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Seis olas con un único regreso

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Seis olas con un único regreso es una antología preparada por su autor, Carlos Ceballos de Castro, en la que confluyen voces de todas las épocas vitales, o más bien, todos los hombres que el autor ha querido o ha podido ser. La primera parte, “Voces de Ela Nguema”, es, a mis ojos, la más lograda: en ella hay una exploración de las posibilidades del ser, un viaje físico y espiritual donde se encuentran dos rostros, el de África (Guinea ecuatorial) y el de Occidente, que juegan una partida de naipes en la que las cartas no han sido repartidas de manera equitativa. De entre todas las voces se alza una más poderosa que las otras: es un canto de armonía con la tierra, con los seres vivos, que conforman un hogar, una experiencia humana: “¿pero acaso no es mejor que ver los gorilas ver por sus ojos?”. La percepción y los sentidos desempeñan un papel importante en los versos, especialmente el tacto (“no es el color; / sino el color resolviéndose en textura y apoyo de los párpados”) o (“¡qué bonito aterciopelarlo todo!”). Asimismo se plantea una pugna entre el lenguaje, la palabra (su unidad mínima, el signo) y la realidad de África, criatura violada, estéril (“un remolino de niños y pestañas hace incorpóreo al signo”). La voz principal es una voz cansada, que parece haber sido derrotada a golpes, y la escritura no sirve para aliviar, no calma: “y esta cuartilla no es sino una broma/ geométrica de algún ser sinuoso/ más lento en el tiempo”).

Otro de los aspectos que llama la atención al lector es que el poeta muestra su condición errante a través del elemento del aire; un viento que le lleva de un lado a otro, le zarandea, pero no le impide detenerse a observar el mundo, admirarlo, amarlo: “ábrego azota con amor un árbol y a mí / una nube y a mí/ noviazgo de ave y yo/ otero desde un otero”. En ocasiones esto le conduce a la desorientación, pero no doblega el espíritu, que encuentra su refugio en lo humano, en lo esencial (o como él dice “el brezo de las cosas buenas”). También percibimos esa hostilidad que emana de las grandes ciudades, frente a la sencillez de la vida en el campo, una suerte de beatus ille en versión moderna: “Huías. Dentro de un paisaje urbano como una pintura de lobos”. Finalmente, me gustaría señalar que en sus versos he encontrado el destello de una poética, de la que tal vez él no es consciente, pero que resuena con fuerza y vapulea al lector con su contundencia: “Escribir/ para taparlo todo/ paladas de escritura”.

En la segunda parte, “De cómo están los árboles en los sueños”, hay una revisión del pasado desde la mirada de un niño, pero no un niño de 6 o 7 años, sino uno que ya se encuentra en la edad que todos entendemos como adulta. Hay unos ojos maravillados, a veces temerosos ante las cosas que se transforman, y que comprenden una vez pasado el tiempo: “yo antes carecía de dedos y minutos/ para aprehender/ el ángel fugitivo de las cosas. El niño sufre al ver cómo el mundo se desmorona, y trata de cambiarlo, pero sabe que no podrá hacer nada sin los demás: “cómo quisiera ser un hombre/ y convertir estas ganas de llorar/ en batalla”. El poeta prepara sus soldados, cuya misión no es matar, sino latir.

En “Mob”, tercer escalón del libro, se muestra, ahora sí, una visión de la infancia donde domina la aterradora realidad de quien no puede aferrarse a nadie. En el poema “Psicoanálisis”, los padres son percibidos como maléficos sanadores: “Papaíto laxa cotidianamente mi vientre/ hasta hacerlo sangrar./ Mamaíta juega al corro con mis miembros”. En este niño hay terror, falta de calidez y de cariño que repercuten en el hombre que será: “Nadie le enseñó a quererse./ Busca amor por internet con dos puntitos”. En la cuarta y última parte, “Vendado que me has vendido”, el poeta hace el boceto de algunas experiencias amorosas, todas ellas marcadas, ya no por la presencia sino por la ausencia, que le hace evocar la imagen de la mujer amada y ponerla sobre el papel. El amor es una imposibilidad (“amarte es rozarte”, dirá), no se llega nunca a la plenitud, es un sentimiento que se desliza entre los dedos, que fluye: “con las palabras propiciamos sueños, / con la sintaxis, hábitos de alcoba,/ versos, canciones del querer, sumarios/ del corazón”. Son en definitiva, golpes de metal lejano, cuyo eco persiste, nostálgicamente: “No podía dormir (más) y he bajado a la costumbre por ver si estabas”.

La conclusión es desoladora, no hay esperanza, y el ritmo del verso se trunca hacia la libertad sin límites del poema en prosa, que posibilita el flujo de pensamiento y se expande sobre la página con vehemencia: “Resta solo/ que extirpe mi ternura y la abandone, que huya hacia otros/ seres optimistas o regiones sin tragedias marenostrum”. En el epílogo, el autor admite que existe un pesimismo latente, que quiere dejar de serlo en las sucesivas ampliaciones de Seis olas. Pase lo que pase, encuentre una respuesta o no a tan duro propósito, estaremos ahí para seguir leyéndolo, disfrutándolo.

Seis olas con un único regreso ocupa ya un lugar en nuestra memoria.

Gema Palacios

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