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Pedro G. Romero: «El flamenco es un arte totalmente anacronista»

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Tras el nombre de Pedro G. Romero (Aracena, 1964) se esconde la historia de una investigación sin fin, cuyo único propósito parece ser desmontar tópicos sobre lo que vulgarmente se ha venido entendiendo por modernidad.

Tomando el flamenco como punto de partida, Romero lleva años realizando una relectura transversal de su historia a través de la realización de distintas exposiciones monumentales (La noche española, Máquinas de vivir) y monografías (Al pie, El Ojo Partido) con las que pone de manifiesto conexiones insospechadas con las artes más vanguardistas, demostrando por el camino que quedan, precisamente, muchos de sus episodios por reivindicar.

Su nombre aparece también entre las bambalinas de algunos de los espectáculos flamencos más innovadores del momento. Sus discursos teóricos alumbran buena parte de las creaciones más transgresoras de figuras como Israel Galván, el Niño de Elche o Rosalía. Sus propias creaciones pueden verse en el MACBA (Archivo F.X., Proyecto Máquina P.H.) o en el Reina Sofía.

Codirige para la editorial Athenaica la colección «Flamenco y cultura popular». En la Plataforma Independiente de Estudios Flamencos Modernos y Contemporáneos —PIE FMC—, asociada a la UNIA Arte y Pensamiento, puede uno encontrar cientos de contenidos fascinantes, una pequeña gran muestra del corpus que este artista e investigador insólito está construyendo alrededor de su pequeña obsesión, de la que nos hablará largo y tendido en esta entrevista que tuvo lugar en la bodeguita Fabiola de Sevilla, a quien agradecemos desde aquí las comodidades dadas para la realización de la misma.

La serie El Ministerio del Tiempo se atrevió recientemente a mostrarnos a Lorca escuchando en directo a Camarón cantando «La leyenda del tiempo». Por más que nos movamos en el terreno de la ficción, ¿crees que a Lorca le hubiera gustado esa musicalización de su obra?

Hombre, este tipo de ucronías son un poco complejas de valorar, ¿no? [risas]. Pero puestos a elucubrar, yo diría que Lorca no se habría sorprendido mucho con lo de Camarón. Piensa que él había grabado ya aquellas canciones con la Argentinita y muchos textos suyos fueron cantados en su día por flamencos. En los años cuarenta, la mismísima Niña de los Peines hizo las lorqueñas. En los cincuenta, en pleno franquismo, Gabriela Ortega recitó sus poemas en disco. Hasta Juanito Valderrama cantó letras suyas en su famosa Antología del Cante Flamenco. Enrique Montoya también empezó con Lorca su giro «pop» al flamenco. Si a Lorca no lo hubieran matado, yo creo que habría hecho una opereta flamenca como El amor brujo de Manuel de Falla. Quiero decir con esto que lo que hace Camarón con Lorca a través de Kiko Veneno y Ricardo Pachón es una especie de colofón, el final de un camino por el que habían pasado ya muchos artistas flamencos y que podemos decir que empezó en Granada en 1922 con la celebración del famoso Concurso de Cante Jondo, que fue un fracaso absoluto, toda una decepción tanto para Falla como para Lorca.

En la escena de marras, Lorca puede ver también cómo su legado sigue vigente, muchos años después de su muerte. ¿Ha sido el flamenco el gran reivindicador de su figura?

Con todas las paradojas o contradicciones que ello conlleve, porque es cierto que su paternalista visión del mundo gitano puede resultar en ocasiones conflictiva, Lorca ha sido y sigue siendo una de las mayores influencias que ha tenido el flamenco. Solo por eso su nombre tendría que estar escrito en letras grandes en la historia del género. Sabemos no obstante que su pensamiento, su visión del cante jondo, fue cambiando con el tiempo, sobre todo cuando empezó a conocer los contextos americanos, sitios como Nueva York, La Habana o Buenos Aires, donde empezó a asimilar cómo funcionaba el blues, el tango y empezó también a sacar otras conclusiones sobre el flamenco. Su discurso seguramente habría cambiado mucho de haberlo podido desarrollar más, porque el discurso de Lorca que nos ha quedado es el discurso que se inventa un poeta. La idea del «duende» no es más que una invención poética que después los flamencos asumen como propia, sobre todo a partir de la asunción que hace de ella la Niña de los Peines. En cualquier caso, el texto de Lorca sobre el duende es uno de los textos más importantes que hay sobre el hecho de intentar entender la creación poética. Te confieso que cuando tenía dieciocho años pensaba que Lorca era, como decía Borges, «un andaluz profesional». Tenía mis sospechas sobre la autenticidad de su obra. Pero ahora mismo pienso que es un poeta alucinante, con un entendimiento de lo que es la poesía increíble. Su figura es clave para entender las conexiones entre la vanguardia y lo popular, porque en ambos sitios resuena la misma condición de lo poético. Curiosamente, mi visión sobre la importancia de la obra de Lorca cambia gracias al flamenco, gracias de hecho a cómo la cantó Enrique Morente.

En la búsqueda de una teoría sobre lo jondo, me llama la atención que junto a la clásica lectura de Lorca se esté empezando a reivindicar ahora la realizada en su día por Oteiza. ¿Hasta qué punto chocan o se complementan una con la otra?

Ese tema es muy interesante, hay de hecho ahora mismo muchos investigadores vascos releyendo esa parte de la obra de Oteiza. La relectura de lo jondo que él hace surgió de la lectura que hizo en Argentina de un par de manuales de flamenco que no son nada del otro mundo, pero de los que sacó de pronto una serie de elementos a los que consiguió darles un cariz fenomenológico. Estas relecturas las traspondría luego directamente en un libro sobre Goya donde se incluyó su primera teoría de lo jondo. Este libro se publicó tardíamente, en los años noventa, pero fue escrito en los cuarenta. Resulta muy curioso comprobar cómo Oteiza relee todos los elementos clásicos de la flamencología primera de Anselmo González Climent —toda esa especie de ficción sobre la tauromaquia y lo jondo que en 1963 adaptarían también a su manera Ricardo Molina y Antonio Mairena en Mundo y formas del cante flamenco— y los traspasa al universo mitológico euscaldún. Se produce ahí un trasvase de conceptos muy potente, se retoma otra vez la idea de intentar diferenciar lo jondo de lo flamenco, cosa que ha reivindicado luego mucha gente. Hija en cierta medida de aquellas teorías fueron una serie de colaboraciones experimentales que Oteiza y Sáenz de Oiza idearon en 1956 con la bailaora Rosario Escudero, una belleza estratosférica que había formado parte del cuerpo de baile de la Argentinita. Dichas colaboraciones tuvieron lugar primero en una galería de Madrid, luego en Irún y después en París. Llevo muchos años intentando conseguir imágenes de aquel espectáculo, en el que al parecer se jugaba también con las luces y el color.

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Ahora que has mencionado la célebre obra de Ricardo Molina y Antonio Mairena, ¿qué crees que queda hoy día vivo del mairenismo?

La estigmatización que han sufrido muchos mairenistas yo no la he vivido, la verdad, porque cuando empecé a leer a Mairena ya me parecía un disparate todo lo que decía en el plano teórico. Lo que pasa es que a mí eso no me importaba, porque a mí lo que me llamaba la atención de esos textos era precisamente el corpus orgánico que habían sido capaces de construir, esa arquitectura teórica sobre el flamenco, más allá de su contenido, que en ocasiones era un delirio, sobre todo cuando Ricardo Molina empleaba conceptos como «la razón de la sangre» o «el hogar primordial gitano», una verborrea casi heideggeriana [risas].

Recuerdo que Quico Rivas, en una noche de discusión, me dijo algo así como: «Cuándo lees a Pericón de Cádiz, ¿tú qué es lo que entiendes? Porque uno no se tiene que quedar con lo que se dice, que si la cabra habla de verdad, que si el perro le dijo a Pericón ratero… No, uno se tiene que quedar con el armazón narrativo, que es increíble. Ocurre lo mismo con los textos de Antonio Mairena. Por eso a Mairena hay que quererlo como a Pericón» [risas]. Y a partir de ese momento lo entendí todo, claro, porque te reconozco que tampoco he tenido nunca un especial feeling con su cante y eso que tengo todos sus discos en primeras ediciones. Si yo he escuchado a Antonio Mairena ha sido con voluntad de estudio, porque la alegría que te da el pobre cantando es escasa. Reconozcámoslo, no daba una como teórico, lo que por otro lado otorga más valor todavía a lo que intentó construir, siendo como era un cantaor de atrás, sin carisma vocal ninguno. Me admira su rigor con las seguiriyas y las soleás, por ejemplo, una construcción artística increíble que te emociona intelectualmente. Pero hay que tener en cuenta que Mairena tenía entonces por un lado a Manolo Caracol y por el otro a Pepe Marchena. No tenía nada que hacer como cantaor, por eso tuvo que construirse intelectualmente. Lo que pasa es que el mairenismo como tal, su propuesta de que el flamenco es exclusivo de los gitanos, fue una cosa patética, insostenible, pero aun así Mairena me parece un artista clave, importantísimo, que necesita por otro lado una relectura urgente, porque su obra es un castillo. No deja de resultar significativo que prácticamente toda la crítica tradicional del flamenco, que ahora es antimairenista, fuera en su día fanática de Mairena.

¿Cómo de importante crees que fue su figura a la hora de acercar el flamenco a la universidad?

Ese acercamiento entraba dentro de la lógica de su proyecto de legitimación del flamenco. Lo que pasa es que Mairena no fue el primero en hacerlo. Unos años antes de la famosa conferencia dada en 1969 en la Universidad de Sevilla por Rafael Belmonte en la que Mairena intervino cantando, Amós Rodríguez Rey había dado ya unas cuantas charlas de carácter universitario sobre flamenco, una de ellas de hecho muy cerquita de donde estamos ahora, en el Instituto Británico. Lo que pasaba con Amós es lo mismo que pasaba con Pericón, que en su discurso estaba siempre presente esa guasa fundada en lo mítico que chocaba con esa imagen seria, de pope anquilosado, que se le ha querido dar a Mairena y que en algún momento habrá que desdibujar, porque él era muy flamenco, un tipo orgiástico al que le gustaba mucho la parranda. Tuve la suerte de tratar un poco a Amós y le recuerdo perlas inolvidables, como una vez que dijo en público que el flamenco venía de Albinoni o como cuando contó que la caña, el palo flamenco, fue descubierto por los Tartessos un día que estaban frente a los cañaverales del Coto de Doñana y el viento hacía «uuuuuh» entre las ramas [risas]. A pesar de estos delirios, las conferencias que Amós dio entonces tuvieron como clara voluntad legitimar el flamenco entre el saber universitario.

Me da la impresión, no obstante, de que el discurso académico que ha terminado calando con respecto al flamenco es muy distinto a la que en su día asumieron, por ejemplo, los primeros artistas de la vanguardia, que tanto hicieron por intelectualizarlo.

En el proceso de legitimización intelectual del flamenco podemos hablar de varios niveles, uno que tendría que ver con el intento de hacer del flamenco un corpus académico y otro que tendría que ver con el intento de asimilar ese saber popular que contiene el flamenco dentro del corpus académico oficial. La pregunta quizás sería cuándo empezó el flamenco a convertirse en algo «legitimado», porque el origen del flamenco, como todo el mundo sabe, tiene que ver con el arrabal, con la vida delincuente, y era justo por eso por lo que se le despreciaba intelectualmente en su día tanto por la prensa como por la burguesía. No obstante, a principios del siglo XX, una artista como la Argentina consiguió el máximo reconocimiento artístico por parte de la Segunda República. Fue ella de hecho quien ilustró la famosa conferencia sobre danza que dio Paul Valery en París en 1936. Pero a partir de los años cincuenta, bajo el influjo sobre todo de la cultura beat, el flamenco comenzó a legitimarse de otro modo, no ya tanto por su valía artística sino por ese lado salvaje que tenía y por el que hasta la fecha había sido rechazado por las élites.

Se simplifica entonces mucho cuando se trata de etiquetar al flamenco como un campo culto o popular de la música, porque yo creo firmemente que se trata de un tercer campo que toma elementos tanto de lo popular como de lo culto con un verdadero entendimiento de lo que es la cosa, de lo que es el hacer flamenco, de su carácter de ficción. El flamenco es todo el rato consciente de su posición popular, como lo era el jazz o el tango, pero todas estas músicas tuvieron siempre esa aspiración y vocación de lo virtuoso, que no era más que un intento de legitimarse frente a las llamadas músicas cultas. ¿Dicha vocación de virtuosismo forma parte de un proceso de intelectualización? No lo sé. Ocurre igual con las relaciones de amistad que siempre se dieron entonces entre flamencos e intelectuales. Pienso en la relación de Manuel Torres con Ignacio Sánchez Mejías, que era torero, sí, pero también fue el primero que escribió en España una obra de teatro basada en las teorías de Freud. Sánchez Mejías es uno de los grandes artistas e intelectuales no reconocidos de la Generación del 27, es de hecho quien da nombre a esa generación. Ahí tienes también la influencia en Lorca de Salvador Rueda, que está ahora demostrándose que fue brutal. Estamos hablando de un periodo de la historia en el que, como bien ha estudiado Gerhard Steingrees, el flamenco influyó de forma muy clara en un grupo de poetas que construyeron entonces una serie de ficciones en torno a la idea de la bohemia y de los gitanos, produciéndose ahí una fusión total entre los conceptos de alta y baja cultura.

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¿Es por eso que sostienes que el flamenco debería dejar de mirarse en Demófilo para pasar a hacerlo en Juan de Mairena?

Bueno, esa «petición» mía no es más que puro egoísmo. Cuando a finales de los ochenta leí las Coplas mecánicas de Juan de Mairena me quedé… No daba crédito. De pronto, el propio Machado construía un texto en el que asimilaba toda la vanguardia del momento, parodiando a Tristan Tzara y a la forma de hacer de los futuristas, remitiéndose a su vez al texto sobre el cancionero flamenco de Manuel Balmaseda que había publicado su padre con el nombre de Demófilo junto a Santiago Montoto y en el que se hablaba de las formas de hacer de los artistas populares con la misma idea de mecánica que usaban los dadaístas, como si fuera una especie de sistema nemotécnico con el que se construían coplas haciendo combinatorias y comparando esa idea de la máquina con un grupo de aficionados al flamenco y al cante que, entre aguardientes y con una guitarra, construían un fandango. Esa asimilación para mí fue totalmente reveladora, porque en ese momento, de una forma absolutamente intuitiva, vi que realmente las dicotomías que se presupone que existen entre vanguardia y tradición no operaban de ninguna manera, que es algo que sigo pensando todavía a día de hoy.

Por otro lado, de cara a justificar ese corrimiento de sentidos, ese pasar de Demófilo a Juan de Mairena, me venía de perlas el que uno fuera un pseudónimo y el otro un heterónimo, porque al final de las Coplas mecánicas, el propio Antonio Machado habla y refuta a Mairena y viene a decirle que hasta que no se recupere una nueva sentimentalidad, vale que sea el método mecánico al que alude en el texto el que se emplee. Machado crea a Mairena para refutarse, para, como hace con el papagayo verde, «cantar lo que se pierde». En las Coplas mecánicas está inserta también toda la poética melancólica del flamenco.

Cuando se inauguró en el Reina Sofia la exposición La noche española. Flamenco, vanguardia y cultura popular 1865-1936, que comisariaste junto a Patricia Molins, afirmaste que el flamenco era el rock and roll de la vanguardia. Desarróllanos un poco más esta idea, por favor.

Sí. A mi modo de ver, dentro de lo que han sido las artes modernas, ha habido tres grandes momentos históricos: la bohemia, la vanguardia y la contracultura. Desde ese punto de vista, lo que el rock and roll fue para la contracultura lo fue el flamenco para la vanguardia. También el jazz de primera hora y el tango, pero el flamenco lo fue de una forma especialmente significativa, entre otras cosas porque en el núcleo duro de la vanguardia estaban Picasso, Miró y Dalí y en todos ellos había una presencia muy fuerte del flamenco. En estos periodos que señalo, la música popular constituyó siempre una especie de paisaje sentimental, emocional, y por eso creo que el flamenco operó sobre muchos artistas de vanguardia del mismo modo que el rock and roll operó en muchos artistas contraculturales. Basta mirar el efecto que tuvo Picasso a nivel internacional, cómo gracias a su influjo artistas rusos, checos y húngaros terminaron pintando flamencas, majas y toreros sin siquiera haber viajado a España. Se trataba de imágenes que habían visto en exposiciones, en París. Ocurre igual cuando Man Ray incluye a Imperio Argentina cantando bulerías en alemán o introduce a la Niña de los Peines cantando en la banda sonora de una de sus películas vanguardistas. A veces nos cuesta entender que la Argentina fue la bailarina más importante de su tiempo. Estaban entonces también en su apogeo la Pávlova e Isadora Duncan, pero ellas tenían relevancia sobre todo que en los ambientes elitistas. La gran artista popular, la que hizo giras por todo el mundo, la única que desde lo popular podía competir con ellas fue la Argentina. Gracias a figuras como ella o Carmen Amaya, el flamenco tuvo en el mundo una presencia brutal, al menos hasta la irrupción de la Segunda Guerra Mundial, cuando las tornas cambian hacía el jazz y el rock and roll.

Y luego estaba la figura de Vicente Escudero, que sigue estando insuficientemente reconocida, porque ha sido uno de los artistas españoles de vanguardia más importantes que ha habido en el campo de las artes performativas. Me sigue pareciendo increíble que, en 1948, cuando publicó Mi baile, hubiera un artista español hablando sobre Duchamp con esa familiaridad. En el arte español no se empieza a hablar de él al menos hasta veinte años después. La lectura que hace Escudero de lo que hace Duchamp es por otro lado prodigiosa. Viene a decir que igual que Duchamp coge un objeto y lo pone en una galería de arte, él coge un objeto y lo pone en una escenografía. Por más que pueda sonar ahora muy naif, resulta increíble que un artista español tenga esa percepción a finales de los cuarenta. Vicente Escudero es un artista que se construye como un artista de vanguardia y tiene una relación plena con el hacer de la vanguardia y, desde mi punto de vista, en su campo, es el artista más radical de su tiempo, porque ensayó cosas como el baile sin música, el silencio o el tirar piedras al azar que no hará Merce Cunningham hasta cuarenta años después.

No hay duda de que para la vanguardia el flamenco fue muy importante. A mí me ha interesado especialmente construir el relato de la vanguardia desde el flamenco. Recuerdo ahora a un profesor que me hizo ver algo muy curioso y es que en los años veinte y treinta del pasado siglo, los artistas de vanguardia radical, los futuristas y dadaístas, nada más que hacían pintar flamencas y toros mientras que los vanguardistas realistas pintaban mujeres lectoras, deportistas y gente conduciendo coches o aeroplanos. En este sentido, creo que se ha establecido una dialéctica cómoda sobre todo lo que se debe entender por vanguardia o tradición, una dialéctica que sigue operando hoy día pero que claramente no funciona con el flamenco, que es un arte totalmente anacronista. Creo además que los flamencos lo saben y por eso están todo el rato invirtiendo los papeles, creando una temporalidad que no se corresponde con la propia de su tiempo. Un claro ejemplo de ello lo tenemos en Diego del Gastor, que siempre se ha presentado como la guitarra inventada más primitiva que había en contraposición con la de Paco de Lucía, que supuestamente representaba la modernidad. Pero al final, si te fijas, todas las fusiones que se han hecho del flamenco con el rock se han hecho a partir de las falsetas de Diego del Gastor.

Que por otro lado fue el único artista flamenco que participó en los Encuentros de Pamplona.

En todo lo que tiene que ver con el arte de vanguardia siempre ha habido personajes que se encuentran en el límite entre lo salvaje, lo primitivo o lo exótico. Luego ha habido otros que son verdaderamente conscientes de lo que están haciendo. Desde ese punto de vista, yo creo que a Diego del Gastor lo invitaron a los Encuentros de Pamplona por su condición de neoprimitivista, no porque consideraran que su guitarra fuera música de vanguardia.

Con esto pasa otra cosa muy interesante, que puso de manifiesto muy bien un compositor como Maurice Ohana, que ha hecho auténticas obras maestras como Tiento, una pieza increíble para guitarra de doce cuerdas, y de quien han bebido muchos músicos flamencos de vanguardia. Para cuando Paco de Lucía irrumpió a principios de los setenta incorporando todos esos elementos propios del jazz y de la música brasileña, todas esas construcciones armónicas, Ohana constató que lo que tenía que hacer el flamenco para evolucionar no era eso sino ser capaz de construir espacios musicales, hacer del sonido frases, narraciones, sin tener que acudir para ello al elemento armónico. Tras muchos años dedicados en exclusiva a la música marroquí, Ohana recuperaría al final de su vida el flamenco gracias a Pedro Bacán, que le enseña precisamente a elaborar esos espacios musicales de los que hablaba. Sin ánimo de entrar en disquisiciones futbolísticas sobre si es mejor Pedro o Paco, creo que ya es hora de aceptar que la gran revolución incontestable de Paco de Lucía ha servido más que nada para desarrollar otras formas de hacer dentro del flamenco mainstream.

Soy consciente de que este tema es delicado y no me gusta sacarlo demasiado a colación porque parece que voy por ahí enmendando la plana general, pero lo aquí planteado creo que pone muy bien de manifiesto la forma tan ridícula en la que está instaurado el saber, porque incluso los más sabios musicólogos del flamenco no se atreven realmente a contar lo que saben porque, en realidad, tienen una sensibilidad estética neoclásica, son unos conservadores y piensan que el mundo de la música contemporánea es un mundo de pitidos y de ruidos que no le interesa a nadie. Han encontrado en el flamenco un mundo neoclásico en el que refugiarse, en el que todavía existe la armonía, todavía podemos acompasar y podemos entender que los ritmos funcionan, y aunque algunos tengan realmente un espíritu inquieto, sensiblemente, a nivel estético, son muy conservadores. Estamos hablando en el fondo de la eterna diatriba entre lo viejo y lo nuevo, que no parece tener fin dentro del flamenco.

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En Máquinas de vivir. Flamenco y arquitectura en la ocupación y desocupación de espacios, la exposición que comisariaste junto a María García Ruiz, se recogía una frase muy interesante de Guy Debord en la que decía: «Los gitanos flamencos podían ser penetrados por el capitalismo salvaje sin que ello supusiese un cambio de forma de vida ni de arte».

La relación de los situacionistas con el flamenco es muy curiosa y me ha dado muchas alegrías. Después de muchos años trabajando sobre ella, me llama un día Pedro Barragán, de la sociedad flamenca El Dorado, en Barcelona, y me cuenta que Raoul Vaneigem, uno de los miembros fundamentales de la Internacional Situacionista, se ha hecho socio de su peña y quiere que vaya yo un día a contarle todo lo que he investigado sobre ellos y el flamenco. Me quedé flipado, lógicamente. El caso es que fui un día para El Dorado a ver un concierto de María Terremoto y allí conocí a Vaneigem, que terminó de confirmarme en persona mi tesis, llegando incluso a escribir un comentario para el libro que hemos publicado tras la exposición Máquinas de vivir.

La historia es que el núcleo duro de los situacionistas —Guy Debord, Michèle Bernstein y Alice Becker-Ho— tuvo en París mucha relación con el exilio español, entre ellos muchos gitanos y flamencos que acudían al café Descartes, inaugurado por un guitarrista flamenco francés en 1957. Por otro lado, el pintor Constant Nieuwenhuys, uno de los principales teóricos del grupo de la rama estética, tocaba la guitarra y era alumno de la escuela ricardista de Ámsterdam. Visitó Sevilla en varias ocasiones e hizo piezas sobre la ciudad en torno al flamenco, también muchos retratos de guitarras. Guy Debord y Gérard Lebovici financiaron luego la primera película de Tony Gatlif, tras ver su cortometraje Canta gitano… La realidad es que estaba todo muy imbricado, simplemente por el hecho de que el mundo gitano operaba también como forma de resistencia a lo moderno, a lo peor del mundo moderno, de ahí esa frase de Debord que destacas.

Años más tarde, a la altura de 1983, Debord se vino a Sevilla a vivir una temporada, aunque aquello no tuvo nada que ver con el flamenco sino con su amor por España en general y por Andalucía en especial, porque tuvo una amante cordobesa. A Debord le interesaba mucho lo que estaba pasando políticamente en España en esa época, durante la Transición, y desencantado de Francia estuvo viviendo en Barcelona, en Soria y en Sevilla, desde donde viajó mucho a Cádiz. Siempre me llamó la atención que Debord dijera que Sevilla, donde no llegó a vivir ni un año, había sido uno de los lugares míticos de su vida. En esa frase había mucho de construcción poética, de cierta arrogancia por su parte también, pues en su último proyecto cinematográfico, una película sobre España que no se llegó a hacer nunca, dejó dadas una serie de instrucciones para el director en las que puede leerse que la intención de la película no era otra que explicar a los americanos, franceses, alemanes, ingleses, italianos, japoneses y a los propios españoles, de una vez por todas, qué significaba España en el marco la cultura occidental. Más allá de la radicalidad y delirio de sus intenciones, lo cierto es que se trataba de un proyecto nacido de un afecto verdadero por nuestro país. El poema «La casada infiel» de Lorca era su poema favorito. Para Debord, la literatura francesa nacía en Villon y moría con Lorca, que por su condición de homosexual asesinado por el fascismo era justo el tipo de poeta que no había tenido nunca Francia.

La verdad es que muchos de estos viejos radicales sesenteros, cuando se desencantaron de la política en Francia, encontraron en el flamenco una especie de, no sé bien cómo llamarlo, refugio existencial. Con el gran teórico Didi-Huberman, que además de ser un buen aficionado al flamenco es muy amigo, he discutido muchas veces sobre esta cuestión, que en el fondo gira sobre esa percepción exótica que seguimos teniendo de la forma de vida orientalista que también puede encontrarse en los modos de vida flamencos.

Buena parte de tus investigaciones, de tus discursos teórico-críticos, han servido como soporte creativo para algunos de los nuevos artistas flamencos más controvertidos, como Israel Galván, el Niño de Elche o Rosalía. ¿Cómo nacieron estas colaboraciones?

Creo que aquí hay que tener en cuenta un poco mis orígenes, porque yo he terminado colaborando con Israel Galván o con el Niño de Elche de una forma un tanto casual. Con Rosalía no puedo decir que haya «colaborado» nunca, lo que ocurrió con ella y El mal querer es otra cosa. La cuestión es que con dieciocho años tuve la gran suerte de conocer a José Manuel Gamboa. Por aquella época yo no era más que un simple aficionado al flamenco al que también le gustaba lo underground. Tenía un programa de radio llamado Branquias bajo el agua, donde pinchaba a Derribos Arias y Parálisis Permanente. Tenía además un grupo de música llamado Intonarumori. Al escenario salíamos todos vestidos de máquinas y yo con un megáfono en la mano me dedicada a contar números. El encuentro entonces con Gamboa me cambió la vida, porque gracias a él me puse a escuchar otras cosas del flamenco a las que no había tenido acceso. Me acuerdo de un día que me pasó la obra completa de Pepe el de la Matrona: once cintas de casete. Además de la música que me descubría, me dediqué a acompañarlo a los sitios siempre que podía. Recuerdo una visita que le hicimos a un aficionado que decía que tenía mucho material de Terremoto de Jerez. Y era cierto, tenía cientos de casetes grabadas, pero en ellas solo tenía a Terremoto cantando por seguiriyas. Eso era lo único que le interesaba, su mundo estético se reducía a eso. Experiencias de ese tipo me parecían fascinantes. Después conocí a José Luis Ortiz Nuevo, que se convirtió en un maestro de la vida, del entendimiento del flamenco como forma de vida. Gracias a estos contactos y a mis entonces modestas incursiones artísticas, llegué a conocer a muchos de los jóvenes artistas del flamenco de entonces, entre ellos Israel Galván, en quien vi una actitud diferente a la hora de bailar.

Israel y yo empezamos entonces a trabajar en la obra Los zapatos rojos y aquello se convirtió en un filón de ideas. No es que nos hiciéramos ricos, aquello fue de hecho un fracaso económico, pero lo cierto es que vimos que la cosa podía funcionar si seguíamos por ese camino. Yo escribía entonces los guiones, me encargaba de la escenografía, de la dirección artística, de hacer un collage musical… y todo lo que proponía encajaba con lo que quería hacer Israel. Conseguimos conectar rápidamente el uno con el otro de una manera muy especial. En este sentido, siempre he preferido que Israel se equivoque a tener yo razón. Para mí no tiene interés ninguno llegar con cinco ideas de vanguardia e imponerlas. Yo siempre he procurado darle a con quien trabaje, ya sea Israel o el Niño de Elche, todas las herramientas posibles para que sea él quien decida conforme a su modo de hacer. Mi labor es apoyarlo, darle material para dialogar, y cuando se ha terciado, intervenir en la creación, porque si me dejan, soy bastante intervencionista [risas].

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¿Y en el caso de Rosalía?

Rosalía me parece una artista increíble. Tuve la suerte de conocerla cuando estaba empezando. Yo la invité a participar en J.R.T., un espectáculo dirigido por Úrsula López, Tamara López y Leonor Leal sobre Julio Romero de Torres en el que colaboré. Rosalía vino entonces como cantaora. Para ese espectáculo hicimos un collage de alegrías, malagueñas, romeras y coplas, con la guitarra de Alfredo Lagos y Antonio Duro, las percusiones de Antonio Moreno, los saxos de Juan M. Jiménez y en las voces estuvieron Gema Caballero y Rosalía. Y ahí fue cuando me contaron que tenía en mente grabar una antología de la Niña de los Peines y me preguntaron, en calidad de asesor, que qué me parecía. La idea ya de por sí dice mucho de ella, de su autenticidad, porque entonces era una chica carne de Operación Triunfo, lo que pasa es que mí me pareció que era mucha tela empezar con la Niña de los Peines en el mundo del flamenco. Después nos hemos visto alguna que otra vez, hemos hablado de vez en cuando, y espero que sigamos siendo amigos, porque ahora, ya sabes, ¡Rosalía es Dios! [risas].

El caso es que en una de las últimas veces que nos vimos en Barcelona, comiendo, ella estuvo todo el rato hablando sobre el amor y yo le dije que el amor realmente es una construcción, que los romanos no tenían la misma idea sobre el amor que nosotros, y le sugerí que leyera cosas sobre el amor cortés, el amor provenzal, cosas de los poetas anteriores a Petrarca y tal, para que viera cómo se había ido construyendo la idea del afecto, esa idea de lo sensible que no existía en la antigüedad. Curiosamente acababa de leer un libro del siglo XIII que se llamaba Flamenca, sobre una princesa llamada así, Flamenca, y lo mencioné en aquella comida y ella fue al día siguiente y se lo compró y de alguna manera lo hizo suyo, porque fue y compró como veinte o treinta ejemplares y a todo el mundo que participó luego en el disco le dio uno. Lo más sorprendente del caso es que ella se acordara luego de mí y contara en redes sociales el origen de cómo conoció el libro y cómo le había influido en la concepción de El mal querer, para alegría de mi hija, claro, que por primera vez pensó que mi trabajo tenía sentido [risas].

¿Cuándo vamos a poder ver Nueve Sevillas, la película que rodaste con Gonzalo García-Pelayo la pasada Bienal de Flamenco?

Está ya a punto. La película espero que se estrene en el próximo Festival de Cine Europeo de Sevilla. Al final va a durar dos horas y media. El origen de Nueve Sevillas es muy curioso también. Yo empecé hace unos años, casi por encargo, a hacer el guion de una película sobre Pepe Habichuela. Se me ocurrió hacer una película con seis directores, uno por cada cuerda de la guitarra, para que cada uno rodara una pequeña historia. En un principio se embarcaron en el proyecto Gonzalo García-Pelayo, Víctor Erice, Pedro Costa, Tony Gatlif… más muchos otros que estuvieron involucrados en un principio pero luego pasaron. Con todos ellos me unían afectos diversos, había tenido ya relaciones de un modo u otro.

El caso es que aquella película se vino abajo, no voy a entrar en detalles, pero la idea aquella se quedó ahí colgando en el limbo. Cuando me pidieron que hiciera el cartel de la Bienal de Flamenco de Sevilla de 2018, aquel con los nueves personajes, García-Pelayo, que era uno de ellos, vino a Sevilla a la presentación, y al ver toda la que se lio aquí con el cartel me llamó al día siguiente y me dijo que en lo que yo había hecho había una película claramente y que por qué no retomábamos las energías que habíamos construido en torno a la película de Pepe Habichuela para hacer una nueva. Hablamos con la productora y me dijeron que sí, que les escribiera un guion y ya verían. Y eso hice. Vamos, no escribí nunca un guion de cine, fueron veinte folios reflexionando sobre todo lo que bullía dentro del cartel y lo que se podía sacar de allí y al final nos dieron luz verde al proyecto. Montamos un equipo rápidamente y en diez días filmamos toda la película. Para mí fueron diez días de euforia permanente. De hecho ahora solo pienso en hacer películas. Me pareció un modo de hacer que contenía muchas de las cosas que a mí me han interesado en general del arte y que a través del cine pueden ser expresadas estupendamente. Me interesa también mucho el trabajo en equipo, el trabajo colectivo, no tanto la expresión subjetiva.

La película está protagonizada por los nueve personajes del cartel. Cada uno tiene nueve minutos de metraje. Luego hay diez actuaciones de flamenco, de Israel Galván, Alfredo Lago, Inés Bacán, Rocío Márquez, Raúl Cantizano, Leonor Leal, Tomás de Perrate, Niño de Elche, Rocío Molina y Silvia Pérez Cruz, y Rosalía. Son todos artistas con los que tengo afinidad y por los que siento devoción, y ellos van separando a unos personajes de otros. Es una película que habla de flamenco y de Sevilla, de formas de vivir muy diversas, y los nueve personajes son la clave de toda la historia. Entre ellos están, Gonzalo García-Pelayo, Bobote, Pastori Filigrana, Vanesa Montoya, Rocío Montero, Rudolf Rostas, Javiera de la Fuente, Yinka Esi Graves y David Pielfort. Estos personajes están en ocasiones acompañados por Javier García-Pelayo, José Luis Ortiz Nuevo y Amparo Bengala, la mujer de Pepe Habichuela.

La película está grabada con un guion sensible, más que con un guion de planos. No fue fácil al principio que el equipo, que era bastante profesional, entendiera lo que queríamos hacer, porque a mí no me importaban los planos en sí, yo lo que quería era construir situaciones con la gente. Y para construir esas situaciones había que dar tiempo y espacio para la conversación. Se llegaron a grabar veinticinco horas de película. El montador ha sido Sergi Dies, que venía de trabajar con Isaki Lacuesta en Entre dos aguas, y que ha hecho una obra maestra con el material que teníamos. En la película, por ejemplo, hay propuestas que tienen que ver con la propia película, no con lo que yo había escrito previamente. De hecho, las cosas que tienen más potencia de la película son las cosas que surgieron del modo de hacer de la película, no porque estuvieran más o menos previstas. Los encuentros insospechados entre personajes que provoca el montaje son a veces increíbles. Yo le decía a Sergi: «No sabes la maravilla que has logrado aquí sin darte cuenta, la densidad conceptual que tiene esta parte». Y Sergi se me quedaba… [risas]. Porque, por ejemplo, hay un momento en el que la imagen de Pastori Filigrana, que es esta abogada gitana y feminista tan combativa, se superpone con la del Niño de Elche haciendo el cante por seguiriyas de Triana, que es un cante muy emparentado con la familia de los Filigrana, pero lo más sorprendente es que lo hace con una letra en latín que adaptó a la seguiriya el primer abogado gitano que hubo en Sevilla. Sergi había juntado esas imágenes por afinidad sensitiva, no porque supiese que existían todas esas conexiones, que por otro lado quizás sea yo el único que vaya a establecerlas [risas].

Pedro G. Romero para JD 7

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4 Comentarios

  1. el papa de roma

    Solo un apunte, no metaís a Rosalía en el mismo bombo que el niño de Elche por favor. Rosalia no pasa de ser una maniqui, un escaparate barato de uñas y peinados, y jilipolleces varias, todo menos musica. Es perreo barato para la generacion iphone, basura hablando en plata.

  2. Pedro García Romero es un agitador, en el más excelso sentido. Una delicia de entrevista de las que dejan poso.Enhorabuena a ambos!r

  3. nacidita en argel

    Esto a mi me da el aliento. Enhorabuena y gracias. Seguimos con la mosca tras la oreja.

  4. Pingback: La cultura bastarda - Jot Down Cultural Magazine

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