Gastronomía Ocio y Vicio

Ese sabor a salitre

sabor a salitre

Las rabas en Santander son un asunto muy serio. Para empezar, si usted en lugar de rabas comete la imprudencia de decir calamares en presencia de algún santanderino, casi con toda seguridad será fulminado con una mirada de fuego, hielo y relámpagos que le helará la sangre. Rabas. Rabas de magano, pescados con guadañeta. salitre

Existe una liturgia alrededor de las rabas que debe ser respetada. Para empezar, jamás se han de tomar con limón, trampa que históricamente ha sido utilizada para camuflar el sabor del pescado en mal estado. Si vienen acompañadas por el cítrico de marras, este debe ser convenientemente apartado y retirado a una esquina del plato. Detengan a ese imprudente e impetuoso amigo que siempre se hace rápidamente con el limón y, agarrándolo como una granada de mano, empieza a rociar con él todo lo que tiene a su alrededor.

Siempre que usted pida rabas, le serán acercadas ingentes cantidades de servilletas de papel y unos palillos. Pero nunca un tenedor, instrumento a todas luces innecesario para disfrutar del sabor de unas buenas rabas. El tenedor, en este caso, es tan adecuado como ir vestido de esmoquin a la lonja. Se usan las manos. El palillo será utilizado exclusivamente en caso de que quemen mucho y siempre como último recurso.

Las rabas siempre se han de disfrutar a una distancia no muy lejana del mar. Tampoco es estrictamente necesario ser salpicado por las olas a cada trago de vermut, pero conviene no estar excesivamente alejado de él. El ejercicio de tomar rabas en una ciudad sin mar es un acto del todo contraproducente que le empujará irreversiblemente a un pozo de nostalgia de difícil salida. En mi época de universitario, mis amigos madrileños, conscientes de mi síndrome de abstinencia, me arrastraban a la plaza Mayor para hacerme probar su famoso bocadillo de calamares y tratar así de paliar el mono que arrastraba. Pero aquello, sencillamente, no era lo mismo. No alcanzaba a comprender qué abyecta razón empujaba a alguien a querer estropear la sutileza de unas buenas rabas emparedándolas entre dos mazacotes de pan seco. Lejos de desistir, alguna que otra madrugada, a última hora de la noche o a primera de la mañana, acababa en El Brillante, una especie de Café Gijón para noctámbulos frecuentado por lo más canalla de Madrid, intentando engañar a paladar, estómago y corazón con su famoso bocata de calamares. Pero nada. No había manera. Necesitaba ese olor a salitre colándose por mis napias para ser feliz. Sin él, me sentía desorientado como un pingüino andando por la Castellana en pleno mes de agosto.

La bebida perfecta para acompañar las rabas es el vermut. De naturaleza traicionera, como su primo el dry martini, y de un bonito color granate, siempre acompañado por una rodaja de naranja, un toque de sifón y mucho, mucho hielo. Dependiendo del sitio en el que se encuentre, se lo servirán en vaso pequeño, en copa de Martini o en vaso de whisky. El contenido y no el continente es lo que importa aquí. Tengan cuidado y recuerden aquello que decía la dramaturga Dorothy Parker sobre el martini: «Me gusta tomarme uno. Dos como mucho. Después del tercero estoy debajo de la mesa. Después del cuarto estoy debajo del anfitrión». Desconfíe del vermú, a fin de cuentas su creación fue un intento fallido de absenta, lo que debería advertirnos claramente de sus aviesas intenciones.

Sitios para tomar rabas en Santander hay muchos y diversos. Dónde encontrar las mejores ya es un tema de mayor enjundia. Más de una disputa entre amigos íntimos he presenciado por este asunto. Si uno pregunta a los más viejos del lugar por las mejores rabas de la ciudad, probablemente le respondan con el nombre de algún bar poco conocido. Tras unas rápidas investigaciones, lo más probable es que uno averigüe que ese bar ya no existe, que se quemó en el incendio de 1942 y que el hombre que lo regentaba murió hace más de veinte años, sin descendencia alguna, llevándose el secreto de sus fabulosas rabas a la tumba. Pero «no había otras rabas como aquellas, chaval. Ni las habrá», le dirá el hombre con plena convicción y los ojos cargados de nostalgia.

Al final, por muchas vueltas que dé, las mejores rabas son las que ya nunca podré tomar. Aquellas que pedía con mi abuela Carmen a la hora del aperitivo, tras acompañarla a la compra, mientras me contaba historias del viejo Santander y ella pedía su Bitter Kas y yo un Trinaranjus, y me explicaba hasta dónde llegaba el mar mientras se me llenaba la nariz, el pecho y la imaginación de mar. O las que tomaba cuando quedaba con aquella chica con el fondo de los ojos como algas y que cuando me miraba hacía sonar en mi cabeza aquel poema de José Hierro: «Abre tus ojos verdes, Marta, que quiero oír el mar». O esas rabas a las que me invitaba mi tío Tell, en el Rampalay, a la salida de misa de once, mientras me contaba algún gol de Quique Setién. O las que pedían los raqueros de la calle Alta, como Muergo, Silda y Cafetera y otros personajes peredianos, tras zambullirse en el puerto por un par de monedas de plata, cuando Santander era un mundo por explorar para esos niños que no eran de nadie, salvo del mar, y andaban por la ciudad como gatos callejeros.

Ese inconfundible sabor a salitre, a sol y a agua, que nunca te abandona y se te queda en el cielo de la boca, donde reside la memoria de los que se comen la vida a bocados.

Ese sabor a salitre que sigo buscando y no encuentro.

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7 Comentarios

  1. Precioso texto, Javier.
    Solo un apunte, el incendio fue en 1941.

    Un saludo!

  2. Y cuando te cansas de las rabas (¿es eso posible?), una de caracolillos…

  3. La hora del vermú del domingo es sagrada. Un par de ellos, (si los puedes acompañar de unos buenos calamares, ya es insuperable), mejoran el día exponencialmente.
    Todavía recuerdo las lágrimas de risa que me caían cuando vi a Faemino este año en directo preguntar en qué círculo del infierno arde el hijodeputa que echa limón a los calamares sin preguntar.

  4. Un bárbaro, un Heliogábalo que dice que el dry martini es un primo del vermut cuando el dry martini es un cóctel de Ginebra con un chorrito de vermut. Seguramente confundido con cierta marca de vermut…

  5. Bah, qué importa el origen del limón?? A mí me gusta la combinación, y ya. Con ése criterio tan ridículo tampoco habría necesidad de consumir vinagretas, escabeches, deshidratados, embutidos, mermeladas y prácticamente todo el resto de toda la cocina tradicional del mundo, que tiene un orígen más práctico que otra cosa, basada al 100% en la falta de calidad de las materias primas y de frigoríficos…

  6. Pingback: Aditivos e impurezas: guerra declarada a la buena cocina | sephatrad

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