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¡Diegoooooo!

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Nápoles, 2017. Una imagen de Diego Armando Maradona en una tienda en el centro histórico de la ciudad. Foto: Antonello Nusca

A estas alturas, no creo que vaya a revelar nada que no esté ya justamente mitificado acerca de Nápoles. De su gente. De su pasión por el fútbol. De su devoción por san Genaro. De su riqueza. De su abandono. De su pizza. De su hospitalidad. De su café. De su nobleza. De su respeto por el pasado, que «siempre fue mejor». Lo que sí es increíble es cómo todo esto se saborea en una idiosincrasia mágica, un día cualquiera. Si no fuera suficiente, esta pasión por la vida se multiplica exponencialmente y se desata al pronunciar el nombre de una leyenda que, aun repleta de pecados, inspira la mayor santidad. Diego Armando Maradona. Para todos, simplemente Diego.

Al viajar de Roma a Nápoles, los ciudadanos de la capital italiana, en realidad, están como en casa, o casi. Cierto es que Roma está en el centro de la península itálica, pero tanto para lo malo como sobre todo para lo bueno su mentalidad está más cerca del sur que del norte del país con forma de bota. Ah, y nunca mejor dicho, en la tierra del Calcio. Pero, claro, puestos a comparar, los napolitanos, a lo mejor, tienen ese plus que nadie tiene, donde está prohibido rendirse. Cuando Roma tira la toalla y pasa a la apatía más indiferente, Nápoles vive y sobrevive. Roma es el testigo de la historia. Pero Nápoles es la irrenunciable pasión por la vida.

«Ningún pueblo me ha amado tanto como los napolitanos. A mí Nápoles me lo ha dado todo». Con estas palabras, Diego Armando Maradona admitió, el pasado julio, el vínculo que le une a la ciudad partenopea, tras recibir el título de ciudadano honorario de la misma. Y es que Nápoles no es una ciudad cualquiera: es anárquica, rebelde, lista, especial y con un corazón grande. En ella se practica el caffè sospeso —el café suspendido, en italiano—, que consiste en pagar de más los espresso que se deseen, para que quien no pueda permitírselos pueda disfrutarlos. Otra dimensión.

Llegamos a Nápoles en coche, aunque conducir por esta ciudad sea casi tan imposible como en Roma. Hablo en plural porque este reportaje no hubiera existido sin el apreciado Antonello Nusca, el fotógrafo que ha creído ciegamente en que esta historia debía ser contada. Por ello nunca le estaré suficientemente agradecido. Aprovecho la ocasión para destacar la valiosa labor de aquellos fotógrafos que, con su pensamiento gráfico y narrativo, impulsan la creatividad de los redactores con los cuales comparten impresiones sobre el terreno, convirtiéndolos sin querer en reporteros. La misión conjunta, en periodismo, es siempre más que la suma de las partes. Y nuestra misión conjunta, que no heroica, es testificar si, treinta años después, Maradona sigue siendo el mesías que, jugando al fútbol, llegó a defender al pueblo de Nápoles en busca de salvación.

Venga, empecemos por un café. «Nosotros somos todo pan y fútbol», nos explica Ciro, camarero de treinta y seis años detrás de la barra del Fukubar, en plenos Barrios Españoles —de los que prácticamente no nos moveremos en ningún momento—, una de las zonas más populares de la ciudad. Tras identificarnos, nos cuenta una anécdota que, según él, resume el día a día de los niños que todavía siguen jugando al fútbol, hoy tal como ayer, desafiando el auge de las tecnologías: «Una vez, hace unos años, en Piazza Mercato, se reunieron unas mil personas, con gran interés, para ver a cuatro equipos con unos cinco chicos cada uno, y que competían espontáneamente entre ellos. Yo los conocía bien, y ninguno terminó siendo profesional. Pero aquel día ellos eran las estrellas y nadie, de los que pasaban, quería perderse el espectáculo. Lo mejor de todo es que a diario vemos niños jugando al fútbol en nuestras calles». Ciro no puede evitarlo, está más que orgulloso de ser parte de la ciudad italiana del fútbol por antonomasia: «Nápoles, para mí, es la Río de Europa».

Ciro, mientras recoge los dos cafés, relata el mejor recuerdo de su vida: «Cuando tenía seis años, unos amigos míos, mayores, alquilaron una Ape —furgón descubierto de tres ruedas de la casa Piaggio— para recorrer las principales calles de la ciudad, entre ellas Via Toledo, para celebrar, a base de saltos y cantos, la victoria del Nápoles». Antes de dejarnos marchar, el camarero, enseñando los antebrazos, admite: «Se me pone todavía la piel de gallina».

El equipo actual del Nápoles está consiguiendo muy buenos resultados, propios de un renacimiento, pero nada tiene que ver con el Nápoles de Diego: «Ese Nápoles fue de leyenda», aclara Salvatore, acompañado por Antonio y Giovanni, en la entrada de un ultramarinos en la calle Vicolo D’Afflitto: «Él jugaba para todo el equipo, y todo el equipo para él». En 1986, Maradona, quien ya llevaba dos años en la capital partenopea, lograba el sueño de todo futbolista: ganar la Copa del Mundo con su selección nacional, en el Mundial de México 86. Aunque, claro, Argentina no es el Nápoles, por muy celeste que sea la equipación.

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Nápoles, 2017. Diego Armando Maradona todavía se considera un dios. Foto: Antonello Nusca

Pero el que terminaría siendo uno de los dos mejores jugadores de la historia del fútbol —ya se sabe, la eterna disyuntiva entre Pelé y Maradona— no sabía lo que protagonizaría para él y para la más pasional de las ciudades italianas. Y es que cuando Ciro, el camarero, tenía seis años, era 1987. No un año cualquiera, sino el año en el que el Nápoles ganaba, por primera vez en su historia, su primer Scudetto, es decir, su primera liga italiana. Nápoles, ese día, fue una ciudad en estado de explosión. Sin parangón alguno. Un auténtico delirio colectivo, que pasará a la historia. Mérito, en buena parte, del optimismo que difundió, e infundió, un pequeño hombre argentino llamado Diego Armando Maradona.

La victoria de aquel año no solo fue una cuestión futbolística. Nápoles, como ciudad, y a través de su —único— equipo, obtenía su momento de gloria, que ya nadie le podía arrebatar. La ciudad más importante del sur de Italia lograba su indiscutible redención social. Por fin, el norte que representaba la Vecchia Signora, la Juventus de Turín, símbolo de la fuerza industrial de la FIAT de Gianni Agnelli, podía ser derrotado. La clasificación de la última jornada de la liga italiana de 1986-1987 quedará con el Nápoles a 42 puntos y la Juventus a 39. Así pues, el tres veces Balón de Oro juventino, Michel Platini, terminará su carrera profesional viendo cómo, desafiando la historia del Calcio, David pudo alzarse nuevamente contra Goliat.

En general, hablar en Nápoles de la Juventus es una traición. En una de las calles principales del barrio en el que nos encontramos hay una pancarta que tiene pinta de estar todo el año colocada y que, a la altura de un segundo piso, cruza de un lado al otro la vía: «Tú, que eres de los Barrios Españoles y apoyas a la Juventus, si na lota [en dialecto napolitano]. A todos los turistas: si os giráis y miráis a vuestra derecha encontraréis la traducción exacta de la palabra lota». Raffaele, el carnicero presente en la esquina, al lado del cartel, nos indica, a la derecha, dónde están las alcantarillas. Lota, en napolitano, tiene un significado muy amplio, que pasa por ‘váter’, ‘suciedad’, ‘asquerosidad’, etc. Pero Raffaele, en honor a la verdad, quiere precisar el mensaje del cartel: «Aquí no odiamos a los juventinos, faltaría más, cada uno que anime al equipo que más le guste. Simplemente no toleramos a aquellos que, siendo de nuestro barrio, comulguen con la Juventus». Bueno, más tranquilizador.

Este sentimiento anti-Juventus, más o menos, siempre ha existido. Sin embargo, se vio multiplicado a la enésima potencia en 2016, cuando el delantero argentino Gonzalo Higuaín, tras tres exitosas temporadas apasionantes con el Nápoles, donde también consiguió convertirse en el mayor pichichi de la historia del Calcio, abandona la ciudad del Vesubio por la Juventus. Traición. Alta traición. Y Nápoles no perdona a quien se vende al mejor postor. Por eso, transitando por las calles de toda la ciudad, hay ejemplos de las numerosas alusiones a la falta de lealtad del argentino en contra de la devoción que los partenopeos practicaron a su favor, aun sabiendo que nunca sería como Maradona. Si Diego sigue siendo una de las figuritas más vendidas en Via San Gregorio Armeno, la calle de los belenes, será por algo. Un comerciante de la célebre vía nos explica: «¿Que por qué la marcha de Maradona al Sevilla no fue lo mismo? Por lo pronto, porque Maradona nunca terminó yéndose a otro equipo italiano, es muy diferente. Lo de Higuaín es imperdonable».

Via Emanuele De Deo, 60. Estamos ante uno de los lugares símbolo de la devoción napolitana por Diego Armando. Aquí, en 1990, cuando el Nápoles ganó su segunda liga italiana, el joven Mario Filardi, vecino del barrio, pintó, tras organizar una colecta popular, la célebre gigantografía que retrata al Pibe de Oro con la equipación del Nápoles de entonces, patrocinada por Mars. Durante veintiséis años —tiempo en el que también se abrió una ventana, sin licencia, exactamente donde se encontraba el rostro de Maradona, en el que siempre permaneció un brillante Swarovski en uno de sus lóbulos— este mural será siempre el símbolo de aquella Nápoles que nunca olvidará a su héroe. Durante los cinco meses anteriores a febrero de 2016, el artista Salvatore Iodice recolectó, con la colaboración de los residentes —quienes aportaron entre cinco y doscientos euros o incluso compraron sus pinturas a precio descontado—, unos mil euros para restaurar, a su manera, la obra ya descolorida tras más de dos décadas a la intemperie. «A su manera» porque, a pesar de sus mejores intenciones, la pintura gigante quedó lo más parecida a uno de los protagonistas de Oliver y Benji. Así pues, en los últimos meses, el artista argentino Francisco Bosoletti, no obstante su negativa inicial de cara a no ofender su predecesor, ha aceptado la invitación de los residentes para intentar, al menos, dibujar nuevamente el rostro de su compatriota. Incluso el propio Salvatore Iodice ha dado su visto bueno tras meditar acerca del deseo popular.

Ciro, de treinta y nueve años, el que trabaja en una de las tiendas de comestibles de Via Concordia, es hoy el inquilino del apartamento que se asoma al rostro de Diego: «Nunca dejamos abierta esa ventana, es demasiado importante para mí. Mi mujer —que está escuchando en la tienda, asintiendo con la cabeza— y yo la abrimos de vez en cuando, en todo caso si es muy temprano por la mañana y no hay gente. La dejamos completamente abierta solo cuando es estrictamente necesario, como cuando tenemos que limpiar». Y añade: «Para mí, vivir en un lugar tan histórico a nivel mundial me sigue pareciendo increíble. Incluso treinta años después». Con cara de satisfacción empieza a contarme, cómo no, aquel día de 1987 que entregó al Nápoles su primera liga italiana.

Cuando el equipo partenopeo ganó por primera vez con Maradona, Antonio, hoy dependiente de una casa de apuestas, tenía nueve años. Ese día estaba con su madre en el San Paolo, el coliseo del Nápoles: «Tras el último partido, nos fuimos a celebrarlo todos juntos por las calles, acabando en la misma plaza donde hoy está el mural de Diego. En aquel momento, me prometí a mí mismo que un día me tatuaría el rostro de Maradona en alguna parte de mi cuerpo». Y lo hará, en 1994, cuando el famoso grito de «Diego» tras su gol en el minuto 60 contra Grecia (4-0) en los Mundiales de Estados Unidos que dará la vuelta al mundo. Mientras me enseña su móvil, repleto de fotos suyas y de su madre con Maradona, y desatendiendo a los apostadores, confiesa: «Tres décadas después nada ha cambiado en mí. Sus goles me han dado toda la satisfacción para seguir soñando en la vida. Yo, con él, renací. Y le estaré siempre agradecido». También Vincenzo, de cuarenta y dos años, propietario de la copistería que está a unos cien metros de la casa de apuestas, tiene tatuado el lado derecho de sus piernas. En una tiene el rostro de Maradona, en la otra, la «N» del escudo del Nápoles: «Siempre hemos sido martirizados por Italia. Él, con su fútbol, dejó a todos sin palabras. Diego se identificaba con nosotros y nosotros con él. En cuanto a sus defectos, todos los prodigios los tienen». Vincenzo aprovecha la ocasión para contar una anécdota bien conocida en Nápoles: «Cuentan las crónicas que, después de los entrenamientos, Diego a menudo seguía jugando solo, rebotando el balón contra la pared. Podía pasarse así horas, disfrutando del esférico. Pasión pura».

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Nápoles, 2017. Un viejo póster de Diego Armando Maradona en el centro histórico. Foto: Antonello Nusca

Ciro, el tercero ya de este reportaje, no vivió todo aquello, ya que nació en 1986. Sin embargo, cuenta con entusiasmo cómo sus padres estuvieron en la presentación de Maradona ante los aficionados del Nápoles en el San Paolo en 1984, cuya entrada costaba mil liras de la época, es decir, cincuenta céntimos de euro. El tercer Ciro, en dos pinceladas, explica mucho: «Una metrópoli desfavorecida en Italia, con un solo equipo de fútbol. Las victorias del Nápoles con Maradona, así pues, han significado el renacimiento social de nuestra ciudad».

Roberto, hostelero de sesenta años de los Barrios Españoles, recuerda que cuando el Nápoles ganó su primera liga él también pudo disfrutar de la victoria en Via Toledo, pero luego tuvo que volver al hospital, donde tenían ingresado a su padre. Cuando el segundo Scudetto, Roberto estaba en Bolonia por trabajo, y asegura que ese día hizo «más de quinientos kilómetros en dos horas y media» con tal de sumarse a las celebraciones presentes en Piazza Trieste e Trento. Hoy, treinta años después, en su restaurante tiene fotos y pósteres con la imagen de Maradona para ambientar a sus clientes. El nombre de pila de uno sus sobrinos, que hoy tiene treinta años, es precisamente Diego.

Pero quiero ir más allá. Este pequeño futbolista argentino, indudablemente, ha tenido sus pecados. Sin embargo, todos lo consideran un santo. ¿Por qué es un héroe cotidiano? ¿Acaso es suficiente ganar por primera vez una liga para que toda Nápoles, treinta años después, siga empapelándose con la imagen de Diego? Finalmente, Michele, de treinta y siete años, da en el clavo, en la esencia, en la razón de por qué Antonello y yo estamos aquí: «Maradona es uno de los nuestros. Para aquellos que hemos sido chicos de la calle, supervivientes, sin recursos, ha representado nuestra salvación. Los más intelectuales a lo mejor no consiguen verlo así, lo cual es hasta comprensible. Pero él, que ha tenido sus debilidades y sus errores, por ejemplo en relación con las drogas, con las mujeres o con el acercamiento a la camorra, ha sido, con su magia y su humanidad, un gran ejemplo de superación para mirar hacia adelante».

Sin movernos en ningún momento de los Barrios Españoles, Francesco, un coleccionista, nos invita a su casa. Allí, su esposa, muy amablemente, parece estar acostumbrada a aguantar las visitas. Y es que su marido lleva años enseñando su hogar, lugar donde conserva una pequeña habitación dedicada exclusivamente a su reliquiario en honor a Maradona. Tras ofrecerte un café, te pide que entres, en silencio y a oscuras, en la mencionada habitación —cuya existencia, en ese momento, todavía desconoces—. Un minuto de inquietud, mientras él mueve unos cables a ciegas. De pronto, luces y música a todo volumen a base de Tina Turner, con la canción «The Best» haciendo de banda sonora para los vídeos de las gestas de Diego a lo largo de su carrera. El secretismo inicial —algo hortera, por qué no decirlo—, tras cobrar sensatez, se compensa por la generosa iniciativa de dignificar, con objetos auténticos, la trayectoria del mito argentino: camisetas, calcetines, botas, cromos e incluso la banda de capitán de su último partido con el Nápoles. Le pregunto cómo ha conseguido tantas piezas de colección, teniendo además en cuenta su valor afectivo y, de paso, también el económico: «Son todo regalos», asegura. Y añade: «Aquí somos muy religiosos, pero Diego es otra cosa».   

A más de un napolitano, aun llamándose Diego, le hubiera gustado ser, al menos un día en la vida, hijo de Maradona. Pero Diego Armando Maradona Jr. ha tenido la suerte —o el peso— de ser uno de los testigos del amor del Pibe de Oro por la ciudad de Nápoles. Crecido en la ciudad partenopea con su madre y sus abuelos, Diego Jr., de treinta años, ha vivido su infancia con normalidad, sin la necesidad de su conocida figura paterna. Entrevistado por Jot Down, comenta: «Mi pasión por el fútbol cobró vida desde que tuve uso de razón, al margen de mi padre. Aun así, tuve el honor de pertenecer, durante siete años, a los juveniles del Nápoles». En invierno juega al fútbol once, en verano a fútbol playa y ya posee el título de entrenador: «Ese es mi verdadero sueño, y me encantaría hacerlo en mi ciudad. Todo niño napolitano al que le guste el fútbol viste desde pequeño la camiseta celeste». En relación con Maradona padre, admite: «A veces mi nombre no ha sido fácil de asimilar para los demás, porque para mí siempre ha sido un orgullo. Mi padre ha dado mucha felicidad en Italia, en Argentina y en el mundo. Pero nadie, por suerte, ha hecho que me pesara nunca». Padre e hijo se siguen viendo con normalidad.

Ahora toca volver a la Ciudad Eterna. Además, en el primer año tras la retirada de Francesco Totti, il capitano, de las filas de la Roma. Pero esa es otra historia. Así pues, dejamos atrás Nápoles, donde lo sacro y lo profano se funden en una blasfemia inocente. Donde todo el mundo tiene una segunda oportunidad si al final es realmente bueno. Cierto que es un tópico, pero los napolitanos no podrían vivir sin un buen café, una buena pizza, su equipo y san Genaro. Ir a Nápoles, en este sentido, es siempre una lección, en la que es fácil darse cuenta de que las cosas importantes en la vida se cuentan con los dedos de una mano. Entre ellas, que cada uno sueñe con su propio Diego.

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6 Comentarios

  1. Creo, después de esta cómoda lectura, y tras oír, recientemente, a un viejo conocido, futbolista argentino, hablar sobre Diego, desde ahora ya (otra vez) nunca más, volveré a entrar en discusiones sobre quien es mejor; Messi, Pelé, cualquier otro o Maradona.
    Ni ganando más, igual o menos, son comparables. Son vidas distintas y como tal habrá que entenderlas y VIVVIRLAS

  2. Pero es que las comparaciones o ranking de quién es el mejor, de qué películas son las mejores de la historia y cosas similares son tomaduras de pelo y debates absurdos que se les ocurren a los periodistas o a la gente que no tiene mucho de que escribir o pensar. Es debatir por debatir. No se puede comparar un futbolista con otro por miles de factores (épocas distintas, personalidades, etc.). Y es una cuestión totalmente subjetiva y de gustos personales. Yo tengo mis favoritos y me da igual que tu prefieras otro, ni yo te voy a convencer ni tu a mí.

    • No creo que sea absurdo «debatir por debatir». Más si cada uno usa libremente su tiempo, y aunque se hagas sin muchas ganes de escribir o pensar, no deja de ser, incluso, hasta sano.

  3. Es curioso, justo ayer y a unos 10.000 o 15.000 km de Nápoles estuve en un café donde se pueden dejar pagado un café para quien lo necesite. Se llama «café pendiente».

  4. Que esplendido reportaje. Al leerlo parece que caminaras por las calles de Napoles. Mil gracias por este aporte.

  5. ¿Y el artículo llamado “fútbol, el ballet de la clase obrera”?

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