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La misma cama, la misma mesa, el mismo aguamanil

aguamanil
Fotografía Geerd-Olaf Freyer (CC). aguamanil

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Una tosca, inevitablemente reduccionista manera de clasificar a los jugadores de ajedrez diferencia entre los creativos y atacantes y los exactos y posicionales. Según esta dicotomía, Alexander Alekhine estudiaba y estudiaba para improvisar jugando mientras Raúl Capablanca jugaba (y vivía) simplemente para acertar, como una sucesión lógica brindada por lo inmediato y nada más. Dicen del primero, del ruso, que era un obseso del ajedrez y que escudriñaba el juego sin descanso. Su saber enciclopédico, paradójicamente, le brindaba luego la seguridad teórica para dejar brotar su genio durante las partidas e improvisar y arriesgarse. Por contra, el cubano Capablanca jamás se preocupaba sino durante el juego y lo desarrollaba intuitivamente con máxima economía y eficiencia. Su intensa vida social no le impedía desarrollar luego un ajedrez absolutamente arrollador (campeón con apenas treinta años y mejor del mundo durante siete años seguidos) basado en estrictos principios de conservadurismo y ventajas jugada a jugada. Concentrado, sobre todo, en ir ganando situaciones y neutralizando los movimientos del rival.

Según esta taxonomía, la historia del ajedrez discrimina entre dos grupos. Los Bobby Fischer o Anatoly Kárpov, junto a Capablanca, irían al cajón de jugadores exactos, mientras Mikhail Tal o Garry Kaspárov, Alekhine mediante, responden más bien al biotipo imaginativo. Ya se imaginarán todos los matices y reparos que pueden ponerse a este etiquetado, pero resiste el examen para el caso que nos ocupa.

Entendemos que Stefan Zweig (1881-1942) fue aficionado al ajedrez. El escritor austríaco escribió en sus últimos años de vida su novela más breve y al mismo tiempo una de sus más recordadas: Novela de ajedrez (1941). Su historia es fascinante. A bordo de un barco neoyorquino con dirección a Buenos Aires viaja un ilustre pasajero: el campeón del mundo vigente, Mirko Czentovic. El narrador del relato, anónimo para más señas, advierte emocionado la presencia en el pasaje del mejor jugador del planeta y se propone por todos los medios acceder a él, incluso poder jugar una partida. Sin embargo, las referencias que tiene de Czentovic son desalentadoras: callado hasta lo enfermizo, mezquino, tosco de modales y con hábitos sociales rayanos en lo autista. Un hombre del este europeo con un único talento, incluso una única capacidad intelectual: el ajedrez. «Ni el más avezado de los periodistas logró nunca arrancar ni una palabra aprovechable para un artículo», nos cuenta. La hondura de su ignorancia, decían, solo estaba al nivel de su genio.

Tal y como teme el narrador de la novela, todo acercamiento al campeón será en vano hasta que trama una forma de seducción más propicia. Organiza una partida de aficionados en el salón principal de fumadores que espera atraiga la atención de Czentovic. Dicho y hecho. Roto el hielo, el campeón se presta a una partida al día siguiente previo pago religioso de sus altos honorarios. El duelo se produce entonces con la tremenda excitación de nuestro cronista y todos los aficionados y curiosos que por allí se acercan. Como era previsible, ni una docena de cerebros trabajando en febril cooperación consigue plantearle la más mínima incomodidad al impasible jugador. Ni el más leve apuro. Hasta que aparece él: un misterioso hombre pálido, nervioso, que no puede evitar inmiscuirse en el juego exclamando en voz alta lo evidente del siguiente movimiento; y el siguiente, y el siguiente y el siguiente sin que aún hayan sucedido. Lee la partida con inhumana anticipación y fuerza tablas contra el contrincante que llevaba toda la ventaja y años sin perder un solo encuentro.

Nuestro narrador está entonces completamente envenenado por la intriga. ¿Quién es capaz de desmontar el ajedrez del campeón del mundo? ¿De dónde sale? Por suerte para él, el misterioso jugador se muestra bastante más accesible que Czentovic y acepta una nueva partida al día siguiente contra el campeón… con una condición. Será un único enfrentamiento. Y ninguno más. El último, de hecho, de toda su vida. «Será una prueba sobre si soy capaz de jugar una partida de ajedrez normal». Nuestro narrador no entiende en absoluto a qué se refiere hasta que el extraño hombre pálido accede a contarle su historia.

El señor B (que así se hace llamar) era una suerte de importante funcionario de la Viena imperial. Cuenta que, cuando los nazis llegaron a Austria, arrasaron con todo pero pudo deshacerse a tiempo de la documentación importante. Cuenta que fue detenido por el Reich pero que, lejos de destinarle a un campo de concentración o algo parecido, fue asignado a otro tipo de confinamiento dado que de él no se esperaba trabajo ni exterminio alguno sino información valiosa. «¡Una habitación individual en un hotel! Qué trato más humano, ¿no es cierto? Pero puede usted creerme si le digo que en realidad no nos dispensaban un trato más humano a las “personalidades” cuando, en vez de hacinarnos de veinte en veinte en una barraca helada, nos alojaban en una habitación de hotel individual con una calefacción medianamente aceptable; se trataba únicamente de un método más refinado (…) se limitaban a situarnos en el vacío más absoluto».

El señor B fue, en efecto, encerrado en una habitación escueta sin la menor distracción posible y sometido a periódicos interrogatorios. Así, día tras día. Semana tras semana. Durante meses. Tal era para entonces su ansiedad, el horror vacui al que estaba sometido por no tener cosa alguna con la que ocuparse, que en uno de sus paseos hasta la sala de interrogatorios, mientras esperaba frente a la puerta a ser llamado, adivinó la silueta de un libro en un bolsillo de un abrigo colgado cerca y no dudó en robarlo con la sed del extraviado que corre hacia el oasis. «La sola idea de un libro con palabras alineadas, renglones, páginas y hojas, la sola idea de un libro en el que leer, perseguir y capturar pensamientos nuevos, frescos, diferentes de los míos, pensamientos para distraerse y para atesorarlos en mi cerebro, esa sola idea era capaz de embriagarme». Una vez de nuevo en su celda, sin embargo, el prisionero vio con horror que aquello no era exactamente un libro. Era un manual de jugadas de ajedrez. Sin una sola palabra impresa.

Durante las siguientes semanas, sin mayor asidero que esos diagramas abstractos («e4 a e5; Ac4 a d6»), se dedicó de mala gana, primero, a aprender esa extraña nomenclatura y, luego, a visualizar cada una de esas partidas y movimientos en su cabeza, una y otra vez, hasta memorizarlas al milímetro y recrearlas hasta la extenuación, mañana, tarde y noche. Cuando todo ese proceso mecánico y memorístico se agotó por ya dominado, el alivio que había experimentado durante aquel tiempo se esfumó. ¿Qué hacer ahora, completamente aislado en aquel lugar, con el caudal de su atención, aquel libro de jugadas, completamente agotado? «La misma cama, la misma mesa, el mismo aguamanil». Maldijo aquella habitación y aquel juego que, en realidad, no practicaba desde adolescente. Desesperado, el señor B concluyó (posiblemente sin alternativa) que su única salida era inventar nuevas partidas, esto es, seguir jugando ese ajedrez mental más allá de los límites del libro. Solo había un contrincante posible entre esas cuatro paredes: él mismo.

Para lograr jugar contra sí mismo, el señor B forzó su mente hasta descoyuntarla, disociando su conciencia. ¿De qué otra manera evitar que las negras adivinaran lo que harían las blancas, y viceversa? Se entregó a ello con ímpetu esquizofrénico hasta prácticamente olvidar comer y dormir. Tras meses sometido día y noche a esta febril actividad psicótica, que le arrastraba como una patología irrechazable, acabó en la más ostensible locura y fue finalmente liberado.

Su peor cicatriz no era visible: un conocimiento completo del ajedrez le acompañaría, posiblemente, hasta la muerte.

De este modo, frente a frente, el señor B y el campeón del mundo Czentovic planteaban un antagonismo de implicación fascinante. Porque el genio eslavo era imbatible ante un tablero pero, en ausencia de él, decían, sin poder visualizarlo, tocarlo, llevar uno de entrenamiento en sus viajes, el extraño jugador era incapaz de ver jugada alguna, de enhebrar cualquier acción. Por su parte, el señor B albergaba en su cabeza el juego y podía dominarlo al revés y al derecho sin necesidad alguna de lo concreto, de lo material. ¿Quién poseía el mayor talento? ¿El genio monomaniático de Czentovic, cuyo ser al completo estaba volcado en los escaques, o la maestría universal del señor B, para quien no existía un solo movimiento desconocido?

En la película Whiplash (2014) una orquesta de jazz tiene un batería titular y otro suplente, ambos de un nivel similar de pericia. Por alguna circunstancia, el intérprete titular pierde su cuaderno de partituras y confiesa aterrado al director que no se sabe de memoria la canción que tiene que ejecutar ni es capaz de hacerlo, aunque se la supiera, sin visualizar algo de ella, debido a una enfermedad médica. El suplente no duda en ofrecerse como sustituto, puesto que puede tocar de memoria y no necesita referencia alguna para interpretar el tema al detalle.

Volviendo al principio, en el histórico campeonato del mundo de ajedrez de 1927 se enfrentaban el campeón vigente Capablanca contra el aspirante Alekhine. Definir su rivalidad mediante la analogía de Mozart y Salieri es, además de algo simplista, fruto sobre todo de la escasamente veraz Amadeus (1984), de Milos Forman, pero este paralelismo sí recoge lo esencial de un enfrentamiento asimétrico donde el cubano gozaba de un don que no le exigía demasiados sacrificios y el ruso se afanaba en perfeccionar su ajedrez antes y después de las partidas. En aquel campeonato, celebrado, curiosamente, en Buenos Aires, nadie confiaba en Alekhine vistos los precedentes y dado que jamás había ganado un solo enfrentamiento a su rival. Pero todos los pronósticos se torcieron. Alekhine había estudiado hasta la obsesión el ajedrez de su oponente y dejó de lado su estilo más arriesgado para mimetizarse con el juego de Capablanca y lograr hacerle hincar la rodilla tras treinta y cuatro partidas (veinticinco de ellas en tablas) absolutamente extenuantes que el ruso estaba mucho mejor preparado para soportar. En este caso, el estudio se impuso al talento. Todo un triunfo estratégico.

Al punto, del genio de ficción Czentovic se escribe algo apabullante sobre sus limitaciones: «A los catorce años tenía que contar todavía con los dedos, y leer un libro o un diario le costaba al jovencito un esfuerzo considerable». Como Capablanca, aprendió a jugar cuando solo era un niño mirando a los demás hacerlo. Solo mirando. Un talento que resulta casi sinestésico y completamente indescifrable frente a la prosaica locura de estudiar jugadas y manuales y armar complejas maniobras, una forma de acercamiento que, tampoco nos engañemos, no serviría de nada sin la existencia también del inestimable y rarísimo genio ajedrecístico.

De vuelta, por fin, a nuestro barco hacia Buenos Aires y a nuestra novela de Zweig, no desvelaremos, naturalmente, el desenlace de la partida entre Czentovic y el señor B, verdadero momento cumbre de la historia, aunque sí destacaremos de entre las páginas del libro una frase que desliza el escritor austríaco con especial intención: «El ajedrez es mecánico en su disposición y sin embargo eficaz tan solo por obra de la fantasía». Una aseveración de una ambigüedad y un misterio insondable que reformuló a su manera el campeón indio Viswanathan Anand: «Si pienso, juego mal».

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Un comentario

  1. En la vida real no creo que nadie llegue muy lejos en el ajedrez sólo estudiando teoría -de un solo libro además- y sin tener ningún tipo de rival. Eso de jugar consigo mismo lo intenté alguna vez, pero no tiene mucho sentido, porque siempre sabes cuáles son tus planes. No te puedes engañar. La única forma de progresar en cualquier juego o deporte es enfrentarte a rivales de un nivel superior.

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