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Los marzos verdes de Jack Kyle

Jack Kyle. (DP)
Jack Kyle. (DP)

—Panda de tarados… —balbuceó entre dientes el viejo Jack Kyle.

Colgó el teléfono, husmeó en la nevera, donde no encontró ninguna cerveza, y acabó sirviéndose una copa de vino tinto, por llamarlo de alguna forma, mientras miraba por la ventana cómo un crío descalzo pateaba un saco que pretendía ser una pelota. Se había retirado en el 63 para emprender un viaje por lugares recónditos como Sumatra o Indonesia que acabó dando con sus huesos en Chingola, al sur de Zambia. Allí llegó en el 66 y desde entonces se dedicó a hacer más llevadera la vida de los niños y enfermos de aquel pueblo minero en un destartalado hospital en el que oficiaba de cirujano.

La tarde en cuestión, marzo del 82, Irlanda había vuelto a quedarse a las puertas del Grand Slam. Otra vez en Francia. En aquel equipo militaban ilustres bebedores de cerveza como Ciaran Fitzgerald, un talonador cuya frase más recordada la pronunció en un descanso en el que los ingleses estaban aplastando a Irlanda: «¿Dónde cojones está vuestro orgullo, cabrones?». Con él alternaban ilustres luminarias del rugby del trébol como Ollie Campbell o Fergus Slattery. El partido, como le contaba un antiguo compañero por teléfono, «siempre estuvo perdido». Jack reparó en la dificultad de la empresa a medida que escuchaba como desde el otro lado del teléfono recitaban el XV francés:

Dospital, Dintras y PaparembordeRevallier, ImbernonJean Pierre Rives —tremendo jugador, pensó— Joinel, Laurent RodriguezBerbizier y LescarbouraBlanco, Belascain, Mesny, Fabre y GabernetBlanco llegará lejos, Jack. Es bueno. Muy bueno.

***

Habían pasado dieciocho años desde aquella derrota del 82 cuando nuestro protagonista, con setenta y cuatro años a sus espaldas, decidió retornar a casa. Corría el mes de marzo e Irlanda rendía una nueva visita a Francia. Nada hacía presagiar que fuera a ser diferente a las catorce anteriores. Desde 1972 Irlanda siempre había salido trasquilada del Parque de los Príncipes. Jack recogió el periódico con desgana y revisó la alineación irlandesa.

Clohessy, Keiiiith Woooooood —estiró el nombre recreándose—, Hayes, Galwey, O’Kelly, Easterby, Dawson, FoleyStringer, O’GaraHickie, Henderson, O’Driscoll, Maggs y Dempsey.

Un nombre se quedó revoloteando en su cabeza.

—Brian…O’Dris..coll

Lo repitió sosegadamente mientras saboreaba el té y se tomaba tiempo para rebuscar en su olvidadiza cabeza de qué diablos le sonada aquel apellido. Muchos se empeñaban en señalar a O’Gara como su sucesor, pero Jack estaba cansado de ver cómo en cada generación le brotaba un heredero. Primero fue Tony O’Reilly, un tipo que le caía bien. Eso de que llegase a entrenar en Rolls Royce con chófer le parecía divertido. El bueno de Tony se manejaba bien en los negocios y alguien le contó a Jack que incluso había aparecido en la lista de millonarios de Forbes.

El segundo, Tony Ward, nunca le hizo mucha gracia. Sobre todo aquello de que «las piernas de Tony son más importantes para el rugby irlandés que las de Marlene Dietrich para la industria cinematográfica». Él prefería a Ollie Campbell o más aún al dicharachero Mick Quinn, que antes de los partidos siempre le echaba agua de Lourdes en las piernas a Mike Gibson cuando estaba distraído. Micky era solvente y se compenetraba como los ángeles con Tony Doyle, al que llamaba Gandhi porque tenía «menos carne que un bocadillo de queso». Y con O’Gara le ocurría lo mismo que con Ward, «jugador de una sola pierna…» . Sin embargo, aquel chico, O’Driscoll, a pesar de no ser un diez, era diferente. Tenía algo.

La tensión se masticaba en el vestuario visitante del Parque de los Princípes. La habitual socarronería de Keith Wood, gigante de cabeza rasurada, se había transformado en un gesto sombrío mientras se vendaba litúrgicamente las muñecas. Brian dudaba entre unas viejas botas que habían sobrevivido a base de embadurnarlas con Nivea o el último modelo de la marca que le patrocinaba. Wood, de oficio cajero en un banco, vigilaba de reojo al chico. Se echaba el tiempo encima y «Drico» no se decidía.

—Las botas deben llevarte a ti, no tú a ellas —masculló Wood.

Aquel mensaje críptico de Wood más que aclararle confundió a O’Driscoll, que acabó apostando por satisfacer a sus patrocinadores. El equipo saltó al campo nervioso y los franceses lo aprovecharon tomando ventaja rápidamente, pero un oportuno ensayo de «Drico» sostenía al equipo al descanso (13-7). Los irlandeses entraron en el vestuario y se produjeron dos decisiones claves para el curso del partido, y uno diría que para la historia del rugby irlandés. Primero, Warren Gatland, por entonces seleccionador irlandés, ordenó calentar a David Humpreys para suplir a Ronan O’Gara, algo que sucedió mediado el segundo tiempo. Segundo, Brian O’Driscoll decidió cambiar sus flamantes botas nuevas por las de toda la vida. El resto figura en los libros: dos ensayos más del centro de Leinster, para completar el trébol de ensayos, y una patada final decisiva de Humpreys dieron el triunfo a Irlanda veintiochoaños después en París.

Aquella noche Keith Wood hizo caso al consejo que le dio su amigo Eric Elwood, un reponedor de Guinness que llegó a ser apertura de Irlanda y de los Barbarians al final de los 80: «Las penas se ahogan en pintas y los éxitos se riegan con galones de cervezas». Al día siguiente, mientras el equipo regresaba a Dublín feliz y resacoso, O’Driscoll, en cuyas viejas botas nadie reparó, protagonizaba todas las portadas. Una de ellas encabezaba su primera página con una foto suya, la palabra «BOD» —las iniciales de su nombre y apellido— y una leyenda que rezaba «In BOD we trust». Hoy ese eslogan es el leitmotiv del rugby irlandés.

Jack bajó a la bodega que cuidaba con mimo en la planta baja de su casa, eligiendo un Burdeos que le acompañaba desde hacía más de dos décadas. La ocasión lo merecía. Antes de decantarse por él acarició su trofeo más preciado, la estrella de su colección, una de las dos botellas de Domaine de la Romanée Conti, que compró en París el 2 de enero de 1948, la mañana después de ganar a Francia en el viejo Stade de Colombes el partido inaugural del V Naciones. De la primera dio sobradas cuentas el 14 de marzo junto a Karl Mullen y Mick O’Flanagan, tras la conquista del primer Grand Slam irlandés, el único. La segunda estaba decidido a descorcharla cuando Irlanda repitiera Grand Slam, aunque cada vez tenía más dudas sobre si sería testigo de ello.

O’Driscoll agigantó su leyenda en 2001, cuando durante la gira de los Lions por Australia sumó otro triplete de ensayos ante los wallabies. «Ellos le llaman Dios. Nosotros tenemos que decir que juega incluso mejor que él», escribió un diario local. En cierta ocasión, el papa Juan Pablo II, jugador de rugby en su Polonia natal, recibió a los irlandeses en el Vaticano. O’Driscoll no formaba parte de la comitiva y al finalizar la visita el sumo pontifice preguntó: «¿No vino O’Driscoll?».

***

La tensión se masticaba en el vestuario visitante y ante O’Driscoll se sentaba otro gigante de cráneo rasurado. Un dèjá vú, con escenario diferente: Cardiff en lugar de París. Ante BOD estaba plantado aquel tipo de dos metros que durante su etapa universitaria fue una celebridad en la piscina y que atesoraba un envidiable hándicap seis de golf. Sin embargo, Paul O’Connell lo apostó todo al rugby y se convirtió en su enemigo íntimo. Uno era capitán de Munster y el otro de Leinster, lo cual no es pequeña cosa. La delantera irlandesa estaba compuesta por una mayoría de búfalos de Munster y la línea de tres cuartos la copaban los tigres de Leinster, lo que ponía en un aprieto al medio melé, el tipo que decidía dónde debía cargar el juego. En cierta ocasión, cuentan, los tres cuartos recriminaron a Stringer, medio melé (de Munster), que solo alimentaba a sus compañeros de club de la delantera y el intercambio de pareceres acabó con un par de ojos morados. Pero esta vez era diferente. Irlanda se había encomendado a O’Connell y O’Driscoll para reeditar la conquista de un Grand Slam sesenta y un años después. En esta ocasión Brian no tenía dudas, descartó el revolucionario modelo creado por su patrocinador ad hoc para la cita, sacó sus trabajadas botas, se las puso y metió los pies debajo de la ducha para que la piel húmeda se adaptara a su pie como un guante. Todo estaba en orden.

Sentado en la tercera fila de la grada este, nuestro protagonista, Jack Kyle, el jugador más grande de la historia del rugby irlandés. Esta vez nadie tendría que llamar a Zambia para contárselo. Allí estaba él junto a su hijo y uno de sus nietos. El partido fue tenso, hosco. Los galeses conocían bien a Irlanda, de hecho, el seleccionador galés era Warren Gatland, el mismo que llevó a Irlanda al triunfo de París en 2000. Un neozelandés agrio y malencarado que había calentado el choque con declaraciones subidas de tono contra los irlandeses. Al descanso, como en 2000, Irlanda iba perdiendo (6-0).

Después de las correcciones tácticas, O’Driscoll pidió al seleccionador, Declan Kidney, un antiguo profesor de matemáticas de instituto, que les dejara a solas. Se hizo el silencio y O’Driscoll se recreó en él. Durante treinta segundos miró uno a uno a los ojos a sus compañeros.

—¿Habéis visto a Jack Kyle en la grada? He hablado con él esta mañana. Jacky se ha pasado media vida viajando por el mundo para ayudar a los más desfavorecidos. Es un buen tipo. Y hoy ha venido aquí para cumplir un viejo sueño: ver ganar a Irlanda otro Grand Slam. Nos toca recoger el testigo. Jacky tiene setenta y cuatro años y no quiere morirse sin descorchar una botella que ha guardado durante sesenta y un años para esta ocasión. No sé vosotros, pero a mí un puñado de galeses no me van a impedir probar un sorbo del Borgoña que el viejo Jack esconde en su bodega.

O’Driscoll cumplió su palabra señalando el camino con un ensayo segundos después de aquella charla. Le siguió otro de Tommy Bowe y tres patadas de Stephen Jones que adelantaron a Gales (15-14). Sin embargo, un drop final obra de O’Gara, como aquel de Humpreys en París en 2000, dio el triunfo y el Grand Slam a Irlanda.

—Panda de tarados… Ahora puedo morirme tranquilo —exclamó sonriente Jack Kyle mientras brindaba sobre el césped del Millenium con Brian O’Driscoll con la botella Domaine de la Romanée Conti, que su nieto consiguió introducir en el Millenium escondida en su abrigo. 

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2 Comentarios

  1. Un millón de gracias. Artículos como el de arriba ayudan a soportar la carencia de literatura en castellano sobre los buenos y viejos tiempos del rugby, un maravilloso territorio lleno de magia, héroes y anécdotas geniales.

    Esperemos que la clasificación al mundial ayude a expandir aquí la afición por este deporte, y que ello traiga consigo traducciones de libros vedados al idioma inglés de autores como Tony Collins.

  2. estudiantil75

    Está muy bien. Pero, verdaderamente, el Grand Slam se fraguó en el el primer partido contra…………FRANCIA de nuevo.
    Se entró en los últimos 20 minutos, la parte clave de cualquier partido, de forma muy igualada pero, al contrario que en otras ocasiones, fue Irlanda quien mantuvo el nivel físico.
    Una prueba de lo que era ese equipo es el ensayo de Jamie Heaslip (uno de los olvidados en esa gran generación) tras la generación de ventaja por un pase rápido y largo de… Paul O’Connell – https://www.youtube.com/watch?v=JTS85UE1ask
    BOD, era tremendo, especialmente en los últimos 5 metros, pero la clave del equipo era la delantera…

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