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La ofrenda de James Naismith (y 2)

James Naismith con Maude en 1928.
James Naismith con su esposa Maude en 1928. (DP)

Viene de «La ofrenda de James Naismith (1)»

Cuando el Madison Square Garden se ilumina, el techo del pabellón irradia un tenue zumbido que rebota sordo contra el radiante brillo de la pista, desprendiendo el conjunto esa hermosa elegancia de los grandes teatros vacíos. Los dos hombres hicieron su entrada por una de las esquinas y por un instante la pisada lenta, temerosa, de unos viejos zapatos de Missouri horadó el silencio. El guía sintió entonces que el viejo James Naismith se desasía de su brazo deteniendo el paso, observando anonadado el gigantesco interior de un recinto de una magnificencia como jamás había imaginado posible. Ahora sí, el intruso era de los pies a la cabeza una figura de otro tiempo. Ataviado con un áspero traje sastre de Lawrence de aquella apagada tela marrón por los años de la Depresión, hasta el mostacho parecía ahora haber crecido remitiendo así al bigote húngaro de juventud que Nietzsche eligió para sí como icono de autoridad militar o audacia mental, según el hombre. Naismith se había detenido en una esquina del triple, mirando en derredor sin comprender cómo era posible un escenario semejante.  

—¿Cuántas… cuántas puede haber?

La iluminación difuminaba las partes altas del pabellón, dando así la impresión de que las butacas se perdían en el infinito. 

—Miles, hay miles. Pero venga, venga aquí —le inquirió su acompañante a unos metros de él.

Dominado por las grandezas del interior, Naismith no había reparado aún en el único y verdadero motivo del recinto, en el dueño y señor en torno al cual todo aquello se erigía. Al volver la vista al guía, este hizo, pues, un ademán señalando hacia el gigante que se levantaba sobre ellos. Una perfecta estructura acolchada en su tallo, de un azul muy vivo, coronaba en un radiante tablero transparente del que pendía un aro metálico de color naranja y un refinado cabello blanco. Era deslumbrante. 

—Oh, Dios —balbuceó el viejo— Esto… Esto es…

El guía asintió. 

—Esto es suyo, señor Naismith. 

Luego de una interminable pausa prosiguió.

—No, no —negó con el dedo— ¿Sabe usted la verdad? Yo no soy el culpable de esta belleza. Cuando Stebbins y yo entramos en la cocina lo hicimos buscando unas cajas. Lo que yo había pensado era eso, unas cajas. Yo debía colgarlas en la balconada y los jugadores lanzar a ellas. Fue él quien me ofreció los cestos de fruta, fue mi conserje quien dio en… en el milagro circular. 

—Dejémoslo entonces en el azar —zanjó el guía. 

El viejo seguía embobado observando minuciosamente aquella maravilla de la técnica. 

—¿Es cristal?

Naismith jamás había visto en vida un solo tablero que no estuviera fabricado de ruda y noble madera. 

—Es algo más sofisticado —respondió el otro eludiendo entrar en detalles. 

—Y los aros… ¿están a diez pies? Qué pequeño me siento.

El guía volvió a asentir. 

—¿Sabe usted que tampoco se debe a mí esa estatura? Le digo que había pensado en ella, que era de hecho la ideal. Pero que los raíles del gimnasio estaban exactamente a aquella altura perfecta y que la providencia acudió también en mi ayuda.

—Bueno, usted sabe que muchos de los grandes avances de la ciencia se debieron también a divinas casualidades. Pero es a usted, únicamente a usted a quien debemos todo esto. 

Naismith quedó interminables segundos con la mirada clavada en la imponente presencia que habían adoptado las canastas del futuro, que admiraba como monumentos. Hasta se permitió descifrar que aquello que las presidía en lo alto debía ser algún tipo de artefacto que midiera el tiempo, que obligase, como él había sugerido a la asociación de entrenadores en 1932, a lanzar el balón, evitando así la peligrosa especulación de los marcadores a favor. 

Al cabo de un rato sintió el cuello entumecido y bajó la cabeza dirigiendo su mirada en derredor de pista. 

—¿Y todas… todas estas líneas? —preguntó— ¿Qué significan, hijo?

Había en sus ojos ese curioso entusiasmo de los investigadores que descubren geoglifos desde el cielo. «Su juego se ha enriquecido mucho, señor Naismith». Y como si no fuera entonces el momento, el guía eludió responder, acudió tras el soporte de la canasta y trajo con él un balón que entregó al viejo con la dulzura de un regalo. Tal y como se descubre un objeto extraño, hipnótico, Naismith manoseó la cubierta repetidamente sin saber dónde detenerse. 

—Bótelo. 

—¿Qué?

—Vamos, hágalo botar contra el suelo —le animó. 

Eso hizo el viejo perdiendo un segundo el torpe contacto con aquella joya hinchada y compacta de un naranja chillón a la que dispensaba un trato pueril y conmovedor, como si estuviera viva. A mitad de los años 30, abandonados los balones de fútbol comunes en el juego durante largo tiempo, Naismith no había conocido cubiertas sin cordaje, lo que hacía de los balones piezas permeables al agua al aire libre y ebrias al bote en el suelo en todos los casos. 

En los siguientes minutos el anciano aprovechó para arrojar un desfile de preguntas que abarcaban campos del tamaño de las dudas, recayendo al poco nuevamente en el significado de las líneas del suelo, momento que el viejo empleó en agacharse y tocar, más bien acariciar, aquella espléndida superficie como la más hermosa que hubiera entrado nunca en contacto con sus manos. 

—Y… ¿no resbalan?

—Oh, no, tendría usted que ver su calzado —añadió el guía invitándole seguidamente a cruzar juntos la media pista por la que habrían de salir. 

Una vez allí, escorado en el centro y como apurando impresiones antes de desalojar el parqué, Naismith volvió la mirada a uno y otro lado teniendo la absoluta certeza de que el campo de juego era enorme, casi gigantesco. El acompañante notó su sorpresa y se animó a matizar: 

—Créame, hoy en día se ha vuelto algo pequeño.

Ascendían entretanto por la escalera central. 

—¿Cómo pequeño? —repuso sorprendido— ¿Cuántos juegan entonces?

Accediendo por una de las filas tomaron asiento en la grada como hicieron antes en el pequeño cine. El guía pasó entonces a aclarar de la mejor forma que pudo ciertas cosas, tratando de hacer ver al hombre que sus trece reglas originales se habían centuplicado en un tratado muy complejo que todos, protagonistas y espectadores, comprendían a grandes rasgos con igual naturalidad que se percibe la proporción de los cuerpos. 

Situados a media altura de grada, sobre una de las cómodas tribunas laterales y su privilegiada vista, sus voces resonaban ecuánimes por el espectral interior del renovado Madison Square Garden en el remoto, insondable futuro del siglo XXI. De pronto, como brotando de la nada o de un intimísimo recuerdo, unas tiernas notas musicales inundaron suavemente la escena. El guía no se inmutó pero el viejo se detuvo un instante como reconociendo sorprendido la pieza. «Oh, qué detalle mayúsculo», se confesó. Arrancaba lento, rítmico y envolvente, el «Bolero», la maravilla que Florence le había descubierto en el ocaso de sus días haciendo cada crepúsculo junto a la ventana, frente al ocre de las interminables praderas de Kansas, un hechizo de sereno placer, como de viva satisfacción por la vida cumplida. El hombre había perdido oído por los implacables golpes recibidos en su juventud sobre el césped de McGill. Pero hasta completamente sordo habría reconocido aquella melodía que no parecía entrar por los oídos sino brotar de su mismo interior.  

—Déjeme ahora pedirle algo —inquirió de pronto el guía. 

—Adelante, usted dirá. 

—¿Recuerda cuando conducía para disgusto de Maude? ¿Recuerda cuando tomaba una curva un poco acelerado y usted se apretaba contra el asiento? 

El hombre asintió con benevolencia, sorprendido de que aquel hombre conociera bien su torpeza.

—Pues quiero que ahora haga lo mismo. No tema nada de cuanto vea, ¿de acuerdo? —a lo que siguió una larga pausa. 

Naismith, que hasta entonces había concentrado su atención en las explicaciones del guía, se enderezó sobre la butaca poco antes de deslizar lenta la mirada hacia el centro de la escena, como si aguardara la entrada de alguien más. 

—¿Está usted preparado?

El viejo convino expectante sin imaginar que toda advertencia sería completamente inútil. Y las luces remitieron lentas hasta casi apagar, quedando la música como única presencia.

De repente un brutal fogonazo lo dejó ciego unos instantes, tras los cuales todo salvo la posición que ocupaban había cambiado tardando una eternidad en poder centrar la atención. Un interminable manto de cabezas había invadido los graderíos aplastando de inmediato cualquier impresión de silencio. La pista aparecía entonces mucho más iluminada y un puñado de jugadores se batían en azaroso movimiento sobre ella. El balón que había tenido Naismith entre sus manos poco antes salió disparado de uno de los fondos. Grant salvó la presión al acudir en su auxilio John Paxson, que acto seguido encontró a Jordan escorado a la banda izquierda, donde se le habían echado dos tipos encima. Todo sucedió en un segundo. «Michael double team and the drive…!». Sin espacio material ni lógica conocida, viró sobre sí mismo encontrándose de súbito frente a los diez pies del aro, que humilló de un solo salto para estampar el balón como si pretendiera perforar el suelo. El rugido de miles de almas que sucedió al violento crujido como de metálica violación restalló en el aire quebrando en el anciano hasta la última de sus fibras nerviosas. No comprendió nada. Tan solo asistió perplejo a una escena irreal. 

Todo cambió de nuevo. Y cada pocos segundos lo haría sin permitir detención ni respiro. Y vio a Robert Horry anotar un triple en Detroit. Y al coloso Shaquille O’Neal avanzar como un tanque en línea abierta hasta reventar el hierro. Y a Bird anotar un milagro tras el tablero. Y vio a los Celtics y a los Spurs mover el balón hasta tocarlo tres veces cada jugador y ninguna el suelo en un espacio no superior al de su viejo despacho. Y a los Lakers deslizar el contraataque a lo largo de la pista en un abrir y cerrar de ojos, como haciendo del balón un proyectil compartido. Y cada nuevo prodigio terminaba mesando el cabello de los aros. Y cada nuevo capítulo, virulento y fugaz, el escenario y sus vivos colores se transformaban y solo el bramido de miles de almas persistía inquebrantable. Y todo fluía a velocidad endiablada, como si el juego acelerase el ritmo del mundo que él había conocido. 

Todo a excepción de la regular cadencia de Ravel, soplando uniforme como una brisa melódica que cobraba volumen a cada nuevo compás, dotando a la percepción de un poderoso contraste de impresiones que se abismaban al inquietante orbe de lo desconocido. Sobrecogido, Naismith se había incorporado en la butaca todo cuanto una vieja espalda octogenaria permitía a un anciano rescatado de un largo sueño. «No es posible», se repetía. «Todo esto tiene que responder a algún truco». Comunicarse con el guía pasaba entonces por imposible. «Cómo no se rompen», se preguntaba seguro de que los alaridos del hierro probaban que cada nuevo golpe asestado tenía que poder hundir cualquier metal suspendido en el aire. 

Ante una ofensiva de estímulos tan abrumadora, la cabeza reaccionaba alumbrando pensamientos informes que morían al nacer. Por eso reparó entonces en la mayoría negra de los protagonistas. Él, que era también hombre de ciencia, se vio tentado a creer en algún tipo de mutación que les hubiera concedido como un predominio demográfico en el mundo. Bien sabía de la superior explosión de sus cuerpos en demostraciones atléticas que habían culminado en las proezas de Jesse Owens en el olímpico de Berlín ante sus propios ojos, proezas que relató personalmente a su querida Auntie Silvers, la criada sureña que Maude y él protegieron como a una hija. De la insondable magnitud y talla de los cuerpos que se batían a pocos metros no obtuvo la menor respuesta. 

Y quedó paralizado ante la magia del balón en Pete Maravich, Isiah Thomas, Tim Hardaway y Kobe Bryant. Y vio a Larry Bird acertar once veces seguidas junto a unos carros que portaban balones. Y, con tanta dificultad como satisfacción, entendió que era posible convertir el balón en un apéndice de las manos creadoras y prosperar en la clave del juego sin que la distancia al aro fuese un aspecto insalvable. Se estremecía de solo contemplar la perfección de cuanto en otro tiempo lejano había vagamente imaginado. 

Y vio al joven Abdul-Jabbar taponar en el cielo del tablero a Rick Barry, y a Julius Erving besar el hierro con una delicada bandeja, y a Clyde Drexler deslizarse suave, tenuemente encogido en el aire. Y vio a Magic Johnson en tres o cuatro acciones de pase como si sus manos fueran revólveres de precisión infinita; y a Olajuwon bailar como no creía posible con arreglo a ley. Y cuando creyó haberlo visto todo, descubrió a una bestia cruzar la pista a la velocidad del sonido y sumergirse enteramente en el corazón de un aro doblado por la misma energía que prende en el interior de las estrellas. Ya no era baloncesto lo que descifró al contemplar azorado a Shawn Kemp, LeBron James o Blake Griffin. Era avistar que la genética humana debía haber avanzado eones en el siglo posterior a su muerte. Y procuró en vano apartar la mirada ante aquellas demostraciones monstruosas. 

Entretanto, el obstinato del «Bolero» proseguía su curso ascendente. Predominaba hegemónico por encima de los millares de gargantas desatadas que, a no ser por el poder de las imágenes, le habrían obligado a taparse los oídos. Y a pequeñas treguas fue testigo de innumerables celebraciones. Y pudo ver los abrazos de Russell, y los de un grupo de azules de Detroit, y los de otro de rojos en Los Ángeles. Y hasta estuvo presente a la invasión de pista en Boston entre un aire irrespirable. 

Y de repente, tal y como todo se sucedía sin descanso, fue incorporado a la salvaje presentación de los Celtics en el Garden durante las Finales de 2010. Y el grito desatado de Kevin Garnett que retumbó en todo el recinto acompañado de resplandores y llamaradas de fuego entre el rugido de la masa, ahora sí, le asustaron del todo, volviendo a sentir casi con pavor los latidos del corazón en su pecho. Todo aquello estaba muy por encima de su tierna concepción. Lo supo ante el inminente fortissimo de la orquesta invisible. Cuando el guía se volvió hacia él, pudo ver al anciano arrebujado en la butaca tras sus gafas, con ojos punzantes y el semblante de un niño alarmado.  

Y cuando creyó haberlo visto todo, sobrevino con toda su fuerza el último ritornello. Y precediendo al derrumbe final, con la gloriosa entrada del total de la orquesta, los glissandos de trombones celestiales y sus toneladas de instrumental se le echaron encima en el exacto momento en que unas pantallas gigantes, a vivísimo color de alta definición y a la altura de sus ojos, ilustraban a majestuosa cámara lenta, qué sabía él, a Michael Jordan, Dominique Wilkins y Vince Carter burlar la gravidez que a todos nos ata en exhibiciones gimnásticas que no podían ser sino la demostración más poética del cuerpo, de formas superlativas como nunca alcanzó a imaginar tan bellas. 

Sobrevino entonces al hombre, no era otro el motivo de la revelación, el destello interior de la vanidad que tanto había combatido en vida, prendiendo a los últimos compases el explosivo delirio de grandeza que eleva el alma a la calidad de dios, entre el placer del infinito orgullo y el sordo dolor a la visión de una sola célula, al modo del sueño platónico, de la belleza divina.

El guía, que poco antes sorprendió a Naismith aferrándose a la butaca como si fuese a salir disparado, volvió su mirada al anciano y vio, con qué conmovedora impresión, a su acompañante retirarse lentamente las gafas y enjuagarse las lágrimas de un hombre que más de un siglo atrás lo había sido en plenitud. 

Al ceder la disonancia final, momento en que el viejo apretó con fuerza la mano del ángel, todo desapareció y ambos regresaron al mundo de las ánimas, donde no hay lugar al recuerdo de la vida material. 

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3 Comentarios

  1. ejanejarr

    Gracias por esto, me ha alegrado el día.

  2. Pingback: Red Auerbach

  3. Juro que he acabado de leer el artículo temblando de emoción. Gracias, Gonzalo, eres un regalo…

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