Cine y TV

La posesión: la «2001» de los dramas de pareja

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Algunas películas poseen la rara cualidad de generar una experiencia cinematográfica que no se parece a ninguna otra. Hay mucho de subjetivo en esto, claro, y cada espectador es un mundo; sin embargo, creo que hay algunas que causan una honda impresión en casi todos los amantes del cine. A veces es una impresión tardía. Suelo citar cuando Woody Allen admitió que 2001: Una odisea del espacio no le había gustado la primera vez que la vio, y que solamente después se dio cuenta de que estaba ante una obra maestra que sencillamente no había entendido. Kubrick había ido por delante de lo que el público —incluyendo al propio Allen— podía llegar a captar. Aun así, hay algo mágico en el hecho de desconocer el intríngulis de un largometraje. No todas las películas tienen por qué ser fáciles o divertidas; esto es algo que una parte amplia del público actual parece no interiorizar. Como espectador hay que ser humilde; no siempre estamos preparados para asimilar una película. Muchos espectadores desdeñan aquello que no entienden, considerándolo aburrido o pretencioso. Sí, hay películas aburridas y pretenciosas por más vueltas que uno les dé. Pero otras, cuando las descifras (y a veces incluso sin descifrarlas) se meten en tu cabeza y ya no salen de ahí jamás.

Este año 2016 ha fallecido el cineasta polaco Andrzej Zulawski, el David Lynch del cine francés; sirva el presente artículo como modesto homenaje. Es uno de esos directores que tienen un lenguaje tan propio que llega a confundir, e incluso espantar, a muchos espectadores. No fue muy prolífico; únicamente dirigió doce largometrajes en treinta años y un decimotercero que marcó su regreso después de tres lustros de parón. De todos ellos, La posesión, estrenado en 1981, es el que dejó una huella más profunda, o por lo menos el que ha generado un culto más entusiasta. Escrita por él mismo, reflejaba la tormenta de emociones causada por su propio divorcio. Pero Zulawki no pretendía contar una ruptura amorosa de manera lineal, sino arrastrar al público hacia los sentimientos de confusión, desorientación y disgusto que se producen durante una ruptura traumática. Para ello optaba por recursos narrativos completamente anómalos. Lo más interesante es que no lo hace a la manera de Lynch; el estadounidense ha dirigido algunas películas extrañas y hasta incomprensibles, pero siempre muestra sus cartas en ellas. Algo parecido sucede con algunos trabajos de Federico Fellini, Andrei Tarkovski y otros cineastas que no se molestan en ocultar al espectador cuándo va a ver una película que se sale de lo normal. En La posesión, sin embargo, las excentricidades irrumpen como elefante en cacharrería. La narración empieza de manera convencional. Casi asquerosamente convencional. Cuando el espectador ya está con la guardia baja, la trama se va enrareciendo hasta llegar a producir la impresión de que la película es una broma o está mal hecha; que quizá se confundieron en la sala de montaje o que alguien traspapeló páginas de un guion dentro de otro, sin que a ningún involucrado en el rodaje le hubiese importado lo más mínimo. En mi caso, cuando la vi por primera vez no me gustó. No, pero esto no es exacto. No me disgustó, más bien me produjo una especie de molestia, porque sencillamente no sabía cómo procesarla. Contenía una de las más brillantes interpretaciones que había visto nunca, sí. Los diálogos, cuando venían al caso, tenían profundidad. Todo era intenso e inquietante. Y la breve secuencia final, aunque en apariencia carecía de todo sentido, me había puesto los pelos de punta. Pero, ¿el conjunto? Unas cosas no parecían casar con otras. Las añadiduras estrafalarias me habían sacado a patadas de la historia.

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O eso creía yo. En el fondo, era perfectamente consciente de que acababa de ver algo distinto a cualquier otra cosa. Me pasé varios días dándole vueltas a la puñetera película, cada vez más convencido de que, aunque no entendía nada, aquello debía de tener sentido. La misma simbología aberrante que había roto mi suspensión de la incredulidad empezaba a revelarse como un lenguaje diferente, que se precisaba aprender antes de entender el argumento. Hay muchas películas que te tientan a pensar cuando terminan, cierto, pero esta te obligaba a pensar, a preguntarte sobre lo que habías visto. Algo así, no hace falta que lo diga, solo sucede con obras de cierta magnitud. Nuestro cerebro desecha con rapidez la extravagancia gratuita: cualquiera de nosotros, cuando ha visto muchas películas, llega a distinguir el momento en que un cineasta intenta ir de elevado y críptico, pero lo hace sin un trasfondo importante. Sin embargo, nos obsesionamos al sospechar que detrás de algo extravagante se esconde todo un sistema lógico que todavía no hemos descubierto. La posesión, como 2001, es un rompecabezas. Y tiene sentido. El propio Zulawski ha explicado qué significan y por qué están ahí muchos de los símbolos del film, aunque si usted nunca se ha acercado a esta película o este director, le recomiendo ver la película sin consultar lo que significa. Así, experimentará en primera persona ese perplejo disgusto inicial, seguido por la creciente sensación de que, aunque no nos haya gustado, hemos visto algo grande. Y finalmente el reconocimiento de que ya nunca olvidaremos lo que acabamos de ver.

La primera vez que vi La posesión no sabía casi nada sobre ella. Había oído que era una película de terror, impresión reforzada porque en los créditos iniciales se hablaba de efectos especiales que implicaban la confección de una «criatura». Pero no, no era una película de terror aunque hoy, más de treinta y cinco años después de su estreno, muchas fuentes continúen perpetuando el error de listarla como tal. Ni siquiera le aplicaría el término «terror psicológico» debido a las connotaciones que tiene esta expresión, que impedirían expresar adecuadamente todos los matices de esta obra. ¿Cómo la calificaría yo? Creo que es uno de los dramas de pareja más alucinógenos de la historia del cine, pero no se me ocurre una etiqueta concreta. Al principio, durante los primeros minutos, parece un drama convencional que describe el inicio de la ruptura de un joven matrimonio. Ella (Anna) se muestra distante y esquiva, mientras él (Henry) sospecha que quizá tenga un amante. Cuando Anna finalmente anuncia que quiere el divorcio, las paranoias de Henry se disparan. Hasta aquí, un drama normal; algo agobiante, porque se nota que el propio Zulawski estaba viviendo una ruptura. Pero la cosa va a peor, emocionalmente, y a mejor, cinematográficamente. Conforme avanza el metraje aumenta la intensidad y todo se vuelve más exagerado: los dos personajes principales reaccionan de manera cada vez más desproporcionada, gratuita y disfuncional, como si la ruptura les estuviese volviendo locos, como si estuviesen empeñados en hacer de su desamor la cosa más dolorosa y sádica imaginable. En este punto empezamos ya a tener la sensación de que los personajes han sido concebidos para hacerse daño sin ninguna necesidad. Pero todo sigue volviéndose más y más raro. Aparecen personajes secundarios que tan pronto se comportan de manera coherente con el contexto como, por las buenas, muestran ramalazos inesperados y artificiosos que no sabemos muy bien cómo interpretar. Tanto que a veces parecen demasiado inverosímiles para ser tomados en serio. Finalmente, la película «degenera» en un aparente sindiós de secuencias completamente salidas de madre en las que hay hasta elementos fantásticos. Cuando la más completa desorientación se apodera de nosotros, llega ese final apoteósico que nos hace preguntarnos si todo es una tomadura de pelo o una genialidad más allá del alcance de nuestro entendimiento. Lo más notable es que es una película imposible de entender la primera vez, pero que aun así provoca una sorda desazón. Lo que vemos en pantalla termina siendo tan irreal y absurdo que nos arroja del argumento, pero a nivel subconsciente (o algo parecido) captamos que las emociones mostradas sí son reales. Las película nos afecta.

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Buena parte de la culpa la tiene el retorcido guion del propio Zulawski. Sus desvaríos abstractos destrozan la trama como tal, pero nunca desvirtúan el aspecto emocional. Incluso durante las secuencias más alocadas los personajes permanecen fieles a sus sentimientos. En este sentido la película es como una pesadilla: los sucesos no tienen lógica intelectual, pero sí mantienen una lógica emocional. Abundan las secuencias de intensidad abrumadora; algunas se han convertido en objetos de culto por sí mismas. Casi todas ellas protagonizadas por la otra gran culpable de que La posesión sea un artefacto diabólico. Además de la habilidad de Zulawski, mucho del impacto del film proviene del extraordinario, inconmensurable trabajo de quien sin duda ha sido una de las actrices más grandes de la historia del cine: Isabelle Adjani.

Adjani tenía veinticinco años cuando rodó La posesión. Llevaba unos seis años como actriz protagonista, pero ya había acumulado el prestigio internacional intachable que a otras actrices les cuesta décadas conseguir. De hecho, en 1974 la francesa ya había conseguido su primera nominación al Óscar con su primer papel protagonista. En La historia de Adele H., bajo las órdenes de Françoise Truffaut, encarnaba a la hija del famoso escritor Victor Hugo, consumida por un amor obsesivo e irracional hacia un oficial inglés. Aunque Adjani todavía no había cumplido la veintena, la abundancia de matices de su interpretación dejó estupefacta a la crítica internacional. Con diecinueve años, era la actriz más joven que jamás hubiese recibido una nominación al Óscar por entonces. Además lo había conseguido con una película de habla no inglesa (bueno, pronunciaba algunas frases en inglés, pero pocas). Ese era un logro que había estado reservado a estrellas internacionales ya consagradas como Sofia Loren, Melina Mercouri, Anouk Aimée o Liv Ullman, pero Adjani se marcó el tanto saliendo de la nada. Parecía destinada a una larga carrera en Norteamérica. Además de lo sublime de sus dotes como actriz era extraordinariamente bella: la revista estadounidense Time llegó a nombrarla la mujer más guapa de la historia del cine, y aunque es verdad que en estas cosas siempre es absurdo utilizar números, desde luego Adjani era una de las mujeres más arrebatadoras que habían pasado por la gran pantalla. En cualquier caso, lo tenía todo: talento, carisma, belleza y una terca profesionalidad. El propio Truffaut parecía orgulloso de haber descubierto semejante joya, y dijo «el cine francés se le queda pequeño; su lugar está en Hollywood». Pero Adjani parecía poco impresionada por su nominación al Óscar y desdeñó abiertamente la posibilidad de establecerse los Estados Unidos. Durante sus primeros años solamente rodó una película en Hollywood (The Driver, de Walter Hill), prefiriendo trabajar en Europa a las órdenes de Polanski, Herzog y directores franceses. Lo que ella buscaba era la posibilidad de ampliar las fronteras artísticas de su profesión. Ya en La historia de Adele H. había puesto de manifiesto que en su forma de actuar había recursos y tics muy inusuales, pero que funcionaban muy bien. Por ejemplo, hay un maravilloso momento de La historia de Adele H. donde se pone a pestañear como una condenada cuando a su personaje le regalan el más famoso libro de su padre, Los miserables (ella pretendía mantener su anonimato). Ese pestañeo apenas dura un segundo, pero es justo la clase de ocurrencia que otra actriz en su lugar no hubiese tenido. Adjani hacía que sus personajes respondiesen de manera inusual pero creíble. En los siguientes largometrajes amplió ese repertorio.

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Todo esto explica que se prestase a trabajar en algo tan aparentemente enloquecido como La posesión, donde tenía ocasión de explorar todavía más sus límites como actriz. En efecto, el sitio de Adjani no estaba en Hollywood. Allí jamás le hubiesen ofrecido un vehículo para componer una interpretación tan descarnada. Adjani se dejó el alma en esta película, de hecho se dice que cuando la vio terminada ¡llegó a intentar suicidarse! Los actores son propensos a dramatizar (cómo no) cuando hablan de su profesión, pero por una vez puedo llegar a creer que terminase desquiciada tras el rodaje. Realmente parecía una mujer poseída y no consigo ponerme en su lugar para imaginar qué debió de sentir cuando se vio a sí misma en la pantalla. Hay secuencias donde, en cuestión de pocas líneas de diálogo, pasa de proyectar una patética vulnerabilidad a inspirar verdadero miedo. En una película donde la simbología abstracta desempeña un papel tan importante, la desquiciada carnalidad de Adjani es el auténtico núcleo emocional que lo mantiene todo unido y le da un hilo conductor. De cara al espectador es ella quien se carga la historia a las espaldas, consiguiendo que todo esté impregnado de una asfixiante humanidad. Lejos de la delicada imagen que el mundo había conocido gracias a La historia de Adele H., su personaje de La posesión era un verdadero ciclón, incluso en el plano físico. La escena más famosa de la película transcurre en un solitario pasaje del metro; allí, Anna tiene un ataque de nervios que empieza con una risa psicótica y desemboca en la más enloquecida y desgarradora performance que verán en una pantalla de cine. Algo que sobrepasa la mera interpretación convencional, porque Adjani no está solamente canalizando los sentimientos de su personaje mediante gritos y convulsiones, sino también efectuando una macabra coreografía que no es realista ni pretende serlo, pero que se supedita a los extraños mecanismos conceptuales del argumento. Son tres minutos alucinantes; la secuencia ha tenido tanto impacto entre los admiradores de la película que han llegado a rodarse videoclips inspirados en ella, como este de Massive Attack. No hay joven estrella del cine actual que parezca capaz de llegar a las cotas de intensidad de Adjani. Aunque solo sea porque no quieren extralimitarse. A ella, eso está claro, no le asustaba forzar la nota. Esto no significa que su trabajo en La posesión se limitase a hacer el cafre. Al contrario. También hay escenas, muchas, donde demostraba su característica capacidad para expresarse de manera sutil, donde su rostro (¡y hasta su mirada!) parece expresar varias cosas contrapuestas en apenas unos instantes. Contemplen si no estos catorce segundos; aunque no hayan visto la película y no sepan qué está pasando, les quedará claro que esta mujer es un portento:

Adjani, pues, hace mucho más que darle forma a un personaje: lo conduce a todos aquellos extremos que Zulawski le requiere, aunque sean extremos que se salen de aquello que los actores consideran terreno de lo creíble. Hacer algo así y conseguir que su interpretación resulte verosímil pese a todo es una hazaña que muy pocos colegas de profesión podrían haber igualado. Hablando de lo cual, el otro protagonista, Sam Neill, está muy por debajo de ella. Es un actor cuyo trabajo respeto pero que, al menos en mi opinión, no muestra en esta película el potencial que sí ha desarrollado en otros trabajos. Admito, claro, que resultaba casi imposible no ser eclipsado por Adjani, sumida en un arrebato de particular esplendor. Pero también creo que Neill hubiese brillado más si hubiese rodado esta película años después. Tiene sus momentos, desde luego, pero se le ve bastante más verde (y eso que Adjani era ocho años más joven que él). Con todo, la desigualdad entre ambos intérpretes no impide que las secuencias entre los dos funcionen de maravilla. Es verdad que a nivel interpretativo Sam Neill fue casi una víctima de Isabelle Adjani, pero eso queda extrañamente bien dentro del contexto argumental, ya que su personaje es un hombre consumido por la desesperación y la impotencia. Es una de tantas cosas que, de manera inexplicable, terminan encajando en esta película como por arte de magia.

La posesión es, en definitiva, una joya poco reivindicada de esas que dignifican el en ocasiones vilipendiado concepto de «cine de autor». ¿Es una película pretenciosa? NO, es una película ambiciosa que después de más de treinta años muchos ya consideramos un clásico inmortal. Difícil, incómodo, pero clásico al fin y al cabo. Hay mucho que aprender, imitar y adoptar. De hecho, mucho ha sido aprendido, imitado y adoptado. Sirva, insisto, como homenaje a Andrzej Zulawski y a su inimitable manera de convertir una historia de desamor en el más desasosegante, hiriente y fascinante episodio de Expediente X que se haya rodado jamás.

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Todas las imágenes cortesía de Gaumont.

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7 Comentarios

  1. Miguel Angel

    Concuerdo totalmente. Se trata de una obra muy poco reivindicada (al igual que ese portento de la naturaleza que es Isabelle Adjani) y celebro que artículos como este aporten algo más de luz sobre ella. Y ya que se ha hablado del videoclip de Massive Attack, me parece oportuno señalar que lo del metro es muy Crystal Castles. Aunque tiene toda la pinta desconozco si el siguiente clip es fanmade o no, pero la secuencia es tan poderosa que cualquier edición o remontaje estarían de más. Echen un ojo a este link, excepto si aún no han visto el film. Les agriaría el caramelo:

    https://vimeo.com/89492388

    • Lo de Crystal Castles es un videoclip fanmade realizado en plan amateur por un seguidor de la banda pero el trabajo gustó tanto a los propios Crystal Castles que acabaron adoptándolo como clip oficial.

      Y todo el asunto de fans de un grupo utilizando metraje de películas para confeccionar videoclips ha dado ciertas alegrías. Lo de vestir el My body is a cage de Arcade fire con imágenes (que son todas un SPOILER GORDO de esos) de Hasta que llegó su hora fue algo maravilloso:

      https://www.youtube.com/watch?v=DJI0pTJIha0

      • Miguel Angel

        En efecto, lo descubrí con cierto retraso, no hace mucho. No sé cómo pude ignorar su existencia durante tanto tiempo, pero me pareció grandioso.

  2. Creo que lo mejor que se puede decir de un articulo que pretende desgranar las virtudes de una obra (película, libro, etc) es que te mueva a interesarte por ella.

    Y….he visto la película (intentando no recordar demasiado estas líneas). Clavas el análisis. Algo te hipnotiza a los pocos minutos de película y no sabes muy bien a lo que estás asistiendo ni por qué no puedes despegar los ojos de la pantalla. Así que gracias.

    Eso sí, mi limitado conocimiento de la simbología me tiene aún rumiando me tiene preguntándome qué he visto exactamente. Sé que el (falso) halo de película de terror es solo una representación, pero me gustaría tener más claro a que se refiere Zulawski en algunos casos. Lo que he leído navegando no pasa de ser comentarios muy superficiales.

    Saludos

  3. Sí, he tenido que buscarla tras leer esto y aunque no entendiese un carajo y todo parezca marciano (la visita del detective a la «casa encantada», por ejemplo) te quedas pegado. Indiferente no te quedas, la verdad.

  4. Midnighter

    A mí me dejó intrigado la escena final de los calcetines rosas. ¿También Zulawski explicó cual era la simbología en ese caso?

  5. Pingback: La posesión. Andrzej Zulawski | Srdelapalisse

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