Sociedad

Evasión

evasión
DP. evasión

Este artículo encuentra disponible en papel en nuestra trimestral nº3 especial Verne y su tiempo.

Nuestra vida es una carrera sin sentido. Vivimos presos de una cárcel que nosotros mismos nos hemos construido, que vemos cada día y que pensamos que es el lugar en el que tenemos que vivir. Pero no.

Pasamos un tercio de las horas del día en el trabajo, a lo que habría que sumarle el tiempo que nos cuesta ir y venir hasta casa. Si a eso le restas el tiempo que dedicas a todas esas pequeñas cosas cotidianas (aseo, ascensor, compras, cocinar…) y las horas que dormimos te sale la cuenta del día casi completa. ¿Dónde estamos nosotros? ¿En qué hora de toda esa mecánica absurda de nuestro cronómetro encajamos?

La prisa es algo en lo que nos educan. Sacar los estudios a curso por año, sin repetir. Eligiendo estudios aunque no sepas a ciencia cierta ni qué quieres estudiar ni si quieres estudiar. Pero estudiar aquí no es una opción, porque sin estudios superiores —antaño reservados a unos cuantos— no eres nadie. En esa escuela, la universitaria, aprenderás a pisar cabezas, a competir por ser el mejor, el primero, el más. Y entonces saltarás al ruedo, tú solo, ante el mundo. Sin tener ni idea de nada.

Una fábrica de parados en demasiados casos, víctima la institución de la pésima gestión política de las reformas educativas y de la estructura del funcionariado nacional, tan ajeno a la realidad que enseña que asusta pensar que haya formadores como los que hay.

Tras años y años de preparación es cuando, de verdad, empieza tu carrera. La carrera por medrar más rápido, por tener un contrato, por conservar tu empleo, por conseguir más sueldo, por cambiar de empresa, por cobrar mejor esas horas extra. Y ahí, en algún lugar de tu vida, entre la ducha matutina y el atasco de cada día, dejaste aparcado lo demás.

Nuestra existencia en esta sociedad es una carrera tan absurda como improductiva.

Toda nuestra sociedad occidental se rige por esa idea protestante del trabajo como absolución, como medio salvífico. Sin trabajo no somos nadie. El trabajo es el medio perfecto para poder vivir, tener una casa, un coche, un tren de vida, ir de vacaciones, conocer otros lugares, salir, divertirse… y cada lunes, tras los dos días de asueto, volver a la rueda.

Cada día, cada mañana y cada noche es un tramo de una carrera que no termina nunca.

Tomé conciencia por primera vez hace unas semanas. Estaba en el lugar más antipoético del mundo, un Starbucks en el centro de Madrid. Allí, dando sorbos a un café que no es café, en una atmósfera irreal y pretendidamente urbanita, me planteé algo que desde entonces me tortura cada día, lo que me lleva a escribir esto.

En la mesa de al lado un grupo de adolescentes desayunaba. Su ropa era más cara de lo que mi nómina seguramente podría pagar. Hablaban sin parar, pero sin mirarse, absortas como estaban en las pantallas de sus móviles, tecleando sin parar, deteniéndose solo a mirar su propio reflejo en la pantalla del aparato para ajustarse el pelo. Eran tan pijas que, cada tres palabras, decían una en inglés. Reían de cosas que no entendía y, pese al frío, salieron fuera  a tomar el café —con leche de soja, supongo, y vete tú a saber cuántas cosas raras— para poder fumar.

Entonces lo vi. Vi mi vida, la absurda carrera de mis últimos años buscando crecer profesionalmente, mis horas extra trabajando en cosas diversas para intentar ganar más dinero, mis frustraciones y mis fracasos, mis éxitos y mis deseos. Todas esas cosas que empecé a cuestionar en los cien días que estuve en el paro empezaron a danzar ante mí.

Obviamente aquellas adolescentes tenían el riñón bien blindado. Les sobraba el dinero. No por su trabajo, claro, sino por su cuna. Estábamos en una de las zonas más caras del país y, a juzgar por cómo hablaban, vivían ahí. No tenían pinta de conocer el valor del dinero. La crisis, claro, no iba con ellas. Seguramente ya tenían una casa reservada para cuando la necesitaran y un coche esperando a que se sacaran el carnet. La vida así da para mucho.

Me hice entonces esa pregunta: cómo sería mi vida si no tuviera que preocuparme por el dinero. Es decir, cómo viviría si tuviera una casa pagada, facturas cubiertas, y una holgada tranquilidad para vivir bien. 

Piénsalo.

Entonces, claro, todo cambia. 

Trabajar pierde el sentido si concibes trabajar como una forma de sustento. Tu tolerancia a determinadas cosas mengua, porque no necesitas tolerar abusos o tomaduras de pelo. No tienes que hacerte el imbécil para que otros de los que depende tu trabajo satisfagan sus pretensiones. No tienes que temer con qué vas a darles de comer a tus hijos. No hay alquiler, no hay hipoteca, no hay facturas, no hay responsabilidad. Solo hay, ya ves, vida.

Y me di cuenta de lo estúpidamente que había corrido durante años. Porque, aunque sin duda soy una persona afortunada, sé bien lo que es vivir corriendo.

Durante esos cien días que estuve sin trabajo supe lo que es estar en la cola del paro, algo especialmente chocante cuando vives en un barrio periférico. Sentí lo que supone saber que, a mi alrededor, se apiñaba muchísima gente que tendría francamente difícil volver a encontrar trabajo. Por su edad, por su origen, por su formación. Yo, imaginaba, lo encontraría antes o después. Fueron apenas cien días, tres meses. Pero no quiero olvidar esas sensaciones de entonces, de esos días en los que dejé la rueda y solo deseaba volver a ella.

No olvidaré, por ejemplo, la sensación de mirar a mi alrededor e imaginarme explicándole a cualquiera de los allí presentes de qué solía trabajar yo. Que si periodista, que si política, que si el Congreso, que si internet. Imaginaba las caras de esa gente mirándome con indolencia, como quien mira a un astronauta. Sentí cuán prescindible e irreal era mi mundo, todo lo que había motivado mi absurda carrera hacia delante. Y tampoco he olvidado esa sensación de cómo en la burbuja en la que me muevo, en las redes sociales y las redacciones, todos nos entendemos con nuestro lenguaje y nuestras aspiraciones. 

Lo malo es que el mundo real está ahí fuera.

Yo, el afortunado, ni siquiera estaba en el paro del todo. Tenía un contrato a tiempo parcial con el que complementaba mi trabajo principal. En realidad había estado trabajando más de las horas que marca la ley con más de un contratante. Y eso sin contar colaboraciones. Yo, el parado, había estado sobretrabajando. Corriendo aún más rápido en esa carrera.

Luego llegaron aquellas adolescentes del Starbucks.

Lo peor de todo es que, tal y como están las cosas, la mía es la vida de un afortunado. Hay gente ahí fuera que mataría por poder correr. Es decir, por poder tener trabajo. Gente que ha pasado toda esa fase de preparación para poder ser un tiburón que pise la cabeza de los demás y poder así medrar pero que, por culpa del momento en el que ha nacido, no puede hacerlo. Es fácil plantearte cosas cuando tienes trabajo y unos ingresos. Igual de fácil que debe verse la vida si eres una de esas niñas bien del Starbucks.

Pero la verdad es que estamos corriendo tanto —o intentando sumarnos a la carrera—, que no vemos lo que pasa por nuestro lado. Ahí sigue la familia, siguen los amigos, sigue el tiempo entero. Siguen los lugares a los que ya quizá nunca iremos, y todas y cada una de esas oportunidades que pasaron. Las cunetas de nuestras vidas están llenas de opciones muertas que no tomamos, de decisiones que desaprovechamos. Ahí hay un montón de errores y otros tantos aciertos.

Sin embargo la carrera no puede parar. Por un momento puedes ser consciente, abrir los ojos en mitad de este enorme Matrix social, mirar a tu alrededor y ver la realidad. Ver que te pasas la vida perdiendo el culo para conseguir dinero para comprar cosas, y más dinero, y más cosas. Puedes cobrar conciencia de que te matas a hacer cosas para que, al fin, cuando te jubiles, estarás tan solo y cansado que ya no tendrás fuerzas para disfrutarlo. 

Eso, claro, si tienes jubilación.

La carrera no puede parar. No puedes liarte la manta a la cabeza e irte a un pueblo, a una playa, a otro país a intentar vivir sin correr contra el reloj. No estamos educados para eso y muy pocos son capaces de tomarse esa pastilla roja. ¿Qué te espera al otro lado? ¿Luchar lo que te quede de vida contra todo lo establecido y sin garantía de éxito?

En esta sociedad lo único que nos queda es la evasión. 

Evasión, bonita palabra. 

Evadirse puede querer decir —así, sin mirar el diccionario— marcharse, esquivar algo, ocultar algo, huir, tener la cabeza en otras cosas, incluso robar. Esta última, la evasión fiscal está muy de moda en este país, pero no es precisamente esa acepción la que hace del vocablo de marras una bonita palabra.

La evasión es la necesidad de la huida. El respiro cotidiano, el cerebro en stand by, la mirada al infinito, la vista perdida, el imaginar lo que dirías o harías si tuvieras valor. También es, claro, el temer, el expresar los peores demonios internos de forma irracional, el machacarte internamente mientras fuera sigues sonriendo. 

Julio Verne no inventó la evasión, pero la hizo mágica. Él fue el padre de historias increíbles que materializaron los mayores anhelos y los principales miedos de la humanidad. La exploración, la aventura, lo desconocido, el reto de superar aquello para lo que la naturaleza nos diseñó. Da igual que sea visitar el centro de la tierra, volar o, incluso, viajar en el tiempo. Esa desazón ante lo imposible, ante lo que no controlamos, es como esa pizca de pimienta mental para seguir creyendo.

Porque si no creemos en algo, en que podemos conseguir esa meta secreta que ambicionamos, para qué vale la pena luchar. ¿O acaso tú no vives tus días esperando que llegue un momento en que consigas eso que buscas?

Verne era un visionario. Pero no porque adelantara descubrimientos o búsquedas, que también. Era un visionario porque consiguió regalar una ventana a millones de personas por la que evadirse de una realidad mucho menos mágica. Leer sus narraciones es sumergirse en algo superior, diferente e ignoto, que te hace olvidar por un momento la miseria de una vida mucho más mundana, rutinaria y gris. 

Él escribía, y ese era el canal de evasión que ofrecía. Pero evasiones hay tantas como humanos. La música, la poesía, el cine. También un viaje, una persona, un olor. A veces un recuerdo, un café, un cigarro. Incluso, claro, dormir y soñar. Las cosas más mágicas de la vida son precisamente las que no son, las que no tienen forma, las que no tienen definición posible ni pueden ser explicadas. La magia es así, y ese es su valor.

La sensación de la evasión, del desconectar, está al alcance de todos. La capacidad de crear algo que ayude a los demás a desconectar, no. Por eso Verne es Verne, un tipo moderno y vivo aunque en nuestro imaginario colectivo vista pantalones de pana y lleve mapas acartonados bajo el brazo. Un loco imaginativo, un soñador. Esos son los que acaban siendo recordados, no los que fichamos cada día, a la misma hora y en el mismo lugar para hacer lo mismo de siempre. Ahí no hay aventuras, ahí solo hay necesidad de evasión.

La evasión es inherente al ser humano en tanto en cuanto es racional: los animales no se evaden, simplemente hacen. Nosotros, humanos, mentimos, urdimos estrategias y conspiramos. Y, entre tanta actividad cerebral, necesitamos un descanso. Necesitamos evadirnos.

El mundo, tal y como lo hemos conocido, es una carrera demente hacia la nada. Competir por ser mejores, por llegar más alto, por ganar más, por comprar algo, por tener algo. Dedicamos más tiempo al trabajo que a la familia, más a las preocupaciones que a bailar, más a tener miedo que a gritar a pleno pulmón. Cuesta imaginar a gente tan mágica como Mario Benedetti o Silvio Rodríguez negociando horas de productividad o haciendo horas extra. Sin embargo son los poetas (los cineastas, los artistas) los que más evasión nos regalan.

Ni siquiera las evasiones son como las de antes. 

Ahora ya nadie pinta ni esculpe. Los que levantan soberbios edificios lo hacen para dignificar a sus nuevos mecenas, no ya con su cara en una vidriera de la catedral, sino haciendo de su ciudad un monumento en memoria de su ego. Aunque las calles se llenen de persianas metálicas de comercios cerrados, aunque ya no haya grandes eventos deportivos que justifiquen el despilfarro, aunque la mayoría de campos de golf y hoteles se hayan quedado desiertos. Ahí quedan, erigidas, esas edificaciones para escarnio de nuestro tiempo.

Ni siquiera las evasiones son como las de antes.

Ahora lo que más aceptación tiene es ir a un estadio a vociferar. Una suerte de nueva guerra sin sangre, en la que tenemos unos colores y una bandera, apoyamos a «los nuestros» aunque sean mercenarios llegados de lejos para combatir por espurios intereses. Cantaremos contra «los otros», desearemos su derrota y señalaremos al traidor que deje nuestro ejército para irse con el otro. El fútbol no es solo una vaga representación de aquel circo romano, sino todo un compendio de cómo funcionaba la lógica de la guerra. Pero es que ahora las guerras tampoco son como fueron.

Lo que queda es, pues, eso. Sentarnos a leer un libro, a escuchar una canción, a fumar un cigarrillo o a tomar una copa. Una conversación, una persona, un poema, un olor, un recuerdo o un sueño. O quizá un ejercicio catártico de insulto colectivo en un estadio de fútbol, desvanecer mi identidad con la masa saliendo a la calle, dejarme llevar.

Evadirse acaba siendo eso, desconectar el cerebro. Parar la carrera sin dejar de correr.

Al final nos pasamos la vida evadiéndonos de una realidad última, insuperable e incontestable: que a la que te quieres dar cuenta de que llevas toda la vida trabajando para poder evadirte en condiciones, eres ya demasiado mayor como para disfrutar de la evasión. 

Y entonces llega la evasión de verdad, la única. La irrebatible. 

Cuando ves la meta supongo que ya es tarde como para pararte en la carrera.

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