Arte y Letras Literatura

La bibliofilia y el género

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Mara Wilson en Matilda, 1996. Fotografía: TriStar / Jersey Films.

En los últimos años ha surgido un interés por publicar artículos, libros y entradas en blogs sobre bibliofilia y librerías (algunos de ellos incluso han recibido premios) y ahora el lector cuenta con varias propuestas con las que documentarse sobre ellas sin moverse del sofá. Seguramente si hablo de textos en los que se dan cita librerías como la Strand de Nueva York, la Shakespeare and Company parisina, La Gran Pulpería venezolana, Faulkner House Books en Nueva Orleans o cualquiera de las que adornan o adornaron Cecil Court en Londres, algunos tendrán ya en la cabeza este o aquel volumen sobre el lugar que ocupan las librerías en el imaginario colectivo. Pero lo más probable es que no estemos pensando en los mismos referentes. En mi caso, me resulta imprescindible hablar de Un mundo de libros, una antología de ensayos publicada por la Asociación de Amigos del Libro Antiguo de Sevilla y el Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla en 2010. Quizás por ser uno de los primeros libros de este siglo en ahondar sobre el asunto, ha quedado sepultado por otros intereses e iniciativas que con frecuencia se olvidan de citarlo. Pero hay varias razones por las que conviene hablar de este libro. Entre ellas, por no decir la primera, porque reúne los ensayos —trece, en concreto— de aquellos que han «ejercido» la bibliofilia antes de las modas.

La bibliofilia es, si se me permite el símil, como la religión judía: una creencia en el libro con mayúsculas, pero, sobre todo, una opción ante la vida que no aspira a captar a nadie que no esté ya dentro. La prueba del algodón es sencilla: un bibliófilo superficial te hablará de librerías y te aconsejará que vayas a ellas por las razones que considere oportunas; un auténtico bibliófilo te hablará de los libros que encontró en ellas sin que su intención sea otra que transmitir el relato de una hazaña que es muy probable que nunca olvide. La segunda razón reside en la foto que arrojan estos textos: en realidad, muchos bibliófilos no tenemos bibliotecas como las que salen en las revistas o en esos bonitos volúmenes en los que algunos escritores enseñan sus despachos y bibliotecas como la alta sociedad enseña su salón. La bibliofilia es, nos cueste más o menos admitirlo, un vicio y, como cualquiera de ellos, se alimenta de un afán acumulativo. Acaso por ello los ingleses distingan entre bibliófilos y bibliómanos. He conocido a bibliófilos con hermosas estanterías ordenadas, pulcras, casi de museo y de inmediato he preguntado, si sabía que la afición de su propietario encajaba más bien en el segundo tipo, dónde estaba el resto. También es cierto que la bibliofilia ha sido durante mucho tiempo denostada como un pasatiempo similar al de los coleccionistas de sellos o monedas: acumuladores de un pasado que no está ni se le espera.

¿Dónde está el atractivo?, se preguntarán algunos. Hasta que un libro llega a los anaqueles de un coleccionista vive mil vidas tan reales como imaginarias: su encuentro inesperado entre un montón de páginas que serán pasto de las llamas, el moho o los pececillos de plata; la llamada o el mensaje del librero que te avisa de que tiene ese título del que le hablaste con tanto entusiasmo hace algún tiempo; la adquisición de esa pieza en una subasta a altas horas de la noche en las que se mide cada euro que pueda asegurar la compra. En 1927, cuando A. S. W. Rosenbach publicó Books and Bidders: the Adventures of a Bibliophile (Boston: Little, Brown, and Co.), realizó una interesante comparación: puede que un matemático paciente sea capaz de contar las facetas del diamante Koh-i-Noor, pero nadie podrá contar nunca los reflejos de la emoción que se despliega durante una subasta en las mentes y los corazones de los hombres y mujeres que están enamorados de los libros.

El asunto de los géneros es igualmente curioso, no solo por las distintas acepciones de la propia palabra, sino por los numerosos malentendidos que provoca. El primero, considerar que el género de la bibliofilia, como mercancía, pero también como clasificación editorial, debe ser de naturaleza intelectual. Dado que es una afición que parece haber comenzado en el siglo XVII, muchos se imaginarán varios tomos encuadernados en piel, vetustas obras que han viajado desde entonces hasta llegar a nuestras manos en nuestros días, señores en anticuarios que sacan el libro de cheques para llevarse a casa una rareza de la náutica, un tratado filosófico o un manuscrito de botánica. Nada más lejos de la realidad: hay bibliófilos de novelas de quiosco, de cubiertas de vanguardia, de ediciones censuradas. Todos ellos, aunque no queramos o no sepamos reconocérselo tanto como sería deseable, están construyendo y documentando con esmero un campo de estudio. La bibliofilia, bien entendida, es un estudio de la cultura y, por extensión, de la historia de la humanidad: qué intereses o temas han proliferado en cierta época; qué maneras de editar, manipular o suprimir ha experimentado la industria; qué libros han desaparecido y cuáles se han quedado, como si de un proceso de selección natural y cultural se tratase.

En cuanto a otro género, el femenino o, dicho de otra forma, si nos detenemos en el papel que ha tenido —o ha dejado de tener— la mujer entre los bibliófilos, el asunto no deja de tener miga. Porque la Historia, así con mayúsculas, demuestra que las mujeres siempre estuvieron presentes entre este grupo de coleccionistas empedernidos, por más que hayan proliferado algunas leyendas en las que las mujeres actúan como una Santa Inquisición de esos pobres maridos bibliófilos, que introducen a hurtadillas en la casa los tesoros que han encontrado en el Rastro, en la cuesta de Moyano o en cualquier librería de las que aún se encuentran en nuestro país. Y mucho se han extendido esas historias a lo largo del tiempo y los distintos ámbitos culturales, pues a mí misma me ha sucedido que, al ir a pagar un libro de esos considerados «raros», el librero me preguntara si era «para mi marido», sin saber quién era mi marido, ni por qué me interesaba a mí ese libro.

Parte de esta creencia o estereotipo se ha basado tradicionalmente en el contexto en el que se hablaba de esta noble afición: los clubes, como el Roxburghe, las reuniones académicas y todos aquellos foros públicos y privados en los que no solía haber mujeres. Porque, para ser bibliófila, había que tener solvencia económica, social e intelectual. O, en palabras de Mary Hyde Eccles, la primera mujer que formó parte del prestigioso club neoyorquino Grolier: recursos, educación y libertad. La creación de la Universidad de Harvard en 1636 surgió de una donación de alguien que tenía estos atributos (el germen fueron los trescientos libros de la biblioteca personal de John Harvard), pero no hay que olvidar que la primera universidad del mundo (situada en Fez), la fundó Fatima al-Fihri, una mujer con las mismas condiciones anteriormente mencionadas. Y, con todo, aún hoy resulta insólito que se oiga hablar de mujeres en el campo del coleccionismo de libros y en la creación de iniciativas que dejen una huella cultural. Incluso en aquellas obras actuales en las que se intenta abarcar la contribución de las mujeres a lo largo del tiempo, las ausencias son notables.

A lo largo de la historia hay casos destacados de bibliófilas que amasaron grandes bibliotecas, entre las que quizás la reina Isabel I sea el ejemplo más conocido. En el siglo XX, una de las que recibió mayor atención fue la también británica Frances Mary Richardson Currer. En 1906, el Times la consideró «la mayor coleccionista de libros». Mecenas del colegio en Yorkshire al que asistían las hermanas Brontë, se cree que Charlotte firmó sus primeras obras como Currer Brontë en homenaje a su benefactora. Currer permaneció ausente por voluntad propia de los listados de bibliófilos de la época, como los famosos almanacs del británico de origen indio Thomas Frognall Dibdin. La causa seguramente le parecía justificada; una de las obras pioneras del siglo XX sobre esta afición, Anatomy of Bibliomania (1930), de Holbrook Jackson, contenía una sentencia que se ha repetido en numerosas ocasiones: «El amor por los libros es tan masculino (aunque no tan común) como dejarse crecer la barba».

Rachel Chanter refleja una realidad algo distinta en un artículo publicado en el blog del conocido librero Peter Harrington. En el siglo VI la condesa Judith de Flandes fue la responsable de muchos de los manuscritos iluminados que se encargaron y conservaron (y que ella donó a la abadía de Weingarten). «Margarita de Navarra, Madame du Barry, María Antonieta, Mary Stuart y Catalina de Médici —recalca Chanter— fueron apasionadas coleccionistas de libros y manuscritos, aunque este hecho apenas se recuerda en sus notas biográficas», y recuerda que Belle da Costa Greene fue quizás uno de los casos más llamativos. Durante cuarenta y tres años, Greene fue la bibliotecaria del economista J. P. Morgan; cuando el estado de Nueva York incorporó los fondos privados de Morgan al sistema público, Greene ocupó el cargo de primera directora de la Pierpont Morgan Library. Su padre, Richard Theodore Greener (el primer abogado negro que se graduó en la Universidad de Harvard), había abandonado a Belle y a sus hermanas. En su hábil huida hacia delante, Belle le quitó la -r final al apellido paterno y se construyó un pasado a medida de la sociedad en la que vivía: pasó por blanca la mayor parte de su vida y se inventó una ascendencia portuguesa con la que se abrió camino en el mundo de la bibliofilia neoyorquino.

El comienzo del siglo XX y el papel de las editoras e intelectuales en las principales capitales y centros urbanos cambiaron mucho el panorama. En París, y no solo gracias a la llegada de modernistas como Nancy Cunard o Sylvia Beach, la bibliofilia ya había comenzado a extenderse entre las mujeres desde finales del siglo XIX. A partir de su constitución como grupo en 1926, las Ciento Una, o Les Cent Une, Société de Femmes Bibliophiles, comenzaron a publicar una obra ilustrada cada dos años y no les faltaban candidatos. La princesa Shakhovskoy capitaneó a estas mujeres bibliófilas en su primera etapa; la condición más estricta consistía en no exceder el número con el que habían bautizado a la asociación. El 16 de mayo de 1943, Paul Valéry le escribió una carta a Victoria Ocampo desde la capital gala, en la que le contaba que había «dado a las Ciento Una (mujeres bibliófilas) dos actos y dos actos [sic] de dos obras de teatro (que no quedarán nunca terminadas)». Marguerite Yourcenar escribió el prólogo a la Cynégétique de Opiano, traducida por Florent Chrestien e ilustrada por Pierre-Yves Trémois en 1955. Y, con todo, la asociación, compuesta en exclusiva por mujeres, aún arrastraba prejuicios heredados. En una declaración que tal vez aspirase a separar la afición que las unía de las luchas sociales de la mujer de la época, se definían a sí mismas como una asociación «femenina, no feminista. No escogemos necesariamente a autoras o ilustradoras». En la revista Atlantic Monthly, por el contrario, parece que ya se fomentaba de manera explícita la incorporación de las mujeres al plano de la cultura y de los libros; en su Anatomy of Bibliomania (1930), Jackson se hacía eco de un texto de febrero de 1927 en el que aclaraban a sus lectores que las mujeres que sabían algo de ciencia y literatura, de viajes y biografías, se sentirían cada vez más atractivas.

Ahora, casi un siglo después, la librería neoyorquina Honey & Wax organiza un concurso anual, dotado con un premio de mil dólares, para mujeres menores de treinta años que presenten formalmente los resultados de su book hunting o batidas librescas. En su última convocatoria han sido distinguidas mujeres como Nora Benedict, quien, con veintinueve años, es estudiante de posdoctorado en la Universidad de Princeton y presentó su colección con el título de «El desarrollo de la industria editorial modernista en Buenos Aires». Sus primeras ediciones incluyen, como cabe esperar, las obras que Borges publicó en distintos sellos argentinos, aunque se está centrando en recopilar todo el catálogo de la Editorial Sur. Por su parte, Jessica Kahan, veintinueve años, una bibliotecaria de Ohio que se alzó con el galardón, presentó su colección con el nombre de «Novelas románticas de las eras del jazz y de la Depresión». Las trescientas piezas que ha coleccionado a tan temprana edad abarcan obras de los años veinte y treinta con unas impresionantes sobrecubiertas. No hay edad ni género de ningún tipo para la bibliofilia; y, teniendo en cuenta cómo se ha depreciado el mercado del libro antiguo, de entre todos aquellos atributos que debía reunir una mujer para cultivar tan noble afición, tal vez solo le haga ya falta sentir curiosidad y ser libre.

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