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Annapurna 1950: la conquista del primer ochomil (II)

de izquierda a derecha
De izquierda a derecha: Louis Lachenal, Jacques Oudot, Gaston Rébuffat, Maurice Herzog y Marcel Schatz.

El alpinista es quien conduce su cuerpo allá donde un día sus ojos lo soñaron.” Gaston Rébuffat

Siempre está más lejos de lo que parece, siempre es más alto de lo que parece, y siempre es más duro de lo que parece.” Las tres reglas del montañismo

La alta montaña no es sino un desierto de roca y hielo sin otro valor que el que nosotros queramos otorgarle. Mas en este terreno, siempre virgen por la fuerza creadora del espíritu, cada uno moldea a su antojo la imagen del ideal que persigue.” Lionel Terray

Al llegar Herzog junto a Couzy y Rébuffat a los pies del Annapurna, se encontraron con Schatz, que había llegado junto a Lachenal y Terray un día antes. El viaje desde Tukuche, tras cuatro días de marcha, había sido impresionante: partiendo del paisaje seco y pardo de Tukuche, cruzando bosques vírgenes, abriéndose paso a machetazos a través de la selva, rodeados de marmotas y monos, de cedros y azaleas, del sol y de la lluvia. Pero siempre, omnipresentes, las colosales montañas nevadas rodeándolos, amenazantes, hasta llegar a la garganta del Miristi Khola, el agitado río que reúne el agua del enorme glaciar norte del Annapurna, donde la más temible de todas ellas los desafiaba.

Terray y Lachenal habían salido a primera hora para explorar la estribación noroeste de la montaña, la vía de ascenso más prometedora por lo que se podía apreciar desde su posición. Cuando volvieron, ya de noche, se encontraron con el resto de la expedición, y aunque muy cansados, volvían sonrientes: “No es exactamente un paseo por el parque”, dijo Terray, “la arista es muy larga, y mientras más avanzas más difícil es”, aunque tanto él como Lachenal creían que, de haber avanzado un poco más, superando varias dificultades, habrían llegado a la meseta superior del Annapurna. El júbilo fue inmediato. El grupo no estaba acostumbrado a encadenar dos buenas noticias, y enseguida volvió la alegría que poco a poco se había ido extinguiendo, en el desgastador mes y medio que había pasado desde su aterrizaje en Nueva Delhi. Herzog llamó a la calma y pidió no echar las campanas al vuelo, pero resultaba difícil resistirse. Con el sueño alterado por la expectación y el rugido de los perennes aludes del Annapurna, hicieron noche con la cabeza puesta ya en la mañana siguiente.

Se separaron en varios grupos para que, mientras unos seguían explorando la arista noroeste, otros buscaran alguna vía alternativa por si la principal demostrara ser inviable. El Annapurna demostró lo colosal de su defensa. Lionel Terray, el más fuerte del grupo y uno de los mejores escaladores de su época —acaso de la historia—, reconoció que en ningún lugar se había sentido tan impotente como en las laderas del Himalaya. Había tramos que ofrecían muchas dificultades, especialmente para los sherpas, que si bien físicamente estaban como mínimo al nivel de los franceses, a nivel técnico les quedaba mucho por mejorar. Pese a aprender rápido, su uso de los crampones y los piolets era todavía tosco, lento e inseguro.

El 22 de mayo, Herzog y Terray tiraron la toalla con la arista noroeste. Llegaron hasta los 5.700 metros de altura para descubrir que seguían muy lejos de la cima. A semejante altura, la atmósfera juega con la percepción de las distancias, y lo que parece estar cerca demuestra estar lejísimos, lo cual los confundió al trazar la ruta desde abajo. Obstáculos descomunales se interponían entre ellos y la cima, que seguía a varios días de distancia. Habían malgastado sus fuerzas y, lo que era peor, cinco preciosos días. Volvieron, moralmente hundidos, al Campo Base.

Mientras tanto, Lachenal y Rébuffat habían encontrado una ruta más central, ascendiendo por el lateral derecho del glaciar, hasta llegar a la pared norte del Annapurna, donde descubrieron que existía un camino entre el hielo y las rocas hasta el llano superior, desde el cual podían atacar la cima. Mandaron a uno de sus sherpas al Campo Base con las noticias y acamparon exultantes. Al fin tenían motivos firmes para creer que la expedición no era un fiasco infructuoso, como habían temido durante tanto tiempo. Lachenal en concreto era un tipo inquieto al que le gustaba la acción, con lo cual le resultó especialmente desesperante el largo proceso de exploración, búsqueda y aproximación a la montaña, pero ahora se sentía cómodo, practicando el juego que más le gustaba. Llegó a escribir en su diario que ese fue el primer día placentero en el Himalaya desde que llegaron.

En cuanto Herzog, ya en el Campo Base, recibió las noticias, decidió mover el campamento de sitio para acercarlo más a la vía descubierta por sus compañeros. Llamó a Couzy: “Vas a tener que hacer una tarea desagradecida…” y le encargó la labor de organizar a los porteadores para recoger el campamento avanzado que habían montado en la ingrata arista noroeste, además de coordinar el desplazamiento del Campo Base al completo hasta su nueva localización, mientras sus compañeros se dedicarían a subir material para colocar los siguientes campamentos, montaña arriba. La engorrosa faena le llevaría varios días y, lo que era peor, le costaría el ascenso a la cima al perderse el proceso de aclimatación a la altura que sí harían el resto de escaladores. Pero nunca se quejó; cumplió a la perfección su cometido dando un ejemplo de sacrificio y compañerismo. El motivo por el que Herzog escogió a Couzy para dejarlo fuera del grupo de asalto no se debía a que no confiara en la capacidad montañista del aquitanense, que estaba fuera de toda discusión. Sin duda, lo eligió por su juventud. Apenas contaba veintisiete años y Herzog no quiso poner su vida en peligro.

Al día siguiente, Terray y Herzog, guiados por un sherpa, ascendieron hasta la posición de Lachenal y Rébuffat, eufóricos: “No hay ningún atisbo de duda: ¡podemos coronar el Annapurna!”. Herzog describió así cómo se veía desde esa posición: “La enorme cara norte con todos sus ríos de hielo brillaba y destellaba bajo la luz. Nunca había visto una montaña tan impresionante en todas sus proporciones. Era un mundo al mismo tiempo encandilante y amenazante, y el ojo se perdía en sus inmensidades”.

La decisión estaba, pues, tomada: Herzog mandó a Sarki, el más fuerte y comprometido de los sherpas, a Tukuche —donde sus compañeros esperaban junto con el grueso del material, la comida y los porteadores— con instrucciones de levantar el campamento inmediatamente y traerlo todo al Campo Base. La llegada del monzón se preveía para el cinco de junio, lo cual les dejaba un ridículo lapso de tiempo de doce días para aclimatar, subir material, plantar los campamentos, lanzar el ataque final y descender. El tiempo apremiaba, y el voluntarioso Sarki lo sabía: si bien para hacer el camino de ida habían precisado de cuatro días, él hizo el camino de vuelta en solo un día y medio. Una proeza que salvaría a la expedición.

No les faltaban motivos de preocupación: carecían de tiempo, el clima era tremendamente variable y lo mismo caía una nevada tremenda que dificultaba sus pasos, que un sol de justicia que deshacía la nieve y desencadenaba una cantidad horrorosa de aludes. Además, estaba el asunto de la aclimatación a la altura, un problema que podía llegar a ser mortal como ya había quedado demostrado en otras expediciones. Maurice Herzog enumeró sus teorías al respecto:

1. La adaptación y la velocidad de adaptación varían en función del sujeto.

2. La adaptación está determinada en gran medida por un entrenamiento previo adecuado.

3. Por encima de cierta altura crítica, distinta en cada individuo y que puede ser progresivamente aumentada, las personas se deterioran —por debajo de esa altura, se recuperan—.

4. Para la mayoría de los integrantes del grupo esta altura crítica debe de estar entre los 4.900 y los 6.000 metros.

Asentaron el Campo 1 a 5.100 metros de altura, a los pies del glaciar norte. A partir de aquí la acción sería frenética. Los cuatro alpinistas franceses, junto a los sherpas, cargando entre 15 y 20 kilos cada uno, se pusieron en marcha. El tiempo había cambiado radicalmente y ahora el sol caía implacable sobre ellos, subiendo las temperaturas hasta el punto de ahogarlos, y obligándolos a hidratarse continuamente para no desfallecer. A un ritmo penoso, siguieron adelante buscando un emplazamiento para el siguiente campamento, que terminaron plantando a 5.900 metros de altura. Todos padecían las consecuencias del cansancio y la altura. Lachenal estaba débil, sudaba a mares y tenía la mirada perdida. Rébuffat sufría terribles dolores estomacales. Herzog, por el contrario, estaba pletórico. Demasiado, quizá, desde el punto de vista de los tres guías profesionales que lo acompañaban, cautos frente a un líder que se veía ya coronando la montaña pese a estar todavía a más de 2.000 metros de desnivel. Él parecía ser el único que se sentía grande en un entorno que los volvía diminutos, meros puntos oscuros en un mar de blancos nieve y hielo, envueltos por cumbres de más de 7000 metros dispuestas a modo de semicírculo dejándoles como única salida el camino por el que habían llegado. A su izquierda, los acechaba la arista este del Annapurna, serrada e inexpugnable, tras la cual se esconden la Gran Barrera y el lago Tilicho. A su derecha, la cresta que une al coloso con su hija, Annapurna Dakshin. El bramido del viento y el rugido de las constantes avalanchas servían como inquietante banda sonora para el cegador espectáculo.

dibujo de la ruta
Dibujo de la ruta seguida por la expedición francesa. Los triángulos señalan los distintos Campos. Bajo la cima vemos el precipicio de la Hoz, con su característica forma – dibujo de D. Molenaar.

A más de 20 kilómetros de ahí, en el más apacible entorno de Tukuche, los franceses no alpinistas habían recibido ya el mensaje de Sarki y habían iniciado el transporte de todo el material camino del Miristi Khola. Mientras el grupo de asalto seguía sus trabajos en la montaña, abajo empezaron a transportar los materiales desde el Campo Base hasta el Campo 2, que yacía en una explanada que los franceses consideraron segura y a salvo de cualquier riesgo de aludes. No contaban sin embargo con la desproporcionada fuerza de los aludes en el Himalaya. Tal es la velocidad que estos desprendimientos pueden alcanzar sobre las gigantescas laderas de sus montañas que los aludes pueden recorrer distancias inimaginables en los Alpes, y uno de estos llegó a alcanzar el campamento, que fue inmediatamente rescatado y recolocado en una zona más protegida.

Las avalanchas son uno de los mayores problemas que ofrece el Himalaya: la nieve que cae durante la noche se derrite durante el día y termina derramándose formando aludes frente a los que nada puede hacer ni el mejor de los escaladores: hay tramos en los que, sencillamente, uno no puede hacer otra cosa que ir lo más rápido posible sobre el difícil terreno, rezar sus plegarias y esperar llegar al otro lado de la zona de riesgo sano y salvo. En el Annapurna hay aludes a diario y su estruendo, que se extiende a kilómetros de distancia, recuerda constantemente al montañista que, ahí, es un mero juguete en manos de la naturaleza.

Pronto el Campo 2 pasaría a parecer un pequeño poblado, a medida que el número de tiendas fue aumentando y depositadas las toneladas de material traído por los porteadores. Oudot, el médico, establecería aquí su enfermería de campaña, a la que pudieran acudir los integrantes del grupo de asalto en caso de tener problemas.

Y los tenían: estaban cada vez más mermados en sus fuerzas, pero al mismo tiempo sabían que no podían perder un solo día. A pesar de las pastillas para dormir que les había recetado Oudot, pasaban largas noches mal descansadas, sufriendo terribles dolores de cabeza que los medicamentos apenas conseguían mitigar. El mal de altura les había arrebatado el apetito y tenían que obligarse a tragar comida para tener con qué seguir montaña arriba. Sus cuerpos empezaban a consumirse y todos empezaban a parecer espectros. Ni siquiera los sherpas, más aclimatados que los franceses, se libraban del mal de altura.

Al día siguiente de montar el Campo 3, el 28 de mayo, Herzog y dos sherpas avanzaron hasta lo que habían llamado “la Hoz”: un gigantesco precipicio de hielo semicircular de doscientos metros de desnivel que representaba el último obstáculo vertical antes de la cima, aún a dos días de distancia. El día era bueno y consiguieron superar las dificultades orográficas con relativa facilidad. Montaron el Campo 4 bajo la Hoz, en un pequeño hueco que los resguardaría del viento y los posibles aludes. Estaban ya a 7.160 metros de altura, y sus cuerpos lo notaban. Incluso los sherpas padecían horribles dolores de cabeza y eran incapaces de probar bocado. Al día siguiente descendieron rápidamente hasta el Campo 3 —sabían ya por experiencia que, así como el ascenso era horriblemente costoso y mientras más subían, peor se encontraban, en cuanto descendían el cuerpo enseguida respondía muy favorablemente—.

Al día siguiente les tocaba a Rébuffat y Terray subir hasta el Campo 4, cargados con 20 kilos de material cada uno. El ascenso fue horrible, bajo una tiránica ventisca que dificultaba aún más su ya de por sí difícil avance. Encontraron la tienda bajo la Hoz montada por Herzog el día antes e hicieron noche, y aunque el plan era avanzar al día siguiente para montar el Campo 5, el extremo esfuerzo les había pasado factura. Estaban agotados, el frío era insufrible, Rébuffat empezaba a mostrar síntomas de congelamiento en los pies, y decidieron descender hasta el Campo 2 al día siguiente para poder recuperarse. Un duro golpe para la expedición.

sherpas en el campo 2
Sherpas acampados en el Campo 2

El grupo más avanzado ahora, entonces, era el formado por Herzog y Lachenal, y a ellos correspondería la doble responsabilidad de montar el Campo 5 y formar el primer grupo de asalto, mientras que Rébuffat y Terray los seguirían a un día de distancia para lanzar un segundo ataque a la cumbre. El objetivo final era que los cuatro alcanzaran la cima. El uno de junio amaneció calmo, y el primer grupo llegó al Campo 4 junto con dos sherpas con tiempo sobrado. Herzog decidió entonces desplazar el campamento hasta la parte superior de la Hoz de inmediato para estar así mejor situados de cara al día siguiente. Escalar la pared de hielo cargados de peso terminó con sus fuerzas. A duras penas pudieron plantar el que llamarían Campo 4b, donde pasarían una noche dura, sin apenas sueño, pese a estar exhaustos.

El dos de junio, los alpinistas apenas pudieron comer nada. El mal de altura atenazaba sus cuerpos, dificultando el plan del día: establecer el Campo 5 a medio camino de la cima, a unos 7.500 metros de altura, bajo la protección de una pequeña cresta de rocas que habían visto desde el Campo Base. Avanzaron raquíticamente, con las piernas hundidas en nieve hasta la rodilla. Apenas podían dar cinco pasos seguidos hasta detenerse, fundidos, para tratar de coger aire y recuperar fuerzas. A su alrededor la vista era magnífica: ese pedazo de planeta desgarrado que es el Himalaya, con sus picos surgiendo con violencia de la tierra. Más allá de ellos, el desértico altiplano tibetano a un lado, y al otro la fértil llanura del sur de Nepal. Solo el Dhaulagiri, a lo lejos, los superaba en altura. El ritmo al que avanzaban era desolador. Cada vez que miraban adelante, la cima parecía no acercarse, y cada vez que miraban atrás, parecía que apenas se distanciaban de sus tiendas de campaña. Por supuesto, todo podía empeorar más aún: cuando al fin llegaron al lugar en el que debían emplazar el Campo 5, encontraron que, al contrario de lo que les había parecido desde abajo, las rocas no ofrecían refugio alguno, ni existía lugar posible en el que montar una tienda. Los sherpas les ayudaron a allanar una pequeña parcela en la nevada ladera, picando con los piolets, y de algún modo consiguieron anclar precariamente una tienda al borde del abismo. Herzog preguntó entonces a los nepalíes si querían hacer noche con ellos en la tienda. Uno de ellos empezaba a sufrir congelamiento en sus pies, y disculpándose profusamente, eligieron descender hasta el campamento anterior, donde Rébuffat y Terray acababan de llegar, recuperados ya y listos para el ataque.

Con la marcha de los sherpas, Herzog y Lachenal se quedaban solos ante la montaña, en su pequeña tienda azotada por el viento y enterrada por la nieve, en la que sería la primera de las peores noches de su vida. Herzog dormía del lado del viento, y la nieve se acumulaba sobre la pared de la tienda, terminando por aplastarlo bajo el peso de la nieve y dificultándole la respiración más aún. Lachenal sufría tremendamente por el mal de altura. El viento y la nieve amenazaban con empujar la tienda, frágilmente sostenida por unos piolets anclados en el hielo, hacia el abismo. No pudieron dormir ni un solo minuto y, cuando al fin amaneció, los dos hombres estaban en un estado precario. Ninguno consiguió reunir fuerzas siquiera para calentar agua para hacerse una bebida caliente. En su lugar, tomaron una fuerte dosis de Maxiton, una conocida anfetamina de uso militar, que probablemente conociera Oudot en la segunda guerra mundial. El uso de anfetaminas entonces era frecuente en los entornos militar y deportivo, y no existía ni la información ni la cultura deportiva antidroga de hoy día, con lo cual el Maxiton era considerado tan legítimo como las aspirinas o la crema de protección solar, aunque no se ignoraba que sus peligros eran mucho mayores (Tom Simpson, el ciclista británico, murió años después en pleno ascenso del Mont Ventoux, en el Tour de Francia de 1967, tras haber ingerido, precisamente, una gran dosis de Maxiton). Pese al efecto energizante de las anfetaminas, les costó horrores abandonar el saco de dormir. Sus movimientos eran lentos y torpes. La altura había hecho estragos con sus cuerpos hasta el punto en que no podían pensar con claridad.

Eran las seis de la mañana cuando partieron rumbo a la cima. Fueron abriendo camino por turnos, haciendo frecuentes paros y jadeando, tratando de arrancarle oxígeno al livianísimo aire existente a 8000 metros de altura. Las horas pasaban sin que tuvieran apenas conciencia de ello. Es muy probable que el efecto de las anfetaminas sobre sus cuerpos exánimes les alterara la percepción y la capacidad de raciocinio. Como luego reconocería Maurice Herzog, el recuerdo de las últimas horas de su ataque a la cima se le torna borroso y apenas logra recordar algunos fragmentos. Tenían la cima por fin al alcance de la vista, pero a esa altura los metros se convierten en kilómetros, y cada paso requiere de un esfuerzo sobrehumano. El cerebro les fallaba y cualquier pensamiento se volvía inasequible; articular palabras requería de un esfuerzo y una concentración tremendos. Se comunicaban con leves gestos y gruñidos. Por vez primera, la idea de morir en esa montaña parecía horriblemente real. Lachenal, consciente de que sus pies estaban congelándose, no quiso correr el riesgo. Agarró a Herzog del brazo, y reunió fuerzas para decirle: “Si vuelvo atrás, ¿qué harás tú?”. Herzog sabía del grave riesgo que suponía seguir adelante, pero también sabía que esta era la última oportunidad que tendrían de vencer a la montaña, y la euforia patrocinada por Maxiton no le ayudaba a tomar decisiones conservadoras. Miró a Lachenal, y miró a la cima: “Seguiré solo”. Lachenal contestó de inmediato: “Entonces te seguiré”, consagrando así su integridad física al servicio del líder de la expedición. Lachenal más adelante quitaría hierro al suceso diciendo que era un “asunto de cordada”, pero lo cierto es que, si hubiera dejado a Herzog seguir solo, este habría muerto casi con total seguridad.

Siguieron adelante sumidos en el bramido del viento, luchando terriblemente a cada paso, mareados, doloridos y moribundos, cada hombre en su infierno. Poco a poco, sin embargo, para Herzog el dolor y el cansancio fueron dando lugar a la euforia y la alucinación:

«Una enorme brecha se abría entre el mundo y yo. Este era un universo distinto, marchito, desierto, sin vida; un universo fantástico en el que la presencia del hombre no estaba prevista, quizá ni siquiera fuera deseada. Estábamos desafiando una prohibición, superando un límite, y aún y así carecíamos de miedo a medida que avanzábamos. Pensé en la famosa escala de Santa Teresa de Ávila».

Seguramente no tuviera que ver con sus visiones tanto el fervor religioso como la sobredosis de anfetaminas, pero entonces, como despertando de un sueño, se dieron cuenta de que la ascensión terminaba ahí. Habían llegado a la cima. Así lo describió Herzog:

«¡Qué maravillosa se volvió la vida! Qué increíble experiencia es alcanzar el propio sueño y, al mismo tiempo, realizarse a sí mismo. Estaba conmovido hasta lo más fondo de mi ser. Nunca he sentido tal grado de felicidad, tan intensa y pura. Esa roca marrón, la más alta de todas, esa cresta de hielo, ¿son las metas de una vida? ¿O son, quizá, los límites del orgullo humano?»

(Continúa)

foto final

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16 Comentarios

  1. Pingback: Jot Down Cultural Magazine | Annapurna 1950: la conquista del primer ochomil (I)

  2. Pingback: Annapurna 1950: la conquista del primer ochomil (II)

  3. Impresionante.
    Me encantan estos relatos.

  4. Fantastico, enhorabuena

  5. Genial genial. Enganchadísimo al relato

  6. Historia de Superación

  7. Excelente segunda parte. ¿El ascenso final a la cima lo inician desde el campamento 5? Porque la distancia parece realmente considerable.

    • David Navarro

      Muchas gracias, DDB.

      Creo que la perspectiva engaña, y hay que tener en cuenta además que en los tramos entre campamentos previos son por laderas muy empinadas y con obstáculos considerables, mientras que el tramo del Campo 5 a la cima es asequible y relativamente llano en comparación.

      Las dificultades en ese último tramo son principalmente la altura, el viento y la nieve, además de que hay que ir y volver en el mismo día, sin olvidar la fatiga acumulada.

      Sí, la verdad que no es precisamente una jornada plácida.

  8. ¡Qué maravilla! Os recomiendo a todos los amantes de la vida el documental «Pura vida», te estremece hasta hacerte llorar; y para todos aquellos que soñemos pero que nos parece imposible llegar hasta allí os recomiendo un blog literario
    http://fulgoresliterarios.blogspot.com.es/

  9. Toneti Chacel

    Espectacular. Estas historias de superación me encantan.
    Buen trabajo!

  10. Absolutamente impresionante!!

    En realidad, al nivel que acostumbráis por aquí.

    Felicidades!

  11. Pingback: Jot Down Cultural Magazine | Annapurna 1950: la conquista del primer ochomil (y III)

  12. Magnífico relato.

  13. Lo que no entiendo es por qué el relato se limita a extraer información del libro, asi también escribo yo articulos interesantes….

  14. Pingback: South face Annapurna | La Nube de Oort

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