuando le preguntan por este particular y en pleno recrudecimiento de la guerra cultural Scorsese vs Marvel se lo han preguntado mucho Favreau se aclara la garganta y cual folclórica, pretexta que le sobra con «el cariño de toda esta gente», recoge su bata de cola y esquiva la bala de convertirse en un multimillonario lloriqueando por un una honra más allá de lo comercial. 

Hubo un tiempo en el que no fue así, porque director de blockbuster no se nace. Y en su caso, tampoco se sueña. Aunque creció en Forest Hills, el barrio de Peter Parker, el joven Jonathan Kolia Favreau fantaseaba con el cine, no con los superhéroes. Ambas cosas aún no pertenecían siquiera al mismo universo. Irónicamente, el primer Batman llegó a la gran pantalla (con el retrospecter César Romero como Joker) el mismo año que él nació. Aún quedaban dos décadas para que Favreau fuera el artífice y constructor del universo cinematográfico que acabaría convertido en el «crossover más ambicioso de la historia» y su éxito incontrolado. 

En Queens fue un niño dotado. Se graduó en el The Bronx High School of Science (la misma institución para niños superdotados donde infiltrarían a Tom Holland para su rol en Spiderman: Homecoming, por seguir con las concomitancias) y de la universidad se largó antes de tiempo sin diploma. Se llevó uno oficioso en forma de apodo: «Jonny Hack». Al parecer era buenísimo en un juego de otra época y en derrochar bonhomía. Tras coquetear con el mundo de las finanzas y con la idea de ser bombero, tomó la decisión: iba a ser actor. 

Lo intentó como cómico de improvisación en Chicago. Salió regular. No consiguió ni uno de los papeles que ambicionaba, pero empezó sin saberlo la construcción de los principios rectores que cimentarían su futura trayectoria: el olfato para el talento ajeno, el inmenso capital de la camaradería y la astucia. Su personaje secundario en Rudy, reto a la gloria (1993) fue un espejismo en toda regla. Su familia, sus amigos y él mismo creyeron que ya estaba. Que una laudatoria mención en The New York Times y varios agentes revoloteando a su alrededor marcaban el inicio de su ascensión al estrellato. «Fui the toast of the town durante quince minutos», diría después, con la perspectiva de los años. A lomos de ese optimismo se mudó a Los Ángeles. Allí descubrió que de esa película había sacado una íntima amistad con su compañero de reparto Vince Vaughn, pero no mucho más. En lo que tercia entre hacer de un papelito en Seinfield (como «Eric The Clown») y otro insignificante en el hitazo Batman Forever, constató lo evidente: que solo protagonizaría una película que dirigiera él mismo. Actuó en dos adaptaciones sin gloria de Dorothy Parker y Dostoievski, encaró todos los rechazos en audiciones que humanamente se pueden encajar e hizo la única sensatez posible: beberse un bar. 

Allí hizo pandilla con otros como él: jóvenes actores que pensaban que lo iban a petar pero luego no. Entre ellos, Vaughn. Pueden figurarse las sobremesas de aquel Rat Pack: aspirantes que apenas podían costearse el alquiler, maldiciendo los cantos de sirena de una industria que destroza más sueños de los que concede. Porque a veces darse por vencido requiere más valor que seguir intentándolo. En estos casos, el giro de (y al) guion es un un clásico: Favreu quiso saber si detrás de la cámara le iba mejor que delante. Peor era difícil. Él era un aspirante recién mudado a Los Ángeles y escribió un guion sobre un aspirante recién mudado a Los Ángeles. Por mucho que venerase a Scorsese no era lo suficientemente estúpido para intentar emularle, así que apostó por desarrollar la historia en el otro gran ámbito del Hollywood de los primeros noventa: el cine indie. En dos semanas parió un guion. 

Su mal pagada agente paseó aquel rudimentario puñado de páginas por los estudios, hasta que alguien accedió a tomarlo en consideración. La primera reunión para convertir la peripecia de Jon Favreau en una película fue el epítome de un sí-pero-no: a los ejecutivos les gustaba moderadamente la idea (lo indie cotizaba al alza) pero tendría que modificarlo hasta que pareciera otra película. Él se resistía a los cambios. Les suplicó una última oportunidad antes de agotar su paciencia: que le dejaran hacer una lectura del guion con los actores para los que estaba pensado, su personal troupe. Fue la hostia… pero le despacharon igualmente. Que le diera una vuelta. A cambio, su agente quedó tan embelesada de la performance que invirtió los dos años siguientes en conseguir financiación para rodarla. Repitieron el numerito allende los despachos: lectura dramatizada con los actores, halagos varios… e idéntico obstáculo: y esto, ¿quién lo paga? 

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Swingers (1996). Imagen: Miramax.

El entuerto lo solucionó el por entonces incipiente director Doug Liman. Recaudó una cifra modesta doscientos cincuenta mil dólares para filmar sin mucho aparato, con poca localización, bastantes escenas en el apartamento del propio Favreau y con sus familiares de extras. Para los muy cafeteros, aquí una deliciosa historia oral de la demencia de aquel rodaje. Cuando en 1996 por fin se estrenó Swingers fue un bombazo, el sleeper del año que recaudó 4,5 millones. Esta comedia independiente que retrataba con frescura la escena más loser de Los Ángeles contenía los ingredientes para elevarse a la categoría de culto: diálogos con flow y madera de mantra. «You’re so money you don’t even know it», habrán escuchado decir a cualquiera que viva anclado en los noventa. La frase, popularísima entonces, se la decía el personaje de Vaugh al de Jon Favreau para convencerle de que era la hostia y que solo le faltaba creérselo para ascender a rehostia. Vamos, el traslado no metafórico de lo que él mismo le peroraba a su reflejo cada mañana. 

Swingers vigorizó esa confianza y les colocó a él y a Vaugh en la órbita cinematográfica. Tanto, que estuvieron a punto de quedarse con los papeles de Joey y Chandler en Friends, así de querido era su bromance. A Favreau le incluyeron en la lista del Next Big Thing del indie, mientras se iba ganando el jornal reescribiendo guiones ajenos, rodando TV-Movies de las que nacen para tener algo de lo que renegar a los cincuenta, e interpretando algún que otro papelito. Parecía tiempo perdido, pero no lo era en absoluto: se plantó en el nuevo milenio con una simpática popularidad entre el público gracias a su personaje de novio ricachón de Monica Geller, y una posición en la industria más que respetable. En producciones como Deep Impact y Very Bad Things cumplió como actor solvente, pero sobre todo hizo otra cosa: amigos. Muchos. 

Cuando se decidió a escribir, producir, dirigir y protagonizar su siguiente película, las puertas se abrían a su paso. «Venían [los productores y estudios] y nos decían: «lo siento, dejamos escapar  Swingers, pero no cuestionaremos igual tu próximo proyecto. Definitivamente, lo aceptaremos»», contó. Además de extenderle cheques en blanco, la industria se comportó como industria, rogándole que estirara el chicle de Swingers y rodara, por qué no, una secuela. No lo hizo, no del todo. En 2001 estrenó su debut como director, la comedia criminal Made (jacarandosamente traducida en España como Crimen desorganizado) de nuevo con Vaugh y él como protagonistas, de nuevo una buddy movie sobre dos tipos mediocres en lo suyo que acaban enredados con la mafia, por resumir mucho. No fue ningún melocotonazo, pero funcionó mejor que bien. A la vez, supo sacarle jugo a su habilidad para compadrear con las celebridades. Empezó a dirigir y producir la serie Dinner for Five, en la que básicamente invitaba a sus amigos a comer y parlotear sobre lo divino y lo humano. Como anfitrión, sacaba oro de comensales que eran fuego (impagable esta con Carrie Fisher, esta con Stan Lee, o esta otra con George Carlin) pero también de las megaestrellas inaccesibles, que en ese ambiente relajado se iban de la lengua como jamás lo harían en ninguna entrevista. Todo lo que de verdad se puede aprender de la industria cinematográfica está en esas cuchipandas, auténticas master class en las que Favreau ejercía de máquina extractora de sabiduría ajena. 

El año 2003 le salió redondo. Conservó intacta la dignidad tras aquel horror indescriptible llamado Daredevil, interpretando al único personaje no estrangulable de la película (Foggy Nelson), y además recibió LA llamada. No de Dios, pero sí de un emisario: le ofrecieron dirigir una película navideña para que la convirtiera en blockbuster. Ya había rechazado ese tipo de proyectos con espumillón, pero aceptó este por el mismo motivo que cualquier ser sintiente lo habría hecho: el protagonista era Will Ferrell, que acababa de abandonar Saturday Night Live. Favreau reescribió el libreto original y filmó Elf, que si bien es una de las mejores cintas de sus géneros (comedia de Will Ferrell y cinta navideña) aquí en España no sirvió para mucho más que para nutrir las filmotecas del ALSA y para cascarle a Peter Dinklage un doblaje que convertía a su personaje en José María Aznar. En serio

En la carrera de Favreau, Elf significó otra cosa: la sangre nueva del indie se subía al vagón de los mayores. «De repente era un director de cine comercial», dijo. Alguien en quien se podía confiar [inserte símbolo del dólar, porque el éxito de la película derivó hasta en un musical] y que había demostrado, además, cierta pericia con los efectos especiales sin abusar del CGI. Eso le llevó a dirigir casi a renglón seguido la fantasía Zathura: una aventura espacial, que no obtuvo ni un cuarto de la atención que otras adaptaciones de Chris Van Allsburg, como Jumanji o The Polar Express, pero hoy eso da exactamente igual. Era la carrerilla antes del gran salto con tirabuzón.

Lo que sucede a continuación lo cambia todo. Todo no es su carrera, todo es la industria del cine de las siguientes décadas. La nada glamurosa historia de cómo Jon Favreau levantó Iron Man, se ha contado muchas veces y muy bien, porque sigue siendo la única respuesta legítima a cómo empezó el sindiós del Universo Cinematográfico de Marvel que hoy nos acuna. Empezó así: con Jon Favreau convenciendo a un grupo de ejecutivos de que un actor de mediana edad, politoxicómano, recién salido de prisión, autodenominado como «veneno para la taquilla» era el Iron Man perfecto. Todo esto en un contexto muy desfavorable a las películas de superhéroes (sofoquemos el bochorno al recordar X-Men 3, Superman Returns o El increíble Hulk). El estudio quería ponerle la armadura roja a Tom Cruise, pero acabaron accediendo a la insistente súplica de Favreau: por eso hoy Robert Downey Jr es Tony Stark, y viceversa. Fue una salvación muta: a él la tenacidad de Favreau le sacó del abismo negrísimo en el que estaba; y Downey correspondió elevando a los cielos una película con muy bajo presupuesto y un héroe de segunda, improvisando la mayoría de sus escenas a golpe de carisma. 

El resto, ya saben, es historia contada: la franquicia marvelita pasó de ser un estudio sin experiencia fílmica y con los derechos de los superhéroes más sosos a erigirse en imperio. Empezó el desfile de éxitos rotundos que de una manera u otra replicaban la fórmula diseñada por Favreau, aunque no solo. Quien afirmó que él, Joss Whedon y James Gunn son los Stan Lee y Jack Kirby cinematográficos no podía tener más razón. El cómo ha tratado la casa de las ideas a sus más célebres creadores lo dejamos para otra ocasión. 

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Iron Man, 2008. ©Paramount / Everett Collection / Cordon Press.

Y es que a veces, la tabla a la que te aferras también puede hundirse. Favreau volvió a dirigir la segunda entrega de Iron Man, pero lo que sea que ocurriera entre él y el líder supremo Kevin Feige que nunca sabremos, porque solo existen rumores y ahora van de colegotes otra vez  le apartó para siempre de la silla de director marvelita. Continuó como productor de muchas cintas del universo (todas las de Vengadores y también Iron Man 3) así como con su papel de Happy Hogan, pero no hay manera de suavizarlo: fue relegado. Recogió su mosqueo y se largó dispuesto a darles su merecido. 

Quería restregarles su valía como rey del blockbuster. Un noble propósito con una pésima ejecución: sí, hablamos de Cowboys and Aliens, su siguiente proyecto y una de esos espantos que destrozan carreras. Cuando se estrenó el tráiler y la carcajada fue universal, Favreau intentó cambiarle el título in extremis… como si ese fuera el problema. No hay ni un solo plano en el que sus estelares protagonistas (Daniel Craig, Harrison Ford, Olivia Wilde) tengan cara de querer estar ahí, o de entender por qué les pareció una buena idea rodar un wéstern de marcianos. Spoiler: por pagarse otra piscina. El público se quedó igual, pero sin la piscina. El caso es que Cowboys and Aliens hizo algo más por Favreau que obligarle a tragar por un embudo unos cuantos litros de fracaso. Le mostró la cara aterradora del cine comercial: que las películas hechas para gustar a todo el mundo también pueden acabar no gustando a absolutamente nadie. Por mucho que la produzca Steven Spielberg

Tras el batacazo se refugió en la televisión con el rabo entre las piernas. Dirigió capítulos de una serie de J. J. Abrams, Revolution (un juego de trileros sobrepresupuestado), un capítulo de la The Office de Ricky Gervais, y una adaptación de Nick Hornby (About a Boy) del que no se enteró ni el propio Hornby. Favreau tenía la luz pagada pero el ego de director hecho añicos. Como actor, pudo lamerse en las heridas en el set de El Lobo de Wall Street, cuando el mismísimo Scorsese le llamó para que interpretase al abogado de Leonardo Di Caprio.  

El hombre heterosexual blanco desafía a la crisis de mediana edad comprándose un descapotable, haciéndose un implante de pelo o apuntándose a CrossFit. En Hollywood, escriben guiones que conectan con su niño interior. Guiones íntimos sobre volver a tus raíces. Y eso fue exactamente lo que hizo Favreau: meter en una coctelera todas las cosas que le apasionaban (esto es: el comer, sus amigos famosos y la tragicomedia cálida y costumbrista) y armar un discurso sobre la vida: la película Chef, estrenada en 2014. Si Swingers era un alegato indie sobre el talento, escrito en un momento en el que no encontraba su lugar en el mundo; Chef  fue la respuesta natural a lo que había ocurrido en esos veinte años. Un alegato hipster sobre la ambición y el prestigio, escrito en un momento en el que ese lugar en el mundo se le había hecho bola.

La película vuelve a contarnos cómo se ve Favreau a sí mismo, en un ejercicio metanarrativo nada disimulado. Él es un chef al que una mala crítica destroza su fulgurante carrera, que acaba reencontrando su auténtica voz artística abriendo un food truck y regresando a la esencia de lo que realmente le apasiona y había perdido de camino a la cima. Aunque en algún momento suspenda la incredulidad (sus intereses románticos son Sofía Vergara y Scarlett Johansson, nada menos) es un relato luminoso y dulcificado, pero bastante honesto en su exposición de la filosofía vital favreauiana: confía en el ser humano (por una vez las redes sociales no son el mal, sino la redención) y vitalista (contiene la secuencia sobre el sándwich más follable de la historia). Como todas sus historias, tiene un final feliz. 

En realidad, aquello no fue un final, sino una repetición cíclica. Tras un modesto éxito independiente, Fravreau volvió a las grandes ligas, a rodar con millones ajenos a la espalda. «¿Qué pinto yo dirigiendo El libro de la selva en imagen real?» dice que dijo cuando le propusieron el proyecto. Sea porque a Disney no se le dan calabazas, sea porque ahí fuera hace mucho frío, aceptó. La taquilla, la crítica y el público dieron la bienvenida a la nueva versión del clásico de Kipling. Favreau ingresaba en nómina de otra casa todopoderosa que, además, había adquirido a su casa todopoderosa anterior. De una manera extraña, aquello se parecía a volver al hogar, donde también creen que los finales son felices por definición. Encontró su hueco en la factoría en plena explotación nostálgica de los clásicos infantiles, y dirigió también el remake en acción real de El Rey León, que pudo defraudar a pesar de sostenerse en taquilla (como la reciente Aladdin) pero no lo hizo. Nadie parecía haber pedido el remake de esas películas, pero todos iban a verlas. 

Con estos mimbres, no parecía arriesgado entregarle The Mandalorian a un tipo como Jon Favreau. Traspiés al margen, había demostrado que no solo sabía dirigir blockbusters, sino que tenía pericia de constructor de mundos nuevos sobre universos semiviejos. Pero la maniobra sí era delicada, porque además de lo anterior, Favreau es un director con personalidad y ya sabemos lo que ocurre cuando Disney contrata a creadores para que le impriman personalidad a sus películas: que los fulminan porque en realidad no quieren nada de eso (Hola, Scott Derrickson, Phil Lord y Chris Miller, Colin Trevorrow… ¿para cuándo un club de damnificados por las «diferencias creativas»?) y diluyen su autoría. Disney ha hecho de su alergia al riesgo un arte rentable, una política pasivo-agresiva que exige a los directores lo contrario de lo que supuestamente les celebran. Así que, cuando Jon Favreau se plantó en la primera reunión diciendo que pensaba inaugurar la plataforma de streaming de la factoría con una serie aliñada con gotas de Sergio Leone, que incluyese en el casting a Werner Herzog, debió producirse alguna perturbación en la Fuerza… porque Disney aceptó. Y salió bien más allá del frenesí colectivo a la caza (infructuosa) de Baby Yodas en las jugueterías o de amortiguar el nefasto estreno de El ascenso de Skywalker. Salió bien porque The Mandalorian es una producción excelente que fusiona sus dos almas: la del director independiente que huye de lo prefabricado y quiere dejar huella, y la del director comercial que ansía desesperadamente complacer a la mayor cantidad de gente. Una hamburguesa, sí, pero de carne gourmet. This is the way, al fin.  

Favreau («Favs» como le llama Vaughn) es bastante lo que aparenta. Un tipo con cara de amigote tragaldabas, cada vez más gemelo de Buzz Lightyear, que se desenvuelve mejor ante la barbacoa con unas Crocs™ que en los fastos hollywoodienses. Un yonqui de la validación ajena, que confiesa no saber si ha hecho una buena película hasta que lee lo que otros dicen de ella. Le ha costado lo suyo interiorizar que ser palomitero en un gran estudio implica también ser un poco Happy Hogan: el que raramente se lleva el crédito cuando las cosas salen bien, pero que siempre cargará con las culpas si sale mal. No consiguió ser un actor de método ni de éxito, pero vistió a Harrison Ford con pantalones de cuero y se conforma con llamarse «abuelo» del MCU. Siempre será un misterio su enfermiza obsesión con Elon Musk, y también cómo dirige a los actores para que todos terminen fascinados con él. Ahora tiene una esplendorosa oficina en Venice Beach, una serie para mover el bigote mientras le arranca confesiones a su Rat Pack de superestrellas (The Chef Show, donde constatamos que Gwyneth Paltrow, efectivamente, no tiene ni pajolera idea de en qué películas sale) y un patrimonio de lista Forbes. El mainstream, al fin y al cabo, no le ha sentado tan mal. 

«You’re so money you don’t even know it». Ha tardado varias décadas, pero sospechamos que ahora ya lo sabe. 

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5 Comentarios

  1. Walter_nota

    Barbara, mil gracias por este artículo! Y este tipo cae tal cual lo explicas… Grande favs!

  2. 140 millones de dólares es poco presupuesto para Iron Man?

    Me lo explique por favor.

  3. Gonzelauer

    Sí, sí mucha pasta pero jamas consiguió ser el campeon de lucha definitiva.

  4. Pingback: Cómo 'The Mandalorian' trajo por fin el consenso a la galaxia - Canino

  5. Pingback: Un casco y cuatro frases: "El libro de Boba Fett" - #PUENTEAEREO

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