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La biblioteca del Nautilus

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Detalle de la cubierta de Contra Amazon.

Este texto es un fragmento de Contra Amazon. Diecisiete historias en defensa de las librerías, las bibliotecas, la lectura (Galaxia Gutenberg, 2019); una antología en la que se reúnen las mejores crónicas y ensayos sobre librerías y bibliotecas, reales y de ficción, escritas por Jorge Carrión. 

Jules Verne describe con todo lujo de detalles la biblioteca del Nautilus. Su retrato parte de los libros, muy numerosos y de encuadernación uniforme; después amplía el zoom hacia los muebles que los contienen: unas estanterías de palisandro —la codiciada madera rojinegra del guayaco— con ribetes incrustados de cobre, en los huecos de cuya parte inferior se incorporan unos cómodos divanes tapizados en cuero acolchado y marrón; aquí y allá, unos escritorios móviles, muy ligeros, permiten apoyar el libro que se está consultando en ese momento, pero es la gran mesa central la que invita al estudio sistemático. La biblioteca está iluminada por cuatro esferas de luz eléctrica. Pese al lujo del mobiliario, los protagonistas absolutos son esos doce mil volúmenes que recorren incansablemente las profundidades marinas, las aguas turbias, difusas, maternales de nuestro subconsciente colectivo.

Porque Veinte mil leguas de viaje submarino es mucho más que una novela: es uno de esos mitos que todos compartimos. Porque Jules Verne es mucho más que un escritor: es una máquina popular de generar lectura compulsiva, iconos, utopía, esperanza. En el corazón del submarino hay una biblioteca de textos impresos en todas las lenguas, tanto de literatura como de ciencia, ordenados sin que importen las lenguas, porque el capitán Nemo es un lector políglota: de Homero y Jenofonte a George Sand y Victor Hugo, de mecánica y balística a hidrografía y geología. Solo hay dos temas proscritos: la economía y la política. Como si, supersticiosamente, el capitán pensara que al eliminar los libros sobre esas disciplinas su embarcación estaría a salvo de la influencia de la geopolítica internacional.

Durante las primeras sesenta páginas de la obra, el narrador, a bordo de un barco estadounidense, nos hace creer que estamos persiguiendo a una ballena. El cetáceo más rápido y huidizo que se pueda imaginar: es capaz de surcar los siete mares con tal rapidez que parece que en realidad se esté teletransportando. A Aronnax, el científico francés que nos cuenta la historia, lo acompañan su criado Conseil y el canadiense Ned Land, el rey de los arponeros, que tanto recuerda al tatuadísimo Queequeg. De hecho la novela de Jules Verne se puede leer como el reverso de la de Herman Melville: si en Moby Dick asistimos al relato épico de cómo una obsesión, la del capitán Ahab por el Monstruo Blanco, se convierte en un combate a muerte de tintes apocalípticos, bíblicos, en Veinte mil leguas de viaje submarino la oscuridad del capitán Nemo, ese deseo arrollador de venganza que comparte con Ahab, no corroe la luz de su proyecto científico, tecnológico, ese progreso que se contrapone al atavismo de la religión. El capitán Nemo es un científico, un tecnófilo, un coleccionista: menos su ira irreductible, todo puede ser mesurado y comprendido a través de la razón. Ambas obras comparten el afán enciclopédico: la voluntad de resumir todo lo que sabían los hombres de aquella época acerca del mar. Si la experiencia real a bordo de un ballenero brindó a Melville un conocimiento directo de los asuntos cetáceos, que completó con lecturas que también se transparentan en la ficción (las digresiones zoológicas son casi del mismo tamaño que las propias ballenas), Verne se nutrió en cambio, como siempre, de su condición de rata de biblioteca.

No es de extrañar, por tanto, que las bibliotecas sean una constante en su obra. Cuando en la novela París en el siglo XX, ambientada en unos años sesenta absolutamente secuestrados por la tecnología, fabula el futuro de la Biblioteca Imperial, dice que en cien años ha pasado de ochocientos mil a dos millones de volúmenes y que en su sección de literatura los bibliotecarios, aburridos, duermen ante la ausencia de lectores. El protagonista de Viaje al centro de la Tierra, por su parte, visita la biblioteca de Reykiavik y se encuentra con sus estantes despoblados, porque sus ocho mil volúmenes viajan constantemente por Islandia, de casa en casa, debido a que los isleños son unos lectores compulsivos y su biblioteca nacional, un archipiélago fragmentado y portátil. Se dice sobre Ciro Smith, de La isla misteriosa, donde no hay biblioteca, que «era un libro vivo, siempre dispuesto y siempre abierto en la página que se le necesitaba». En esa novela aparece y muere Nemo: Smith se encuentra con él tras atravesar la biblioteca del Nautilus, que es descrito como «una obra maestra llena de obras maestras». Sedentarias o dinámicas, monumentales o nómadas, colectivas o unipersonales, centrales o remotas, esas decenas de bibliotecas que retrata Verne son la columna vertebral de su obra, de su poética transmedia.

Tras la descripción inicial, la biblioteca del Nautilus aparece raramente durante el transcurso de la novela. Aronnax acude a ella sobre todo para encontrar explicación a fenómenos o realidades desconocidos que descubre en su travesía, como la isla de Ceilán. En la vida cotidiana en la embarcación hay mucha monotonía, poca aventura. La ficción, de hecho, quitando algunas escenas como la lucha con los pulpos gigantes o la crisis del submarino rodeado de hielo, es menos de aventuras que de estudio. Un himno al positivismo: observar, leer, tomar notas, pensar la teoría a partir de la suma de miles de casos concretos, de experimentación directa con lo real. «El espectáculo de aquellas aguas ricas en especies a través de los paneles del salón, la lectura de los libros de la biblioteca y la redacción de mis apuntes empleaban todo mi tiempo y no me dejaban ni un minuto para el aburrimiento o el cansancio», escribe el narrador, y en sus palabras observamos un orden: en primer lugar, la observación directa de la naturaleza; en segundo lugar, la lectura; por último, la escritura, gracias a la cual podemos leer nosotros mismos, aprender por intermediación, el espejismo de la literatura.

Veinte mil leguas de viaje submarino es, más allá de una novela de aventuras y de una enciclopedia marina, una auténtica biblioteca sumergida en los abismos tanto de nuestra imaginación como de la del propio Verne. Políticamente, destaca por oponerse a los imperios. Recónditamente, destaca porque en el retrato del capitán Nemo se esconde un autorretrato. El autorretrato del viajero y el revolucionario que querría haber sido el escritor sedentario.

5 Comentarios

  1. Precioso texto. Felicidades al autor.

  2. Una gran oda a Verne y al amor por los libros.
    Mi primer libro fue «Los hijos del capitán Grant», con 6 años (no entendí la mitad, claro), y desde entonces no he dejado de leer ni un día, y espero no dejar de hacerlo nunca.
    Mi hijo se llama Julio en su honor.
    Y mi hija Alicia, pero eso es otra historia.

  3. La biblioteca del Nautilus cabría hoy en día en un lector electrónico. Y la de Reykiavyk podría, igualmente ser compartida por toda la población de Islandia gracias a las copias digitales. Seguro que Verne hubiera flipado con esa tecnología.

  4. Increible. Un libro que se llama «Contra Amazon» y que lo tienen a la venta en Amazon. He de reconocer que he estado a punto de comprarlo en Amazon. Me encantó «Librerías» de Carrión y este lo pienso comprar… en una pequeña librería de barrio.

  5. Radurdin, Alicia, de dónde vendrá? Es un misterio incomprensible. Muy bueno.
    No he comprado ni un solo libro en Amazon. Talvez en algún momento de extrema necesidad lo haga, pero al solo pensar que no siento el olor peculiar de las viejas librerías me crea un bloqueo emocional. No poder abrir al azar sus páginas y leer cualquier línea como si estuviera leyendo por primera vez, me es insoportable. Y después sus lomos que siempre desorientan. Son un paralelepípedo perfecto pero que engañan. Excelente lectura. Gracias

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