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Mil formas de decir «estoy pasando hambre»

Mil formas de decir «estoy pasando hambre»
Varios soldados italianos capturados durante la Primera Guerra Mundial, 1916. Fotografía: Getty.

Las cartas de los combatientes y prisioneros de la Primera Guerra Mundial fueron en su momento un boom comunicacional. Nunca se había escrito en cantidad semejante, ni en volumen ni en frecuencia. Según la investigación histórica, circularon en ese periodo cuatro mil millones de cartas solo en Italia; en Francia, diez mil millones, y en Alemania, treinta mil millones. El Imperio austrohúngaro tomaba nota del fenómeno.  

En septiembre de 1915, el joven lingüista austríaco Leo Spitzer fue asignado a la oficina central de la censura postal del ejército imperial. Como él mismo explica, su tarea consistía en revisar y «subsanar», es decir, «volver irreconocibles», ciertas alusiones en las cartas que los prisioneros italianos hacían llegar a sus familiares, o devolverlas al remitente, que comprendía así muy pronto la prohibición fundamental: decir «tengo hambre». «Podían solicitar envíos de alimentos, pero no se les permitían las expresiones exageradas de hambre». Las razones eran de defensa militar; el régimen de los Habsburgo no quería ser acusado de violar las convenciones internacionales sobre el trato debido a los prisioneros de guerra. 

Al escritorio de Spitzer llegan hasta cien mil cartas en un día, escritas en su mayor parte por personas con un ínfimo entrenamiento en lectoescritura que alternan el italiano con alguna forma dialectal o con otras lenguas (el alemán en su variante austríaca, húngaro, español) y que proponen ortografías insondables. Durante dos meses, al término de su trabajo, Spitzer copia cientos de cartas, enteras o en fragmentos. De ese material nace el ensayo Die Umschreibungen des Begriffes «Hunger» im Italienischen (Las paráfrasis del término «hambre» en italiano), publicado en 1920 como suplemento del Zeitschrift für Romanische Philologie, y reeditado por De Gruyter al cumplirse el centenario de la primera edición. 

A diferencia de otras colecciones epistolares, de soldados franceses o alemanes, aparecidas en décadas posteriores, las cartas italianas que estudia Spitzer conforman un conjunto más homogéneo porque provienen de prisioneros de guerra e «internados» que son en su mayoría campesinos. Así los describe el historiador Antonio Gibelli: «No son analfabetos, pero tampoco dominan la lengua italiana estándar. Escriben sin estar acostumbrados; la propia guerra los impulsa: necesitan comunicarse por escrito para dar señales de vida, para dar tranquilidad sobre su estado de salud, superar la distancia, pedir ayuda, vencer el hambre, conjurar el olvido, sobrevivir en medio de la privación. Muchos de ellos tienen que hacer un esfuerzo especial para escribir, enfrentarse a dificultades insólitas; producen textos irregulares, a veces sorprendentes, a veces torpes, a veces geniales».

Si bien Spitzer reconoce desde el primer momento el valor documental de las cartas seleccionadas para la historiografía de la Gran Guerra, su trabajo se ciñe —tanto en este ensayo como en sus otros dos trabajos dedicados a la lengua italiana de la «escritura popular» o de la «gente común»— al terreno lingüístico. Analiza los modos de disfrazar el término vedado a través de eufemismos, anagramas, personificaciones, técnicas para encriptar palabras y estrategias de enmascaramiento. Muestra su descontento con algunas fórmulas demasiado básicas («poco sagaces») de camuflaje —la abreviatura inicializada, por ejemplo— y se deja maravillar por las más originales.  

La confusión de las lenguas y de las cartas

Las cartas han sido tradicionalmente fuente de información y a la vez de equívocos. El primer testimonio escrito conservado en el que se menciona una carta, en el Canto VI de la Ilíada, es el de un mensaje que calumnia a su portador sin que este lo sepa y es causa de su infortunio. En la tragedia también aparecen cartas de doble filo (en Ifigenia entre los Tauros, por ejemplo). Las trece cartas atribuidas a Platón e incluidas en el corpus platonicum han sido señaladas, ya desde la Antigüedad, como espurias. Solo una de ellas, se cree, podría ser auténtica, pero la discusión no está saldada ni es fácil imaginar siquiera cuál podría ser la prueba decisiva de su autenticidad.  

Como censor, Spitzer recorre miles de cartas, en su mayoría voces repetitivas, que expresan sentimientos encallecidos por el tiempo en cautiverio, y que buscan la confusión del censor, el equívoco liberador. En su paciente labor de lingüista, Spitzer parece asociarse a esa misma búsqueda. Él observa ese epistolario forzoso, de personas obligadas por el hecho ominoso de la guerra y por la censura que vigila, y parece anhelar él también cierta liberación de esa doble coerción por medio de alguna ambigüedad inadvertida. Una confusión que permita escapar de la circunstancia penosa, aunque sea a través de papeles precarios, signos caprichosos, caligrafías indescifrables.

Su agudeza lo lleva, sin embargo, a adivinar el hambre (la fame) o el comer (mangiare) en las alusiones de los prisioneros al zio Magno, la signorina Uchefem, l’amico Famego, la signora Emaf, Luigi Fammini («mi amigo insufrible, no me lo puedo sacar nunca de encima»), el cuñado Giovanni Lafame («díganle que su hermano está acá conmigo»), la signora Affamaschi, l’amico Smorfi, Umberto Moltafame. En algunas cartas se busca sortear la censura apelando a la jerigonza (l’amico Fasanonlame) o a la escritura al vesre. Aparecen «la pregiatissima signora Scotipa Mefalia» (en la que se reconoce la expresión patisco fame [‘padezco hambre’] seguida por un sufijo) y l’amico Nino Mefangra («no nos abandona jamás»). Al prisionero que escribe a su familia en Pontremoli, diciendo que espera «riverdersi presto per potere mirmafas un po, che adesso nevido un po di dofre e mefa», Spitzer le marca tres intentos fallidos: sfamarsi (‘sacarse el hambre’), freddo (‘frío’) y fame

Otros intentan aludir al tema proscrito con alguna referencia oblicua a sus efectos adelgazantes (los tenientes «Magrini e Stecchetti», «il signor Pansa con il Collea Petito»). O apuntando a las fechas tradicionales de ayuno (la Quaresima, il Venerdì Santo). No faltan algunas catacresis típicas: el hambre como la spazzola (spazzolare = ‘cepillar’ = ‘comer con avidez’) o su presencia como la de l’amico Bolleta (essere in bolleta = ‘estar en la miseria’). Ni las denominaciones alusivas: el hambre como l’amante austriaca, quella che sapete, Faloppa. Así, a lo largo de trescientas cincuenta y cuatro páginas, índices incluidos.

Uno de los prisioneros se aventura en el acervo literario de la Comedia, y refiere a su estado famélico invocando —como al pasar— a Ugolino, el conde della Gherardesca. El que, según sugieren los primeros versos del Canto XXXIII del Infierno, encerrado en la torre, se comió a sus propios hijos. (En su ensayo «El falso problema de Ugolino», Borges señala la intencional ambigüedad poética de Dante respecto del episodio de canibalismo. Nuestro corresponsal en cambio toma partido por el sí en la disputa). En este mismo registro erudito, un soldado que escribe a los suyos en Lodi, en la Lombardía, enhebra esta anécdota para dar cuenta de su situación: «Un famoso médico griego a quien preguntaban cuál era la forma de vivir por mucho tiempo respondía: levantarse de la mesa con apetito. Yo corro el riesgo de vivir más que Matusalén».

Hay por allí un joven que, sublimando apetitos terrenos, escribe a la Biblioteca Braidense de Milán solicitando que le envíen libros en préstamo, ya que «Il pane spirituale ci è indispensabile come quello materiale».

El idioma del secreto

Las cartas con referencias a la alta cultura son la excepción a la regla mayoritaria de la selección de Spitzer, cuyos autores se encuadran más bien en la descripción de Gibelli: «gente común, poco instruida y en gran parte iletrada que había hecho un esfuerzo enorme para acceder en esas circunstancias al medio escrito, y para quienes el uso de la escritura había comportado un esfuerzo desproporcionado en relación con el alcance de sus competencias alfabéticas». 

La censura postal no era patrimonio de soldados y campesinos: en el epistolario entre Benedetto Croce y Karl Vossler (inspirador de algunas ideas lingüísticas de Spitzer), el fantasma de la vigilancia aparece a poco de iniciarse el conflicto bélico. El 4 de octubre de 1914, Croce escribe desde Turín: «Querría discurrir contigo libremente o al menos escribirte sin medir las palabras. Pero la severidad postal impuesta en Alemania me ha tenido hasta ahora, y todavía me tiene, engrillado». La respuesta de Vossler, despachada cuatro días más tarde desde Múnich, desbarata el recelo de su colega italiano, confirmando la censura y a la vez quitándole dramatismo. Empieza así: «Tu carta del 4 de octubre me llegó hoy intacta. Si quieres estar seguro de que tus cartas pasen, deja el sobre abierto».

Obviamente, para los prisioneros o para los internados (desertores, marginados, algunos pacifistas, «los que se habían rendido al enemigo sin luchar»), la situación era mucho menos holgada. Sin embargo, la mirada de Spitzer —gran apasionado por la lengua italiana y por sus dialectos— enfoca otros aspectos del mismo fenómeno: no tanto el patetismo y lo penoso de las circunstancias como el manifiesto progreso que revelan los resultados, en lo específicamente lingüístico y literario.  

En Italienische Kriegsgefangenenbriefe. Materialien zu einer Charakteristik der volkstümlichen italienischen Korrespondenz (Cartas de prisioneros de guerra italianos. Materiales para una caracterización de la correspondencia popular italiana), elaborado a partir del mismo material documental y publicado en 1921, Spitzer escribe: «Da la impresión de que la guerra, como un profesor, asignó a los prisioneros la tarea de elaborar el tema del hambre con el mayor número posible de variantes; y, sin darse cuenta, los corresponsales, ingenuos y aun así tan refinados, llevaron a cabo una labor literaria; sus perífrasis no tienen nada que envidiar a las de cualquier escritor en cuanto a originalidad y riqueza de imaginación». 

Spitzer va más allá de los resultados singulares, individuales. No, no es eso. Lo que busca es una correspondencia más vasta y general entre el particular género epistolar y la lengua que le da vida. «Así como en la literatura clásica y moderna ciertos géneros literarios están ligados a una lengua determinada (la poesía coral de la Grecia arcaica, al dialecto dórico; la poesía épica, al dialecto aqueo; la historiografía del siglo v a. C., al dialecto jónico, o la lírica medieval por excelencia, al provenzal), también aquí, en las modestas piezas de correspondencia privada, la tendencia estilística de la carta se liga en cierta medida a su lengua».

El análisis vuelve entonces a los efectos de la censura, la de su oficina y también la otra, relativa a los usos lingüísticos: «sobre todo la incomodidad que sienten los hombres sencillos cuando se enfrentan a la hoja de papel en blanco». Esta otra inhibición explica, para Spitzer, «cierta reticencia y vergüenza a la hora de utilizar el dialecto». Su pregunta es por qué, tratándose de autores poco habituados al intercambio epistolar en correcto italiano, no emplean en todos los casos el dialecto. Y su respuesta: «porque el dialecto fluye espontáneamente del alma del paisano solo cuando este se siente enteramente libre y a sus anchas». Advierte Spitzer entonces que, en las cartas, la parte escrita en italiano es la que vehiculiza «preguntas y noticias de carácter convencional», mientras que «tras las puertas entrecerradas del dialecto» se despliega toda la intimidad del intercambio: «La comedia del beso robado, la indignación simulada y la rápida conciliación de la Colombina con su Meneghino; el dialecto como el muro que debe impedir al censor intruso escuchar un dulce secreto». He ahí la eficacia liberadora de la Torre de Babel del prisionero de guerra.

Epílogo

En 1922, Leo Spitzer publicó Italienische Umgangssprache (La lengua italiana del diálogo), ensayo en el que buscaba explicar los fenómenos de esta lengua a partir de los elementos propios del diálogo entre dos o más interlocutores. Sus trabajos sobre las cartas de prisioneros se conocieron en Italia en 1976. Su carrera de lingüista lo llevó a las universidades de Marburgo y Colonia, pero el ascenso del nazismo lo obligó a emigrar, primero a Turquía y luego a Estados Unidos (Johns Hopkins University). Siguió escribiendo sobre literatura española (Cervantes, Quevedo, el anónimo «No me mueve, mi Dios…»), francesa e inglesa. En 1936, el Instituto de Filología de la Universidad de Buenos Aires publicó la traducción anotada de la Introducción a la lingüística romance, de Vossler, Spitzer y Hatzfeld, al cuidado de Amado Alonso y Raimundo Lida. Spitzer colaboró también en el Boletín de la Academia Argentina de Letras en los años cuarenta. Siguió trabajando y publicando hasta su muerte, en 1960, y luego se editaron varias obras en forma póstuma. No llegó a conocer el fenómeno de las redes sociales, ni sus escrituras precarias, con tendencia a la repetición y a la homogeneidad, a la formación de nombres, alias y avatares capaces de sortear las censuras reales o imaginarias. Quién sabe qué habría encontrado Spitzer por ahí.

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3 Comentarios

  1. Francisco Clavero Farré

    Muy bueno.

  2. Excelente texto. Felicidades a la autora.

  3. Abel "el bedel"

    Lo único claro que a costa de censurar el hambre de los demás, el censor jamás pasó hambre.
    Hay personajes que como mejor están es olvidados.

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