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Roman Polanski (V): borrón y vida nueva

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Roman Polanski y su esposa, Emmanuelle Seigner, en 2010. Fotografía: REUTERS / Cordon Press.

Viene de la cuarta parte.

Tras su sonada salida de los Estados Unidos, el acoso de los paparazzis en busca de la primera imagen del «cineasta fugitivo» en París duró poco: días después de su llegada Roman Polanski saldría a escondidas de su casa rodeada de reporteros, y astutamente distribuiría una serie de fotos suyas en las calles de la capital francesa, regalando la exclusiva a una fotógrafa amiga necesitada de algo de dinero. Al desembarazarse así —siquiera temporalmente— de la atención de la prensa, podía pensar fríamente en dos problemas inmediatos: su preocupante situación financiera (tras meses de importantes gastos judiciales) y la prosecución de su carrera. Recordó entonces que, poco antes de morir asesinada, Sharon Tate había leído la novela Tess, la de los d’Urberville (1891) de Thomas Hardy, y se la había dejado en la mesilla junto a la cama, con una nota indicando que ahí había una gran película por hacer. Polanski decidió que había llegado el momento y convenció al productor Claude Berri para embarcarse en el rodaje: sin embargo, no podía rodar en la campiña inglesa de Dorset donde Hardy ubicó su novela al temer ser extraditado a Estados Unidos en cuanto pisara Gran Bretaña. Por este motivo se vio obligado a recrear ese paisaje en Francia, donde podía sentirse seguro (recordemos que nació en París).

Tess (1979) arranca con una secuencia magistral: tras los créditos iniciales, que se cierran con un lacónico y significativo «to Sharon», Polanski presenta (de manera brillante, reforzando con la cámara el carácter fortuito de la situación) el cruce casual entre el atolondrado y humilde padre de Tess, campesino analfabeto y borracho, y un clérigo que jocosamente le toma el pelo sobre sus supuestos orígenes aristocráticos. Esta trivial y aparentemente insustancial conversación basta para sellar el trágico futuro de la inocente Tess, interpretada por Natassja Kinski. A lo largo de tres horas majestuosas, la película transita desde esa ligereza hasta los abismos de la pasión, la culpa y la condena de su protagonista con soberbia naturalidad.

Polanski se rodeó de magníficos colaboradores para recrear el ambiente de la novela de Hardy, pues Berri no escatimó en medios. Tess fue de hecho la película más cara rodada en Francia hasta entonces. Una vez más Gérard Brach coescribió el guion, y la impecable fotografía corrió a cargo del mismísimo Geoffrey Unsworth (responsable del 2001 de Kubrick) que fallecería durante la filmación, siendo reemplazado por Ghislain Cloquet. El rodaje duró más de nueve meses, entre otros motivos porque Polanski se empeñó en rodar en escenarios naturales durante las cuatro estaciones del año para crear así la sensación de paso del tiempo. El resultado es un film visualmente deslumbrante y narrativamente impecable, que posee la aparente simplicidad de las películas redondas.

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Una escena de Tess. Imagen: Pathé Distribution.

Si el rodaje de Tess fue complicado, más lo sería su postproducción. El director describe en su autobiografía interminables luchas con el estudio para aprobar el montaje norteamericano (y se queda a gusto destripando a Francis Ford Coppola, inicialmente contratado por el productor para supervisar, sin éxito, dicho montaje), lo que retrasó más de un año el estreno en Estados Unidos tras una acogida desigual en Europa. Polanski logró finalmente imponer su montaje propuesto y estrenó Tess in extremis en solo dos cines americanos, cumpliendo por tanto el requisito mínimo para poder participar en los Óscar de ese año. Obtuvo entonces seis nominaciones que lanzaron la carrera comercial del film. Paradójicamente, meses después de abandonar el país de tan notoria manera, la recepción de los críticos americanos fue la más entusiasta de su carrera.

Pese al éxito de taquilla, los casi tres años dedicados al rodaje y postproducción de Tess dejaron exhausto al director, que barajó entonces la idea de retirarse definitivamente del cine. Lo haría durante siete años: en ese período proseguiría su carrera en los escenarios, de la que hemos hablado poco por aquí, pero que incluye la dirección de varias obras y óperas en diversos teatros europeos e incluso papeles protagonistas en algunas de esas obras, como el de Mozart en un montaje de Amadeus en el que trabaja por entonces. A este período corresponde también esta fascinante entrevista para la televisión británica, en la que el cineasta repasa su carrera y, directo y frontal, habla sin reservas de sus tragedias personales y sus recientes problemas con la justicia mientras se da un atracón en un lujoso restaurante parisino:

En 1984, consciente de haber vivido más vidas que el común de los mortales a sus cincuenta y un años, publica sus entretenidísimas memorias: Roman por Polanski (Grijalbo, 1985). El éxito del libro llama la atención de un productor tunecino que le hace entonces una oferta difícilmente rechazable: volver a la dirección para acometer el proyecto que lleva años rondando en la cabeza del director polaco: Piratas.

El naufragio de Piratas

En una ocasión Billy Wilder preguntó: «¿Has oído alguna vez a alguien decir: «vamos al Roxy, ponen una película que no se ha salido del presupuesto?»». Un refrán polaco dice: «Cuanto mejor hagas tu cama, más tiempo dormirás». Hay algo en mi carácter que les parece mal a todos los que financian mis proyectos, y es que me preocupo, mientras que otros directores, los que se dan por vencidos y ceden a estos ataques, no se preocupan. Los otros tipos que hacen buenas películas, pongo a Dios por testigo, se salen del presupuesto tanto como yo. Solo que no se sienten mal por ello. Para mí, es todo un trauma. No duermo. Me siento mal, cansado, al borde de un ataque de nervios. (Roman Polanski).

Como vimos en el capítulo anterior, Piratas era un proyecto escrito por Polanski y Gérard Brach en los tiempos del éxito de Chinatown, cuando estuvo a punto de materializarse con Jack Nicholson y el propio director en los papeles protagonistas. Era una gigantesca superproducción que no salió adelante por diferencias de criterio con la productora y por el salario astronómico que pedía Nicholson. Polanski tuvo que aparcar entonces su gran sueño, que era rodar un film de aventuras al estilo del Robin Hood de Errol Flynn, una de las películas más queridas de su infancia.

En 1986 lograría al fin rodar la película, aunque en circunstancias algo diferentes: Piratas sería finalmente una coproducción más modesta rodada en Túnez con un gran Walter Matthau en el papel del pirata Red, pero con un sosísimo actor francés interpretando al joven Renacuajo, el personaje que Polanski se reservó para sí mismo en su día. Tras el estreno, el director tuvo motivos para no dormir y sentirse al borde de un ataque de nervios: la película fue un desastre crítico y comercial absoluto, y recaudó apenas seis millones de dólares de los cuarenta que costó. La debacle estaba justificada: el visionado de Piratas revela a un director nada cómodo en las escenas de acción, sin chispa en los golpes de comedia, torpe en los episodios románticos y globalmente desubicado en el género de aventuras. Es como si la trágica infancia de Polanski lo inhabilitara para ponerse el traje de Spielberg y rodar su propio Indiana Jones. Piratas es, quizás solo con permiso de ¿Qué? (1972), la peor y más aburrida de sus películas.

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Una escena de Piratas. Imagen: Pathé Distribution.

Pero no todo serían malas noticias en este período. Durante la preparación de su desastroso film de aventuras conoce a una actriz y modelo de veinte años: Emmanuelle Seigner. La deportación de su familia a los campos de concentración y el asesinato, casi tres décadas después, de su esposa cuando estaba a punto de dar a luz habían inhabilitado al director para establecer lazos afectivos y formar una familia, al desarrollar un pánico natural a volver a perder a todos sus seres queridos. Con Seigner superaría ese pavor: casados desde 1989, tienen una hija de veinte años y un hijo de catorce.

Seigner trabajaría de hecho en la siguiente película del director, con la que este recuperaría el pulso olvidando los abordajes, las patas de palo y los duelos a espada y volviendo a terreno conocido: el del miedo, la desazón y la angustia.

Hombre solo en París

Protagonizada por Seigner y un inmenso Harrison Ford, Frenético (Frantic, 1988) parte de la premisa con la que Hitchcock hizo escuela: la del hombre ordinario envuelto, a su pesar, en sucesos peligrosamente extraordinarios. Se trata de un impecable thriller, sobre todo en su fantástica media hora inicial: un respetado médico (Harrison Ford) y su esposa (Betty Buckley) viajan a París. Los vemos llegar al hotel desde el aeropuerto a primerísima hora de la mañana, intercambiar gestos de afecto, bromear sobre el jet lag, recordar su luna de miel, que pasaron allí. Tras descubrir que en el aeropuerto les han entregado una maleta que no es la suya, ella llama a la aerolínea mientras él se da una ducha. Al salir del baño, descubre que su mujer no está en la habitación. Tampoco en la recepción del hotel. Ni en la calle. Con dificultad, consigue apenas hacerse entender en francés con un vagabundo borracho, que antes de desaparecer para no buscarse problemas le dice que, tras un forcejeo, su mujer ha sido violentamente metida en un coche. Encuentra entonces tirada en la calle la pulsera de su esposa. Visiblemente alarmado, pide ayuda a los trabajadores del hotel y habla con la policía, que en ausencia de pruebas concluye que la hipótesis más razonable es que se haya ido por voluntad propia, sugiriendo que podría incluso tener un amante. Sin embargo, el protagonista (y nosotros) sabemos que no es verdad. Incapaz de hablar una palabra de francés, solo en la ciudad, sin ayuda ni la mínima idea de quién ha podido secuestrar a su esposa, se agarra en su desesperación a la única pista posible: la maleta entregada por error, que evidentemente contiene el macguffin hitchcockiano a partir del cual se despliega el resto de la historia.

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Una escena de Frenético. Imagen: Warner Bros.

Polanski y Brach construyeron un guion delineado en torno a las constantes del genio del suspense cuyo excepcional arranque no va seguido, como suele suceder en estos casos, de una pérdida total de interés cuando se descubre el misterio, pues el director consigue con esfuerzo mantener el ritmo de la historia. Sin embargo, lo peor de la segunda hora de Frenético es el contraste entre la exhibición de Harrison Ford, pletórico en una de las mejores interpretaciones de su carrera, y la insulsa compañera de aventuras que interpreta la novata Seigner.

Emmanuelle Seigner ha crecido como actriz con los años (como demuestra su excelente trabajo en la recientemente estrenada La Venus de las pieles) pero su inexpresividad y falta de experiencia en sus primeras películas resulta evidente. Frenético bastó para que la crítica se despachara a gusto con ella, afirmando que era poco menos que el capricho incomprensible de un marido inconsciente. Sin embargo Polanski, lejos de amedrentarse por esas opiniones, le dio el papel protagonista en su siguiente película. Un papel extraordinariamente difícil del que pocas actrices podrían salir airosas, pues en el arco de dos horas obliga a transitar de la más virginal inocencia a la crueldad más despiadada y brutal, incluyendo además varios toques de erotismo y escenas de sexo explícito. Y efectivamente, aquello fue demasiado para Seigner. Aunque hay que reconocer también que al menos el desastre no fue total.

Vámonos de crucero, todo irá bien

Basada en una novela de Pascal Bruckner, en Lunas de hiel (Bitter Moon, 1992) unos jovencísimos Hugh Grant y Kristin Scott Thomas interpretan a un matrimonio en crisis que intenta acallar las voces de ruptura embarcando en un crucero de placer, sin saber que lejos de encontrar allí la esperada tranquilidad, conocerán a una pareja (Emmanuelle Seigner y un excelso Peter Coyote) devastada y arrasada por la pasión y la lujuria, lo que los pondrá ante un incómodo espejo y los obligará a enfrentarse de cara a su conflicto matrimonial. El personaje de Grant desarrolla una obsesión morbosa por la historia de esos dos compañeros de viaje, que escucha de labios del marido, un inválido ajado, sardónico y grotesco que se relame de placer al relatar el torbellino sexual en el que se hundió con su seductora pareja, lo que se nos muestra en varios flashbacks rodados en París.

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Una escena de Luna de hiel. Imagen: Warner Bros.

Es terreno abonado para una historia de celos, sexo, culpa, claustrofobia, sentimiento malsano, humor negro y demás ingredientes habituales del cine de Polanski, que este adereza con gusto y placer. Sin embargo, varias cosas fallan en Lunas de hiel: lo más evidente es la incapacidad de Seigner de dotar de entidad a su dificilísimo personaje, que constituye además el eje de la historia y el hilo en torno al cual se tejen todos los conflictos del drama. El film entero reposa sobre ella, y caería como un castillo de naipes si no fuera por la sublime interpretación de Peter Coyote, que anima la función con sus ejercicios de sarcasmo, su sonrisa guiñolesca de hombre arrasado por la vida y su incómoda recreación, casi placentera, del dolor de su desgracia.

Polanski cosecharía algunas de las peores críticas de su carrera con Lunas de hiel, pero se rehízo dos años después con una magistral lección de cine y una de las joyas menos conocidas de su deslumbrante filmografía.

«Un país de Sudamérica, tras la caída de la dictadura…»

En ocasiones me despierto por las noches y me invade la certeza, total e inapelable, de que Ben Kingsley es el mejor actor del planeta. Creo que el motivo es La muerte y la doncella (Death and the Maiden, 1994), basada en la obra de teatro homónima del escritor chileno Ariel Dorfman. Paulina (excepcional Sigourney Weaver) y su marido Gerardo Escobar (Stuart Wilson) son agentes activos de la transición de su país a la democracia tras una cruenta dictadura. Las secuelas de Paulina son sin embargo graves y probablemente incurables: fue torturada por los golpistas y violada en repetidas ocasiones, y ahora vive con su marido en una casa aislada, en medio de la nada, junto al mar (curiosidad: los exteriores están rodados en Galicia), en donde la llegada de cualquier extraño la llena de pavor y despierta en su recuerdo las redadas y las encarcelaciones. Ha desarrollado también una reacción fóbica a una pieza de su músico preferido: Franz Schubert. Se trata de La muerte y la doncella, que su torturador reproducía sin parar durante el tiempo que duró su calvario.

Paulina nunca vio la cara de ese torturador (durante todo su cautiverio tuvo los ojos vendados) pero sí recuerda su voz. Y cree reconocerla en el extraño (Roberto Miranda, interpretado por Ben Kingsley) que una noche de tormenta acompaña a su marido a casa después de que este haya pinchado una rueda. Sus sentimientos se desbordan entonces y reacciona con furia y violencia, atando y amordazando a Miranda ante la sorprendida mirada de su esposo, que no da crédito a su testimonio y lo achaca a sus secuelas psicológicas. También nosotros nos hacemos la misma pregunta: ¿tiene razón Paulina o es todo fruto de su atormentada psique? ¿Está cargando las culpas sobre un hombre inocente o tiene delante a un miserable violador? La colosal interpretación de Kingsley está tan cargada de matices que nunca sabemos a quién tenemos delante.

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Una escena de La muerte y la doncella. Imagen: Columbia TriStar.

Polanski rueda con placer en su escenario predilecto: el lugar cerrado, claustrofóbico, la casa aislada por la tormenta en la que se desbordan las pasiones y se producen cambiantes relaciones de poder entre hombres y mujeres (como en El cuchillo en el agua, como en Cul-de-Sac, como en La Venus de las pieles). La muerte y la doncella revela también su gusto por los films circulares: fíjense bien, pocas son las películas del director en las que la secuencia final no sea un espejo de la inicial: en este caso se nos muestra dos veces a un cuarteto de cuerda interpretando en un teatro La muerte y la doncella de Schubert. En la segunda de ellas, que cierra la película, Polanski ejecuta un ejercicio de impresionante virtuosismo técnico, resumiendo todo el drama en un único y complejísimo movimiento de cámara.

Sin embargo, la gran escena de La muerte y la doncella es un monólogo de Ben Kingsley del que no daremos detalles por aquí (quien haya visto la película lo recordará de sobra), en el que el rostro de Kingsley, en plano fijo, abarca en apenas tres minutos de desnudez total ante la cámara todo el registro de emociones posibles. Son tres minutos imperiales, que por sí solos bastarían para justificar la carrera de cualquier actor, pero que solo están al alcance de intérpretes de su nivel. Que son pocos y se cuentan con los dedos de una mano. Si ya han visto la película, recréense de nuevo. Si no, sepan que esto es un spoiler: aquí está el vídeo.

El siguiente proyecto del director polaco le traería a Toledo de la mano de Johnny Depp.

El diablo en Toledo

Adaptación libre de El club Dumas de Arturo Pérez-Reverte, y con Enrique Urbizu colaborando en el guion, La novena puerta (The Ninth Gate, 1999) fue un film tremendamente irregular que cogió a Polanski en baja forma, incapaz de mezclar géneros con coherencia. La película arranca como una desenfadada y entretenidísima película de aventuras literarias, pero se desinfla en cuanto empieza a tomarse demasiado en serio a sí misma, y finalmente pierde el norte al enredarse con el relato gótico de terror demoníaco. Cuando empiezan los aquelarres nuestra confusión es total.

Pero la capacidad de Polanski para reinventarse tras cada decepción parece inagotable, y en 2002 indagaría en los terribles recuerdos de su infancia para entregar la película perfecta: El Pianista le devolvería a la primera línea tras cuarenta años de carrera, le colmaría de premios y reconocimientos y le pondría en posición de poder seguir rodando películas con bastante libertad creativa. Ello a pesar de que nuevamente viviera con la amenaza de la deportación a Estados Unidos, que volviera a pisar la cárcel y que llegara al punto de tener que montar una película en su propia casa, donde cumplía arresto domiciliario. Lo veremos en el siguiente (y último) capítulo.

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6 Comentarios

  1. Maestro Ciruela

    Polanski es uno de los realmente grandes. Siempre con ese toque suyo tan especial, ese tenebroso sentido del humor, esa visión desencantada y lúcida de la existencia. Su compañera y luego esposa, Emmanuelle Seigner, estaba arrebatadora en este su primer film, una auténtica rompecorazones. No me extraña que el excelente Harrison anduviera detrás de ella por los tejados de París, con riesgo de partirse la crisma. Aunque le doy la razón en que como actriz siempre fue quedando rezagada en relación a sus oponentes, algo debió ver Roman en ella (sí, ya sé, pero me refiero a algo más, víboras) para ponerla al frente de ese casi perfecto artefacto que fue «Frenético». Solo cuatro años después, y con unos kilitos más, pero colocados de maravilla, nos seducía de nuevo y de paso a Peter Coyote y Hugh Grant en “Lunas de hiel”, una de esas extrañas películas que poca gente conoce pero que a mí me encanta. Nuevamente aquí, quedaba desbordada por el gran talento de los dos actores anteriores y la estupenda Krystin Scott Thomas, pero insisto en que su presencia física suplía también, como sucedía en «Frenético» y esta vez en un cometido mucho más difícil, sus evidentes limitaciones actorales. No he visto todavía «La Venus de las pieles» pero me fío de de su criterio al decir que está muy bien como acriz; y es que tanto tiempo al lado de Polanski, se le había de pegar algo bueno, ¿no creen?

  2. Pues Piratas me parece un peliculón de aventuras con Walter en estado de gracia. Eso sí, alguna escena de lucha es un poco «caótica»…pero, en general, un gran film de entretenimiento

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  4. Muy interesante, como siempre. Lástima que no se haya profundizado apenas en «La novena puerta», pues es una película que me encanta, y que a mi entender es mucho más jugosa de lo que aparenta. Esperando con ganas el VI (y supongo que último) capítulo.

  5. Pingback: Roman Polanski (y VI): superviviente

  6. Piratas y ¿Qué? son muy malas, pero para mí la peor y más aburrida de sus películas es La Novena Puerta. Normal, basándose en una ‘cosa’ que ni llega a ‘novelucha’. La verdad es que nunca me he podido explicar cómo alguien pudo plantearse que ahí había una película.

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