
El 17 de julio de 1986, en plena Guerra Fría y con los misiles aún apuntando a las capitales del otro, se montó una videoconferencia entre ciudadanas soviéticas y estadounidenses. Lo llamaron tele-bridge, que suena a ciencia ficción, pero era básicamente una conexión por satélite para que gente común pudiera verse las caras y hablar sin necesidad de traductores diplomáticos ni corbatas oficiales. Detrás estaban el Esalen Institute y Jim Garrison, un tipo convencido de que el mundo se podía arreglar con buena voluntad, un poco de mística californiana y una antena parabólica.
Aquella sesión en concreto, titulada Women Talk to Women, juntó a un grupo de mujeres de Leningrado —cuando aún se llamaba Leningrado— y de Boston. Presentaban dos pesos pesados del periodismo: Vladimir Pozner por un lado, Phil Donahue por el otro. El objetivo era noble, casi ingenuo: conversar, entenderse, desarmar prejuicios. Pero como suele ocurrir cuando la gente habla sin guion, el asunto se desvió. Lo que nació como gesto de armonía terminó convertido en una cápsula del tiempo, en una anécdota que acabaría diciendo más sobre el siglo XX que mil documentos oficiales.
En un momento del programa, una mujer estadounidense preguntó si en la URSS la televisión estaba tan saturada de sexo como en Estados Unidos. Desde el otro lado, una mujer soviética de mediana edad, Liudmila Ivanova, respondió con una frase que caería como un obús cultural: «У нас секса нет!» («¡No hay sexo en la URSS!»). Las risas y murmullos no tardaron en estallar, tanto allí como aquí. Ivanova intentó matizar, pero ya era tarde: el eco de su afirmación desbordó el espacio de la pantalla y se inscribió en el relato occidental sobre la represión soviética.
En realidad, lo que Ivanova quiso decir —y aclaró después— era que no había sexo en la televisión, y que la sexualidad no formaba parte de lo que se entendía como contenido socialmente decente o divulgable. La respuesta completa fue algo más matizada: «No tenemos sexo en la televisión, tenemos amor». Pero eso no impidió que la frase amputada y sacada de contexto fuera elevada a categoría de dogma: el de un país sin cuerpo, sin carne, sin deseo.
En 2004, en una entrevista con Komsomolskaya Pravda, Liudmila Ivanova intentó aclarar el entuerto. No estaba para bromas. Contó que todo empezó cuando una mujer estadounidense, muy seria y con el dedo en alto, dijo que, por culpa de la guerra en Afganistán, las soviéticas deberían dejar de acostarse con sus hombres: una huelga de camas. Ivanova, ni corta ni diplomática, respondió: «En la URSS no hay sexo, hay amor. Y durante la guerra de Vietnam ustedes tampoco dejaron de dormir con sus hombres». Pero de su frase, el mundo solo retuvo lo primero, como si alguien hubiese pulsado “mute” justo después de “sexo”.
Kristen Ghodsee, etnógrafa con mirada larga y poco dada a lugares comunes, sostiene que el socialismo ofrecía a las mujeres una vida sexual más plena que el capitalismo. Su argumento no se basa en teorías abstractas ni en nostalgia ideológica, sino en hechos concretos: mayor autonomía económica, acceso a servicios básicos, menor dependencia del varón como proveedor. En ese contexto, las relaciones podían establecerse desde la igualdad, sin el peso del cálculo o la necesidad. No había que seducir para sobrevivir. El deseo encontraba cauces menos contaminados por la precariedad o la jerarquía. Un dato que, en tiempos de mercantilización extrema del cuerpo y las emociones, resulta incómodo y revelador.
La lingüista polaca Anna Wierzbicka llevó el análisis del célebre «¡No hay sexo en la URSS!» al terreno del lenguaje, donde tantas veces se decide la forma en que entendemos el mundo. En su lectura, la frase no es sólo un desliz o una muestra de mojigatería, sino un ejemplo de cómo el concepto de “sexo” tal como lo formula el inglés —directo, normativo, exportable— no se traslada fácilmente a otras lenguas. En muchas de ellas, incluido el ruso, el término llega como préstamo, a menudo incómodo, y nunca del todo asimilado. La sexualidad, pese a su universalidad biológica, se expresa de manera radicalmente distinta según el idioma que la nombre. Una lección de lingüística que también es una lección de cultura.
Durante décadas, la URSS había mantenido una política de austeridad discursiva en lo relativo a la sexualidad. El término mismo —“sexo”— se consideraba vulgar, impropio del habla común. En su lugar, se hablaba de amor, de familia, de deber conyugal. La intimidad era eso que ocurría detrás de la puerta cerrada, y lo que no se podía nombrar, no debía existir. Así, el eros quedaba sepultado bajo capas de ideología, mientras el Estado se reservaba incluso el derecho de intervenir en los cuerpos: quién debía parir, cuándo, cuántos hijos, y en qué condiciones.
En contraste, la sociedad estadounidense de los años 80 ya se había entregado con avidez a la industria del deseo. Publicidad, cine, televisión y revistas mostraban cuerpos hipersexualizados como escaparates de éxito y modernidad. Que una mujer soviética afirmara sin inmutarse que no había sexo en su país resultaba tan absurdo como revelador, una suerte de lapsus estructural que delataba dos visiones del mundo, dos formas opuestas de domesticar el cuerpo y sus símbolos.
Desde entonces, la frase «No hay sexo en la URSS» ha sido invocada una y otra vez como eslogan irónico, como síntesis de una moral de Estado incapaz de lidiar con lo íntimo sin convertirlo en tabú. En la Rusia post-soviética, la cita circula como reliquia y como meme, con esa mezcla de resignación y sarcasmo que deja el deshielo de un sistema que se quiso blindado. En esa pantalla dividida de 1986, lo que se filtró no fue solo una frase, sino el temblor de dos mundos que se miraban desde el espejo y no lograban reconocerse. El puente que se tendió aquel día quizá no logró unir orillas, pero sí dejó flotando una verdad incómoda: que incluso cuando se calla, el cuerpo habla.
Estoy leyendo «Media vida en el espacio», una historieta de ciencia ficción de Kirill Bulychev. Con un prólogo que en mi memoria era de Carlo Fabretti pero es de Theodore Sturgeon. En un momento sin demasiada importancia el relato podría haber hablado de sexo pero si acaso intuyó amor y queda mejor la historia así.