Ciencias

Los límites de la identidad: Recorrer el argumento de Tuvel en sentido contrario (III)

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(Viene de la segunda parte)

Este artículo está originalmente publicado en inglés, bajo licencia CC BY en la revista Journal of controversial ideas, la primera revista interdisciplinaria de acceso abierto, revisada por pares, creada específicamente para promover la libre indagación sobre temas controvertidos y que desde Jot Down recomendamos a nuestros lectores. Puedes apoyar la revista Journal of controversial ideas aquí.

Identificación transespecífica

Pasemos ahora a la segunda reductio ad absurdum, «más allá del transracialismo», que incluye la premisa:

Si debemos aceptar plenamente la autoidentificación trans*, entonces debemos aceptar plenamente (o en gran medida) la autoidentificación otherkin y la transcapacidad.

Comenzando con los otherkin: algunos miembros de la llamada comunidad otherkin se identifican como parcial o totalmente no humanos. Los otherkin pueden identificarse como animales o como criaturas míticas, como los elfos. Algunos lo ven como un juego de rol (sobre todo online), pero otros lo entienden literalmente, y unos pocos toman medidas para transformar sus cuerpos y adecuarlos a lo que consideran su verdadera identidad. Esta comunidad ha sido objeto de simpáticos artículos en los medios de comunicación, al igual que el «Furry Fandom», algo más conocido. También hay un pequeño grupo de estudiosos que se toman en serio la identidad transespecie. Puede resultar difícil determinar hasta qué punto se lo toma en serio, ya que la redacción a veces lo hace difícil de descifrar. Un ensayo académico sobre la alteridad dice:

Los otherkin son una subcultura heterogénea en la que los individuos se consideran solo parcialmente -o algo distinto- de humanos. El elemento no humano incluye una variedad de especies reales y ficticias. De hecho, uno de los encantos de la subjetividad otherkin es la desestabilización del binario realidad-ficción que propone su concepto del yo. No se puede establecer una distinción tajante entre lo «real» y lo «imaginario». Al considerar el compromiso otherkin con el «animal», no se trata puramente de una relación imaginaria. El tipo de subjetividad evocada acaba con la diferenciación entre humano y animal. El «otro» de otherkin incluye -pero no se limita en absoluto a los animales- el tipo de otherkin en el que nos centramos aquí y que se conoce como Therian-faery, las máquinas, los personajes de los medios de comunicación, los personajes de anime, los vampiros y las bestias mitológicas. La identidad otherkin no solo puede estar compuesta por combinaciones de dos partes, sino que también puede ser «múltiple», en la que se entiende que la subjetividad está compuesta por numerosas partes de diferentes especies; por ejemplo: rata, humano y elfo simultáneamente. Desde luego, no se trata de un yo totalmente humano.

Se podría sospechar que el escritor está adoptando la perspectiva del sujeto por efecto, o por razones metodológicas. Pero sigue hablando de la identidad otherkin como si fuera verídica proponiendo remodelar nuestras nociones de «humano» y «animal» para aceptarla. (por ejemplo, «la principal preocupación aquí es… considerar las formas de subjetividad que se proponen -una «subjetividad» construida sobre la desaparición de lo «humano» y lo «animal» como categorías ontológicamente distintas- y la ética que emerge»). El apéndice C de la tesis de antropología de David Proctor de 2019 sobre la alteridad reproduce un folleto de una organización (aparentemente ya desaparecida) llamada «Therianthropy Education and Therapeutic Alliance» (THETA), que promovía la idea de que la disforia de especie es real. El folleto dice:

Cuando estamos deprimidos o ansiosos, podemos sentir que hacemos un mal trabajo como seres humanos, y ser excluidos de la sociedad puede hacernos sentir «menos que humanos».

Para algunas personas, sin embargo, es más que eso. Hay un número pequeño pero significativo de personas en el mundo que son plenamente conscientes de que tienen cuerpos humanos, pero no se identifican con ellos. Sienten que deberían haber nacido en otro cuerpo. Algunas personas establecen comparaciones con los transexuales, que sienten que sus cuerpos no reflejan su identidad de género [sic]. En este caso, el problema no es el género, sino la especie.

A lo largo de su tesis, Proctor reconoce intermitentemente que los otherkin son «biológicamente» humanos. Sin embargo, esto se hace sobre todo para subrayar que los otherkin no perciben que sus identidades biológicas sean sus verdaderas identidades: «El problema central de los otherkin no es que se identifiquen como no humanos, sino que sus cuerpos no coinciden con esa identificación». Algunas personas que se identifican como otherkin modifican sus cuerpos para alinearlos mejor con sus supuestas identidades verdaderas, aunque la mayoría prefiere realizar sus «verdaderas» identidades virtualmente. Proctor parece creer que su interpretación de la realidad es tan legítima como cualquier otra:

En el transcurso de mi trabajo de campo, otros antropólogos me preguntaron con frecuencia sobre el proyecto en conferencias y reuniones, y a menudo recibí una de los dos comentarios siguientes: «Fascinante, pero están locos, ¿no?» o «Intrigante, ¿y crees que se lo creen de verdad o es una especie de escapismo?». Lo sorprendente de estas preguntas (sobre todo de otros antropólogos) no es sólo la escandalosa falta de relativismo, sino que las preguntas nunca se me habrían planteado si hubiera estado haciendo trabajo de campo en el extranjero, en algún lugar lejano marcado por los conceptos de «indigenismo» y «alteridad».

Fuera de esta pequeña literatura pro-otherkin, la relación entre alteridad e identidad trans* no ha sido objeto de mucho debate en el mundo académico, y mucho menos en la filosofía académica, (aunque el número de primavera de 2015 de TSQ: Transgender Studies Quarterly titulado «Tranimalities» explora con aparente aprobación la idea de que «la distinción humano/no humano está inextricablemente ligada a cuestiones de género y diferencia sexual». La cuestión de si la aceptación trans* debería llevarnos a aceptar, o al menos a tomar en serio, la identidad otherkin, sin embargo, sigue generando debate en línea y en los medios de comunicación.39 ¿Por qué no debería LGBTQ+ añadir una «O» para otherkin? A muchos aliados trans* les parecerá vergonzosa la asociación, pero les costará distanciarse del movimiento otherkin por varias razones.

En primer lugar, en general rechazan el «esencialismo» biológico. Algunos incluso dudan de que «hembra» sea un término totalmente biológico cuando se aplica a los humanos. Es fácil ver cómo un aliado otherkin podría decir algo parecido sobre la palabra «humano», dado que está repleta de connotaciones sociales y morales. Recordemos que en la distinción tradicional entre sexo y género, el género es el significado social del sexo. Que yo sepa, no hay ningún término en circulación (todavía) que denote el significado social de especie, aunque este concepto es fácilmente comprensible. Por lo tanto, se abre la puerta a que los otherkin digan que no niegan los hechos biológicos, sino que simplemente desean ser tratados socialmente como algo distinto a humanos (sea lo que sea lo que eso signifique). Podrían decir que rechazan su «especie asignada al nacer».

Los otherkin también pueden imitar el relato de Chappell sobre la identidad trans*, igual que hemos visto que pueden hacerlo los transracialistas. Recordemos que para Chappell, una mujer trans* es un hombre que desea profundamente algo que es imposible: ser (y haber sido siempre) una mujer. Del mismo modo, Chappell dice que los padres adoptivos desean ser los padres biológicos de sus hijos adoptivos, lo cual es imposible. ¿Qué nos impide ver de forma similar los deseos imposibles de otroskin, incluidos los que se identifican como dragones y otras criaturas míticas? Si otros deseos imposibles merecen nuestro reconocimiento y acomodo, ¿qué razón hay para pensar que este razonamiento no puede extenderse a los otherkin?

Por último, los académicos y otras personas que simpatizan con la identificación otherkin ven la otherkinidad como algo continuo con las identidades trans*. Imitan el lenguaje del movimiento por los derechos trans* para enfatizarlo. El Furry Fandom tiene incluso una contrapartida a la transfobia: la fursecution. Aquí está Proctor de nuevo:

Esta disertación tiene un tercer objetivo, ligeramente más político: contribuir a la sustitución de los binarios por los espectros. Vemos esta evolución en la desestructuración del binario hombre/mujer en los estudios feministas y de género, y entre los defensores y activistas LGBT+ y un número cada vez mayor de jóvenes que se identifican como no binarios. …Considero que esta tesis contribuye al proyecto espectral en una doble capacidad. En primer lugar, los otherkin subvierten el binario humano/no humano al no adherirse completamente a ninguna de las dos identidades. En segundo lugar, trabajo activamente para desbancar el binario virtual/real con el espectro de la virtualidad, que se explica en detalle más adelante.

A su favor, Tuvel es una de las pocas filósofas trans* aliadas que reconoce e intenta abordar este problema: «En mi opinión, ¿estamos moralmente obligados a aceptar también la autoidentificación de los otherkin y a reconocer su entrada en una categoría animal de identificación deseada?» Continúa:

No lo creo. Recordemos que, para que una autoidentificación sea aceptada por los miembros de la propia sociedad, se necesitan al menos dos componentes. En primer lugar, uno tiene que autoidentificarse como miembro de la categoría pertinente. En segundo lugar, los miembros de una sociedad tienen que estar dispuestos a aceptar la entrada de uno en la categoría de identidad pertinente. En este punto, creo que es razonable que una sociedad acepte la decisión de alguien de entrar en otra categoría de identidad solo si es posible que esa persona sepa lo que es existir y ser tratado como miembro de la categoría X. Si no existe la posibilidad de acceder a lo que es existir y ser tratado en sociedad como persona negra o como hombre (o como animal), habrá muy pocos puntos en común para que la designación del grupo tenga sentido.

Es una sugerencia interesante que evita reintroducir el esencialismo biológico, pero ¿hasta qué punto es difícil adquirir conocimientos sobre lo que significa ser diferente? Puesto que Tuvel cree que la transición de sexo/género y raza es posible, debe pensar que es posible que una persona trans* o transracial antes de la transición sepa lo bastante bien lo que es ser y ser tratado como alguien de sexo/género o raza diferente, respectivamente, a pesar de carecer de la experiencia vivida pertinente. Así que el listón no puede estar demasiado alto. Quizá sea lo suficientemente bajo como para dejar abierta la posibilidad de que algunas personas con una empatía y un interés extraordinarios por los animales puedan tener ese conocimiento.

Temple Grandin, la escritora y conferenciante que ha abogado por un mejor trato a los animales (así como a los humanos con autismo), afirma tener una visión extraordinaria de la forma en que los animales perciben el mundo. Grandin, que se describe a sí misma como autista «leve», dice que piensa en imágenes, sin narración interna, lo que se acerca más a cómo piensan animales como los caballos. Puede que no haya mucha gente como Grandin, pero es poco probable que los otherkin sean más que una pequeña porción de la población. No sería sorprendente que personas como Grandin estuvieran sobrerrepresentadas entre ellos. Quizá otros que quieran hacer la transición puedan adquirir los hábitos mentales necesarios mediante entrenamiento.

Así que no veo cómo Tuvel puede estar seguro de que es imposible que los humanos tengan suficiente conocimiento de la experiencia vivida por los animales como para identificarse ellos mismos como animales no humanos. Dejo a un lado la cuestión de qué tipo de empatía imaginativa puede ser necesaria para que alguien se identifique como una especie de criatura mítica, pero no creo que Tuvel pueda descartar de plano la posibilidad de que debamos al menos una aceptación parcial a esas personas. Tuvel parece empeñada en decir que deberíamos estar abiertos a la posibilidad de que las identidades otherkin merezcan nuestra aceptación, y quizá no menos que las identidades transraciales y trans*. Esto parece una reductio ad absurdum de su postura.

Identificación transcapacitada

Algunas personas se identifican como discapacitadas físicas aunque sus cuerpos no estén dañados (o no cumplan los criterios clínicos de cualquier tipo de discapacidad mental que afirmen tener, pero aquí me centraré en la discapacidad física). Podemos preguntarnos: si la solución a la disforia de género consiste a veces en someterse a una operación de «afirmación de género» para adaptar el cuerpo a la idea que tiene la persona de sí misma, ¿por qué no deberíamos tener la mente abierta ante la posibilidad de que la operación de «afirmación de la discapacidad» sea precisamente lo que necesitan estas personas? Calificar a estas personas de ilusas parece un cuestionamiento. Elizabeth Barnes intenta dar una respuesta más satisfactoria:

Las personas transcapacitadas creen firmemente que, en cierto sentido, su cuerpo debería ser discapacitado. El caso más conocido es cuando una persona cree que una de sus extremidades no forma parte de su cuerpo, pero el trastorno de la identidad de la integridad corporal (BIID, por sus siglas en inglés)/transcapacidad también puede manifestarse como un deseo persistente de paraplejia u otras discapacidades específicas. Por lo general, las personas transgénero son completamente normales desde el punto de vista psicológico, pero hacen todo lo posible, a veces poniendo en peligro su vida, para que su cuerpo se ajuste a la idea que tienen de cómo debería ser su cuerpo.

En el caso de la transcapacidad, una persona se autoidentifica (muy fuertemente) como discapacitada, y normalmente lo ha hecho desde la infancia o la adolescencia temprana. Pero ese autoconcepto no coincide con cómo es su cuerpo, por lo que hará grandes esfuerzos para que su cuerpo se ajuste a su autoconcepto. Tal vez resulte controvertido decir que las personas transcapacitadas quieren convertirse en discapacitadas y a menudo lo consiguen, pero que antes de someterse a un procedimiento de modificación corporal no son discapacitadas. Es decir, no creo que su autoidentificación como personas discapacitadas sea suficiente para convertirlas en discapacitadas.

Para insistir en este punto, cabe señalar que las personas trans no se identifican como discapacitadas en abstracto. Se identifican como personas con una discapacidad concreta: como amputados, parapléjicos, etc. Y, en general, no creemos que las personas puedan ser discapacitadas en abstracto. Se es discapacitado por tener una discapacidad u otra. Pero habría que hacer una revisión conceptual muy profunda para afirmar que, antes de la transición, las personas discapacitadas son realmente amputadas, parapléjicas, etcétera. Por eso me inclino a decir que, antes de la transición, no son discapacitados.

En este contexto, la palabra «pretransición» puede estar más cargada de significado y constituir una concesión mayor a la transcapacidad de lo que Barnes cree, ya que la analogía con la transición de género implica que la persona en transición ha sido «discapacitada» en algún sentido profundo todo el tiempo. Y eso podría sugerir que la cirugía tiene un lugar legítimo para «transicionar» deliberadamente a las personas hacia la discapacidad sin que se logre ningún propósito médico. El argumento de Barnes sobre la identificación concreta frente a la abstracta no ayuda a la persona que intenta distinguir la transcapacidad y otras categorías de identidad dudosas de la identidad trans*. Al fin y al cabo, nos identificamos con sexos/géneros, razas, especies, etc. concretos.

En cuanto a la revisión conceptual: muchas personas piensan que se requiere «una revisión conceptual bastante extrema» para decir que un hombre que no se ha sometido a ninguna operación quirúrgica y que ni siquiera tiene apariencia femenina puede considerarse «mujer» sin ninguna cualificación solo en virtud de su autoidentificación. Entonces, ¿por qué las consideraciones conceptuales justifican la exclusión en un caso y no en el otro? ¿Qué determina cuánta revisión conceptual es demasiado tolerable, aparte de intuiciones lingüísticas que muchos otros, y quizá la mayoría de la gente, no comparten?

Aquí hay una dificultad general. Los aliados trans* tienen que ser muy revisionistas con respecto al concepto de género, sobre todo para dar cabida a las identidades de género no binarias. Muchos adoptan la actitud de que si nuestros términos y conceptos ordinarios excluyen las identidades trans*, tanto peor para ellas: deberíamos arreglarlos o «mejorarlos». Por otro lado, no quieren que otros sean demasiado revisionistas sobre nuestros conceptos de raza, especie o discapacidad. Tampoco permiten que esas categorías de identidad cuenten como identificaciones de género no binarias (algo que podríamos hacer si estuviéramos dispuestos a ampliar un poco más nuestra noción de «género»). Así que son revisionistas semánticos y conceptuales cuando se trata de género (por ejemplo, un pene no es más «masculino» que «femenino»), mientras que insisten en el conservadurismo semántico/conceptual en otros contextos para tener vía libre a la hora de excluir cualquier identidad con la que les resulte vergonzoso asociarse.

La estipulación de que una identidad discapacitada legítima requiere el reconocimiento de los demás tampoco sería de ayuda. ¿El reconocimiento de quién es necesario? Supongamos que existe una comunidad de personas que se identifican como transcapacitadas. ¿Bastaría con su reconocimiento? Si no es así, ¿por qué no? Es un juego de preguntas decir: «¡Porque no son discapacitados de verdad!». También parece posible que alguien que se identifique como discapacitado convenza a la comunidad pertinente de que lo es mediante fraude. Un fraude exitoso no deja de ser un fraude.

Una respuesta algo mejor es apelar a consideraciones prácticas. Las plazas de aparcamiento reservadas a los discapacitados son para quienes realmente tienen problemas para desplazarse. Permitir que cualquiera se identifique como «discapacitado» amenaza con saturar estos recursos a expensas de quienes los necesitan. Pero nótese que esto es similar a las preocupaciones que las feministas críticas con el género han planteado sobre los espacios específicos para mujeres, sobre los que también parece haber un conflicto de intereses. Si esas objeciones no son fatales para la inclusión trans*, entonces no está claro por qué deberían serlo. Si los recursos limitados nos impiden aceptar plenamente a las personas transcapacitadas, al menos deberíamos hacer todo lo posible por aceptarlas. Ser transcapacitado es muy raro. Puede que siga siéndolo por mucho que la sociedad lo acepte. Quizá si nuestra preocupación por el bienestar de los discapacitados fuera la que debería ser, tendríamos recursos suficientes para acoger a todos los que se identificaran como discapacitados.

Así que parece que también carecemos de una base de principios para tratar las identidades trans* y de transcapacidad de formas radicalmente distintas. La plena aceptación de la primera debería comprometernos a una aceptación parcial -al menos- de la segunda.

¿Modus Ponens o Modus Tollens?

Hasta ahora, este ensayo ha defendido afirmaciones condicionales: si debemos aceptar plenamente la autoidentificación trans*, entonces debemos aceptar plenamente la autoidentificación transracial, y si debemos aceptar plenamente la identidad trans*, entonces también debemos hacer lo posible por aceptar a las personas que se identifican como otherkin y transcapacitadas, aunque, lamentablemente, las consideraciones prácticas nos impidan conceder a todas estas personas una aceptación plena en todos los contextos. Tuvel se muestra escéptica con respecto a la autoidentificación como otherkin e, imagino, también con respecto a la transcapacidad (aunque, que yo sepa, no ha abordado esta cuestión). Su tarea es explicar por qué debemos rechazar estas extensiones de su razonamiento o decir: «Muy bien, me has convencido, ¡seamos realmente inclusivos!». ¿Qué debería decir en respuesta a esta línea sobre hacerse cargo de esta situación?

Que la inclusión no debe ir en detrimento de la verdad. Y la verdad es que ser mujer, o negro, o discapacitado, o no humano, no es una cuestión de autoidentificación. ¿Cómo puedo saberlo? Aquí tengo que apelar a la intuición, tanto sobre el significado de las palabras como sobre las cosas a las que esas palabras se refieren. Esto es inevitable. No debemos esforzarnos por dañar la imagen que la gente tiene de sí misma ni sus creencias más arraigadas, pero tampoco debemos afirmar lo que no es cierto y, desde luego, no debemos presionar a los demás para que lo afirmen. No se trata simplemente de afirmar la verdad por la verdad: a menudo, ignorar la verdad tiene consecuencias terribles, como les ha ocurrido a aquellas personas que sienten que adultos motivados ideológicamente les metieron prisa para que siguieran un tratamiento de «afirmación de género» cuando eran jóvenes con disforia de género, lo que les provocó la esterilización y otros efectos secundarios muy negativos.

Este argumento que parece ingenuo tendrá una respuesta que parece sofisticada. Tomando prestado un ejemplo de Robin Dembroff, puede que fuera cierto que los negros bajo las leyes de Jim Crow no tuvieran derecho a votar, pero era injusto que así fuera. Del mismo modo, puede ser cierto que las mujeres trans* no sean «realmente» mujeres, pero eso es solo porque necesitamos un concepto de «mujer» que sea menos excluyente. En la terminología de Dembroff, tanto las afroamericanas privadas de derechos como las mujeres trans están ontológicamente oprimidas porque están excluidas de los tipos sociales dominantes. (Nótese que también podríamos decir que los transracialistas, los otherkin y los discapacitados trans están «ontológicamente oprimidos» en virtud de su exclusión de las concepciones dominantes de raza, especie y discapacidad, respectivamente).

El nudo gordiano de verdad aquí, que los conservadores a menudo no reconocen, es que los intereses prácticos, e incluso las creencias morales, importan a la hora de esculpir el mundo en categorías lingüísticas y sociales. Aunque «hombre» y «mujer» se refieran a tipos naturales -varones y mujeres humanos adultos, respectivamente-, podemos preguntarnos por qué es mejor dividir el mundo en esas categorías con fines prácticos. Nuestras categorizaciones pueden ser objeto de crítica ética. Está bastante claro que en la época de Jim Crow había que reformar la categoría social de «votante con derecho a voto». Del mismo modo, es fácil ver cómo una sociedad podría pasar de ver «padre» como un concepto puramente biológico a uno que es pura o parcialmente social (para que quede claro: lo que sigue inmediatamente es especulación para hacer una observación conceptual, no etimología). A medida que los hablantes van reconociendo que lo que más importa, fuera de los contextos médicos, es la actividad de ser padres, la palabra evoluciona de modo que el verbo define al sustantivo: un padre es alguien que es padre, independientemente de que el hijo esté biológicamente emparentado o no. Eso podría ser una buena evolución en la medida en que facilita la cooperación.

Una cosa es decir que, en principio, nuestras categorizaciones de sexo/género podrían criticarse éticamente en este sentido. Otra cosa es hacer esa crítica de forma persuasiva. Ahí es donde han fallado los aliados trans*. En los casos de «votante con derecho a voto» y «padre o madre», los tipos sociales siguen estando relativamente bien definidos después de la revisión. Siguen siendo útiles porque existen criterios objetivos. Si no hubiera criterios para determinar quién cuenta como «padre» más allá de la autoidentificación, la palabra sería inútil. Eso es efectivamente lo que Dembroff quiere hacer con «género». Dembroff quiere que rechacemos «la suposición del Género Real» de que «alguien debería ser clasificado como hombre sólo si ‘realmente es’ un hombre, es decir, sólo si el hombre es un género reconocido y cumple sus condiciones de pertenencia». (Nótense los signos de miedo alrededor de «realmente es»).

El problema, según Dembroff, es que «hombre» es una categoría social con unas condiciones de pertenencia injustas. Sin embargo, Dembroff nunca nos dice cuáles serían las condiciones de pertenencia justas, y parece que Dembroff consideraría opresiva cualquier definición que limitara la autoidentificación (o cualquier cosa que limitara la autoidentificación de un modo que no fuera del agrado de la comunidad trans*). Pero sin un contenido que, en principio, pudiera excluir a algunos hombres autoidentificados, es difícil ver cómo el concepto «hombre» tiene sentido o es útil, incluso para los hombres trans* cuyas autoconcepciones como hombres deben tener sentido para ellos mismos y para los demás. El impulso hacia la inclusividad, llevado a este extremo, es por tanto contraproducente. Una vez que el término «hombre» se define de forma tan amplia, no queda nada sustancial con lo que identificarse. El precio de la inclusividad universal es la vacuidad.

Obsérvese también lo antisocial que es esto: insistir en una norma de autoidentificación ilimitada para la inclusión en alguna categoría social es dar a cada individuo poder de veto sobre su contenido y, por tanto, rechazar toda negociación sobre el significado y la importancia de la categoría. Si nada limita mi capacidad para identificarme como hombre, o negro, o humano, o discapacitado, o lo que sea, entonces no tengo motivos para preocuparme por las percepciones de los demás, ni siquiera de todos los demás. Mi sentido de la identidad personal es lo único a lo que tengo que prestar atención cuando decido qué etiquetas aplicarme. Por lo tanto, no solo falla este argumento ético a favor de la autoidentificación ilimitada, sino que la práctica de adoptar una autoidentificación ilimitada para alguna categoría de identidad está en sí misma potencialmente sujeta a una potente crítica ética.

Ahora podríamos pensar que si no podemos dejar abiertas las definiciones de «hombre» o «mujer» (o «negro» o «humano», etc.), al menos podemos definirlas de la forma que sea más inclusiva. Recordemos el principio de Tuvel: «Generalmente, tratamos mal a las personas cuando les impedimos asumir la identidad personal que desean asumir». El calificativo «generalmente» implica que hay límites a esto, pero Tuvel nunca explica cuáles son.

El principio de Tuvel se enuncia engañosamente como una expresión de deberes negativos. En realidad, «no impedir a la gente» que asuma las identidades que desea asumir requiere una participación activa. La inclusividad trans* exige que las mujeres deportistas estén dispuestas a participar frente a competidores masculinos (o abandonar el campo), y que las mujeres en general compartan con los hombres espacios antes exclusivos para mujeres (o abandonen esos espacios). Requiere que personas de todos los sexos se refieran a algunos hombres con pronombres femeninos y, ocasionalmente, que utilicen pronombres no estándar. Cumplir estas normas lingüísticas puede parecer un inconveniente trivial, pero a veces se hacen cumplir con consecuencias que no son triviales.

Si el principio de Tuvel solo se refiere a la no injerencia, entonces no contribuye mucho a la afirmación de que debemos a las personas trans* y a otras personas la plena aceptación (a menos que debamos entender «no injerencia» de una forma inusualmente amplia). Si lo entendemos en el sentido de que tenemos el deber positivo de afirmar las identidades de los demás, entonces tiene un millón de contraejemplos. El cascarrabias de al lado no tiene derecho a que nadie afirme su condición de músico brillante, por mucho que el concepto que tenga de sí mismo dependa de esa creencia. Los creyentes religiosos no tienen derecho a que los no creyentes afirmen sus creencias. Esto podría suscitar la objeción de que estas cosas no son «identidades» del tipo pertinente. Pero especificar «el tipo relevante» sin trivializar el principio no es fácil.

Algunos podrían pensar que si el principio de Tuvel impone cargas a algunos de nosotros, al menos disminuye la carga sobre los no conformistas. Yo no estoy tan seguro de esto. Los aliados trans*, y los de la izquierda política en general, tienden a ver la represión como el gran enemigo de la felicidad. Pero las cosas pueden ir demasiado lejos en la otra dirección. Cuanto mayor es el alcance de la autoidentificación, mayor es la carga de autodefinición que recae sobre el individuo, y más tenemos que decidir cuando decidimos: ¿Quién soy realmente? La ansiedad que conlleva la libertad de plantearse tales preguntas no es una bendición sin paliativos. El deseo de minimizar la represión podría exacerbar inadvertidamente la anomia. El deseo de minimizar la represión podría exacerbar inadvertidamente la anomia. No sé si esto está ocurriendo, ni en qué medida, pero la cuestión merece ser explorada.

Conclusión

La idea de que debemos aceptar plenamente la autoidentificación trans* nos compromete a consecuencias absurdas. La mayoría de nosotros reconocemos que existen límites a nuestra autoridad en primera persona sobre nuestras propias identidades. Si lo que he argumentado es correcto, entonces tenemos que considerar seriamente que lo mismo puede ocurrir con el sexo/género: ser hombre o mujer es una de esas cosas sobre las que carecemos de autoridad en primera persona.

No he escrito este ensayo con la intención de angustiar a nadie, y espero que nadie se sienta angustiado. Lo escribí porque el discurso académico sobre la identidad, y las cuestiones trans* en particular, está empobrecido. Dembroff escribe que «la situación de la filosofía es, para ser francos, una enorme, compleja y espinosa basura transgénero». Esto es correcto, pero por razones diferentes a las que Dembroff tiene en mente. El principal problema es que una minoría se ha esforzado con éxito por convertir el tema en radiactivo. Nadie quiere el tratamiento que ha recibido Tuvel. Como consecuencia, no se ha prestado suficiente atención a los límites de nuestras identidades. Este ensayo pretende ser una corrección tardía. Si genera respuestas que nos ayuden a pensar con más claridad sobre el sexo/género y otras formas de identidad, entonces habrá servido a su propósito.

Agradecimientos

Me gustaría dar las gracias a los editores y a los dos árbitros anónimos por sus comentarios extraordinariamente útiles. También me gustaría dar las gracias a quienes han aportado comentarios y consejos útiles sobre borradores anteriores de este artículo. Ya saben quiénes son.

En este artículo se utiliza trans* como abreviación de transgénero

Se pueden consultar las referencias en el documento original.

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