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El rugby español juega su tercer tiempo

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Jot Down para Deutsche Bank

Ha habido que esperar a marzo de este año para ver en la selección española de rugby a 7 una gesta que se recordará durante años. Para calibrar su alcance basta oír el punto de inflexión del locutor que retransmite el encuentro. A su tranquilidad al decir que la lleva Pol Pla sigue un ronco grito de emoción, porque continúa su posesión, porque no le placan, porque sigue corriendo hacia el marcaje. Hasta que le estalla en la garganta ese «¡Sí! Spanish revolution!». Lo explica en la repetición, Pla ha marcado el mejor tiempo en la liga a 7, corriendo como un verdadero demonio, pasándola a su compañero instantes antes de que un adversario de los All Black le derribara. Y es que en ese oponente está la hazaña, en haber vencido en el último tanto al equipo neozelandés, leyenda del rugby mundial. No había vuelto a repetirse algo tan prometedor desde que en 1986, en el torneo australiano internacional, el equipo español arrasara con el inglés por un apabullante 24-6. La única razón de que haya vuelto a ocurrir es porque la magia del tercer tiempo del rugby ha vuelto a funcionar, una vez más.

El tercero es un tiempo que en realidad no existe, ni aparece en ningún reglamento de juego. Da igual si lo buscamos en el de la Rugby Union, la variante clásica con quince jugadores. O en el de la Rugby League, de trece, hoy muy popular por el empeño personal y la inversión millonaria de Rupert Murdoch. Ni siquiera está en el Seven a Side, cuyo reducido tiempo de juego —veinte minutos en lugar de ochenta— y su espectacularidad lo han convertido en uno de los favoritos del público. En el campo todo se reduce a dos rigurosos tiempos de juego. Pero quedarse ahí es limitarse a contemplar la punta visible del iceberg, olvidando la masa que flota bajo la superficie.

Y es que para ganar en un deporte de combate como este la brutalidad importa mucho menos que el espíritu del juego. En el rugby lo fundamental es conciliar los intereses, aficiones y querencias de quince tipos, o de trece, o de siete. Crear un colectivo humano consciente de que cuando pisa el campo tiene enfrente a los adversarios, y a su lado a sus hermanos. Esas son palabras que no se escogen al azar, como explicaría cualquiera de esas moles de músculo, que no suelen pesar menos de cien kilos, y que se dedican a jugar profesionalmente. Los buenos veteranos necesitan años de tercer tiempo para aprender que un jugador aislado no es nada, que una audaz iniciativa separada del equipo puede llevar a la derrota. Y que el oponente tiene mucho más en común contigo que cualquier otra persona de este mundo. Porque, para empezar, juega al rugby.

Así que no es de extrañar que los jugadores se dediquen con el mismo entusiasmo a los dos tiempos de partido que a invitar a beber a sus adversarios. Tan importante es sudar y correr en ese encuentro donde nadie suele retener el balón más de un minuto, como hacer que el otro equipo se sienta cálidamente acogido. Después de vencerle, a ser posible. Ese es el tercer tiempo, en cuyo desarrollo podemos encontrar muchas anécdotas divertidas regadas con vino y cerveza, pero también hitos que han marcado historias de países y personas. Hasta demostrar que el hermanamiento conseguido por este deporte supera con mucho a cualquier noble idea de competición. Tanto en la victoria como en la derrota.

Pocas frases lo resumen tan bien como la que dijo François Piennar, capitán de los Springbooks, y al que mucha más gente identifica con el nombre de Matt Damon, que lo interpretaba en la película Invictus. Su visionario presidente —el de Piennar, Nelson Mandela—, había llevado a cabo una locura, celebrar la liga mundial de rugby en Sudáfrica, país no admitido en ella hasta entonces debido al Apartheid. Pretendió además unir a su nación con el deporte favorito de los racistas afrikáners, ese cuyas derrotas él mismo celebraba en prisión. Así que cuando los Springbooks ganaron en su presencia, y Piennar se acercó al micrófono, lo que dijo fue: «No ganamos quince jugadores, ganamos cuarenta y cuatro millones de sudafricanos». Era el espíritu del rugby, y también era verdad. Después de ese partido descendientes de anglosajones, holandeses y negros celebraron en las calles la victoria, como una única nación. Mandela tuvo que invertir en ese tercer tiempo toda su vida, y veintisiete años de cárcel. Pero qué gloriosa victoria.

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Épica también es la nota manuscrita que Nando Parrado comenzaba al borde de un río con estas palabras «Vengo de un avión que cayó en las montañas…». Junto a su amigo Roberto Canessa llevaba diez días descendiendo de los Andes, confiando en hacer saber que estaban vivos. Ellos dos, y los otros catorce supervivientes del vuelo 571, que aislados durante diez semanas entre los restos de un avión Boeing, y sobre una cumbre helada, tuvieron que practicar el canibalismo en los cuerpos de sus compañeros muertos para sobrevivir. Viajaban como equipo de rugby, y en esa camaradería nutrida de un tercer tiempo encontraron la determinación y la épica necesaria para sobrevivir. Y para sobreponerse a lo ocurrido el resto de sus vidas, como así hicieron. Sin su espíritu de equipo tal cosa no les hubiera sido posible.

Estos dos ejemplos extremos nacen de algo que todos los jugadores veteranos definen como los momentos más divertidos de su carrera deportiva, los posteriores al partido. Son un elemento de socialización al que acuden no solo los que están en activo, sino los retirados, directivos del club, y todo aquel que se sienta identificado con los valores del rugby. Se trata de socializar, de contar anécdotas, revivir rivalidades, y de beber. De beber como solo puede hacerlo, siempre en teoría, alguien dotado de un espectacular desarrollo muscular como el que exige este deporte. Se lleva tan a gala que la selección francesa estuvo a punto de plantarse ante las autoridades de su país negándose a acudir al banquete organizado para su tercer tiempo. El segundo línea, Jean-François Imbernom, había contado las botellas de vino, llegando a la conclusión de que solo había dos por comensal. Una ridícula cifra, de vergüenza en un país famoso por su actividad vinícola. En las naciones cerveceras ocurre lo mismo, y por supuesto los británicos continúan en cabeza. El capitán Mike Tindall se jactó de haberse tragado cincuenta latas de cerveza después de ganar el Mundial de Australia en 2001, una detrás de otra y sin parar, en el vuelo de vuelta.

Pero las vivencias del tercer tiempo no son exclusivamente extranjeras. Albert Turró, que antes de ser periodista en La Vanguardia perseguía balones en forma de melón, habla de campesinos franceses que ponían, a finales de los sesenta, el mismo interés en patearles el hígado que en hacerles beber, luego, ingentes cantidades de vino de Rivesaltes. O de cómo el padre Bernes, cura francés responsable del club de rugby de Valladolid, uno de los pioneros, prometía a sus chicos una generosa cantidad de botellas de champán —era cava, claro—, si ganaban. Aunque quizá lo más llamativo fueran esos viajes a Perpignan de los jóvenes jugadores españoles de rugby. Y no para ver películas de destape, como El último tango en París, tal como hacían sus contemporáneos, sino para reunirse en bares donde dieran el torneo de las Cinco Naciones. Porque en aquel tiempo La 1, única cadena de televisión en el país, de rugby no emitía nada. Son tiempos y vivencias compartidos, que indican lo mucho que minutos, días y años pueden llegar a transformar a un jugador de rugby en el aprendizaje de la hermandad con sus compañeros.

Aunque felizmente, en el rugby español ya no hay que remontarse tan atrás. También en el reciente España-Bélgica jugado en marzo la selección de rugby a 15 nos dio un ejemplo de doble victoria. Ante la rotura de tibia del belga Mazime Ghion ambos equipos abandonaron su el juego para atenderle, solicitar ayuda, y luego formar un pasillo de homenaje mientras se lo llevaban en camilla. Como ellos, el público, puesto en pie, aplaudía y vitoreaba ese rasgo de deportividad capaz de poner los pelos como escarpias. Y es que la XV del León acababa de ganar por 47-9, en un triunfo compartido con los adversarios y con los espectadores, tal y como ordenan las reglas no escritas del rugby. Un triunfo doble.

Claro que este tiempo extendido no está exento de polémica, y hay hasta quien dice que ya no existe. Durante cien años este deporte fue estrictamente amateur, y como tal lo defendieron sus ligas, para que en el campo de juego no se disputara otra cosa que el honor. El pasillo al adversario, que vimos en la Copa Europea hecho por leones y belgas, era obligado. Lo mismo que las cervezas y la comida posterior. Al fin y al cabo hablamos de hombres y mujeres que compaginaban sus trabajos con un deporte al que amaban. Qué menos que esa satisfacción posterior expresión del espíritu caballeroso y deportivo del rugby. Pero desde 1995 los profesionales han comenzado a vivir de esto, y algunos, como los neozelandeses, cobrando casi tanto como un futbolista, por lo que sus clubes y entrenadores han ido eliminando la celebración del tercer tiempo. Hartarse de comer y beber no es, claro, lo más indicado para un deportista de élite si quiere seguir desempeñándose a tope. Pero como resulta inconcebible que las experiencias de ese encuentro posterior no sean obligatorias, se han buscado otras fórmulas.

Y no hay una norma escrita para resolverlo, como no las hay para los árbitros. Prima el sentido común, y por encima de ello, el mandato obligatorio de reunirse para hablar de lo que más les une. La práctica del rugby. La amistad fuera del campo. La estrecha camaradería que en este deporte, y en cualquier actividad colectiva en la vida, es el único modo de lograr un gran resultado. Pero incluso si al final no se obtiene la victoria lo que queda son vivencias inolvidables, y amistades que por encima del tiempo perduran indefinidamente. Así está ocurriendo, ahora, en las selecciones masculinas y femeninas de la federación española de rugby, en las XV, las 7 y las sub. De las que apenas hemos comenzado a disfrutar lo que en los próximos minutos, días y años pueden llegar a hacernos vivir.

Un comentario

  1. Pedro Robles de Iturriaga

    El mundial de Australia fue en 2003.

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