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O que callen para siempre: de la destrucción de la palabra escrita

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Detalle de una iluminación que muestra la destrucción de libros durante un auto de fe celebrado en Francia en el s. XVI. Imagen: Cordon Press.

No es necesario ser un amante empedernido de los libros para disfrutar paseando por las salas de estudio de la Biblioteca Central de Lovaina. La combinación entre la acogedora calidez de la madera en la que están enteramente construidas y el placer de hojear las páginas de los ejemplares allí guardados provocan un curioso efecto de bienestar; no es extraño detectar sonrisas plácidas entre turistas y visitantes ocasionales. Sin embargo, tampoco resulta difícil caer en la cuenta de la extrema fragilidad de ambos materiales, especialmente teniendo en cuenta la historia del recinto.

Sus muros de piedra nos informan profusamente sobre este riesgo hoy tan lejano: la fachada exterior es todo un canto simbólico a la victoria aliada en la Primera Guerra Mundial, momento en que fue destruida adrede por los alemanes. En las paredes interiores están esculpidos los nombres de infinidad de instituciones estadounidenses que colaboraron en su reconstrucción tras la pérdida de más de trescientos mil volúmenes. En el centro de un patio interior, abandonadas a su suerte, se pueden encontrar unas enormes letras talladas en piedra. Aluden al furor teutonicus, cita que no se consideró oportuno instalar en el frontal por no ofender la sensibilidad germana. A pesar de que volvieron a bombardear las instalaciones en 1940, perdiéndose un millón de libros más.

Pero no es cuestión tampoco de cebarse, pues habría que buscar mucho para encontrar alguien autorizado para tirar la primera piedra en lo que a destruir escritos se refiere. La bibliofobia, o más concretamente la biblioclastia, es una antiquísima práctica que surge casi en el mismo instante en que aparece la escritura. Hay muchas causas por las que un libro puede resultar arruinado: empezando por la mala calidad de sus materiales, pasando por innumerables bacterias de exóticos nombres o desastrosos accidentes meteorológicos, hasta los incendios fortuitos. Pero la eliminación por la mano del hombre es la única que responde a una premeditación y, por ello, la más controvertida.

¿Qué es lo que lleva a los seres humanos a destruir los libros? A simple vista, parece un acto de barbarie propio de personas ignorantes. Pero antes de seguir esa senda, hagamos un pequeño ejercicio. Imaginémonos en nuestra librería favorita, contemplando una estantería repleta del título que más rabia nos dé, ya sea la biografía de Belén Esteban, lo último de Paulo Coelho o el Mein Kampf. Pueden escoger el que quieran a condición de odiarlo a conciencia… ¿De verdad no les apetecería enviarlo derechito a la hoguera o a la recicladora de papel? No hay más preguntas, señoría.

Descartada la opción de la incultura, parece más interesante centrarse en lo que la escritura representa, una verdadera revolución en la breve historia del Homo sapiens. Esta innovación tecnológica permitía conservar la memoria ancestral de una cultura mucho más allá de su propia existencia. Esto es, en definitiva, un libro: voz más allá de la muerte. Perdurar en el tiempo. Una extensión de la persona. Destruir escritos es por tanto una damnatio memoriae, el acto de destruir la memoria, el borrado de lo antiguo para dar paso a una época nueva. Lo encontramos por igual tanto en los estudiantes que queman sus apuntes al graduarse como en los líderes que ordenan la eliminación del saber de un país sometido. El atávico ritual de quemar lo viejo para saludar lo nuevo, como en las hogueras de San Juan. Estaría así relacionado con creencias apocalípticas en las que la única forma de que advenga un mundo nuevo y mejor es el colapso del anterior.

Hay diversos motivos por los que se puede querer aniquilar la memoria escrita, desde los más mundanos hasta aquellos cargados de grandes ideologías o místicas religiosas. Entre los primeros podríamos encontrar la autoconfianza o la vanidad: Descartes, no precisamente un iletrado, estaba tan convencido de la validez de su método que pidió a sus lectores quemar los libros antiguos. Hay quien los quema para demostrar que no los necesita más. Y después tenemos personajes como Eróstrato, que no tuvo mejor ocurrencia que quemar una de las bibliotecas más conocidas de la Grecia clásica, el templo de Artemisa de Éfeso, solo para pasar a la posteridad. Cuestión nada banal para los antiguos griegos que nos privó de las obras de Heráclito.

En otras ocasiones, la memoria puede resultar molesta o comprometedora para según quién, por lo que hacerla desaparecer se convierte en una solución aceptable. ¿Quién no se ha arrepentido de algún tuit escrito en un calentón? O de alguna composición ingenua de su juventud, un cambio llamativo de ideología o quizá —mucho más delicado— un plagio. Este apartado está sorprendentemente repleto de nombres ilustres. Al parecer, aparte de fundar la Academia en Atenas, Platón era bastante aficionado a quemar libros selectivamente. En concreto, intentó acabar con los de Demócrito, que presentaban llamativas coincidencias doctrinales con los suyos. Llevado por su aversión a los poetas, a los que echó de su República, ejerció la piromanía con este tipo de composiciones; parece ser que no tenía un aprecio especial a la letra escrita como Aristóteles. Hipócrates, sobre quien juran aún hoy los médicos, tampoco tuvo mayor problema en incendiar el Templo de la Salud de Cnido por motivos poco claros. Se supone que relacionados con una angustia existencial, pero otra versión más prosaica apunta a impedir futuras acusaciones de plagio. El sabio Juan de Sepúlveda tuvo la ocurrencia de exponer por escrito la mala traducción de Aristóteles que había efectuado un tal Pedro Alcionio. Este, en un ataque de ira, compró y redujo a cenizas todas las copias del erudito que encontró en las librerías. Sir Isaac Newton no tuvo bastante con hacer de menos al astrónomo real John Flamsteed, sino que tomó prestadas algunas ideas suyas sobre los cuerpos celestes. El astrónomo logró reunir trescientos ejemplares del trabajo plagiado de Newton y los quemó públicamente. Sir Isaac hizo lo posible por silenciar la obra de Flamsteed y eliminar cualquier referencia científica a él. Paradójicamente, un accidente casero con un perro y una vela encendida acabó con algunos de los manuscritos originales de Newton. La lista de autores que se autocensuran destruyendo su propia producción —o intentándolo— es larguísima: Adam Smith, James Fenimore Cooper, Edgar Allan Poe o Franz Kafka, por citar algunos.

Sin embargo, la censura más eficaz es sin duda articulada a través de instituciones, que suele contar con el apoyo de grupos de poder y sectores amplios de la población. A lo largo de la historia hasta ayer por la tarde se ha perseguido a autores por publicar obras polémicas o que atentan contra las creencias de ciertos colectivos. Ya sea censura política, religiosa o moral, el modus operandi es el mismo: una autoridad de tipo dogmático que se aferra a una idea revelada y monolítica rechaza de plano toda aquella opinión que no corrobora la postura propia. El siguiente paso consiste en decretar la eliminación de cualquier discrepancia. Cualquier usuario habitual de redes sociales sabe lo fácil que resulta accionar este mecanismo totalitario, en el que destacan los fanáticos «virtuosos», autoinvestidos de pureza moral, y especialmente los fans de un solo libro sagrado. El registro histórico de este fenómeno es para estremecerse.

En la antigua Mesopotamia se inventó la escritura sobre tablillas de arcilla, las bibliotecas y también la costumbre de arrasarlas. Por las guerras interminables entre sus ciudades-Estado sabemos de la tríada clásica de la aniquilación del enemigo: el saqueo destructor del presente, la violación de las mujeres para destruir el futuro, y el borrado de su memoria para destruir el pasado. Así se conseguía una sumisión completa de los vencidos, a los que se les imponía una tabla rasa cultural. De esta época proviene también el primer gran bibliófilo, Asurbanipal de Asiria. Rey y escriba, reunió en Nínive una colección impresionante de textos y poemas, puntualmente arruinada por los babilonios en el 612 a. C. Por suerte la arcilla se endurece al fuego, conservándolas para la posteridad.

Otro mecenas de las letras fue el faraón y héroe de acción egipcio Ramsés II. En su Ramesseum se hallaba El Lugar de la Cura del Alma, poético nombre para una biblioteca donde se almacenaban papiros de temas médicos. Evaporada bajo los ataques de los enemigos de Egipto, se ha buscado sin éxito hasta la actualidad. El más conocido pirómano egipcio fue Akenatón, primer monoteísta aficionado a quemar todo lo que no sea su verdad, que destruyó los textos secretos de los sacerdotes de Tebas. Como venganza, sus sucesores procedieron con el mismo expediente tras su caída. 

Sin embargo, el mayor biblioclasta de la Antigüedad hemos de buscarlo en China. En el 213 a. C., Shi Huangdi, tras unificar el país a golpe de espada, ordenó quemar todos los libros excepto los de medicina, agricultura o profecías. Cualquiera que escondiera un libro se arriesgaba a ser enviado a construir la Gran Muralla. Solo durante la dinastía Han se pudo reconstruir la memoria cultural china gracias a que los eruditos supervivientes habían aprendido los textos de memoria. No, Ray Bradbury no fue original y Farenheit 451 ocurrió en realidad.

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Miembros de la asociación estudiantil DSt y simpatizantes nazis durante la quema de libros en la Opernplatz (hoy Bebelplatz)
de Berlín el 10 de mayo de 1933, donde fueron destruidos cerca de 20 000 volúmenes y 5000 imágenes. Fotografía: Cordon Press

Pero eurocéntricos como somos, nuestro drama se centra en la cultura grecorromana de la que somos herederos. Para ser exactos, de un pedacito pequeño de la misma, pues se estima en un setenta y cinco por ciento el monto de obras perdidas para siempre. Todo el mundo conoce las peripecias de la biblioteca de Alejandría, aunque solo sea la mayor de tantas: el templo de Artemisa de Éfeso, la biblioteca de Aristóteles, la de Pérgamo, la de Atenas… un rosario de incendios a los que se suma la desaparición de obras por pura dejadez. Son los griegos quienes comienzan a elaborar índices de libros a conservar —los más leídos o considerados más interesantes— condenando a muchos a las polillas. Por obra y gracia de la familia Escipión, el legado griego se trasladó a Roma, pero no así el cartaginés, del que no consideraron oportuno rescatar ni una línea. 

Entre los romanos, el estirado y moralista Augusto es conocido por erigir bibliotecas y quemar pergaminos inconvenientes al mismo tiempo. Las bibliotecas romanas no escaparon a la maldición del fuego; la Ciudad Eterna registra más de ochenta incendios en la antigüedad. Pero el advenimiento del cristianismo, primero, y del islam, después, reducirá la cultura grecorromana clásica al mínimo. Cuando el cristianismo se convirtió en hegemónico, la persecución de los textos paganos fue implacable. Prácticamente cualquier obra que no fuera la Biblia o tuviera carácter teológico corría peligro de desaparecer. 

Tras las invasiones bárbaras, hacia el siglo V d. C. no se podía encontrar una sola biblioteca en toda Europa Occidental. Los clásicos griegos supervivientes encontraron su hogar en Bizancio, mientras que la salvación de los latinos y celtas corrió a cargo principalmente de los monjes irlandeses. Aunque lentamente se volvieron a copiar textos por mano de clérigos y algunos nobles —previamente expurgados y deformados a gusto del dogma cristiano—, las invasiones vikingas se cobraron su tributo de libros quemados. 

La Edad Media es el escenario de infinitos combates teológicos sobre los misterios de la fe, interpretaciones heréticas y conflictos religiosos, con su cuota de intolerancia, fanatismo y cremación de personas y obras. Lolardos, valdenses, albigenses, cátaros… fueron cayendo unos tras otros. Cometer un «error» teológico, tomar excesivo partido por el rey o el papa te podían acarrear una acusación de herejía. Investigar en ámbitos científicos como matemáticas, astronomía o medicina se consideraba nigromancia. Un libro de geometría euclidiana que contuviera figuras geométricas se tachaba de magia y terminaba en la hoguera. La Inquisición europea sistematizó la persecución elaborando el Index generalis con los títulos prohibidos. En 1204 los cruzados occidentales cometieron uno de los mayores crímenes de la historia saqueando Constantinopla hasta cansarse de robar, violar y destruir, terminando con la mayoría de clásicos griegos restantes. Los musulmanes entregaron también con ahínco al fuego todo texto sospechoso de contradecir el Corán. Por contra, miles de ejemplares de este libro ardieron en Andalucía a principios del siglo XVI. Savonarola es la figura por excelencia en los albores del Renacimiento.

El choque de civilizaciones que supuso la conquista americana conlleva un nuevo episodio de biblioclastia. En el año 1530 fray Juan de Zumárraga celebró un auto de fe en Tezcoco con todos los documentos precolombinos que pudo encontrar. Diego de Landa continuó la labor con los códices mayas juzgándolos brujería. El espectáculo debió provocar consternación entre los indígenas, pero no sorpresa: el azteca Izcóatl (1427-1440) ya había ordenado borrar el pasado con la consiguiente quema de códices, lo que apuntala la universalidad de estas actividades. 

El advenimiento del Estado moderno añadió un actor más en la represión, ya que las burocracias absolutistas se dedicaron a censurar, secuestrar y eliminar libros considerados subversivos. Ni la Ilustración ni la Revolución Industrial lograron alterar demasiado el panorama. Las revoluciones liberales y las independencias americanas aportaron su cuota. La época victoriana fue especialmente fructífera en su celo por mantener la moralidad burguesa. Baste citar algunos títulos chamuscados durante esa época hasta bien entrado el siglo pasado: Cartas filosóficas, de Voltaire, El espíritu de las leyes, el Emilio, El origen de las especies, el Satyricon, Dublineses, El amante de Lady Chatterley, Las uvas de la ira, Matadero 5, La ciudad y los perros… la lista es interminable hasta llegar a Salman Rushdie y sus Versos satánicos.

El siglo XX verá la transformación de las destrucciones literarias en procesos industriales: los totalitarismos surgidos a derecha e izquierda se afanarán en eliminar cualquier título que pueda insinuar alguna crítica al régimen. Los nazis se emplearon a fondo con la cultura judía o eslava, popularizando su modelo destructor. Los soviéticos, con cualquier rastro de ideología pequeñoburguesa. La España franquista impuso una censura brutal con índices de prohibidos, requisas y destrucciones. Con el conflicto bélico los números alcanzan proporciones épicas: se calculan cien millones de libros perdidos solo en la URSS. Bombardeos aéreos, combates y saqueos de todo tipo provocaron pérdidas irreparables a pesar de los esfuerzos de bibliotecarios y libreros por salvar los más preciados ejemplares.

Si alguien piensa que hemos aprendido algo de aquel desastre, anda bastante equivocado. La reciente guerra de los Balcanes es un ejemplo de la vigencia del principio de aniquilación cultural: la biblioteca Vijećnica de Sarajevo se convirtió en el blanco de la artillería serbia en 1992. Por orden de Ratko Mladić, se lanzaron obuses incendiarios durante tres días para devastarla deliberadamente. De nada sirvieron las banderas azules que la marcaban como patrimonio cultural. En el conflicto desaparecieron millones de libros en el intento de asolar la memoria bosnia.

Este apocalipsis bibliófilo da la medida de la inmensidad de la amnesia forzada de la humanidad relativizando nuestro legado cultural, limitado a lo poco que el azar ha preservado de tantas generaciones de guardianes de la verdad y la moral. Aunque, mirándolo desde otro ángulo más quijotesco… ¿cuántas obras de las que se ofertan hoy merecerían salvarse de la hoguera? En cualquier caso, mejor sería dejarle esta decisión al paso del tiempo. 

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3 Comentarios

  1. En un futuro más o menos próximo y por diversos motivos, estalla una guerra mundial con armamento nuclear que no deja títere con cabeza, provocando una extinción del 99℅ de las especies.
    Por supuesto que la humana también desaparece excepto algunos privilegiados que consiguen escapar poniéndose en órbita, aunque esto no supuso más que alargar su agonía, pues los recursos no existen en el espacio y al final terminaron fagocitándose los unos a los otros cuando se les agotaron.
    Del 1℅ de las especies que sobrevivieron en la tierra al invierno nuclear, casi todas eran seres unicelulares marinos de las profundidades y unos pocos terrestres que habitaban en las altas cumbres donde no se produjeron bombardeos y los niveles de radiación fueron menos nocivos. Aún así perecieron muchísimos en los años posteriores y solo sobrevivieron aquellos que pudieron soportar mejor los altos índices de radiación, viéndose sometidos a traumáticas mutaciones genéticas.
    Uno de los escasos vertebrados que consiguieron seguir adelante en la carrera por la supervivencia fue la cabra de alta montaña, por diversas cuestiones geográficas y ambientales.
    Al no tener prácticamente competencia con otras especies ni tampoco existir depredadores, comenzaron a proliferar de manera exponencial en los lugares donde pudieron mantenerse con vida, hasta que muchas de ellas se vieron obligadas a emigrar fruto de la presión demográfica que las atenazaba.
    Primero lo hicieron hacia otras montañas cercanas que se correspondían con su hábitat, pero cuando fueron esquilmando los cada vez más escasos recursos, se vieron obligadas a bajar a laderas de menor cota, a los valles y a las llanuras en busca de alimento.
    Muchas de ellas murieron por ser lugares poco habitables aún, pero conforme los elementos radiactivos más pesados se fueron desplazando hacia el subsuelo, tras un período de tiempo suficiente, los índices bajaron hasta niveles tolerables para su supervivencia.
    Esto dio lugar a una explosión demográfica y a multitud de éxodos hasta que se produjo una colonización a escala planetaria sin precedentes.
    Las cabras habitaron todo tipo de entornos, luego se extendieron hacia el medio urbano, o lo que quedaba de él. Allí las oportunidades de alimento eran menores, por lo que su conocida voracidad les llevó a alimentarse de cualquier cosa que pudieran encontrar en dicho medio.
    Probaron tejidos, materiales de construcción, muebles y cualquier otro posible alimento imaginable. Descubrieron la celulosa y les gustó, arrasando con libros, ejemplares, revistas, coleccionables, enciclopedias, novelas, manuscritos y demás objetos impresos encontrados en las estanterías de los hogares y de las bibliotecas. Cuando terminaron con esos recursos, no pararon de probar con nuevos materiales de cualquier índole que les pudiera alimentar, lo que llevó a un grupo de ellas hasta los estudios de la Metro Goldwyn Meyer, donde consiguieron acceder al edificio que contenía la filmoteca. El Estado del mismo dejaba mucho que desear y buena parte de los rollos de celuloide estaban destruidos o se habían salido de sus latas contenedoras y asomaban ya completamente velados e inservibles.
    Una de las más hambrientas comenzó a comerse el rollo de la película «Lo que el viento se llevó». Una compañera le preguntó:

    – ¿Te gusta esa película?

    a lo que le respondió la primera mientras ramoneaba el celuloide:

    – ME GUSTÓ MÁS EL LIBRO…

  2. «Homero compuso la Odisea; postulado un plazo infinito, con infinitas circunstancias y cambios, lo imposible es no componer, siquiera una vez, la Odisea.» Borges lo dijo. Y es posible y hasta probable que mucho de lo perdido sea mera repetición. En ese sentido, es probable que el crimen execrable que el artículo condena sea, además, inútil.

  3. Un poco exagerado el artículo.
    En Europa occidental sí sobrevivieron bibliotecas y se conservó la cultura latina, por ejemplo gracias al gran sabio de la Alta Edad Media san Isidoro de Sevilla, que como todos los obispos de su época en Hispania de origen noble visigodo.
    Los bárbaros no eran tan bárbaros.
    Lo que sí es cierto es que en las Islas británicas la cultura latina se vio reducida a los monasterios, pues la provincia de Britania fue abandonada por Roma que evacuó sus legiones en el s.V por no resultar rentable la ocupación de la isla, y haber mayor necesidad de sus tropas en otras partes.
    Así Britania nunca fue del todo romanizada.
    Los autores británicos llaman a esa época The Dark Ages, «La Edad Oscura».
    Pero es que no todo Occidente es british aunque la bibliografía así lo de a entender.
    Por otro lado Justino Sinova en su obra «Todo Franco. El franquismo de la A a la Z», cuenta cómo en 1939 recién acabada la guerra, se celebró en Madrid por parte de Falange un auténtico auto de fe con libros de la Universidad Central, en el que ardieron obras de Marx, Voltaire, y toda clase de autores desafectos al nuevo régimen.

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