Arte y Letras Historia

Vlad el Empalador, conde Drácula e imán de frigorífico

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(Detalle) Retrato de Vlad III en la Cámara de Arte y Curiosidades del Palacio de Ambras (pintura al óleo, c. 1560), copia de un original hecho en vida del príncipe.

Uno de los autobuses que llevan de Brasov a Bran, el pueblo del supuesto castillo de Drácula en la región rumana de Transilvania, da buena cuenta de en qué clase de juego están participando los turistas. Todo el techo del bus está lleno de banderines de diversas ciudades y equipos de fútbol. Y todo es todo, el conductor ha colocado los adornos con horror vacui. Hay hasta bufandas conmemorando partidos del Mundial de Brasil. Una orgía de souvenirs en homenaje al turismo sin sentido. Ver por ver sin saber muy bien qué. Y en este caso, con el agravante de que ir a Rumanía a buscar a Drácula es como ir a una taberna andaluza para seguir el rastro de Vega, el luchador español del Street Fighter. Ese personaje se lo inventó un japonés de buena mañana. No tiene nada que ver con nosotros. Con el Drácula transilvano es lo mismo. Es un invento anglosajón. En ese bus se pueden escuchar, de vuelta del castillo, varias conversaciones simultáneas de decepción. Pero qué hacemos aquí si lo que buscamos no existe, se preguntan. A los rumanos no les queda otra que encogerse de hombros. Y hacer caja en la medida de lo posible, claro. Si la culpa es de alguien, de ellos desde luego que no es. 

El castillo de Bran es un castillo normal y corriente. Una fortificación medieval en un risco. Perteneció a la familia real rumana y sus enseres son lo que se puede ver en cada una de sus habitaciones. El único turista que se entera de algo es el local. Desgraciadamente, el resto tenemos los linajes aristocráticos rumanos un tanto abandonaditos. Los turistas anglosajones cruzan estupefactos cada estancia y, como en cualquier punto turístico del planeta, los gritos, mofas y chistes solo se escuchan en dos idiomas: castellano y catalán. El resto observa con atención los juguetes de los años treinta de los infantes para mirarse unos a otros como diciendo: «Vale, ¿y Drácula qué?». De Drácula nada. Este es el castillo de Drácula porque así lo decidieron los primeros turistas americanos que entraron en Rumanía en los setenta. Les encajaba con la descripción que venía en la novela de Bram Stoker y así se quedó. Por supuesto, nadie en Bran se ha tomado la molestia de contradecirlos. Más bien al contrario. 

Dedicados al personaje, en el castillo tan solo hay un par de habitáculos totalmente vacíos al final del recorrido. Colgados de la pared tienen unos paneles que cuentan la vida del personaje histórico, Vlad Tepes, Vlad el Empalador. El único objeto expuesto en una de las salas es un cuadro con la imagen del príncipe, pero está impreso. Es un póster con un marco. El óleo está en el castillo de Ambras, en Austria, copiado supuestamente del original de siglo XV doscientos años después. Y con el Drácula de ficción, lo que todo el mundo viene a ver, no nos encontramos hasta la última habitación. En otro par de murales, se cuenta la historia del escritor Bram Stoker y su novela. Es que el asunto no da más de sí históricamente. Otra cosa es en el comercio de recuerdos.

Alrededor del castillo hay dos pueblos. El real, y otro formado por puestos de venta ambulante. Se pueden comprar pieles, prendas de montaña tradicionales, excelentes quesos rumanos, pero la mayoría de estos negocios venden souvenirs de Drácula. Unos, los que están basados en Vlad Tepes, medianamente presentables. Los que tratan de evocar al vampiro, un poco más tristes. Son muy rudimentarios, digamos. 

«Si es que parece que los han hecho niños de cuatro años», me explica Mihai Iacob, profesor de Lengua y Literatura Españolas en la Universidad de Bucarest. «La gente aquí no sabe nada de Drácula, eso es un mito vuestro, del oeste, no nuestro». Efectivamente, la novela la publicó Bram Stoker en 1897, pero la primera edición en Rumanía no se hizo hasta 1990, cuando cayó el régimen comunista. Hasta entonces, en este país solo se habló del personaje histórico. «La ideología y la propaganda nacional-comunista de Nicolae Ceaucescu —sigue Mihai— enlazaba a todos los príncipes valacos y moldavos que alguna vez lucharon contra los turcos, esto es, el extranjero opresor. En el caso de Vlad Tepes, los comunistas perpetuaron su figura de “absolutista ético”, retratándolo de esta manera en el arte propagandístico e incluyéndolo en una serie de modelos y predecesores históricos del mismo Ceaucescu».

Ahí estaba el problema para la penetración en el país del Drácula de Bram Stoker. El Vlad Tepes de la historia oficial de Rumanía tenía unas características y una utilidad política incompatibles con un vampiro que chupaba la sangre a las doncellas. «Es que tiene su lógica —explica este profesor—, tú si fueras agente de propaganda de un país comunista que pretende construir una sociedad ideal, en la que reine la justicia social absoluta, ¿cómo reaccionarías ante el mito de Drácula? Además, nuestro comunismo era nacionalista y no iba a admitir una leyenda forjada fuera del país que, encima, asociaba a los rumanos con unos seres no muertos chupadores de sangre». 

La figura de Vlad Tepes era tan suculenta para el nacionalismo rumano porque el príncipe se enfrentó por igual a los turcos que a los sajones y húngaros. Al sultán Mehmet II le metió una ofensiva en el territorio turco del Danubio en la que les causó más de veintitrés mil muertos. Tampoco es para llevarse las manos a la cabeza, nuestro Jaime I asesinó a veinte mil musulmanes solo en la toma de Mallorca. El problema que ha trascendido lo tuvo con los sajones y los húngaros. Fue más grave y de otro cariz. Como ocurre siempre con quien intenta defender su soberanía frente a poderosos enemigos exteriores, Vlad Tepes fue objeto de una leyenda negra, es decir, una campaña propagandística en su contra, de la que nunca consiguió librarse. 

Cuenta Antonio Contreras, del Insitut d´Estudis Medievals de la UAB, que los periodistas de su época se pusieron a difamarle en obras panfletarias y propagandísticas incluso antes de que muriera. Geschichte Dracole Waide (Viena, 1463), Die Geschicht Draciole Waide (Núremberg, 1488), Skazanie o Drakule voevode (Moscú, 1486)… son solo algunos de los libros que fueron surgiendo adscritos a los intereses de las potencias que rodean lo que ahora es Rumanía. La literatura que conformó la leyenda negra presentó a un príncipe «desmesurado, violento, cruel e impío, un tirano sanguinario, alejado de la fe cristiana, que goza con la muerte indiscriminada y que siente predilección por empalar a sus víctimas, lo que le valdrá posteriormente el apelativo de Empalador y lo convertirá en Drácula», explica el profesor. Algo parecido le ocurrió a otra ilustre transilvana, Elisabeth Bathory, difamada por quienes la encarcelaron de por vida y despojaron de su poder para cargarse de razones que justificasen defenestrarla, como es lógico. Y ahora todos recordamos a esta anodina aristócrata por bañarse en sangre de vírgenes y quemar los genitales de sus sirvientes con hierros candentes, una clase de bulos y lugares comunes típicos de la época y que se empleaban sobre todo contra los judíos. 

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Castillo de Bran. Foto: yeowatzup (CC BY 2.0)

En el caso de Vlad Tepes, Mihai todavía profundiza más en las razones que motivaron la leyenda negra: «Fue por las represalias que Vlad emprendió contra las ciudades sajonas, quemándolas con empalamientos incluidos, porque los sajones habían acogido y apoyado antes a pretendientes rivales al trono de Valaquia. ¿Y por qué lo hicieron? Parece que una de las causas había sido la pretensión de Vlad de que los comerciantes sajones que hacían negocios en Valaquia pagaran impuestos, lo cual molestó a los sajones que pensaban que hacer negocios con Valaquia era hacerle a ese país tan poco civilizado un gran favor». 

Fíjense lo que ha hecho la humanidad con la reputación de un tío que se enfrentó a los poderosos mercados internacionales para que no hicieran fraude fiscal en su pequeño territorio: caracterizarlo como el chupasangres por excelencia. Hoy en día, los defensores de los servicios públicos debiéramos loar y recordar con orgullo la figura de Vlad III, cambiándole el sobrenombre de «Empalador» por el de «Núcleo Irradiador» o alguna de esas expresiones que dicen ahora los jóvenes comprometidos. 

Por lo tanto, no es difícil entender por qué los sucesivos líderes rumanos, desde los nacionalistas del XIX hasta los comunistas del XX, no han querido ni oír hablar de nada que diese pábulo a todas estas infamantes leyendas negras que tachaban la reputación de tan noble y admirable soberano. Así se explica que los souvenirs del vampiro dejen mucho que desear. En palabras de Mihai: «Lo que ocurrió en Rumanía es que, básicamente, no nos dejaron nunca conocer el mito del Drácula vampiro. La gente que está fabricando los llaveros y todo eso en su taller no ha visto las películas de Drácula en su vida y hacen souvenirs que no dan la talla. Cualquier niño americano los haría más atractivos. Son artefactos ridículos». 

A pocos metros del castillo de Bran hay un pasaje del terror, una atracción de feria. Está al final de una serie de puestos que venden toda esta parafernalia en diferentes formatos. Vajilla de Vlad, imanes de nevera de Vlad, camisetas, gorras, delantales… lo típico. Es mediodía, hay poca gente, y en la puerta de la atracción está el mismísimo conde Drácula descansando. Es el presunto actor encargado de asustar a los turistas, un chico de unos diecisiete años. Está sentado con los codos en las rodillas y la cabeza gacha. Nos mira frunciendo el ceño. Si queremos entrar a que nos asuste va a resultar un poco descafeinado tras haberle sorprendido antes hablando con una rubia de su edad, que quizá sea su novia. La capa, que se está pisando y poniendo perdida de polvo, no es nada distinta de la que nos vendían en España en disfraces baratos cuando éramos pequeños, pero el chico la lleva con toda la dignidad que puede. Es que es su uniforme de trabajo. Si la gente acude en masa a Rumanía dispuesta a pagar por emociones draculinas, ¿por qué no dárselas? Es la ley de la oferta y la demanda que rige para todo el orbe en la era global. 

Una guía turística en Bucarest me explica que a los naturales del lugar no les queda más remedio que adaptarse a esta tontuna. El origen de la fiebre, según me relata, viene de los años setenta, cuando dos sucesos llamaron la atención de Ceaucescu. Uno, que dos estadounidenses pidieran permiso a las autoridades rumanas para poder entrar en el país a informarse y buscar documentos históricos sobre Drácula. Eran Radu Florescu, de origen rumano, y Raymond T. McNally, los autores a la postre del libro In Search of Dracula, que causó sensación entre los aficionados al turismo y puso el país en el mapa asociado a un concepto muy concreto. 

Más adelante, cuando Richard Nixon visitó Rumanía, se mostró interesado en conocer lugares relacionados con Drácula. En ese momento, fue el propio Ceaucescu quien vio el potencial turístico que tenía ese interés de los extranjeros por el conde y, desde 1974, la Oficina Nacional de Turismo empezó a organizar y vender circuitos relacionados, al menos, con Vlad Tepes, el personaje histórico. Pero para los rumanos nada, explica Mihai: «Para nosotros simplemente había silencio mediático con respecto al mito de Drácula, yo me enteré apenas a principios de los ochenta de que el conde Drácula era originario de Transilvania en la revista Pif Gadget, que llegaba a nuestro país por aquel entonces por haber sido editada por el Partido Comunista Francés». 

De esta manera, en un pueblo cercano a Bran y Brasov, Sighisoara, donde se supone que nació Vlad, en una residencia de ancianos se construyó un museo de Drácula, que con el paso de los años terminó convertido en restaurante. Actualmente, en la puerta del local una pequeña placa señala que en esa casa vino al mundo Drácula: «Aquí nació entre el año 1431 y 1435», reza. Algo que históricamente tampoco está claro, me confiesa Mihai. También hay un busto en mitad del pueblo que lo recuerda, pero, créanme, esto es lo menos interesante de la localidad. El centro histórico es una belleza reconocida por la Unesco, que lo declaró patrimonio de la humanidad en 1999, y la ciudad entera, una maravilla en mitad de los Cárpatos. Un paraje privilegiado. 

No es lo mismo que Targoviste, la capital del que fuera Principado de Valaquia, donde Vlad Tepes tuvo su corte. Y la ciudad, por cierto, donde nació Elena Ceaucescu. Este lugar no es ni la mitad de interesante que los pueblos transilvanos. Aunque tiene varios bustos y estatuas del Empalador en el parque de Chindia que harán las delicias de los selfiómanos

La segunda residencia de Vlad Tepes está más al norte del antiguo principado, fue el castillo de Poenari, que está medio en ruinas, aunque se puede visitar. «Desde este castillo se supone que Elisabetta, la esposa de Vlad, se suicidó cuando creyó que su marido había caído preso de los turcos —me cuenta Doina—, se arrojó al río y se supone que se tiñeron de rojo sus aguas; desde entonces, este pequeño afluente del Arges se llama Raul Doamnei, el Río de la Doncella». Este suceso son las primeras escenas de la película de Francis Ford Coppola. Frente a los andamios que permiten acceder a las ruinas del castillo a los turistas, han colocado un par de maniquís empalados llenos de sangre. Para dar ambiente. Uno es rubio y otro moreno, los dos tienen pelazo. Mi impresión es que se trata de Los Pecos.

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Castillo de Bran. Foto: Emmanuel DYAN (CC BY 2.0).

Ya en la capital del país, es un hecho que Vlad participó en las primeras fortificaciones de lo que luego fue Bucarest. Los restos de esta vieja corte, que así se llama, Curtea Veche, están en la parte antigua de la ciudad y se pueden visitar. La verdad es que no parece que los turistas presten atención a estos restos especialmente. Esta zona de Bucarest es como Benidorm en hora punta. Hay un bar por cada metro cuadrado y discotecones llenos de gente guapa haciendo el zascandil. Los turistas llegados del norte se comportan como en España. Vemos a un grupo de alemanes bebiendo jarras de cerveza de un solo trago —y en Rumanía tienen el buen gusto de servir jarras de un litro entero— y arrojándolas luego contra el pavimento gritando como en una hermandad de universitarios estadounidenses. No son el género humano que se interesa por los vestigios arqueológicos. Cuando a este tipo de gente la ves atravesar la calle que circunda Curtea Veche es porque entran y salen de comprar latas de cerveza del Carrefour Express que hay enfrente. Solo algunos se paran y pegan un gritito, los que se percatan de que entre las piedras hay una estatua de Vlad Tepes. Es como una aparición mariana que se sucede de una explosión de selfies. Pero ese busto no hay que tomárselo muy en serio. Miahi me revela que lo colocaron ahí en 2003. 

Sobre la tumba del príncipe existe aún hoy gran controversia. Se dijo que estaba en el monasterio de Snagov, a veinte kilómetros al norte de Bucarest, que se encuentra en una isla en mitad de un lago. Mihai no cree que haya ninguna prueba de que el féretro esté ahí, pero el negocio es inmejorable para el  monasterio: «El abad ha marcado el lugar con un retrato de Vlad, la única vez que estuve por allí —relata— me encontré con una guerra entre los gitanos que llevaban a los turistas a la isla en sus barcas y los barqueros oficiales del abad». No obstante, desde hace pocos años una estudiante estonia sostiene que la tumba del príncipe se encuentra en una basílica de Nápoles, puesto que, según sus averiguaciones, no fue traicionado y asesinado en una batalla, como comúnmente se cree, sino que fue rescatado por su hija, que vivía en Italia, adonde escapó. El negocio se expande. 

Aunque el mayor intento de rentabilizarlo a lo grande fue del Gobierno rumano. Dentro de las políticas encaminadas a abandonar toda senda marcada por el comunismo e ingresar en la UE y en la OTAN, el Ministerio de Turismo consideró que sería una vergüenza para Rumanía no participar en la explotación de la fama internacional del personaje. Aceptando estos mitos extranjeros, los políticos entendían que entraban en sintonía con los países a cuyos poderosos clubes querían pertenecer. 

Este proyecto un tanto esquizofrénico para los rumanos fue muy digno de estudio. La antropóloga Alina Tanasescu estudió estos intentos de conciliar el mito con la historia con fines turísticos y se encontró con que, de alguna manera, el fenómeno ya estaba ocurriendo a todos los niveles. Cuando entrevistó a guías turísticos, se topó con que algunos por su cuenta y riesgo se disfrazaban de Drácula y asustaban a sus clientes. Uno le comentó que cuando le venía el típico turista estadounidense de ochenta años emocionado preguntando dónde estaba el sarcófago de Drácula, consideraba que era mejor señalarle algún sitio y no estropearle la ilusión. Por otra parte, era por lo único que preguntaban cuando venían de visita a este país.

Siguiendo esta línea, se proyectó construir un Dracula Park en Sighisoara, pero no fue posible. Una suma de factores echó abajo el proyecto. El primero, el impacto ecológico, pues pensaban construirlo en un bosque de robles. Protestó hasta el príncipe Carlos de Inglaterra, muy atento a los asuntos rumanos porque es descendiente del mismísimo Vlad Tepes por vía matrimonial y, aprovechando la coyuntura, compró una serie de fincas en Rumanía. 

Después hubo protestas de grupos nacionalistas y de la Iglesia ortodoxa rumana. Los motivos ya los hemos expuesto. Presentar a uno de los padres de la nación, baluarte de la cristiandad contra los infieles, como un engendro satánico no era de recibo para los curas. Rechazamos, decían, la contaminación cultural occidental. Pero no hizo falta que insistieran mucho en el cordón sanitario, un caso de corrupción dio la puntilla al proyecto y no hubo Drácula Park. En la investigación de Tanasescu llamaba la atención un testimonio de un natural de los alrededores de Sighisoara que mandaba a paseo al príncipe Carlos y a los curas y pedía que construyeran el parque fuera de lo que fuese porque era pobre y lo que necesitaba era trabajo. 

Lo gracioso de todo esto es que Rumanía no es el único país o la única cultura que lidia tan duramente con sus problemas de identidad. La propia novela de Drácula de Bram Stoker viene a ser lo mismo. Al margen de la diversión sobrenatural, de ser una obra indispensable de la literatura de terror, lo que subyace en la novela es el cacao mental de los británicos tras lo que los buenos católicos consideramos su herejía anglicana. El protagonista de la obra es un inglés, anglicano, muy escéptico, que se mueve por estos países exóticos siempre con media sonrisa ante las primitivas supersticiones de los aborígenes. Sin embargo, sus encuentros con Drácula le harán cagarse de miedo y a la hora de la verdad aferrarse a los símbolos religiosos y los ritos, algo contrario a su religión. El problema de fondo que retrataba esta actitud era el del anhelo romántico en Inglaterra de volver a los viejos ritos cristianos, de rechazo a la austeridad anglicana que veía mal hasta el muñequito de los crucifijos. En cien años, las iglesias y parroquias que volvieron a prácticas de «ritualismo» pasaron de doscientas a dos mil en Inglaterra. Además, también estaba la Revolución Industrial echando abajo ese hermoso y poético pasado edénico. Por eso el protagonista subraya que ningún arma fabricada por el hombre podría hacer nada contra Drácula, solo los ritos ancestrales del cristianismo. Así que no se debe arquear la ceja ante los conflictos religiosos que genera insertar el mito de Drácula en la recelosa cultura rumana. El Drácula de Bram Stoker ya es en sí mismo un mito basado en un conflicto de identidad. 

No obstante, nada de esto significa que la cultura rumana no tenga sus propios vampiros, mucho más originales que los chupasangres no muertos de las pelis y las novelas baratas. Me cuenta Mihai que uno de los más populares es el strigoi. Se trata del hijo de dos bastardos o de un incesto. Si al nacer este niño no se le retira la placenta y se entierra, tendremos un strigoi, que no es tampoco un vampiro muy engorroso. Solo estropea las cosechas y reduce la fertilidad de las vacas. Otro problema diferente es que al enterrarle cuando muera no se le pinche con un alfiler en un dedo, porque entonces se convertiría en un strigoi no muerto. Un alma en pena, pero de carácter doméstico. Solo se les aparecería a sus familiares recordándoles que el pobre no se ha podido morir del todo. Mata por estrés, señala este profesor. Aunque la mejor creación del folclore rumano para mi gusto es sin duda el zburator. Este vampiro no se aparece así como así, lo genera la soledad, generalmente de las mujeres. Cuando no tienen a nadie, se aparece y, sin tocarlas, las satisface sexualmente. Pocos vampiros habrá más salaos que este. Y útiles.

Dicho lo cual, lo más recomendable si se visita Rumanía es olvidarse de Vlad Tepes, porque desvía la atención de los múltiples lugares maravillosos que ofrece este país para visitar. Empezando por su caótica y divertidísima capital. Además, no es difícil sufrir en propias carnes verdadero miedo tras cruzar Rumanía de punta a punta. Burek de queso de cabra; placinta, que es pastel de manzana; papanasi, buñuelos; ciorba de burta, sopa de estómago de vaca, o sarmale, rollos de carne picada y arroz envueltos en hojas de col… son solo una pequeña muestra de que comer en Rumanía es un deleite. Además, la devoción de los rumanos por la barbacoa roza el fetichismo. Y, al volver a nuestro país tras haberlo probado todo, es cuando encontramos el verdadero terror vampírico: sacarte sangre y que te lea el médico la analítica. Ese texto sí que da pánico y no las historietas de Bram Stoker.  

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3 Comentarios

  1. Siempre está el turista que se informa antes de viajar, el que descubre que Drácula como tal no existe, sinó un conde llamado Vlad, el empalador, y ahí se te abre una nueva ventana al mundo, a la época de los otomanos y a los horrores de torturas que usaba Vlad entre otros.
    Buena lectura como siempre :)

  2. Hola Álvaro. Excelente artículo, una vez más.
    El castillo de Bran es considerado el castillo de Drácula, aunque no queda claro que Vlad Tepes haya pasado por allí. Sí se sabe en cambio que el castillo de Poenari fue una de las residencias de Vlad Tepes, pero los 1480 escalones que hay que subir para alcanzarlo le restan atractivo turístico; quizá esto cambie con la construcción del teleférico que llevan anunciando hace años.
    Siguiendo los pasos de Vlad Tepes, recomiendo la visita al castillo de Hunedoara, donde estuvo encarcelado durante 7 años. Para muchos, el castillo más bonito de Rumania.
    Sobre el lugar de entierro, hay también una teoría que sostiene que Vlad Tepes murió en un bosque cerca de Comana, un pueblo a 40 km. al sur de Bucarest, y que fue enterrado en el monasterio de Comana.
    Más artículos y fotos sobre los lugares de Vlad Tepes: https://rumaniando.com/?s=tepes

  3. ambituerto

    Una buena lectura. Muchas gracias.

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