Sociedad

Henry me extirpó un tumor (Oncología académica)

Henry Marsh en los volcanes 002 gigapixel standard scale 2 00x

Glioblastoma: m. Med. El más agresivo de
los tumores cerebrales, que se genera
a partir de las células no nerviosas o gliales.

           

Mi querido Henry,

Estoy en el aeropuerto de Lima. Acabamos de despedirnos, pero me urge escribirle. Lo que va a leer es lo que hay detrás de la afirmación tan abreviada que le he lanzado hace apenas unos minutos. Creo que han sido las últimas palabras que le he dicho mientras le daba un abrazo, y tal vez, aunque no lo sé, le han sorprendido:

«Usted ha sido uno de los mayores acontecimientos de mi vida».

Quién le iba a decir que, tras retirarse de los quirófanos, iba a continuar operando. Y aquí estoy yo, con la cabeza recién liberada de un tumor que ni siquiera le he contado. Técnicamente, se trataba de un tumor metafórico, pero las consecuencias que ha tenido en mi vida durante los últimos meses fueron tan devastadoras como una enfermedad física real.

Se preguntará cómo me ha liberado del tumor. En su libro Ante todo no hagas daño, recuerdo un diálogo que expresa la opinión de que el acto de abrir un cráneo y operar en la complejísima orografía de un cerebro, es la parte más fácil. Las mayores dificultades, especifica, tienen que ver con la toma de decisiones. Pues bien, he tomado la decisión que más adelante le contaré, y que asimismo es el motivo por el que esta carta destinada a usted es también una carta abierta a cualquier lector: quiero compartir mi decisión, que sé que ha sido la correcta porque hoy, ahora, estoy sana. Ayer, no. Sana gracias a la fusión entre su escritura y el conocimiento, siquiera breve, de su persona. Sana gracias a la comunión entre usted en ambos papeles, el de autor y el de escritor. Usted nos abre, por momentos, su diario, su intimidad, un acto confesional sobre la complejidad de la toma de decisiones en el quirófano, y ofrece disculpas a los fallecidos cuyas muertes estuvieron ligadas, de alguna manera, a tales decisiones. Lo que me resulta sorprendente no es sólo la sinceridad brutal del libro, sino la decisión de dejar por escrito los claroscuros de una profesión que podría haberse guardado para usted o para sus familiares o pacientes. Así, se revela como un cirujano, como un escritor pero, más importante, en aquellas palabras hoy tristemente desvaídas de Rudyard Kipling, como un Hombre. He conocido a un Hombre. Un hombre que es capaz de encontrarse con el triunfo y con el fracaso, y tratar a esos dos impostores de la misma manera. Por eso le agradezco que me haya ayudado a alcanzar esto tan difícil: una decisión.

Desde un punto de vista literario me ha confirmado la respuesta a la eterna pregunta ¿Está todo escrito? Y la respuesta es No. Podemos reescribir gran parte de la historia de la literatura universal, desde los primeros escritos conservados hasta el último libro que se está imprimiendo en este instante. Podemos crear otra biblioteca mundi a partir de algo muy sencillo: la honestidad. Escribir todo pero al revés: con verdad literaria, aunque sea ficción, aunque sea mentira, porque la verdad literaria no tiene nada que ver con que la historia que se cuente sea cierta o no, sino con el hecho de que quien la cuente lo haga desde un verdadero amor al oficio de escribir. En su caso, en sus libros se manifiestan ambas verdades: literarias y literal. ¿Es cierto que existe un hombre que ha publicado sus disculpas por considerar que ciertas decisiones que tomó en el quirófano pudieron implicar algunas de las muertes de sus pacientes? Lo es.

A pesar de mi extremo cansancio, ahora soy capaz de escribir sentada en el frío suelo de un aeropuerto, porque lo hago desde un ámbito que sí suelo frecuentar, pero rara vez de manera tan intensa como hoy: la pasión, un atributo que creo que ambos compartimos. Se ha escrito mucho sobre su obra, de modo que no siento que tenga mucho que aportar. Mentira, rectifico: en realidad lo que acabo de escribir (ese no tengo mucho que aportar) es puro convencionalismo literario, un recurso falsamente modesto, y como este texto va, entre otras cosas, sobre la importancia de la verdad, no voy a borrar esta evidencia en mi contra. La verdad es ésta: No quiero profundizar (y podría hacerlo muy bien) en los mecanismos de su escritura. Lo que yo deseo contar ahora es que en el escenario arequipeño, abrigada por cuatro imponentes volcanes, usted me ha operado sin tocarme. Mientras observaba por la ventanilla del avión las cumbres de los Andes superpuse sobre las majestuosas cordilleras la imagen de esas elevaciones laberínticas cerebrales: las circunvoluciones que accidentan la corteza nuestro cerebro, y lo vi, vi mi tumor.

Sufijo -oma: tumor.
Academioma: m. Med. El más agresivo delos tumores universitarios.
Pronóstico: Muerte segura de cada neurona.
Tratamiento: Huir. Correr tan lejos como sea posible de la quimera académica. 

El comienzo de nuestra bella coincidencia se encendió en aquel taxi en Arequipa. Eran las 4:00 a. m. Apenas había dormido unos minutos. Era el taxi que nos conduciría a ambos al aeropuerto en un trayecto de algo más de una hora. Cuando abrí la puerta, vi que usted ya estaba sentado en la parte de atrás, erguido, fresco, con la expresión alegre que me daba la bienvenida al interior de un coche anónimo con la misma calidez que si me estuviera invitando a tomar un té frente a la chimenea de su casa. No sé si lo recuerda, pero cuando le sugerí que, si lo deseaba, podía sentarse delante para viajar más cómodo, usted me dijo que me sentara a su lado para pasar el viaje conversando. Aún no había rastros de las luces del amanecer, estaba agotada, y le confieso que en el hotel pensaba en el taxi como una extensión de la cama, al menos tendría una hora para recostarme en los asientos antes de llegar al aeropuerto. Pero ahí estaba usted, que a pesar de que seguramente había tenido una carga de trabajo y entrevistas mayor que la mía, sostenía el interés por su entorno, en este caso, por algo a lo que no se le suele conceder la gran trascendencia que merece: la curiosidad por conocer a una persona desconocida.

En poco tiempo fuimos aprendiendo cosas el uno del otro, siendo yo la más beneficiada. Me sorprendió saber que el día anterior había ido al altiplano para conocer en su hábitat natural al emblemático animal de Los Andes: la vicuña. Y esto, insisto, en medio de la vorágine y requerimientos físicos y mentales que supone un reconocido festival literario. Sé que usted está en forma, y que no es la primera vez que se expone a tales alturas, pero lo cierto es que sin entrenamiento ni ningún tipo de aclimatación progresiva, usted fue capaz de llegar a más de cuatro mil quinientos metros sobre el nivel del mar, a sus setenta y tres años. Antes de quedarme embarazada, hace sólo dos años, fui deportista de élite, sé de lo que hablo: Esto es algo que no podrían lograr ni siquiera algunos deportistas olímpicos. Usted me dijo que, como es médico, llevaba medicación. Ni siquiera le pregunté qué tipo de medicación, porque me dejé llevar por el entusiasmo de saber que lo que le llevó hasta aquellas alturas tuvo que ser una droga sin receta, pero que no todo el mundo puede o sabe obtener: la pasión. Una pasión que le guía desde pequeño, tal vez, como me dijo, por ser el menor de cuatro hermanos y sentir la necesidad de hacerse notar, de reclamar un puesto, lo que implicó ciertas dificultades para su madre. Sus sentimientos eran intensos, extremos así en los enfados como en su entusiasmo. Y sin embargo, también me contó las palabras de su madre, que declaró que usted es lo más bonito que había traído al mundo. Estas palabras me emocionaron particularmente, porque no las tomo como las palabras que toda madre dice. Esas palabras no podían venir sólo del amor, sino de la consciencia de saber que había parido a un ser humano que trascendía su propio papel como madre, un ser humano bueno para el mundo. ¿Es mi hija lo más bonito que yo siento que he puesto en el mundo? Sin duda. Pero, ¿será mi hija capaz de aportar algo a este mundo de manera que me haga sentir orgullosa por las consecuencias de sus acciones en las vidas de otros? No lo sé.  Según vemos día a día en la mayoría de los casos y en este planeta agonizante, hay más probabilidades de que mi niña no alcance a cambiar siquiera una invisible esquinita del futuro. O bien porque no pueda o, peor, porque no quiera.

Pero estaba hablando del taxi. Tenía un aspecto impecable y elegante, y como me dijo más tarde, supe que es capaz de estar viajando un mes con una pequeña maleta como equipaje de mano, de país en país, con vuelos enlazados de más de veinticuatro horas. Yo llevaba viajando apenas unos días y no lo recuerdo, pero estoy segura de que ni siquiera me peiné. Sin embargo, veo nuestras fotos y no encuentro signos de agotamiento en mi rostro. Usted explica el porqué de la inexistencia del alma de acuerdo con la neurociencia: pensamiento y sentidos dependen sólo de una relación electroquímica entre neuronas. Bueno, yo veo esas fotos y ahí está el alma. No será una analogía muy científica, pero seguro que sabe entenderme.

Además de pedirme que conversáramos en el taxi, no se limitó a ello, sino que mientras lo hacía, no desatendía su entorno, sino que observaba por la ventanilla y me indicaba entusiasmado el esplendor de los volcanes que nos rodeaban; o aquellos tres árboles aislados en los que yo no habría reparado, diminutos, sólo se veían las copas verdes y frondosas como pelusitas suspendidas en aquella ladera montañosa y árida; o la nieve de las cumbres que se doraban como el azúcar de un postre, conforme iba despertando el día. Yo me di cuenta de dos cosas que usted no pudo ver: su mirada de asombro primigenio y el giro que estaba regalándole a mi vida, aliviando lo que seis meses trabajando en un departamento universitario sin piedad habían destruido en mí.

De ahí salió mi afirmación: «Usted ha sido uno de los mayores acontecimientos de mi vida».

Después de muchos años dedicada a dar clases en la Universidad, he decidido tomarme un descanso de la quimera académica. Pero esta no ha sido mi decisión, pues la decisión más importante surgió después y gracias a haberle conocido. Paso a paso. El caso es que dejar la universidad no ha sido fácil en ningún sentido. En primer lugar porque para mí dar clases es un trabajo vocacional. Adoro el contacto con los estudiantes. Recuerdo los nombres de casi todos ellos, aunque a algunos no los haya tratado desde hace quince años. Llamar a cada uno por su nombre siempre ha sido importante para mí, desde el primer día de clases. Con el tiempo, la tarea de memorizarlos se hizo más sencilla a base de entrenamiento, pero recuerdo que cuando empecé a combinar mis estudios de doctorado con mi trabajo como profesora, el día antes de la primera clase me pasaba horas asociando las fotos de cada uno con su nombre, algunos difíciles para mí, coreanos, indios, rumanos. Todos se sorprendían de que desde el primer momento no fueran anónimos para su nueva profesora, casi tan joven como ellos. Usted ha escrito en varias ocasiones cómo el sistema médico prepara al paciente de tal manera que sufre un suerte de metamorfosis de persona a objeto. Los vendajes, las batas, los tubos, toda una maquinaria que en cierto modo logra deshumanizarlo. Cierto que, siendo cirujano, esa deshumanización puede jugar a favor de la concentración, al poder tomar cierta distancia de la intimidante realidad: tener la vida de un ser humano en sus manos. Pero en un aula en la que no se ve comprometida la integridad física de nadie, la humanidad y las diferencias entre individuos es un instrumento didáctico imprescindible. Yo me enorgullezco de haber amado mi trabajo, de haberme preocupado por mis estudiantes, de haberme implicado en su aprendizaje y, en ocasiones, si me pedían ayuda, en sus problemas más allá de las aulas. Aún recibo mensajes de algunos, normalmente los que fueron más problemáticos, que me invitan a la celebración de acontecimientos importantes en sus vidas, y me emociono. Entonces, ¿por qué decidí dejar la universidad, al menos temporalmente? Porque, al menos la universidad que mejor he conocido durante los últimos años, se ha deshumanizado. Los estudiantes son tratados como pacientes sin nombre, y la falta de libertad de expresión, o el castigo que conlleva la denuncia de situaciones muy poco éticas, son una anestesia que les deja inmóviles, una anestesia de la que algunos no llegarán a despertar, porque el adoctrinamiento es a la Academia lo que la anestesia es al paciente, sólo que el primero puede aletargar mentes para siempre y el segundo las suele salvar. El futuro de los estudiantes no parece importar. Muchos profesores dan clases sin vocación, sin ganas, sin más propósito que un sueldo desmesurado en relación a las poquísimas clases que deben dar. Aun tratándose de una universidad de enorme prestigio, se contrata a profesores con un nivel de estudios mínimo. Esto no evita que en los pasillos yo pudiera escuchar cómo se reían de sus propios estudiantes. Cuando sentí que trabajaba en arenas movedizas en las que me tendría que hundir y aun así no encontraría ni un rastro de verdad, empecé a enfermarme.

Recuerdo unos párrafos en que usted describe un curso («Capacitación Reglamentaria Obligatoria») al que le obligaron a asistir, como mera pérdida de tiempo. La persona que impartía el curso ni siquiera tenía conocimientos médicos mínimos, sino que pertenecía al ámbito de la hostelería, y allí estaba, dándole lecciones a usted, que para ese entonces ya había salvado cientos de vidas. Recuerdo, para los lectores, esa parte de su libro:

«Qué extraño resultaba, me dije mientras lo escuchaba, que después de treinta años de lucha contra la muerte, el desastre e incontables crisis y catástrofes, después de haber visto morir desangrados a pacientes en mis propias manos, de furibundas discusiones con los colegas, de terribles encuentros con familiares y de momentos de profunda desesperanza y absoluta euforia… estuviera escuchando ahora a un joven con formación en la hostelería diciéndome que debería trabajar adecuadamente la empatía, no perder la concentración y permanecer tranquilo».

En la universidad también recibimos ese tipo de cursos. Muchos tienen que ver con la igualdad de derechos de las minorías, de las mujeres cis o trans… Es curioso, porque, como mujer, creo que puedo decir que nunca he sentido un momento menos feminista que éste, donde la desigualdad ha pasado de la pisotada piramidal del hombre contra la mujer, a la del hombre contra la mujer y a la de la mujer contra la mujer.

La mentira terminó por derribarme, y finalmente tuve que acudir al psiquiatra, que me recetó antidepresivos y ansiolíticos. Me metía las benzodiacepinas bajo la lengua media hora antes de entrar en el departamento, al principio de manera controlada, más tarde, al final de curso, las tomaba como si fueran caramelos. Era incapaz de entrar en aquel departamento sin sentir cómo la pequeña pastilla naranja iba disolviendo su sabor un tanto amargo en mi boca. Creo que puede considerarse que mi última clase la impartí estando drogada. Luego usted me contó que, en algún momento de su vida, fue un paciente psiquiátrico por un intento de suicidio por amor. Me sentí aún más agradecida: enfermarse por amor puede tener sentido, enfermarse por la pequeñez de otros es una afrenta, un escupirle a la cara al valor que tiene nuestra propia vida.

Retomo mi pregunta inicial: ¿Es cierto que existe un hombre que ha publicado sus disculpas por considerar que ciertas decisiones que tomó en el quirófano pudieron implicar algunas de las muertes de sus pacientes? Lo es. ¿Es cierto que en ocasiones he pedido una disculpa a un grupo de académicas que nunca fueron capaces de decirme lo sentimos por una situación que no ha implicado la muerte de nadie? También lo es. En esta diferencia de afrontar una disculpa encuentro, también, el alma, o su ausencia.

En este descanso y necesaria separación de la Academia, me he sentido mucho mejor, pero no ha sido hasta nuestro encuentro que he logrado reponerme del todo, porque me ha regalado algo que había perdido: La esperanza en la defensa de la verdad. Lo repito en negrita para insistir en su importancia: La esperanza en la defensa de la verdad. Es esto lo que me ha llevado a mi decisión y, por tanto, me ha curado: después de meses de intentar que las instituciones encargadas de defender la libertad de expresión y condenar la discriminación hacia los estudiantes y colegas profesores, cumplieran con su trabajo, he decidido plantarme.

Así fue mi operación: un 13 de noviembre a las 9.03 de la mañana, usted me extirpó con éxito el tumor académico letal. Pero no sólo fue un acto de extirpación quirúrgica, sino una revelación de cómo una conexión genuinamente humana puede salvarte la vida. Usted dice que se ha retirado de los quirófanos, pero no es cierto: continúa operando con la palabra y su existencia. Y es que cuando llegó la hora exacta en la que nos despedimos con un gran abrazo y le vi alejarse con su alta figura y su pequeña maleta de mano, lo supe: me había olvidado de vivir, del deber que merece admirar y agradecer intensamente esta única vida que tenemos.

Pensar en esto me lleva al recuerdo de una escena de la película Papillon, que no se encuentra en el libro. Papillon, después de tres décadas encarcelado, tiene una pesadilla en la que se ve a sí mismo caminando por un desierto hacia trece jueces, que parecen estar esperándole a una larga distancia. Papillon se va acercando, elegantemente vestido con un pulcro traje color crema, hasta que se sitúa frente al juez principal, que le dice en un tono solemne: «Papillon, ya conoces los cargos.» A partir de ahí el diálogo es como sigue:

Papillon: Soy inocente. No tenías pruebas contra mí, yo no maté a aquel tipo.

Juez: Eso es totalmente cierto. Pero tu verdadero crimen no tiene nada que ver con haber matado a nadie.

Papillon: ¿Entonces? ¿Por qué estoy aquí?

Juez: El tuyo es el peor crimen que un ser humano puede cometer: Yo te acuso… de haber  malgastado tu vida. Te declaro culpable, y la pena que te corresponde es la muerte.

Papillon: Entonces, soy culpable. Me declaro culpable, culpable, culpable.[1]

A todas las cómplices del silencio, profesoras, jefa del departamento, decana, provost, a la farsa del DEI que yo he conocido (Diversity, Equity and Inclusion):

Sois culpables. No por acallar sistemáticamente la diversidad de opiniones, no por matar la libertad de expresión que tanto costó conseguir, y que en algún momento sí existió en las universidades norteamericanas. Sois culpables porque habéis decidido malgastar vuestras vidas. Sois culpables de alimentar a un tumor en la sinapsis del desdén y la indiferencia, un cáncer que se volverá contra vosotras cuando ya no haya tiempo de extirparlo. Una vez leí, o escuché, ya no recuerdo, que la célula cancerígena es como un jugador egoísta, que no pasa la pelota, que antepone su supervivencia a la del bien del equipo. Vosotras sois esa célula.

A usted, Henry Marsh:          

Gracias por regalarme tiempo de vida. Mi encuentro con usted fue una revelación de cómo una conexión verdadera con otra persona, puede transformar el paisaje de la mente. Por la ventanilla del avión, en las cordilleras de los Andes, vi de qué manera mi cerebro se volvía ligero, y sano, porque me había reencontrado con algo que me habían obligado a olvidar: la verdad. Usted me operó en aquel quirófano andino y dorado.

A mi hija:

No permitas que te callen, nunca. Y aún menos por dinero. Habla, grita, ayuda, quéjate, vive. Pero hazlo de manera amable y serena para ti misma, sólo así no te quitarán días, semanas o meses de vida.

Por último, querido Henry, gracias a su madre, que en sus últimos momentos, entre la consciencia y la inconsciencia, fue capaz de descifrar el misterio sanador de la palabra:

«Ha sido una vida maravillosa. Hemos dicho todo lo que había que decir».

 En estas palabras maternas, también, está el alma.

Con mucho amor, me despido como una paciente que jamás se olvidará del cirujano, el escritor y el hombre que la devolvió a la vida.

[1] Esta escena, tal como está descrita, corresponde a la adaptación cinematográfica de 1973, a cargo de Franklin J. Schaffner.

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8 Comentarios

  1. Gracias Marina, ha sido precioso leerte. Un afectuoso saludo

  2. Julián Federico

    Guuuau Marina. Expectacular!!!

  3. Cristobal J Trillo

    Me ha encantado tu artículo. Qué relato tan fascinante. Enhorabuena!

  4. Muy interesante, también inquietante.

  5. María José Villegas Arévalo

    Realmente preciosa carta, hermosas palabras.
    Y tan solo una hora llevó extirpar aquel tumor. Enhorabuena, Marina y gracias una vez más por tus historias que nos enriquecen.

  6. Dicen que en esta vida todos somos maestros y alumnos de todos y en este caso podría añadir que, en cierta manera tambien se es médico y enfermo. Adoro las enseñanzas que siempre encuentro en todo lo que escribes! En este caso de ser paciente, también pasaste a ser mi médico y al igual que Henry, estoy segura de ayudarás a más de un@ con tu experiencia. A mí me has ayudado y me has hecho ver que hay esperanza! También estoy convencida de que tú hija será un gran aporte al igual que tú lo estás siendo. Cómo tú dices, no se sabe si sus aportes seran grandes o no, pero …mira por ejemplo la inmensidad de las playas ! Su arena se compone de miles de granitos así que, y por esa regla de tres, el tamaño de las aportaciones son totalmente subjetivas siendo lo que realmente importa, el efecto que tiene sobre cada uno de nosotros. En tu caso fue el entusiasmo de Henry y su sinceridad, en el mio es, el que te abras y te muestres a nosotros tal como eres, sin pretensiones y luchadora de la verdad y la honestidad. Gracias doctora Marina, gracias doctor Henry. Enhorabuena y un gran abrazo.

  7. Bea Contreras

    Un relato fascinante! Yo también creo que me has regalado tiempo de vida! Porque así como andan muchas células que nos enferman por allí, la vida nos da esa oportunidad de encontrar la sanidad por medio de algunas personas y situaciones. A veces ni lo vemos.
    Y dejarnos sanar es importante!

    Gracias ! Y a ese taxista del coche anónimo por llegar y llevar a esa cita al quirófano móvil

  8. EDUARDO GARCÍA BLANCO

    Gracias, Marina, por relatar nos tu experiencia, una vez más, al tiempo que reflexionas y profundizar en ella. Eso hace que nosotros, todos los que te leemos, podamos traerla a nuestras vidas y aplicarla, y así conseguir que nuestras vidas y las de nuestro entorno sean un poco mejores. Estoy convencido de que lo mismo le pasará a Estrella gozando de tus cuidados y tus enseñanzas. Porque ahora sé que no dejarás nada por contarle, que, al final, todo lo que tenía que haber sido dicho, se ha dicho.
    Y no, ya nunca dejaré pasar la ocasión de observar tres árboles al pie de una carretera.
    Infinitas gracias, Marina y Henry.

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