Música

Crónica del día que fui a un concierto de David Guetta y no vi a David Guetta

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David Guetta, 2018. Foto: Frederic Le Floc’h / Cordon.

Hace unos meses Bárbara Ayuso viajó hasta el desierto del Néguev. Allí se celebra la versión israelí del festival Midburn, una especie de pasote hippista posmoderno que tiene mucho de new age y bastante de psicodelia hipócrita. La crónica resultante puede leerse a varios niveles, encontrando en ella referencias culturales, históricas o políticas. Es interesante, y posee un punto trascendente.

En contrapartida, yo voy a contar el concierto que dio David Guetta en Santander. Ya ven. Más triste es robar. Solo que, además, no lo dio. O no del todo. Unas risas, se lo juro. Prepárense para un relato épico (1), trepidante (2) y lleno de reflexiones sobre la naturaleza humana y el sentido último del arte (3).

Un hábitat desacostumbrado

Bien, vamos a plantear el asunto. Servidor es un heavy irredento. Por supuesto que si me preguntan les diré otra cosa, solo para hacerme el interesante. Oh, sí, me gusta el jazz fusión, el blues y, por supuesto, los grandes clásicos del Barroco. ¿Mi compositor preferido de la época? Ehhh…bueno, no sé, John Williams, seguramente. Esa de tan, taaan, tan, tan, tan, taaaan, tan, tan tan tan taaaaan, tan. Silencio incómodo. Funde en negro.

Quiero decir que aunque a veces intente ir de sofisticado a mí lo que me gusta es Judas Priest y esas cosas, y mover la cabezota de arriba abajo, y los tonos agudos y hacer los cuernos con la mano y tocar una guitarra que solo existe en mi imaginación. O, en otras palabras, que iba a estar un poco perdido en el concierto de Guetta (y otros tres artistas invitados, ojo). Como una tilde en un hilo de Twitter, vaya. Así que quedan advertidos: este no es un artículo que analice un festival de techno, ni siquiera uno que vaya a tratar con el mínimo respeto o dignidad al género. Para eso tienen ustedes a Lenore, que seguro que ha publicado algo en las últimas horas.

Hice el esfuerzo. Será un espectáculo, pensaba. Es un paisano conocido en todo el mundo. Después podré escribir sobre ello. Merecerá la pena.

No sabía lo que estaba a punto de pasar.

Llegamos a las cercanías del concierto un par de horas antes y me empieza a asomar una sonrisa. Está lleno de gente sentada en cualquier sitio donde se pueda apoyar el culo. Escaleras, muros, bancos, el mismo suelo. Todos buscan un estado de ebriedad que adormezca sus oídos, infiero. Pero bueno, que es lo mismo que he visto en los conciertos de heavy y de rock, así que me gusta. A lo mejor el rollo es parecido. Vale, vale, aquí la gente viste de otra forma. Muchos se han embutido (no hay otro verbo posible) en camisetas ajustadas, que es una prenda que ningún buen amante del heavy puede llevar sin parecer un salchichón grotesco. También, claro, veo jerseis sobre los hombros, supongo que debe ser un código internacional para reconocer pijos. Por si acaso. Pero vamos, que quitando eso el ambientillo es relativamente familiar.

Pasan apenas unos minutos y la cosa mejora. Mucho. Hay un grupo de chavales, a pocos metros, que empiezan a cantar «Blanco y negro», de Barricada. Otras cuadrillas se suman. Me emociono, los miro con todo el cariño del mundo. Sí, hay idiomas universales, y la música es uno de ellos, y la sagrada cofradía del rock and roll, y tal. Instantes después uno de los que ha empezado con la tonadilla («veo todo / en blanco y negro», etcétera) vomita ruidosamente sobre sus propios pies. La muchedumbre se burla de él. Mi alma llora. Joder.

Poco después nos encaminamos hasta el recinto de los conciertos. En el suelo veo un rollo entero de papel. Papel de cocina. Al lado hay unos cuantos ositos de gominola, de todos los colores. No entiendo nada. Va a ser una noche larga.

Partisanos, bakaletas y Chuck Berry

El concierto se celebra en la península de la Magdalena. La península de la Magdalena antes se llamaba península de la Cerda, lo que pasa es que a principios de siglo la familia real española decidió pasar aquí sus veraneos (hasta hace poco aún había por Santander un hijo bastardo de don Alfonso XIII que narraba muy ufano historias y golferías de tan regio mostacho) y parecía feo eso de referirse al sitio donde posaba su real pedigrí la reina de España como «de la Cerda». Así que le cambiaron el nombre. Al menos por ahí el evento prometía.

Sorpresa. Suena «Bella Ciao» por los altavoces, a un volumen atronador. Me estremezco de placer, el himno partisano allí. Y la gente lo canta, lo corea. Pregunto a una mozuca (que berrea como si la vida le fuese en ello) que dónde ha escuchado la canción. Es la banda sonora de La casa de papel, tío, me dice, y el abismo intergeneracional se abre inexorable ante mí. Su mirada dubitativa, escrutándome de arriba a abajo, no ayuda demasiado. Segundos más tarde «Bella Ciao» se acelera y entra en un sonsonete techno que ya no me abandonará en toda la noche. Resoplo.

Bien, primera decepción. Nadie está haciendo headbanging. Y yo solo sé bailar haciendo headbanging. Vale, entiendo que eso no es bailar, pero nací con una tara neurofuncional que me impide coordinar adecuadamente brazos, piernas y pelvis. A causa de ello lo de mover la cabeza a lo loco es perfecto para mí, y para la gente como yo. Además, el headbanging lo inventó Ozzy Osbourne, que durante unos años fue un tipo muy respetable, antes de convertirse en un payaso de la tele. Pero nada, allí todos agitaban espasmódicamente diferentes partes de su cuerpo (y su rostro), pero dejaban casi quieto el cuello.

Segunda decepción. En los enormes proyectores que hay a ambos lados del escenario repiten, bucle de dos segundos aproximadamente, a Chuck Berry haciendo su mítico paso del pato. Chuck Berry murió hace poco más de un año, pero ahora mismo siento que se revuelve en su tumba. Oh sí, Johnny go, go, go. Al menos la gente parece que se trasiega sus buenos cachis de cerveza o calimocho. Al final todos estamos en la misma fraternidad para ciertas cosas.

Voy avanzando poco a poco hasta las filas delanteras, pensando que allí habrá un mosh pit en condiciones, ese lugar sin ley en el que todos se meten unas hostias de impresión, la axila de aquel gordo se cuela indefectiblemente en tu barbilla y, a veces, el cantante se lanza sin pantalones sobre una muchedumbre no demasiado anhelante. Camino unos metros, apartando cuerpos y rostros, y noto cómo mi muy intensa misantropía va aumentando lentamente. Me llama la atención que muchos ni siquiera miran al músico, sino que hacen corrillos y bailan entre ellos. Encuentro este comportamiento totalmente incomprensible pero no digo nada, porque soy de natural persona con mente abierta y sin prejuicios. Por la misma razón tampoco hago notar la total ausencia de libros en ese concierto. Sacar conclusiones al respecto sería demagógico.

El ritmo machacón que viene de los altavoces es tan repetitivo como la obra de algún académico de la lengua. Dos o tres ideas, darles vueltas, y a producir. Pues aquí lo mismo. Por mucho tiempo. Me parecen semanas, pero me digo a mí mismo que es imposible, imposible. Quizá empiezo a delirar por efecto del techno, pero es que aquel tema dura más que un solo de Dream Theater. Me dirijo a un tipo que está bailando como loco. Lleva gafas de sol y pienso que alguien que lleve gafas de sol en plena noche no puede ser mala persona, como mucho estar un poco confuso. Le pregunto que cuánto dura la canción. Él y sus amigos se descojonan, muy bueno tío, me ofrecen un trago de su bebida. Soy un espécimen gracioso, pero no tengo muy claro el porqué.

Cuando llego lo suficientemente cerca del escenario… tercera gran decepción. El espacio es ciclópeo, como recién salido de una novela de Lovecraft. Kilómetros y kilómetros de luz, color y sonido. Y todo eso, toda esa arquitectura digna de Kadath, ¿para qué? Hay un tipo, un tipo pequeñajo, diminuto, en un extremo. Delante tiene lo que parece ser un teclado como el de los organilleros que a veces venían a mi barrio y que hacían subir a una pobre cabra por una escalera. Tenía la mirada llena de tristeza, aún lo recuerdo. La cabra, digo, no el DJ (DJ es como se llama a estos músicos del techno, no son sus iniciales ni nada, ¿eh?). Este parece bastante feliz. Se llama Sylvain, pero habla en inglés, que es algo que me llama mucho la atención, porque soy de natural simple. Además, ojo, tiene el pelo largo, y en mi mente todos los pinchadiscos lucían cabezas calvas de esas que están a una quiniela de catorce de un buen viaje a Estambul (4). Los tópicos se me desmoronan, y siento que mi psique se parte en dos. Espantoso. Delirante.

Viene otra aclaración. David Guetta no hace música techno. O, al menos, su música no es suficientemente techno. Esto no lo digo yo, sino otros conocidos míos aficionados al género (yo me he confesado sumiso de Cthulhu un poco más arriba, así que no puedo juzgar). Las definiciones de Guetta, para ellos, van desde «blando» hasta «comercial» pasando por «vendido de mierda». Ilustremos esta bonita paradoja. En su muy divertida Historia del Heavy Metal (5), Andrew O’Neill afirma que para saber si Bon Jovi es auténticamente heavy solo hay que tener en cuenta que lleva tatuado el símbolo de Superman. De Superman. Bueno, pues según mis amigos David Guetta tiene el cuerpo cubierto por toda la Liga de la Justicia, Sandman, el Doctor Destino y Lois Lane. Y por Lobo. Me encantaba Lobo.

Vamos, que sobre el techno pues sí, pero no. O no, directamente. Mejor, pensé, la inmersión paulatina será más satisfactoria. Se acercaba el momento de ver al gran ídolo.

No era consciente de lo que estaba a punto de suceder.

El clímax (fallido) de la noche

El momento se acerca. La excitación crece. Todos los allí reunidos aguardan, anhelantes, la llegada del mesías (no) techno, venido de Francia para salvar nuestras almas. Es el instante cumbre, el mejor final para una noche inolvidable. Joder, qué nervios

Solo que…

Solo que empieza a cundir el nerviosismo. Media hora de retraso, luego cuarenta y cinco minutos. No importa, todos sabemos cómo son las estrellas. Al menos este no va a degollar un murciélago vivo con sus dientes. O confiamos que no. Pero vaya, que hay un cierto runrún ya. Dicen que Guetta tiene que volar desde Rusia, y eso está lejos, muy lejos, más que Palencia o Soria incluso. Y claro, la gente cada vez anda más mosqueada. Que si en mi grupo de Whatsapp dicen que se ha quedado sin combustible a la altura de Hungría. Que si he leído en Twitter que no viene porque ha contraído fiebres tifoideas. Esas cosas. Rumores típicos con las grandes estrellas. Yo ya he perdido la cuenta de las sobredosis que Robe Iniesta ha tenido en Cantabria. Y muchas no eran ciertas, supongo.

Pero esta vez…esta vez fue el apocalipsis.

A las doce y treinta minutos, con sesenta de retraso sobre el horario inicialmente previsto, la organización anuncia por megafonía que el susodicho Guetta no va a venir porque se le ha escacharrado el avión privado en Moscú. Asimismo apuntan que un DJ suplente cubrirá la baja del francés. Hay abucheos. Por lo que me indican quienes saben, este cambio es algo así como que Iron Maiden sea cabeza de cartel en un festival y al final no toquen. O, peor aun, que toquen con Blaze Bayley. Una locura, un bajonazo, una catástrofe.

En ese momento mi mente de reportero innato empieza a trabajar. Me estoy oliendo la pieza del siglo, una que impacte por su crudeza, por su desgarrador relato. Porque me imagino que habrá altercados, ¿no? Piedras volando, cervezas al escenario, igual alguno de los artistas lanzado contra su voluntad a la mansas aguas de la bahía santanderina. Sangre, caos y destrucción, vaya. Me relamo. Estoy escribiendo en mi cabeza la crónica incluso antes de llegar a casa. Oh, sí, qué gran suerte la mía.

Pero nada. Ni un triste cubo de basura ardiente. El tal Guetta salió en las pantallas gigantes para decir que una pena, que un abrazo y muchos besis (también tenía pelo, yo andaba totalmente sobrepasada a esas alturas de la noche). Silbidos, gritos de «tongo, tongo». Alguien vuelca una valla. Ya está, es la chispa que prende la mecha. El Pulitzer es mío. La reacción del resto del público resulta bochornosamente cívica. En lugar de acompañar al pionero en sus ansias de justicia mal entendida, los muy malandrines se dedican a abuchearle. Así no hay manera. La escena más fuerte que presencio es la de dos muchachos (unos veinte años, camisa abotonada, pulseritas por cientos, pelo estilo Aznar-en-Georgetown) abrazados, llorando. Desconsolados. Se me parte el alma. Es sobrecogedor. Te hace creer en el género humano. Joder, Borja, tranquilo, que ya volverá Guetta, Borja, no dejes que esto nos fastidie el verano. Un documento único, de una hondura humana insondable.

Ah, y el drama definitivo. Una chica diciéndole a otra que, jo, tía, me ha roto el móvil el Cheto, ¿el Cheto?, sí, sí, el Cheto, tía, y mira que yo le dije que, o sea, tía, le dejaba el móvil, pero Cheto, mira, Cheto, cuídamelo ¿eh?, que es mi móvil, que solo tiene dos meses, y va él y se le cae, que ahora no funciona, tía, no, sí, te lo juro, tía, no. Una historia conmovedora, un cuento con tintes de tragedia griega que se vio agravado cuando apareció el tal Cheto (de forma evidentemente esférica) para explicar que no es para tanto, que él le compra otro, que les sobra el dinero, joder, fiesta, fiesta, veranito. Y lingotazo a la copa. Ya les digo, daba para final de Juego de tronos.

En fin.

Por mi parte, una decepción. Pienso en lo que unos buenos melenudos (de esos que compran sus camisetas de Metallica en talla XXXL) podrían hacer en esas situaciones. Por deformación profesional busco rutas de escape, espacios donde guarecerse, objetos arrojadizos. Las papeleras, las sillas de la zona VIP, los baños portátiles. Bueno, esos no, bastante daño hacen los baños portátiles de por sí, incluso si entras solo (situación bastante excepcional, según pude comprobar). Todo eso estaba, y también había una cierta predisposición. Pero después… la ausencia más absoluta. El nihilismo vital. Un par de personas se miraban a los ojos y decían «preferiría no hacerlo». Tan Bartleby. Tanto.

También es verdad que cuando tendrían que haberse producido los disturbios (tampoco pido nada muy violento, ¿eh?, solo algo para ennoblecer esta pieza) los asistentes estaban, mayoritariamente, bailando. Sí, otra vez. A mí no me pregunten, yo tampoco lo entiendo. No había Guetta, pero en el inmenso escenario apareció otra figura diminuta que respondía al eufónico nombre de Wally López. Que, oigan, yo no tengo ni idea del tema, pero así a priori parece otra cosa, ¿no? Pues nada, que esos insolidarios insistían en divertirse escuchando el repiqueteo electrónico mientras yo pensaba en lo que podía haber sido y no fue, en que o tempora, o mores, y en que pacta sunt servanda. O no.  O algo.

Así que nada, que nos fuimos de allí. Decepcionados. Y con algo de frío, que eran las dos de la mañana, y en Cantabria refresca un montón por las noches. Mientras una muchedumbre apretujada sale del recinto yo voy silbando «Children of the Damned». Por tocar los huevos, más que nada. Y reflexiono.

La experiencia ha ido regular. Igual es que no me gusta esta música, y que tengo problemas en las aglomeraciones, y que soy de natural gruñón. Igual es eso, ¿eh? Pero vaya, que no es lo mío. Claro que Guetta no es en realidad techno. Y que, hablando estrictamente, ni siquiera he visto a Guetta. Tampoco hubo altercados, ni cuernos con las manos, ni cabezas agitándose como si estuvieran poseídas. O posesas. Una experiencia rara. La titularía «Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer». Suena bien. Irónico y mordaz.

No creo que nadie lo haya usado antes, ¿no?

_______________________________________________________________________

(1) No.

(2) No.

(3) Tampoco.

(4) El de los viajes a Turquía para el implante capilar es un tema bastante socorrido para llenar silencios en mi grupo de amigos.

(5) Blackie Books, 2018.

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8 Comentarios

  1. Lorenzo el del PEsquero

    Usted es demasiado tacaño como para ir a un concierto de David Guetta, así que no cuente chalanerías. Dicho esto, tampoco deje que una mentira estropee un chascarrillo: El bueno de «Fernandito» no era hijo bastardo real…

  2. Quizás deberías probar con el techno industrial, probablemente sea lo más parecido al heavy metal dentro de la electrónica.
    https://www.youtube.com/watch?v=b80DqcFLI-c&t=196s
    https://www.youtube.com/watch?v=IDc9w43kI68

  3. Un respeto a Blaze Bayley, por favor.
    Heavy Metal working class. Merece, y mucho, la pena ir a verle cada vez que viene por España. El tipo da todo lo que tiene… y siempre son conciertos muy familiares

    • MenosGarrulos

      Lo de «Heavy Metal Working Class» me ha redimido el artículo. Cada vez que leía «Tecno» tenía ganas de aplastar CDs de AC/DC.

  4. Difícil sentirme más identificado con el
    autor… Nunca he logrado conecar con el rollo dj, techno y demás… Larga vida al rock’n roll (y al kalimotxo!!)
    Gracias por el buen rato que he pasado leyéndolo

  5. Lareon Falken

    Me han saltado las lágrimas de la risa. Y aunque he de decir que mi primer concierto de heavy fue Iron Maiden en Ourense en el 98 con Blaze Bayley (Virtual XI tour) y le guardo cariño pues te doy la razón en la comparativa. Si ese concierto cancelado llega a ser de Kreator arde Santander hasta la altura de Puerto Hurraco (por mucho menos he visto llover botellines). Y si es por fallo en un vuelo, en el Metalway de 2006, a John Oliva lo jodieron con una huelga de controladores y no estaba a las 16:00 paea dar su concierto. Pero con un par, lo dio a las 05:30 (y abriendo con Warriors). Que aprendan esos David Jeta.
    Pero por dios, como me he reido biendome al espejo

    • ED RAIMON

      También fue mi primer concierto el que comentas, en esa gira, pero en Madrid, con helloween y otro banda inglesa muy buena…

  6. Y si, comparto gran parte de lo dicho. Independiente del género musical, la gente va por que es «el evento al que todos van» a sacarse fotitos con el celu para subirlas a instagram (y de paso subirse el ego). Ya no van a escuchar música.
    De todas formas igual eso se ve en algunos conciertos de metal pero en menor cantidad…

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