Arte y Letras Literatura

Los vagamundos

Soy reo de los pecados capitales, incluido el más desprestigiado de todos ellos: la avaricia. Por su culpa me han producido siempre desazón las listas de libros que se llevaría uno a una isla desierta. ¡Son tan injustas! En un esfuerzo sobrehumano de concreción incluiría, por cuestiones prácticas, Robinson Crusoe, o el Quijote para no volverme loco; el resto, y dependiendo del número que pudiera tomar, lo elegiría entre los que llamo breviarios, esos libros que no han de leerse de cabo a rabo para conjurar el entretenimiento, la sabiduría y el placer de las divagaciones. Valdrían, a modo de ejemplo, los Ensayos de Montaigne, los Caracteres de Jean de la Bruyère, la Biblia de Dios, el Arte de repensar los lugares comunes de Pedro Mourlane Michelena, el Prontuario de la estupidez y los prejuicios humanos de H. L. Mencken, El diccionario del Diablo de Ambrose Bierce y un libro como Los vagamundos, de Andrés Trapiello, primorosamente editado por Barril & Barral.

De Trapiello podría decirse lo mismo que él dice de Solana: admite mal la pedantería, la retórica y la inanidad académica. Ante todo es un poeta con un gran sentido del humor. Y Trapiello se acompaña siempre de ambas cosas, lirismo y humor, para hablarnos de literatura. No sólo de la canónica en el caso de la española, sino también de la arrumbada por los académicos de la lengua y los profesores universitarios, que en general vienen a ser a la literatura lo que un neurocirujano a las ensoñaciones y los deseos.

trapielloLa labor de acopiar títulos olvidados y autores despreciados por el divino clero de las letras patrias tiene un trasfondo reivindicativo. Y Trapiello siempre lo ha hecho a la contra, desde que se le acusó de fascista en los años 80 por haber reeditado a Rafael Sánchez Mazas. En aquellos tiempos el insulto era más grave que ahora, donde todos somos fascistas por tener opiniones contrarias a las de nuestros semejantes. Por entonces las modas literarias iban por otros derroteros y la corriente vadeaba a los autores próximos, creyendo que atufaban a boina, cocido y gallinejas sólo por haber escrito durante el franquismo o antes de la guerra civil. Para qué hablar de la literatura de los vencedores, contaminada por la propia victoria. El mohín cosmopolita con el que se les desprestigiaba tenía, no obstante, un gran arraigo carpetovetónico en España. Aquella pose no hacía más que acentuar su casticismo. Pollos pera los ha habido siempre. Trapiello, decíamos, se impuso al dogma imperante de esos años. Tuvo que sacar a grandes escritores españoles en las orillas del Rastro porque ninguno había encontrado acomodo en los manuales ni en las páginas de las entonces modernas revistas literarias. Su trabajo editorial en las colecciones de La ventura, Trieste o La Veleta tendría algo de hospiciano de no haber cambiado la resignación cristiana ante su destino por el adecentamiento y la dignidad que recobraron escritores arrumbados.

A todos ellos dedicó Trapiello dos libros fundamentales de nuestra literatura: Los nietos del Cid y Las armas y las letras. De la colmena de avispados literatos, pobres plumíferos, escritores de raza, novelistas, poetas, periodistas y dramaturgos que cruzan sus vidas en esas páginas, se han decantado algunos en artículos de periódicos y revistas o en prólogos. Trapiello los ha ido agrupando todos en libros como Viajeros y estables, Clásicos de traje gris, Sólo eran sombras o Los caminos de vuelta. Este de Los vagamundos es, por ahora, el último de la serie.

Torrente Ballester decía de su estancia en Albany, alejado de España, que sólo la música podía devolverle las imágenes necesarias para su régimen sentimental. Para el nuestro nos basta con esta música que emerge de las páginas de Trapiello, la que logra tañer gracias a Josep Pla, Eugenio Noel, José Gutiérrez Solana, Juan Ramón Jiménez, Benito Pérez Galdós, Enrique Díez Canedo, Manuel Chaves Nogales, Antonio y Manuel Machado, Agustín de Foxá o Leopoldo Panero. Para contar de sus libros Trapiello recurre también a sus vidas, que llegan de nuevo a nosotros no tanto por una “recuperación” o un “rescate” como por una resurrección. Nuestro régimen sentimental necesita de una calma sedeña que nos aísle en ocasiones del tráfago de la actualidad. Nada mejor para conseguirlo que el reencuentro lenitivo con los cafés del 98, con el Madrid planiano -que lo hubo- con la Sevilla negra que recibió de uñas a Noel o el descubrimiento de autores y obras que, por fortuna, todavía no hemos leído. Los vagamundos nos muestran el camino.

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