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El Empecinado y el cura Merino, guerrilleros Ribera del Duero

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Juan Martín Díez, El Empecinado (c. 1881), réplica de Goya por Martínez Cubells.

Igual que ahora se mira la historia de Afganistán u Oriente Medio, con sus facciones yihadistas y débiles movimientos democráticos que no logran imponerse en una «guerra eterna», no debía ser muy distinta la España del XIX para los observadores de los lugares más avanzados del mundo. Un país exótico, imperio en tiempos pretéritos, sobre el que caían intervenciones extranjeras criminales y guerrilleros de todo pelo se consagraban a principios delirantes, como el carlismo y sus intentos de restauración de un pasado edénico basado en el absolutismo y la Inquisición. En todo este caos, la provincia de Burgos fue escenario de intensos combates y muy especialmente, escaramuzas guerrilleras. Hay dos personajes, procedentes de la misma región, que marcaron esta época. El Empecinado, en el bando democrático; el cura Merino, en el reaccionario. 

Según el profesor José Luis Hernando Garrido, que trató a ambos simultáneamente en su trabajo Destinos cruzados, hay que tener en cuenta el  contexto español de esa época. Desde finales del siglo XVIII, con la crisis del Antiguo Régimen, los habitantes de muchas zonas rurales desprotegidas se habían acostumbrado a defender sus hogares y ganado frente a los bandoleros, contrabandistas y ladrones. Eran gentes que no se dejaban amilanar y recurrían a las armas de fuego. En esta situación propia del salvaje Oeste, cuando llegó la guerra de la independencia, los historiadores señalan que la línea entre patriota y salteador de caminos era muy delgada. Una prueba de ello es que, una vez ganada la guerra, los oficiales procedentes de la aristocracia y la nobleza se resistieron a que los guerrilleros se integraran en el Ejército.

En realidad, andar armado a intemperie buscándose la vida se trataba de un fenómeno ibérico ancestral. Cuando los musulmanes se instalaron en la península, ya surgió la figura del «golfín» en las fronteras de los reinos cristianos. Los caminos se llenaron de salteadores y los Trastámara ya reclutaron partidas armadas para mantener la seguridad de las comunicaciones. Estas fuerzas se convirtieron en la Santa Hermandad, que ejecutaba a flechazos a los ladrones que detenía. Con Carlos V, la legislación exigió que se les estrangulara primero por humanidad. Este era, de hecho, el temor de Sancho Panza durante todo El Quijote, que les cogieran esas fuerzas del orden haciendo el zascandil por los caminos. 

Como gestación de la guerrilla, tradición y contingencias se sumaron a la invasión napoleónica. Los delincuentes y las partidas que los perseguían, así como los campesinos que sabían defenderse solos, se encontraron de pronto en el mismo bando. Si a eso le añadimos el terror que el bonapartismo extendió entre los religiosos, al abolir las órdenes monásticas en 1808 por ejemplo, a esa selección de hombres fenómenos de nuestra tierra se iban a sumar una cantidad importante de curas. Era un all-star

Una de las regiones donde más importante resultó la guerrilla fue Burgos y de ahí saldrían estos dos personajes míticos. Juan Martín «el Empecinado» y Jerónimo Merino, «el cura Merino». Durante años, sus biografías se alimentaron de mitos no contrastados, aunque le salieran buenas novelas a Galdós, Baroja y compañía, pero tal fue la importancia su papel en los conflictos que ambos pasaron a la historia y, por tanto, al manoseo de la imaginación de los grandes escritores, que venían a ser los cineastas de su tiempo. Uno fue emblemático para el progresismo, el otro para la reacción. Sin embargo, el destino de ambos fue lamentable y el pueblo donde se cruzaron sus caminos, Roa, acabó hecho cenizas. Por tanto, estamos ante un relato cien por cien español cuya lectura podemos acompañar con las dulces melodías de Manolo el del bombo.

Juan Martín, el Empecinado, nació en Castrillo de Duero (ciento diez habitantes en la actualidad) en 1775. Era hijo de labradores. Sus primeras referencias biográficas ya son guerreras. Con diecisiete años se alistó en la Primera Coalición que enfrentó a las monarquías europeas contra la República Francesa. Combatió en Mas Deu y Truillas, dos victorias del general Alonso Ricardos, del que fue nombrado ordenanza, y otra del general José de Urrutia, Pontós. Tras el Tratado de Basilea, en el que España firmó una paz por separado por Francia, volvió a su pueblo sano y salvo, pero con poco cariño por nuestros vecinos. 

Se sabe que se casó con Catalina de la Fuente en 1796 y ambos se mudan a Fuentecén, pueblo del que ella era natural. En 1808, llegaron los franceses y él inmediatamente se echó al monte. ¿Por qué? No se sabe a ciencia cierta. El historiador Alberto Moliner Prada explica en Rebeldes, combatientes y guerrilleros que la versión de que fue para vengar la muerte del hijo de sus padrinos de boda a manos de los franceses no tiene fundamento, que tampoco fue porque asesinaran a su mujer, ya que sobrevivió a la guerra, ni porque maltrataran a sus hijas ni porque le robaran sus bienes. Además, tampoco es creíble la historia de que su primera acción fuera dar muerte a un sargento de dragones francés que habría intentado aprovecharse de Juana, una chica que vivía con sus padres en Castrillo, donde se alojaron el sargento y su ordenanza. Para Moliner, el Empecinado se rebeló contra la ocupación francesa a partir de su experiencia en la guerra contra ellos en El Rosellón. 

En combate, realizó actividades de guerrilla interceptando correos y líneas de aprovisionamiento. Gestas memorables tuvo varias, una de las más señaladas es que secuestró a una dama francesa, puede que allegada del mariscal Bon Adrien Jeannot de Moncey, ignominioso responsable de los sitios de Zaragoza. En algunas fuentes aparece como su hija, en otras como pariente, hay quien sostiene que era la esposa del joyero M. Bardot, como expuso Enrique Rodríguez Solís en Los Guerrilleros de 1808. El caso es que era una valiosa rehén. Una hazaña, sin embargo, deslucida por su desenlace, tal y como comenta José Luis Hernando. La mujer y su séquito permanecían en cautiverio en la casa del Empecinado en Castrillejo. Al parecer, el general español De la Cuesta le había ordenado que se la entregase y nuestro hombre desobedeció, lo que acabó en tragedia, porque los vecinos asaltaron la casa en busca del botín que sospechaban que la mujer llevaría consigo. 

Por estos incidentes, fue hecho prisionero en Burgo de Osma, pero una nueva irrupción de Napoleón en España al mando de cuarenta mil hombres volvió a darle el protagonismo la guerrilla y el Empecinado fue enviado a diferentes escenarios entre Salamanca, el Sistema Central, Segovia, Burgos y La Alcarria. Su actividad en tierras charras fue a las órdenes del general escocés John Moore. Aunque Napoleón lograra en una ofensiva empujar a sus tropas hasta Galicia, donde tuvieron que ser embarcadas, con la muerte de Moore en el campo de batalla, el Empecinado siguió a lo suyo, causando gran quebranto al invasor, que llegó a ofrecer una recompensa de cinco mil duros a quien lo entregase vivo o muerto. 

En este momento, tuvo lugar el episodio de la vida del Empecinado más recordado y que, aunque su biografía haya estado plagada de exageraciones propagandísticas y hechos inventados, parece que es cierta: el secuestro de su madre, Lucía Díez. Como explicó El Correo de Burgos con motivo del bicentenario de la guerra de la independencia, existe una carta fechada en Sigüenza el 14 de febrero de 1810 en la que el protagonista dice: «Una serie fatal de barbaries desvanece mi esperanza: la lóbrega y cruel prisión de mi inocente y amada madre por espacio de seis meses en la real cárcel de Aranda de Duero; en la plaza de esta, nueve prisioneros míos ahorcados, sirviendo de escándalo a la humanidad». El hecho es que, cuando el gobernador francés de Aranda prendió a su madre, el Empecinado contestó amenazando con matar a los cien prisioneros franceses que tenía en su poder. Al final, hubo un pacífico intercambio de prisioneros. 

Pese al heroísmo, en su hoja de servicios hubo de todo. Actuó en numerosos frentes, la mayor parte del tiempo en inferioridad numérica, y cosechó tantos éxitos como fracasos. Desesperó al comandante José Leopoldo Hugo, padre del escritor, liberó ciudades, como Cuenca, también entró en Madrid antes que Wellington o en Guadalajara, pero a los pocos días tuvo que salir de ambas, y de Sigüenza tuvo que huir tirándose por un barranco. Los expertos militares sabrán medir su nivel de éxito. No obstante, es muy llamativa otra cuestión. Cuando O’Donell le ordenó que acudiese con sus hombres a Valencia, amenazada por el general Suchet, la Junta de Guadalajara se negó a que fueran y acabaron a tiros ente ellos. Explica Hernando: «Las fuerzas locales solo deseaban combatir por la defensa de su territorio inmediato». De hecho, en el Alto Jalón el Empecinado tuvo que recurrir al reclutamiento forzoso de aragoneses. Muchos campesinos desertaban si se veían enrolados en un ejército regular lejos de casa. Frente a la leyenda de un nacionalismo español, que se manifestó, sin duda, pero quizá más adelante, está la realidad del labriego que luchaba por su pueblo y su familia. Un instinto mucho más elemental y visto también en uno y mil conflictos, también contemporáneos. 

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Jerónimo Merino, el cura Merino, por Antonio Pirala.

La cuestión es que en 1813 volvió a pelear en la Ribera del Duero en colaboración con el otro personaje clave, Jerónimo Merino, natural de Villoviado (treinta y doshabitantes en la actualidad), pueblo cercano a Lerma. Sacerdote católico, también provenía de una familia campesina. Estaba al cuidado de un rebaño de ovejas y era un excelente cazador. En la invasión napoleónica reunió pastores como él, leñadores y arrieros y formó una partida que actuó sobre las líneas de comunicaciones del ejército napoleónico. ¿Por qué? Tampoco se sabe. Hernando da dos versiones que juzga como improbables. Una trágica, que violaron a su hermana de ocho años de edad; otra jocosa, que los franceses le pusieron de porteador de instrumentos musicales de la banda de un regimiento y lo consideró extremadamente humillante. 

Según el historiador José Antonio Gallego, donde fue ascendido y reconocido fue en Sevilla, donde acudió a llevar correos interceptados por su partida. Allí, el secretario de la Junta Central, Martín de Garay, firmó que ese hombre era «comandante de un partida de paisanos» y tenía derecho a acudir a Castilla a «incomodar y perseguir a nuestros enemigos, levantar gentes, alistarlas, y todo lo demás que pueda contribuir a sacudir el yugo extranjero que sufren aquellos». Según recordaba Mariano Rodríguez de Abajo, amigo y confidente hasta sus últimos días del Cura Merino, la situación en aquel momento era tal que así: 

Entonces hubo una decepción inmensa y una inmensa cólera: entonces en todos los corazones hubo ardor unánime de venganza, una gloriosa fiebre de patriotismo, un irresistible fervor de nacionalismo. Ese pueblo traicionado no conoció más que un deseo, una necesidad: expulsar al extranjero, vivir o morir español. El sentimiento religioso que se calentaba con los ardores de la persecución, se unió pronto al sentimiento nacional contra los franceses. El pueblo vio transformar sus conventos en cuarteles, perseguir a sus monjes, insultar a sus curas; escuchó resonar desde Roma a España el lamento del santo padre desposeído y cautivo como su rey. Napoleón había violado ambas majestades. La excomunión de la Iglesia consagró el odio popular contra el opresor de la patria y sus ejércitos.

En una carta a Fernando VII en 1814, el propio cura hablaba en términos similares: 

… indignado por ver atacados directamente los objetos para mi más sagrados de la religión, rey y amada patria, formé la resolución de sacrificar cuanto poseía en la tierra, y hasta mi existencia natural en tan justa defensa.

Tenía treinta y nueve años cuando salió de su pueblo, del que era párroco, para combatir a los franceses. En un principio, solo le ayudaban dos hombres. Hacía la guerra rutinariamente como los superhéroes, salía por la mañana y luego dormía en casa. Cuando su partida era de ocho hombres, ya se quedó en el campo. Al finalizar la guerra mandaba regimientos enteros. Se dice que nunca fue derrotado en el medio centenar de enfrentamientos que tuvo con los franceses. Cuatro generales, Roquet, Kellerman, Trièbault y Grasien fracasaron al intentar prenderle. Según la leyenda, Napoleón dijo de él: «Prefiero la cabeza de ese cura a la conquista de cinco ciudades españolas». En sus memorias, Félix María Vincenz Andreas, príncipe de Lichnowsky, combatiente voluntario en las guerras carlistas linchado hasta la muerte en Frankfurt en 1848, decía: «No hay un granadero del imperio ni un soldado del ejército de Wellington que no lo conozca». En lo que coinciden sus biógrafos es que su lema de guerra era que, por cada miembro de la Junta de Burgos fusilado, ejecutaría a dieciséis franceses. 

Pese a las profundas diferencias ideológicas, tenía un carácter como el de los partisanos de la II Guerra Mundial. Nunca pidió exacciones pecuniarias a los pueblos y repartió entre sus paisanos el dinero que obtenía en sus victorias. Muy sonada fue su hazaña de capturar ciento dieciocho carros de pólvora, bombas y municiones y arrojarlos al río Arlanza. No usó ni uniforme ni condecoraciones. Vivía al raso, dormía poco, comía modestamente y solo bebía leche y agua. No obstante, el conservadurismo se lo tomaba de la misma manera. Cuando los franceses ya se batían en retirada, la Constitución de Cádiz le daba igual, su objetivo, ya como gobernador militar de Burgos, era reinstaurar la Inquisición. 

Mientras tanto, en su pueblo, el Empecinado solo había obtenido de su papel en la guerra una pensión y el derecho concedido por el rey a firmar con su mote. Con la misma determinación, él tampoco renunció a sus ideales, que eran constitucionalistas. Después de que Fernando VII suspendiera la Constitución en Valencia y comenzara a perseguir y detener a los liberales, el Empecinado le escribió una carta en la que decía que se bajase por un momento del trono y «reciba en sus brazos a todos los españoles sin distinción de colores políticos porque a todos les debe mucho». A su vez, escribió a un periódico en el que hizo una declaración de intenciones: «Yo soy español y nada más, mi partido es la independencia y la libertad de mi patria, y su mayor prosperidad, afianzadas en la Constitución». Como consecuencia, fue desterrado. 

Todo cambió con el golpe de Riego. Ahí el Empecinado, junto a su ayudante Eugenio de Aviraneta, furibundo antiabsolutista, volvió al trabajo y se dedicó a perseguir a partidas reaccionarias, muchos de ellos antiguos subordinados suyos, como el cura Merino. Comenzaba el llamado Trienio Liberal, en el que se impuso al rey la Constitución. El cura Merino vio con dolor y tristeza cómo se ejecutaba a sus colaboradores, como Dámaso Vicente, o fray Mauro, al que le dieron garrote. El afán de venganza, dice el profesor Hernando, dio pie al mito de los curas trabucaires. El cura se echó al monte y las acciones que llevó a cabo en Castilla y la Ribera del Arlanzón se llamaron merinadas. El Empecinado, como perseguidor, y él llegaron a combatir cuerpo a cuerpo, pero el cura logró escapar. 

Sin embargo, había triunfado la Constitución. Podríamos decir que ese iba a ser el happy end de la historia que había comenzado en Cádiz, pero lo que dio comienzo fueron las famosas dos Españas. En Catalunya, en la Seu d’Urgell, se instituyó la Regencia Suprema de España. Su único objetivo, devolver el reino al absolutismo. Este organismo catalán nombró mariscal al cura Merino, que siguió combatiendo con dureza en Burgos, cada vez con más hombres, y refugiándose en Vizcaya cuando venían mal dadas. Durante el trienio, nunca lograron aplacar del todo estos movimientos insurgentes. 

Por esas fechas, el Empecinado, en su vida civil, hacía proselitismo de la historia revolucionaria de Castilla, invocaba a los comuneros y propuso buscar los restos de sus líderes degollados para honrarlos debidamente. Memoria histórica. Mientras tanto, en Europa habían cambiado los vientos, aunque para España siempre soplaban en contra. Ahora se hablaba del «derecho de intervención» para segar de raíz los brotes de liberalismo en cualquier país. España estaba en el punto de mira y hubo una nueva invasión francesa, esta vez de los Cien Mil Hijos de San Luis, con el fin de imponer de nuevo el absolutismo. Aunque hay que tener en cuenta que la entrada de los soldados extranjeros enlazó, según el historiador José Luis Comellas, con las revueltas que estaban protagonizando personajes como el cura Merino y que nunca cesaron de enfrentarse al orden constitucional. 

En contra de la intervención extranjera y reaccionaria, el Empecinado volvió al combate como comandante de las columnas castellanas, realizó entrenamientos de urgencia de sus tropas en Valladolid, pero esta vez no tuvo éxitos. Penosamente, se retiró a Extremadura y, en Coria, fue cercado por… el cura Merino. 

La partida que dio con él estaba bajo las órdenes de Gregorio González Arranz, alcalde de Roa, un pueblo de la Ribera del Duero que, años antes, el Empecinado y el cura Merino habían liberado juntos de los franceses. Lo llevaron hasta allí vejado, expuesto al escarnio público, en una jaula. Fernando VII eligió al juez que se encargaría de su proceso, el corregidor de Fuentenebro, alguien con quien había tenido serias disputas en tertulias (el Twitter de aquel entonces no era menos agresivo). Ya en Roa, el 19 de agosto de 1825, fue llevado a lomos de una burra al cadalso. 

Una versión dice que rompió las cadenas, intentó arrebatarle la espada al ayudante del batallón que tenía al lado y huir abriéndose paso entre la multitud hacia la colegiata de Roa, donde podría obtener a protección eclesial. «Acogerse a sagrado», explican en el pueblo, pero en esos escasos veinte metros le mataron a bayonetazos. Se ahorcó su cuerpo sin vida. Sin embargo, Gregorio González en sus memorias dice que el ahorcamiento ocurrió sin incidentes, salvo que el Empecinado, en los estertores de la muerte, logró lanzar una alpargata a doscientos metros del patíbulo. Riego había sido ahorcado solo dos años antes en las mismas circunstancias en la madrileña Plaza de la Cebada. 

Pudo ser este otro happy end, esta vez conservador, pero otra semilla más ya estaba plantada. España se iba a enfrentar ahora al integrismo católico, un movimiento extremista que sembró el terror por buena parte de la geografía. En 1827, la regencia de La Seu d’Urgell fue tomada como antecedente por campesinos catalanes para denunciar que el rey estaba «secuestrado» por los liberales y afrancesados, y levantarse en armas con objetivo principal, el regreso de la Inquisición, y otros secundarios, reformas absolutistas no cosméticas. Fue la Revuelta de los Agraviados o Malcontents. En 1833, con el pretexto de la controversia sucesoria y la ley sálica, ese integrismo católico que ya se había manifestado violentamente se materializó en el movimiento carlista. Fuertemente arraigado en País Vasco, Navarra y Catalunya, en la disputa por el territorio castellano tuvo al Cura Merino de regreso. Ahora como mariscal de campo hasta alcanzar el cargo de comandante general de Castilla la Vieja. 

A partir de ahí, se convirtió en un objetivo de la propaganda liberal. Basta como ejemplo este extracto de la obra La fiera de los pinares, o sea la muy célebre renuncia del cura Merino al linaje humano: su sempiterno en los bosques y las selvas, de 1834, publicada en Madrid. 

Soy una fiera: al nacer me tuvieron por hombre, y este error ha labrado el tormento de mi vida y la desdicha de cuantos seres se han visto en la forzosa precisión de conocerme  y de tratarme. La naturaleza me formó velludo: esta sola circunstancia debió fijar a mis ayos y pedagogos, que se obstinaron (bien que inútilmente) en domesticarme. Me embarazaba el vestido, no me hacia mella la intemperie, me tenía difícilmente en dos pies, y mis necios directores empeñados todavía en domesticarme. Huía de las gentes: buscaba con pasión los parajes solitarios, y mis tercos pedagogos rabiaban por presentarme entre los hombres, siempre tenaces en domesticarme. Me mostré ceñudo, áspero, incivil, montaraz, duro de corazón, que señalé en mis frecuentes crueldades, y mis maestros cada vez mas estúpidos, siempre ciegos y emperrados en martirizarme.

De la deformación propagandística de su figura hay no pocos estudios. Hasta Pio Baroja lo retrató como un personaje siniestro al que le gustaba más el sable que el crucifijo, aunque hay historiadores que creen que estudió Filosofía y Teología en el Seminario de Burgos y que no era tan brutal, solo que la guerra truncó su carrera como religioso. Sea como fuere, en Castilla durante esta contienda carlista siguió consagrado a la actividad guerrillera, ataques en los que eludía siempre los combates de envergadura. A lo sumo, protagonizaba maniobras de distracción que tenían a las fuerzas cristinas en estado de alerta y tensión. 

Lo llamativo es que era un sexagenario por aquel entonces. Dormía al raso, iba cubierto de andrajos y estaba en constante movimiento para no ser rodeado en una guerra en la que todo guerrillero carlista que se prendía en Castilla era ejecutado sin miramientos. Solo se reconocía como tropa regular al Ejército del Norte, no a las partidas. Su exterminio era sistemático.  

La paradoja es que el irreductible cura solo causó baja cuando recibió una coz de su caballo, que al parecer no reconoció su voz cuando se acercó por detrás. Hasta ese momento, 1835, su balance no fue destacado en lo militar, no logró grandes victorias en Castilla, pero sí envió un gran número de voluntarios de la zona al norte. Se decía de él que no tenía el respeto de la jerarquía eclesial, pero sí de los campesinos a los que lograba enrolar en su causa, la del absolutismo y la Inquisición. El gran símbolo de aquella desgracia del siglo XIX, el integrismo católico violento, se pudo ver en Roa. El pueblo donde había sido ejecutado el Empecinado; pueblo liberado por el cura Merino y él de los franceses, que luego vio numerosas incursiones del sacerdote guerrillero, fue totalmente quemado en 1840 por el carlista Juan Martín de Balmaseda, nacido en Fuentecén, el pueblo donde el Empecinado vivía con su mujer antes de luchar contra los franceses. Por las fechas, puede que le vieran nacer. 

La figura del Empecinado fue rehabilitada en el Bienio Progresista, en 1855, cuando sus restos fueron sacados de Roa y llevados a enterrar a Burgos. El cura Merino, por su parte, falleció en Francia, en el exilio, tras las sucesivas derrotas del carlismo. Curiosamente, fue el franquismo quien reclamó sus restos, un movimiento político que se fue a buscar sus héroes y mitos fundacionales a los siglos XVI y XVII, y era raro que entrase a las complejidades de siglos más cercanos. Inicialmente, se reclamaron en 1944, pero allí estaban más ocupados con el final de la II Guerra Mundial. Al final, llegaron en 1968. Quiso la casualidad que la «solemne procesión» en la que se portaba a hombros su ataúd se celebrase un 2 de mayo, fecha señalada de la lucha contra el francés, pero también inicio de la gran revolución sesentayochista en todo el mundo. Como en una burbuja, los caballeros laureados que lo enterraban, honraban a un defensor de la Inquisición y el Antiguo Régimen cuando se inició lo que se conoció como «revolución en la mente». 

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2 Comentarios

  1. El general era Antonio Ricardos, no Alonso Ricardos. Y Cataluña y Seo de Urgel se escriben así, puesto que el artículo está en español (y soy catalán, que no me venga con cuentos).

  2. Y no confundir al cura Merino con Martín Merino (también llamado el cura Merino) por intentar cargarse a Isabel II

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