Sociedad

La palabra cuyo nombre no nos atrevemos a pronunciar (I)

Ilustración de la cubierta de El paraíso de los negros publicada en España por Pre-Textos
Ilustración de la cubierta de El paraíso de los negros publicada en España por Pre-Textos

Este artículo está originalmente publicado en inglés, bajo licencia CC BY en la revista Journal of controversial ideas, la primera revista interdisciplinaria de acceso abierto, revisada por pares, creada específicamente para promover la libre indagación sobre temas controvertidos y que desde Jot Down recomendamos a nuestros lectores. Puedes apoyar la revista Journal of controversial ideas aquí.

«racism cannot simply be unsaid»
Heike Bauer, Archivos Hirschfeld

En la conferencia inaugural de la Asociación de Estudios Modernistas en 1999, participé en una sesión con Thadious Davis sobre Passing as Modernism. En mi ponencia hice una referencia de pasada a la infame novela de Carl van Vechten de 1926. Un periodista de Lingua Franca, que se encontraba entre los asistentes, publicó más tarde una crítica un tanto injuriosa de la conferencia en la que citaba mi ponencia como ejemplo de «corrección política» entre los nuevos estudiosos modernistas, alegando que me había referido a la novela de van Vechten como Negro Heaven*. Yo estaba bastante segura de haber utilizado el título publicado, pero me preocupaba que tal vez, de pie junto a Thadious y mirando a Houston Baker sentado en primera fila, me hubiera censurado inconscientemente. Sin embargo, algunos amigos del público, indignados por la crítica del periodista, me aseguraron que había utilizado el título de van Vechten. Me vi así en la incómoda situación de escribir una carta al director insistiendo en que había pronunciado el título tal como se publicó, verbalizando la ofensiva palabra en público. El director se disculpó por la difamación, explicando que el periodista había confundido mi periódico con otro. En 1999, mi supuesta ofensa no fue lo que dije, sino lo que supuestamente no dije en un esfuerzo por ser políticamente correcto, y defendí mi integridad insistiendo en que no me había autocensurado y recibí el apoyo de mis amigos en esa defensa. Hoy, casi un cuarto de siglo más tarde, probablemente me apartarían por pronunciar la primera palabra de ese título, y pocos defensores me apoyarían. Por ahora, esa palabra se ha convertido en «La palabra cuyo nombre no nos atrevemos a pronunciar».

*Nota del editor. La palabra «negro», de origen español y portugués, históricamente se usaba en inglés como un término formal y respetuoso para referirse a personas de ascendencia africana, aunque en la actualidad puede ser percibida como anticuada o desfasada, especialmente en Estados Unidos. Por otro lado, «nigger» es un término profundamente ofensivo y despectivo con raíces en la era de la esclavitud en Estados Unidos, utilizado para denigrar y deshumanizar a las personas negras. El título original de la novela de Carl van Vechten es Nigger Heaven.

Esa experiencia me ha venido a la memoria recientemente en dos ocasiones distintas. En otoño de 2021, los miembros del profesorado de posgrado de mi departamento fueron convocados a una reunión para discutir las quejas de los estudiantes, expresadas en una carta al presidente y al director de posgrado, de que nuestras clases «perpetúan el racismo académico institucionalizado». Citaban en particular «el uso de insultos racistas en las aulas, el silenciamiento de los puntos de vista de los estudiantes de color en los debates de clase y la omisión de escritores de color en los programas y lecturas de los cursos». Los dos últimos problemas eran los que yo y otros colegas afines llevábamos años tratando de resolver, así que los comprendía perfectamente. Pero me sorprendió la primera afirmación, ya que en mis treinta y cinco años de docencia en esta institución nunca había oído un insulto racial por parte de profesores o alumnos. Resulta, sin embargo, que los estudiantes no se referían a comentarios hechos por miembros de la clase, sino a palabras citadas en la literatura que utiliza ese epíteto racista. Los alumnos no querían que se pronunciara esa palabra al leer pasajes de las obras literarias asignadas.

Me hubiera gustado contar que esta carta suscitó un animado debate intelectual y pedagógico entre colegas, pero por desgracia no fue así. Por el contrario, llevó a algunos compañeros a adoptar una postura moralista, proclamando su insistencia en que esa palabra nunca se pronunciara en sus aulas, incluso cuando enseñaban literatura saturada de esa palabra. Un colega más joven puso los ojos en blanco cuando le sugerí que nos beneficiaría debatir esta cuestión en lugar de asumir un consenso al respecto. Otro colega, un amigo al que admiro mucho como profesor, contó una anécdota sobre una ocasión en la que estaban escribiendo en la pizarra, de espaldas a los alumnos, y un estudiante de la clase leyó en voz alta un pasaje de la novela que estaban discutiendo que incluía esa palabra. Según este profesor, se giraron bruscamente y reprendieron al alumno: «Nunca utilices esa palabra en mi clase». Me horrorizó semejante réplica. Cómo iba a saber ese pobre estudiante que estaba prohibido pronunciar esa palabra en el texto asignado al leer un pasaje, a menos que el profesor hubiera indicado explícitamente esa restricción en su programa de estudios, cosa que al parecer no había hecho. Aquella escena en clase me pareció «un momento de enseñanza», un momento para hablar de la historia de la palabra y de su uso a veces casual en la literatura que amamos, y una oportunidad para escuchar cómo responden los estudiantes cuando se encuentran con esa palabra en la literatura. ¿Qué puede llevar a un profesor premiado a eludir ese debate y responder con tanta dureza, aparte de un clima académico de intolerancia que ha hecho que muchos profesores teman asignar ciertos textos, debatir ciertos temas o abordar ciertos temas de investigación?

El segundo incidente ocurrió al semestre siguiente. Uno de los doce estudiantes firmantes de la carta a los profesores de posgrado, hizo una presentación sobre Claude McKay en mi seminario sobre la modernidad queer para estudiantes universitarios. En un momento dado, el estudiante se refirió a la novela de Carl van Vechten de 1926, apodándola Negro Heaven, el mismo lenguaje eufemístico que se me acusó de utilizar en 1999. Para ser justos, no conocían a los alumnos de la clase y no habían abordado este tema conmigo antes de la presentación, así que comprendí su cautela. Hoy en día, el uso del título original podría haber dado lugar a una denuncia ética contra el estudiante, o contra mí como instructor. Sin embargo, cambiar el nombre del título desvía la atención de su referente: la frase del título es argot de Harlem para referirse a los balcones superiores segregados de los teatros de Nueva York en la década de 1920. La limpieza del lenguaje sugiere que el título se refiere a un espacio seguro para los «negros», evocando imágenes de un lugar pacífico y hermoso, mientras que el título original conlleva la historia racista que el término del argot ironiza. Al no pronunciar la palabra, perdemos la oportunidad de debatir la derivación y las implicaciones irónicas de la frase del título.

Ahora se podría, como me argumentó un amigo, mostrar el título sin pronunciarlo. ¿Por qué hay que leer la palabra en voz alta? En este caso, estoy de acuerdo: lo mejor sería simplemente mostrar el título y explicar la derivación de la frase del título. No hace falta pronunciar la palabra. Otros casos son menos sencillos.

La novela de Claude McKay Banjo (1929) es un buen ejemplo. La novela se centra en un grupo de vagabundos bebedores y amantes de la diversión procedentes del sur de Estados Unidos, las Antillas, Senegal y otros lugares que pasan sus días retozando, mendigando, tocando música y persiguiendo mujeres en el paseo marítimo de la Marsella de los años veinte. A lo largo de la novela se les une el escritor expatriado Ray, que habla un lenguaje culto que contrasta con la colorida lengua vernácula de los chicos de la playa. Al enseñar Banjo, repleto de «La palabra cuyo nombre no nos atrevemos a pronunciar», habría que optar por no leer en voz alta la mayor parte del diálogo y gran parte de la narración. Y al seleccionar pasajes seguros para leer, uno bien podría acabar privilegiando los pasajes más refinados e intelectuales e ir así en contra del propio argumento de la novela, el cual Ray articula tan minuciosamente al final. En el último capítulo, Ray, el intelectual, defiende la capacidad artística de los «beach boys» para acuñar nuevas palabras y eliminar «las podridas palabras usadas por el proletariado y sustituirlas por otras sorprendentemente nuevas». Pero no les elogia, ni podría hacerlo, por haber eliminado «la palabra que no se atreve a pronunciar su nombre», ya que prolifera en todo el diálogo de los chicos. Ray continúa en este pasaje diciendo: «No había puntos ni rayas en su conversación – nada que no pudiera decirse francamente y, por tanto, decentemente» (321). Este pasaje rechaza la reticencia de tantas novelas de esta época, especialmente las novelas de la clase media negra elogiadas por la némesis de McKay, W.E.B. DuBois. El párrafo termina: «Él [Ray] adquirió de ellos matices más sutiles de la nigromancia del lenguaje y la sabiduría de que cualquier palabra puede ser correcta y mágica en su contexto adecuado» (321). Cualquier palabra. Y «La palabra cuyo nombre no nos atrevemos a pronunciar» puede ser «correcta», si no «mágica», en «su entorno apropiado».

El ejemplo más profundo de un uso adecuado de esta palabra es un pasaje de Autobiografía de un ex hombre de color, de James Weldon Johnson, publicada originalmente en 1912 y reeditada en 1927, una novela que he enseñado con frecuencia en clases sobre modernismo, literatura afroamericana y teoría literaria. En esa novela, un niño que crece asumiendo que es blanco descubre lo contrario en una escena impactante e inquietante sobre la que gira el resto de la trama. Un día, en la escuela, el profesor pide a todos los niños blancos que se pongan en pie. Cuando el protagonista se levanta con los niños blancos, la maestra le indica suavemente que se siente. Al principio no lo entiende. Aturdido y confuso, apenas registra el comentario cuando un compañero blanco le llama con esa palabra. Corre a casa y se enfrenta a sí mismo en el espejo:

Me apresuré a entrar en mi pequeña habitación, cerré la puerta y me acerqué rápidamente al lugar donde colgaba de la pared mi espejo. Por un instante tuve miedo de mirar, pero cuando me decidí lo hice larga y seriamente. A menudo había oído a la gente decir a mi madre: «Qué niño más guapo tienes». Estaba acostumbrado a oír comentarios sobre mi belleza, pero ahora, por primera vez, fui consciente de ella y la reconocí. Me fijé en la blancura de marfil de mi piel, en la belleza de mi boca, en el tamaño y la oscuridad líquida de mis ojos, y en cómo las largas pestañas negras que los bordeaban y sombreaban producían un efecto extrañamente fascinante incluso para mí. Me fijé en la suavidad y el brillo de mi cabello oscuro que caía en ondas sobre mis sienes, haciendo que mi frente pareciera más blanca de lo que realmente era. No sé cuánto tiempo permanecí allí contemplando mi imagen. Cuando salí y llegué al final de la escalera, oí salir a la señora que había estado con mi madre. Bajé corriendo las escaleras y corrí hacia donde estaba sentada mi madre con un trabajo en las manos. Enterré la cabeza en su regazo y exclamé: «Madre, madre, dime, ¿soy un negro (nigger)?». No pude verle la cara, pero supe que lo que sostenía se había caído al suelo y sentí sus manos en mi cabeza. La miré a la cara y repetí: «Dime, madre, ¿soy un negro (nigger)?». Tenía lágrimas en los ojos y pude ver que sufría por mí. Y entonces fue cuando la miré críticamente por primera vez. Había pensado en ella de un modo infantil solo como la mujer más hermosa del mundo; ahora la miraba buscando defectos. Podía ver que su piel era casi morena, que su cabello no era tan suave como el mío y que difería en algo de las otras damas que venían a la casa; pero, aun así, podía ver que era muy hermosa, más hermosa que cualquiera de ellas. Debió de sentir que la estaba examinando, porque escondió la cara entre mis cabellos y dijo con dificultad: «No, querido, no eres un negro (nigger)». Y continuó: «Eres tan bueno como cualquiera; si alguien te llama negro (nigger) no le hagas caso». Pero cuanto más hablaba, menos me tranquilizaba, y la detuve preguntándole: «Bueno, madre, ¿soy blanco? ¿Eres blanca?» Ella respondió temblorosa: «No, no soy blanca, pero tú -tu padre es uno de los hombres más grandes del país-, la mejor sangre del Sur está en ti…».

Para mí, ésta es una de las escenas más poderosas de la literatura moderna. El protagonista se mira en el espejo y no ve un reflejo, sino una ilusión, una imagen de lo que llegará a ser, no de lo que es. No se le dice lo que es, sino lo que no es. A partir de ese momento, el protagonista se propone descubrir qué significa ser negro en Estados Unidos, qué significa que te llamen así. No decir la palabra es privar al pasaje de su poder para herir, tanto a los que la oyen como a los que la usan, y la mordaz acusación de Johnson contra el racismo.

Pero, una vez más, cabe preguntarse: ¿por qué leer el pasaje en voz alta si los alumnos pueden leerlo? ¿Por qué pronunciar la palabra cuando pueden verla en la página? ¿Por qué leemos cualquier pasaje literario en voz alta? Porque a menudo los alumnos no saben leer la literatura de manera que resalte el efecto evocador de un pasaje. Pasan por alto las palabras y se centran más en el significado que en el efecto. Al leer en voz alta, enseñamos a los alumnos a prestar atención al poder del lenguaje. Mis alumnos tienden a pasar por alto esa palabra porque saben que es ofensiva, mientras que el argumento de Johnson gira en torno a esa palabra precisamente porque es ofensiva. El protagonista no descubre que es negro; descubre que es ese nombre, una identidad socialmente degradada. Su persistente cuestionamiento obliga a su madre a utilizar la palabra, pero solo para asegurarle que no es eso. Y tiene razón, no lo es. Es algo que te pueden llamar, pero no algo que seas o puedas ser.

¿Qué flaco favor le hacemos al autor cuando no podemos leer sus palabras en un pasaje tan poderoso y fundamental como éste, crucial para la trayectoria narrativa del protagonista? ¿En un pasaje en el que la palabra dice más de los que la usan que de aquellos contra los que se usa? ¿En un pasaje en el que sustituirla por cualquier otra palabra desvirtúa el sentido mismo del pasaje? En este caso, la palabra no es descriptiva, sino performativa, y da existencia al mismo sujeto que nombra. Se podría argumentar que pronunciar la palabra nosotros mismos es redoblar el insulto, ponernos en la posición de los personajes racistas que la utilizan. Pero, ¿no hay diferencia entre usar una palabra y leer un pasaje? ¿Queremos acabar con esa distinción?

Algunos pasajes, sugiero, deben leerse en voz alta para que su mensaje cale hondo, para que se manifieste su poder y, en algunos casos, su belleza. Aprendí esta lección la primera vez que oí a Gwendolyn Brooks recitar We Real Cool y me di cuenta de que lo había oído y leído mal. Yo acentuaba el «nosotros» en cada verso, mientras que la lectura sincopada de Brooks desacentuaba el «nosotros», bajando la voz y saltando una y otra vez al verso siguiente, haciendo una ligera pausa después del «nosotros» y acentuando «real». Pronunció el pronombre «we» no con una «e» larga, sino más bien con una «e» aspirada. Su lectura dio al poema mucha más fuerza que la mía. Del mismo modo, puede que nuestros alumnos necesiten oír un pasaje leído en voz alta para sentirlo. A veces, una palabra debe decir su nombre.

Hace años, en un curso sobre cuestiones de clase en la literatura estadounidense, enseñé la película de 1934 Imitación de la vida, protagonizada por Louise Beavers como una de las protagonistas femeninas. Beavers interpreta a la criada Delilah, cuya hija, Peola, es lo bastante clara de piel como para pasar por blanca. Peola y la hija de la criada, Jessie, crecen como amigas íntimas. Un día, Peola corre a ver a Delilah llorando: «Jessie me ha llamado negra». Mis alumnos están confusos. «Pero ella es negra, ¿verdad, porque su madre es negra?». Cuando les explico que en la novela en la que se basa la película, Jessie utiliza «La palabra cuyo nombre no nos atrevemos a pronunciar», la importancia de esa escena les queda clara. Sienten el puñetazo en las tripas. Se dan cuenta de que Jessie no estaba simplemente identificando la raza de Peola, sino atribuyéndole una identidad socialmente degradada. Les cuento que Beavers luchó contra los peces gordos de Hollywood para que se sustituyera la palabra ofensiva, y que su carrera se resintió como consecuencia de ello. Por mucho que admire el valor y la integridad de Beavers como actriz, lo cierto es que la escena es menos ambigua y más convincente si se mantiene la palabra ofensiva.

¿Cuándo nuestro esfuerzo por evitar ofender a los alumnos interfiere con nuestra capacidad de enseñarles? Si no podemos pronunciar esa palabra, ¿qué pasa con la palabra «negro»? Una vez tuve una alumna en una clase de literatura afroamericana, en cuyo programa figuraba la antología de Alain Locke de 1925 The New Negro. El primer día comentó que no quería oír la palabra «negro (en castellano)» en clase. No quería que la llamaran «negra». Le dije que tenía razón, que el término ya no se utilizaba, pero le expliqué que en los años veinte, el «nuevo negro» era un icono cultural, que se prefería la palabra a «de color» porque designaba una herencia, documentada en la antología de Locke, más que el tono de la piel. Hablé a la clase del debate en curso en The Messenger, una destacada «Black magazine», sobre «¿Somos negros (en castellano) o somos de color?». La estudiante no estaba convencida. Insistió en que no se utilizara la palabra. Le dije que lo sentía, pero que no podía enseñar ese periodo de la literatura afroamericana sin utilizar la palabra y me ofrecí a ayudarla a encontrar otra clase. Abandonó el curso. ¿Me equivoqué? ¿Debería haberle dicho que, por supuesto, si la palabra le ofende, no la utilizaríamos? ¿Abandono entonces la antología de Locke o me refiero a ella como «el nuevo afroamericano»? ¿Suprimo también El artista negro y la montaña racial de Langston Hughes del programa de estudios, o me limito a leerlo sin pronunciar la palabra?

El hecho de que el lenguaje con carga racial pueda perjudicar a los estudiantes -y creo que es así- hace aún más imperativo entablar este tipo de debates. Sin embargo, cada vez es más frecuente que, en lugar de hablar de esos usos del lenguaje, los denunciemos. Consideremos, por ejemplo, el caso del profesor de Derecho de la Universidad de Illinois Chicago Jason Kilborn. En un examen, el profesor planteó a los estudiantes un escenario que bien podrían encontrarse en un tribunal. Creó una historia ficticia con consecuencias en la vida real sobre una directiva negra que demandaba a su antiguo empleador, acusándola de haber sido despedida por motivos de raza y sexo. En el escenario, la hipotética mujer alegaba que la habían llamado «n_____» y «b_____» (la formulación real utilizada en el examen, donde las palabras no estaban deletreadas). A raíz de esta pregunta, el profesor fue acusado y sancionado por perpetuar el racismo. Ahora bien, es posible que otras acciones o palabras de este profesor respalden esa acusación, como han sugerido algunos comentaristas, pero el escenario hipotético, y trágicamente realista, que creó en su examen no justifica por sí mismo tal afirmación.

Nuestro trabajo como académicos es educar a los estudiantes sobre las historias de los términos en lugar de censurar las palabras para proteger a los estudiantes. Es como el debate sobre la advertencia, en el que se supone que el profesor debe anticiparse a lo que se dirá en clase o a las escenas o el lenguaje de un escrito que podrían provocar a un estudiante. Enseño modernismo y vanguardia, literatura y artes visuales que son provocativas, a menudo ofensivas, y obligan a los estudiantes a luchar con un vocabulario visual y verbal que no solo les incomoda, sino que lo hace intencionadamente. En mis programas de estudios incluyo un «descargo de responsabilidad» general:

En esta clase se debatirán y examinarán temas de contenido sexual explícito. Dado que el arte y la literatura de vanguardia se arriesgan a la indecencia y pretenden perturbar a su público, las lecturas, conferencias y diapositivas de esta clase pueden contener contenido sexual gráfico, lenguaje ofensivo y escenas inquietantes, como agresiones sexuales, chistes sexuales, actos sexuales, suicidio y lenguaje racista, misógino y transfóbico. Estudiantes deben ponerse en contacto con el profesor si creen que dicho contenido afecta a su capacidad de aprendizaje.

Los alumnos pueden decidir si siguen en el curso, advertidos de que el material puede resultarles ofensivo y perturbador. Hasta la fecha, nadie ha optado por abandonar estas clases. Los estudiantes suelen tener más curiosidad, tolerancia, distancia y agallas de las que a menudo les atribuimos.

El problema de proteger a los alumnos es que no podemos prever quiénes serán, cómo se identifican o qué han experimentado en sus vidas. ¿Qué pasaría si, al enseñar la novela de Djuna Barnes Nightwood (1936), en la que Robin Vote sostiene a su hijo recién nacido por encima de la cabeza como si estuviera a punto de tirarlo al suelo, esa escena «desencadenara» a una estudiante que ha sufrido depresión posparto? Porque las palabras de Robin, «Yo no lo quería», son pronunciadas habitualmente por las madres que sufren ese síndrome. ¿Podemos decir que la lectura perjudicó a la alumna? ¿O podemos utilizar esa identificación para ampliar nuestra comprensión del personaje y ayudar al alumno a sobrellevarlo? Si argumentáramos que Robin puede sufrir depresión posparto, tal vez la novela sugiera que insistir en que una mujer se acomode a la narrativa cultural de la maternidad puede no ser lo mejor para las mujeres, ni para los niños. Creo que una lectura de este tipo haría más bien que eliminar la novela del plan de estudios por miedo a perjudicar a un determinado grupo de estudiantes.

No querer hacer daño en el aula es un objetivo admirable, pero el aprendizaje a menudo duele en la medida en que podemos hacer que los alumnos se enfrenten a algunos prejuicios muy arraigados que tomaban como el statu quo. Viendo Haz lo que debas, de Spike Lee, en mi clase de literatura afroamericana a mediados de los noventa, un varón italoamericano, respondiendo a mi pregunta a la clase «¿Qué habéis aprendido de esta película?», bajó los ojos y admitió en voz baja que había aprendido que era racista. Estoy seguro de que esa comprensión dolió, pero yo diría que no hizo daño, aunque ese es el tipo de daño del que algunos legisladores conservadores están intentando proteger a los estudiantes blancos. La legislación propuesta en Florida pretende restringir lo que se puede enseñar en las aulas con la excusa de proteger a los alumnos de cualquier daño. Por ejemplo, los alumnos no deben oír la palabra «esclavitud» u «homosexual» y, al menos en las primeras versiones de los proyectos de ley, se permitía a los alumnos alegar daños si se les obligaba a estar en la misma clase que un alumno transexual declarado. Con el pretexto de proteger a los alumnos se hace mucho daño.

En una nueva introducción a su libro de 2002 subtitulado La extraña carrera de una palabra problemática, publicado en 2022, Randall Kennedy reconoce que personas de todos los orígenes e identidades raciales dan a «La palabra cuyo nombre no nos atrevemos a pronunciar» «usos que son agradables, instructivos y conmovedores» (xxxix), citando ejemplos de Carl van Vechten, Flannery O’Connor y Carl Sandburg, entre otros. La vigilancia lingüística, como el uso de la «n- palabra», no tiene en cuenta el contexto en el que aparece la palabra, argumenta. Y silencia el tipo de debate que los educadores deberíamos mantener entre nosotros y con nuestros alumnos. Como señala Mychal Denzel Smith en una reseña del libro de Kennedy publicada en 2022, «nuestros debates sobre el uso de la palabra son representativos de las conversaciones más incómodas sobre la raza que solemos rehuir en este país». Debemos tener esas conversaciones y no reivindicar la superioridad moral… o poner los ojos en blanco.

Apoyo plenamente la pedagogía antirracista. Mis estudios sobre pedagogía se enfrentan frontalmente a los debates sobre cómo abordar estas cuestiones polémicas en el aula. Lo que no apoyo es una pedagogía antirracista que parta de la base de que hay una única forma correcta de ser antirracista y que no admita el debate sobre ninguna otra. Lo que tampoco apoyo son los profesores que se niegan a participar en debates sobre pedagogía antirracista, que dicen «La palabra cuyo nombre no nos atrevemos a pronunciar» en el aula con la actitud de «al diablo las respuestas de los alumnos». A los profesores hay que pedirles cuentas de por qué y cómo abordan el lenguaje racista. Como le ocurrió a la profesora Laurie Sheck, de la New School, que enfadó a un alumno de su clase de postgrado de escritura creativa cuando, durante un debate sobre un documental sobre James Baldwin titulado I Am Not Your Negro, Sheck dijo a la clase que el título de la película modificaba la frase original que Baldwin había utilizado en una entrevista. Sheck pronunció la palabra y un alumno se quejó rápidamente. Sheck fue exonerada una vez que se aclaró el contexto de su discusión en clase. Ser denunciado por ofender inadvertidamente a los alumnos no es el problema. Los alumnos deben poder pedir cuentas a los profesores. Rehuir cualquier lenguaje o tema que pueda ofender a los alumnos y ponernos en peligro como educadores es el problema, que pone en peligro la propia pedagogía.

Mi filosofía pedagógica aconseja reconocer que la palabra es ofensiva e hiriente. Uno debe ser plenamente consciente de que su propia experiencia de esa palabra puede ser muy diferente de la experiencia de sus alumnos. No se puede decir esa palabra sin más, sin ser consciente de ello y sin preparar a los alumnos para la lectura. Pero no estoy de acuerdo en que eso signifique que uno no deba pronunciar nunca esa palabra. El contexto y el significado de su uso deben servir de guía para saber cuándo pronunciar la palabra al leer un pasaje. Y debemos abordar la cuestión antes de hacer la lectura, dando a los alumnos la oportunidad de expresar su opinión.

Me enfrenté a muchas de estas cuestiones en mi libro de 1999 Passing and Pedagogy: La dinámica de la responsabilidad. Ese libro ilustra lo que ahora llamaría «pedagogía lenta», en la que no nos apresuramos a juzgar, en la que no determinamos lo que se puede decir o cómo se debe enseñar algo desde el principio, en la que desentrañamos con paciencia, sensibilidad y sin titubeos las espinosas cuestiones que están en juego en la enseñanza de determinadas obras y temas. Es una pedagogía que acepta la dinámica de la responsabilidad. Acojo con satisfacción una pedagogía antirracista que esté abierta a debatir si una palabra puede decir su nombre y cuándo.

(Continuará)

 

 

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16 Comentarios

  1. A mí personalmente me resulta más respetuoso y neutro decir negro, o black en inglés, que utilizar el lamentable eufemismo “de color”, que lo encuentro racista. Porque de color somos todos, de diferentes matices. Pero usarlo como sinónimo de negro me parece que es como decir: “tu color me parece tan vergonzoso que no me atrevo a pronunciarlo siquiera”

  2. Antonia Maxín

    “tu color me parece tan vergonzoso que no me atrevo a pronunciarlo siquiera”. Si cambiamos «tu color» por «mi color», ya nos acercamos más a la realidad que no es otra que todos los negros y negras quisieran ser blancos.

    • Fachas no

      ¿En serio?
      ¡Qué asco das, Antonia!

      • Antonia Maxín

        Para asco, el que das tú, pretendiendo ser mejor de lo que realmente eres ante los ojos de los demás y. lo peor de todo, ante tus propios ojos que no pueden soportar tu realidad. Me das pena.

      • Por lo que leo en el mensaje de Antonia, yo la calificaría de racista pero no de facha. Sigan desvirtuando también esa palabra (facha, fascista…).
        Además es algo que piensa ella, ¿debería reprimir sus pensamientos y no expresarlos en ningún foro? Ojo, no la defiendo, saber que existe gente así tiene que ser uno de los motivos para seguir luchando contra el racismo. Si todo el mundo que lo es, lo encubriese como hace el 90% de la gente bien porque no se atreven a decirlo o, en muchos casos, porque no lo saben, nos ocultaría el problema.
        Deja que se manifiesten. A mi me ayuda a decirle a mis hijos: «veis, hay gente así»

        • Antonia Maxín

          Claro, RVG… Y solo tendréis que poneros tú y los niños junto con el cónyuge, los abuelos de ambas partes, primos, cuñadas, tíos y el portero de la finca, delante de un espejo grande en el que quepáis todos y podréis ver a esa «gente así».

          • Antonia,

            muchas gracias por existir, gracias a ti encontramos buenos trabajos los simplemente normales. Te quedas en la categoría de «ser inferior». Cuando salgas del paro, a ver si te dura un poco más el siguiente empleo, a lo mejor llegas a supervisora del Mc Donalds

            • Antonia Maxín

              ¡Vaya tontería con la que me sales! Ya que sacas un tema que no viene a cuento como el de la precariedad laboral, te voy a decir que no tengas preocupación por mí, ya que en los ya lejanos años 80, me cayó una lluvia de millones de las antiguas pesetas que al cambio de hoy y teniendo en cuenta el aumento en el coste de la vida y demás zarandajas, fijan mi actual patrimonio en unos 18 millones de euros, libre de hipotecas y con la luz y demás suministros pagados de por vida, Así que a esos establecimientos de comida rápida podéis ir a trabajar tú y los de tu estirpe.

              • No veas lo feliz que me haces! lluvia de millones en los 80, deduzco que estás ya cerca de la muerte pues joven no eres, disfruta tus últimos años… una o dos décadas a los sumo… tic tac…

                • Antonia Maxín

                  ¡Ja, ja, ja! Tú sí que debes de ser joven a juzgar por la ingenuas invectivas que me lanzas a troche y moche. O eso o te sacaron del horno cuando faltaban 5 minutos. Tenía 19 añitos cuando me saqué la gorda en la primitiva a finales de los 80 y cumplo 55 en diciembre, o sea que ya veremos quien vive más. El dinero acostumbra a conservar mucho y de enfermedades fulminantes también se mueren los pobres. Así que mucho cuidadín con los coches al cruzar la calle.

                  • Ostras 55! aun más de lo que pensaba!. Parabéns!

                    • Antonia Maxín

                      ¡Ja, ja, ja! Me río por la «gracia» que tienes. Anda, ríndete ya que vas perdiendo a los puntos y estás a un tris de sufrir el KO técnico e incluso el total, o sea en la lona. ¿Ves? Eso sí que es tener gracia..

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  4. Pienso que más que querer ser blancos lo que quisieran es tener los privilegios que, al menos en Occidente, tenemos los blancos. Yo creo casi todos somos racistas en algún grado. Trato de combatirlo en mi mismo. Soy consciente de que siendo hombre, blanco y heterosexual, he tenido la vida mucho más fácil que siendo mujer, negra y homosexual. Voy a favor de la corriente. En eso he tenido suerte, es muy conveniente.

    • Antonia Maxín

      Esta sí que es una reflexión que vale la pena. A ti te escucho porque la has dado después de tratar de mirar en tu interior y expresar algo sincero sobre tus prejuicios, algo que todos tenemos aunque algunos necesitan quedar como santos, siempre un escalón por encima de su prójimo.

  5. El peyorativo con el uso se transforma en el inequívoco. Hay que abrazar el mote, el insulto, como la mejor definición de la identidad propia.
    Decir que siendo hombre, blanco y heterosexual, se tiene una vida mucho más fácil que siendo mujer, negra y homosexual es una simplificación. Me gustan las simplificaciones, suenan bien y me hacen creer en que tengo una comprensión más clara del todo. Pero bueno, yo no soy muy listo.

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