La página par Opinión

Manuel Jabois: Lobo

Lo encontró M. deambulando por las calles de Coimbra y frecuentando los flotantes círculos universitarios que reverberan en la ciudad de las francas Repúblicas. Tenía los ojos azules, el pelo rizo y un cuerpo menudo y pequeño por el que colarse entre el gentío del bar de Zè las noches de los miércoles, cuando se atrevían los valientes con la absenta. Estaba atrapado en una edad indefinida que lo situaba entre los 30 y los 50 años. Era de Lisboa y no tenía techo fijo; vagabundeaba lo mismo por la calle que por la vida con un estuche de lápices de colores. Caminaba con unas sandalias oscuras y tenía los pies negros. Fernando Lobo era pintor.

M. lo había acogido en Coimbra con una mezcla de generosidad y extravagancia. Cultivó la ternura con él de ese modo despiadado que le asolaba por momentos. M. pagaba la casa y la comida y Lobo le agasajaba con pinturas de colores hechas en folios, cartones y paredes. Lo conocí pisándose la sombra y doblando las esquinas en las mañanas desiertas y polvorientas de una ciudad que dormía al amanecer, cuando se apagaban las últimas velas de los grandes salones de las Repúblicas. Pronto Lobo fue el centro de gravedad de toda aquella fauna, de todo aquel jaleo de erasmus y malditos, de aquel largo recreo de otoños quejosos, y dos años después M. lo invitó a conocer Pontevedra.

No tardó en enloquecer entre las piedras viejas de la zona monumental, de sentarse en todas las tertulias y de conocer a las muchachas más hippies y bonitas de la Leña y la Verdura. M. era feliz con Lobo porque Lobo volaba solo y no había que estar pendiente de él. A veces se zambullía en un silencio alegre que estiraba tumbándose en la plaza para recrear lo primero que se le venía a la cabeza. Una noche de verano M. me pidió en Sanxenxo que me hiciese cargo de Lobo unos días. Pronto Lobo llenó aquel salón de Sagasta de tubos de cartón, de cartulinas, folios y textos escritos con letrita de adolescente. Eran las botellas que Lobo arrojaba al futuro como mensajes de pálida belleza. Llevaba sus cosas a los bares, y durante unos días puso a la venta en El Baúl varios de aquellos tubos que vendió con facilidad. Cuando estaba sin dinero, Lobo vivía de los demás, y cuando le entraba algo en el bolsillo se iba a una cafetería a desayunar por cinco euros y salía de allí con un par de paquetes de Marlboro con los que invitaba a todo el mundo. Como buen pobre, era aprovechado en la escasez y generoso en la abundancia.

Pero no me acostumbré a escuchar la puerta batida por otro, ni tampoco al desinterés de Lobo al abordar su despedida. A las dos semanas le dije a M. que Lobo debía marcharse porque era absolutamente imprescindible que yo viviese solo. Se había acabado el verano, M. había volado de Pontevedra y el otoño había dejado en la ciudad ese aire de nostalgia que precede a las lluvias frías del invierno. Le di a Lobo dinero para pagarse un billete a Lisboa, pero la mañana en la que se debía haber ido la asistenta se lo encontró durmiendo en el sofá sin querer salir. Volví a casa del trabajo con el peso de aquella culpa en la espalda. Me costó media hora convencerlo e incluso tuve que tirar un poco de él. Ya en la calle me fui y allí quedó con su mochila. Dejó en casa un tubo de colores que tengo colgado en el recibidor, un mural alegre y festivo con aire de portada de Manu Chao y unas poesías en portugués que temo haber perdido en cualquier mudanza.

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