Arte y Letras

¿Tiene hijos en edad escolar? Elegía por la muerte del vendedor de enciclopedias

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Fotografía: Cordon Press

No hay nada que parezca más exagerado que contar las cosas tal cual fueron y sé que sonará extraño, pero hubo un tiempo, en otro siglo, en que fuimos perfectamente conscientes de que no lo sabíamos todo, incluso de que nunca podríamos saberlo todo.

Es aterrador pensarlo ahora, pero en aquellos años en que desayunábamos Cola Cao en una taza de Duralex el saber no ocupaba aún espacio en nuestras cabezas, la cultura tenía un lugar físico en el estante central del mueble del comedor, justo al lado de la puerta abatible donde se guardaban las botellas bajo llave.

La vida doméstica transcurría aburrida entre paredes empapeladas y suelos de sintasol.

Fueron tiempos duros y bellos. Bellos porque ya han pasado y la nostalgia es un barniz que lo repara todo, incluso las fotos siniestras de primera comunión. Duros porque no había otros, y es humano que intentemos ennoblecernos adornando el pasado con unas cuantas penurias.

Éramos seres indefensos e ignorantes, pero nunca tuvimos miedo. Sabíamos que ellos estaban ahí fuera, velando por nosotros y nuestros deberes. Porque sí, amigos, en un tiempo en que tu propia supervivencia dependía de saberte de memoria el número de teléfono de tu casa, los guardianes del conocimiento venían a llamar a tu puerta, a conquistar el territorio en una lucha cuerpo a cuerpo.

Ellos no tenían miedo a nada, ellos lo sabían todo.

Franqueaban la entrada con la facilidad de quien pronuncia las palabras mágicas, el abracadabra definitivo para un hogar medio de los años setenta y ochenta:

—Buenos días, ¿tiene usted hijos en edad escolar?

Abría normalmente la puerta una madre que siempre estaba apurada, que se secaba las manos en el mandil, o se apartaba el pelo de la cara y le decía que no podía atenderle en ese momento, pero que claro que tenía hijos en edad escolar. Nuestro héroe sonreía, su aspecto podía ser vulgar pero sus dotes eran de estratega experimentado, marcaba una cita para esa misma tarde y se presentaba puntual. A su espera había un café recién hecho, servido en una tacita que probablemente fue un regalo de bodas y estuvo durante años recluida en una vitrina sin ser usada jamás.

Para nosotros, que éramos niños entonces, todos los acontecimientos de la vida que no se ciñesen a la rutina irrumpían arrasando como un control sorpresa, nos pasaban por encima como la locomotora que aplastaba al coyote en cada episodio. Vivíamos ajenos a los hilos que se entrelazaban para que un día algo sucediese de una determinada manera, la concepción del tiempo era suficientemente elástica para convertir los veranos en eternidad y encontrar un duro perdido entre los cojines del sofá bastaba para alegrarse el día. Lo extraordinario podía ser cualquier cosa, como que viniese alguien a la puerta preguntando por nosotros y que no fuese el hijo del vecino para saber si podíamos bajar a jugar, o enterarte de repente de que eras un «hijo en edad escolar» y no un hijo a secas, o un niño sin más.

Aquella tarde llegabas del colegio pensando en coger el bocadillo y sentarte a ver Barrio Sésamo, pero nuestro hombre, que ya campaba por el salón de tu casa como si fuese suyo, y pisaba sin pudor la alfombra con los zapatos de la calle, tenía otros planes para ti. Aún no lo sabías, pero eras la pieza fundamental de su plan de ataque. Nada más sentarte con el bocadillo de mortadela entre las manos, te lanzaba así, a bocajarro, mientras dabas el primer mordisco:

—Qué alta eres, ¿en qué curso estás? ¿Ya habéis dado los ríos de España?

Sonreía enseñando el colmillo, que en ocasiones era un diente de oro, y miraba a tu madre levantando las cejas, el aplomo de domador de circo y la confianza de un ladrón que sabe que está a punto de dar la vuelta a la ganzúa y abrir la caja fuerte.

Masticabas despacio para ganar tiempo con la respuesta, la sensación de que te llamaran a la pizarra en tu propia casa bajaba las defensas y convertía a cualquier niño en un ser balbuceante bastante parecido a un idiota. Ninguno de nosotros pasó la prueba, nos faltaban años para aprender a mentir.

Él contaba con ello, y sabía también que las madres nunca han llevado bien lo de hacer esperar a la gente, especialmente a los señores trajeados con dientes de oro que saben lo que hacen.

—¿Has dado los ríos de España? Contesta, ¿qué va a pensar este señor?

Lo más seguro era contestar que no, que no habíamos dado nada, que no sabíamos nada. En realidad, la respuesta no importaba cuando estabas ante un profesional, tanto el sí como el no daban el pie perfecto a una sonrisa de suficiencia, la apertura del maletín con un ademán de prestidigitador y la aparición estelar de un tomo gigantesco abierto en una página doble: un mapa físico de España con todos los ríos, afluentes, cordilleras y picos más altos con sus medidas.

Para nosotros, que hasta hacía poco habíamos visto la televisión en blanco y negro, las ilustraciones a color eran un lujo casi insoportable. Un golpe de efecto que te maravillaba y al mismo tiempo hacía que te flojearan un poco las piernas, preguntándote si ahora te iban a hacer estudiar todo lo que ponía en ese libro grande o solo el de texto.

Hubiese bastado con este diálogo y este gesto mínimos para convencer a una madre preocupada por la educación de sus hijos, pero él seguía, porque un profesional no debe dejar nunca un hueco donde pueda posarse una duda:

—Y el año que viene van a dar las capitales del mundo.

Lo dejaba caer así, con la aparente preocupación de quien quiere crear tensión dramática, y, en una vuelta de mano, cambiaba de página y un mapamundi desplegable multicolor con todas las capitales, los continentes, los océanos, con número de habitantes y principales recursos naturales, se abría sobre la mesita de centro tapándolo todo, volviendo el aire casi irrespirable. ¿Cómo habíamos podido vivir tanto tiempo sin saber que el mundo entero cabía en una sola página? Vencía por KO técnico, no hacía falta nada más y él lo sabía.

El vendedor de enciclopedias entraba en un hogar impoluto, se recostaba con confianza en el sillón de escay preparado expresamente para recibir a visitas importantes y nos explicaba tranquilamente que el saber podía quedarse a vivir con nosotros. Que el estante del mueble del salón podría ser ahora habitado por diez, doce o hasta veinte volúmenes, lujosamente encuadernados en piel de primera calidad, con más de trescientas fotografías a todo color, gráficos y dibujos. Que podríamos pagarlo en cómodos plazos, y que de regalo teníamos la opción de elegir un diccionario de la lengua, un Quijote para niños ilustrado o una Biblia. No podíamos dejar pasar esta ocasión.

Aquel emisario de la cultura en realidad no quería vendernos nada, nos estaba haciendo un favor. La aventura del saber compartió a partir de entonces nuestro espacio vital, a la distancia de un brazo extendido, justo al lado de la puerta abatible del mueble bar, revistiéndonos de dignidad. Durante años fue la única ventana por la que mirar al mundo y nuestra percepción del exterior fue inmutable y finita, la enciclopedia no eran solo libros, era la única referencia de la realidad más allá de la televisión.

Todos los que fuimos niños de la Nocilla conocimos al menos a uno de ellos, estuvo en nuestra casa, pero como aún no teníamos edad suficiente para apreciarlo no nos dimos cuenta de que nos estábamos topando con un mito viviente, un héroe sin capa que poblaría para siempre el imaginario costumbrista y el olimpo de personajes que nuestra infancia convirtió en inmortales. El vendedor de enciclopedias no era un hombre normal, solo lo aparentaba, un semidiós a quien hubo que darle ese aspecto vulgar o nadie le tomaría en serio.

Me gusta imaginar ahora que cuando volvía a su casa lo hacía en silencio, con la mirada de los mil metros, los ojos vacíos del soldado después de mirar al abismo de la ignorancia y saber que ha cumplido con su deber, el que se internaba en territorio inhóspito y conseguía volver con el botín. El buen marido que se afeitaba meticulosamente cada mañana con el convencimiento de que ahí fuera seguía habiendo hogares que necesitaban de su ayuda y ni siquiera lo sabían. Miles de «hijos en edad escolar» que tenían derecho a disfrutar de la aventura del saber en doce volúmenes lujosamente encuadernados con fotos a todo color, niños que el curso siguiente estudiarían las capitales del mundo.

Nadie hizo tanto por nosotros sin conocernos y nunca les dimos las gracias.

Peor aún, los traicionamos cuando estalló la guerra de los fascículos. Pensamos que no los necesitábamos, la televisión nos dijo: «los números uno y dos ya en su quiosco por solo cien pesetas», y nos pudo la codicia. Nos creímos dioses. Cuando quisimos darnos cuenta, ellos ya no estaban y teníamos un revistero lleno de fascículos desordenados que o bien acababan en la basura, o, si habías tenido la paciencia para juntar las tapas, se encuadernaban en una especie de libro-Frankenstein que resultaba inquietante en medio de todos los demás.

Algunos aún viven entre nosotros. Los encontraréis observando pacientes una obra y comparándola con el Partenón, en la sala de espera del médico de la seguridad social explicando la batalla de las Termópilas o yendo a actualizar la cartilla de la caja de ahorros a las ocho de la mañana, siempre impecablemente trajeados.

Parecen ancianos normales, pero basta mirar con atención para reconocerlos en pequeños gestos, quien un día caminó kilómetros subiendo y bajando escaleras para traernos la historia universal, el diccionario enciclopédico ilustrado o los clásicos españoles tiene el aire de héroe cansado que merecería una estatua en el vestíbulo de la Biblioteca Nacional.

Saludadlos siempre con muchísimo respeto.

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7 Comentarios

  1. Jamás me había sentido orgullosa de haber sido uno de esos personajes. Yo siempre influye, tengo que admitir, en que se decidieran por el diccionario de sinónimos y antónimos de la editorial Océano. Es que era una pasada mi querida Bibiana.

  2. Cristóbal Pacheco

    maravilloso artículo, por casa pasaban cada mes estos personajes ofreciendo enciclopedias de diversas temáticas, sabiendo vender ofreciendo el conocimiento que escaso presentábamos en nuestras aldeas rurales. Especial homenaje a estos caminantes, porque eso si, tocaban puertas por todos lados, tratando de colocar una enciclopedia a plazos, con un regalo a la par, un Quijote o una Biblia.

  3. Es un artículo francamente interesante. En mi casa hubo una enciclopedia, pero no llegué a tener que consultarla porque para cuando necesité información ya tenía acceso a Internet. Mi padre mismo hizo colportaje en su época e iba de puerta en puerta vendiendo libros, ha sido una lectura deliciosa. Muchas gracias.

  4. Yo aún atesoro un Quijote y una Biblia (tres volúmnes cada uno) de aquella época gloriosa de fines de los años 70, el Caudillo recien muerto y los españolitos viendo la tele en blanco y negro

  5. Recuerdo la anécdota de uno de esos vendedores de enciclopedias y libros, creo que de la entonces editorial Aguilar, cuyos resultados superaban siempre los de sus compañeros. Cuando le fueron a entregar el premio de aquel año, en uno de los muchos homenajes que le hicieron, nadie conseguía localizarlo: ¡estaba vendiéndole una enciclopedia al cocinero del restaurante! Un auténtico vendedor compulsivo.

  6. Qué maravillosa narración! Y qué PERSONAJES! Excelente Lectura.

  7. Agustín Serrano Serrano

    Y de creer no saber nada sabiendo mucho, se ha pasado a estar seguro de saberlo todo sin saber nada.

    Un texto tan reivindicativo, como nostálgico y excelente.

    Felicidades.

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