Cine y TV

Un rodaje infernal

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Waterworld. Imagen: Universal.

La reina de África contra la disentería extrema

A John Huston se le ocurrió trasladar la mitad del rodaje de La reina de África hasta los terrenos del Congo y Uganda en una época, principios de los cincuenta, donde las productoras y las estrellas del cine no estaba acostumbradas a filmar en localizaciones reales teniendo a mano la comodidad de un estudio construido a medida. Huston se salió con la suya gracias al carácter independiente de un film británico que había sido financiado por Sam Spiegel y los hermanos John y James Woolf en lugar de por una compañía hollywoodiense. Porque en aquellos años hubiera sido poco probable que los grandes estudios se arriesgaran a poner pasta sobre la mesa para rodar una película en Technicolor, un producto que requería de cámaras enormes y aparatosas, en un terreno potencialmente hostil y salvaje. La cinta se estrenó en 1951, estaba basada en una novela y llegaba protagonizada por dos leyendas tan rotundas como Katharine Hepburn y Humphrey Bogart. Treinta y seis años después, la propia Hepburn publicaría un libro titulado El rodaje de La reina de África, o como me fui a África con Bogart, Huston y casi me vuelvo loca. En aquellas páginas la actriz dejaba bien claro que el trabajo fue cualquier cosa menos agradable: «La histeria reinante durante la filmación de cada escena fue una pesadilla».

El rodaje en tierras africanas duró siete semanas durante las cuales el equipo tuvo que lidiar con enfermedades diversas, fauna local, problemas logísticos y un director que desapareció a mitad de rodaje porque le apetecía irse de safari a cazar elefantes. Lo cierto es que las escenas filmadas en Uganda no supusieron demasiados dolores de cabeza, pero cuando la producción se trasladó al Congo las cosas se torcieron del todo. Técnicos y actores se vieron obligados a vivir en un campamento cercano a la jungla, teniendo mucho cuidado de no tropezarse con serpientes o cocodrilos, procurando no ser devorados por las hordas de mosquitos que se presentaban durante la noche y sobrellevando las picaduras de avispas, hormigas y escorpiones.

Pero el peor enemigo con el que batallaron durante la producción no vestía escamas ni zumbaba por el aire, sino que fluía a lo largo del río. Porque se trataba del agua de la zona, un líquido que el equipo miraba con desconfianza cada vez que se veían obligados a lavar la ropa en el caudal extrañamente rojizo del río. Por desgracia, y aunque era evidente que la cosa no parecía ser muy salubre, dicho agua resultó estar contaminada y propició que la mayor parte del personal acabasen enfermando de disentería y con el estómago condenándoles a pasarse la mitad del día vomitando y la otra mitad sentados en la taza del váter. Tal y como explicaba uno de los cámaras, Jack Cardiff, la propia Hepburn llegó a estar tan tocada como para pasarse la jornada vomitando entre tomas. En muchas de las escenas los de realización le colocaron un cubo fuera de plano, por si no la mujer no era capaz de contener las arcadas hasta llegar al excusado. En su libro sobre las desventuras de la filmación la actriz recordaba que en una ocasión se apresuró hasta un lavabo para echar la pota, y acabó encontrándose en el interior del servicio con una mamba negra que la obligó a huir en dirección a la jungla para poder vomitar con cierta intimidad.

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Sonríen porque lo estipula el contrato. Imagen: United Artists.

Entre todo el equipo tan solo dos miembros no acabaron contrayendo problemas estomacales: Humphrey Bogart y John Huston. Dos caballeros que evitaron enfermar gracias a a su severo alcoholismo, porque tanto el actor como el director tenían la sana costumbre de beber whisky en lugar de agua de manera diaria. El propio Huston se había preocupado de llevar al rodaje un voluminoso cargamento de botellas para desgracia de una Hepburn que se referiría a aquella pareja como dos borrachos insoportables. Bogart rememoraría con guasa sus hábitos alimenticios durante la estancia en África: «Yo solo comía judías, espárragos enlatados y bebía whisky escocés. Si un mosquito me hubiera picado a mí, o a Huston, se habría muerto al instante».

La profecía contra las maldiciones

Entre los sesenta y los setenta el mundo del séptimo arte vio nacer un nuevo subgénero al que nadie había invitado a cenar: el de las películas malditas en el mundo real. La semilla del diablo inició la tendencia cuando la gente empezó a conectar la muerte de Sharon Tate (a manos de la familia Manson), el fallecimiento del compositor y hasta las piedras en el riñón que sufrió el productor, William Castle, con una supuesta maldición que perseguía a todo aquel que hubiese participado en el film. La tradición continuó con El exorcista y un mal fario al que los paranoicos echaban la culpa del fallecimiento de unos cuantos implicados en la producción (entre los que figuraban varios técnicos, un carpintero y los actores Jack McGowran y Vasiliki Maliaros) pero también de un incendio que arrasó con el set, la lesión que deslomó de por vida a Ellen Burstyn o la caída en desgracia de Linda Blair. Y luego llegó La profecía para confirmar que todas aquellas películas en las que Satán formaba parte del reparto parecían estar condenadas a sufrir montañas de desavenencias.

La profecía (The omen) se estrenó en 1976 y su trama dejaba claro que adoptar a un niño que es la reencarnación del Anticristo a la larga siempre trae problemas. Pero lo más interesante es que aquella película de Richard Donner no tardó en ganarse el aura de cinta maldita gracias a la tremenda y sorprendente colección de desgracias que acontecieron durante (y después de) el rodaje: tanto el avión en el que viajaba el actor Gregory Peck en dirección a Inglaterra (la cinta era una coproducción británico-americana) como el otro avión en el que viajaba el guionista, David Seltzer, en la misma dirección fueron alcanzados por sendos rayos en pleno vuelo. Entretanto, en Roma a uno de los productores de la película casi lo deja frito otro rayo que no llegó a aterrizarle en la cabeza por poco. Donner fue atropellado por un coche y el hotel donde se alojaba se convirtió en objetivo de una bomba del IRA. Varios miembros del equipo se vieron implicados en un accidente automovilístico durante el primer día de rodaje. Los rottweiler que aparecen en el film atacaron de manera repentina a sus entrenadores y el cuidador de los babuinos que también se asoman por la pantalla fue devorado vivo por un león del zoológico. Y un avión privado en el que estuvo a punto de subirse Peck acabó estrellándose y matando a todos sus pasajeros.

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Este chico es un demonio. Imagen: 20th Century Fox.

La leyenda popular remata el asunto con el trágico destino de John Richardson, el técnico de efectos especiales que se encargó de idear y diseñar una simpática y muy llamativa decapitación ocurrida en la película. Unos meses después de finiquitar La profecía, y mientras trabajaba en Holanda en el rodaje de Un puente lejano, Richardson sufrió un aparatoso accidente de coche junto a su novia, Lizz Moore. El hombre acabó bastante magullado tras el siniestro, pero la mujer corrió peor suerte y murió decapitada durante el choque. El mito de la maldición asegura que cuando Richardson salió tambaleándose del vehículo accidentado, lo primero que vio fue un cartel que ponía «Ommen» junto al kilómetro 66,6. De ser cierto, a lo mejor Belcebú había comenzado a tomarse en serio lo de cobrarse su parte por los derechos de imagen cinematográficos.

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Uepa. Imagen: Universal.

David Seltzer, el hombre encargado del libreto original, solía quitarle todo el encanto a lo diabólico de su guion: «Escribí el texto porque necesitaba el dinero y estaba sin un duro. Lo situé en Londres para pegarme un viaje a Inglaterra. Y me parece horroroso la cantidad de gente que se cree todas las tonterías que ocurren en la película».

La historia interminable contra la integridad de Atreyu

La historia interminable resultó ser una mala adaptación de un gran libro y al mismo tiempo un icono de la fantasía pop ochentera cinematográfica. También fue la película más cara que se facturó en Alemania durante aquellos años y un hermoso dolor de cabeza para todos los implicados en ella, incluyendo al propio autor de la novela original.

El plan inicial de rodaje suponía tres meses trotando con las cámaras entre Múnich, Canadá y la costa almeriense, pero una tromba de calamidades alargaron la filmación hasta casi un año entero. A los mandos del film se colocó un Wolfgang Petersen que venía de comandar la notable El submarino (Das Boot). Un realizador alemán poco ducho con el inglés cuyo perfeccionismo irritó a unos actores que se vieron obligados a repetir las tomas hasta más de cuarenta veces para un señor que no era Stanley Kubrick y una película que no era El resplandor. Entre aquel reparto se encontraba un chaval de doce años llamado Noah Hathaway a quien el papel de Atreyu le proporcionó más magulladuras que éxito profesional. Antes de iniciar el rodaje, y mientras aprendía a montar a caballo para cabalgar a Artax en la gran pantalla, el jamelgo con el que entrenaba lo derribó y aplastó al errar al saltar una valla. El accidente trituró un par de vértebras del chaval, lo encamó durante dos meses en el hospital, le regaló un dolor de espalda de por vida y se convirtió en el prólogo de sus problemas.

Más adelante, filmando las escenas de los Pantanos de la Tristeza, su pierna se quedó atrapada en un ascensor que lo arrastró bajo el agua y cuando el equipo logró sacar al chico a la superficie el pobre hacía rato que había perdido el conocimiento. Y la secuencia donde Atreyu se enfrentaba a Gmork casi le cuesta a Hathaway un ojo de la cara, de manera completamente literal: durante la primera toma el pesado robot animatrónico del villano peludo se desplomó sobre el crío chafándolo y golpeándole la cara con una gigantesca garra que aterrizó muy cerca del globo ocular. En aquella ocasión el director decidió conformarse con dicha toma en lugar de repetir la secuencia tras razonar que salía más a cuenta hacer eso que cometer un infanticidio sobre un chico que ya estaba hecho migas. A pesar de tanto gafe el sufrido actor de doce años tampoco generó demasiada compasión entre los miembros de la producción. Porque años más tarde uno de los encargados de efectos especiales, Brian Johnson, reveló durante una entrevista que el chico fue «un dolor en el culo» para todos y en especial para el director. En la actualidad Hathaway regenta una tienda de tatuajes en Los Ángeles, visita convenciones donde la gente hace cola para hacerse una selfi con el Atreyu de su infancia y se tropieza con admiradores del Reino de Fantasía a diario: «Decidí que no volvería a tatuar ni un Auryn más cuando me tocó hacer quince de ellos en una misma semana».

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El equipo de maquillaje intentó pintar de verde la piel de Atreyu siguiendo la descripción del personaje en el libro, pero finalmente decidieron descartar la idea porque el chaval parecía un hongo con patas. Imagen: Warner Bros.

Más allá de las tiritas de Atreyu la producción estuvo rodeada de todo tipo de problemas. Parte de la misma se rodó durante el verano más caluroso en Alemania en veinticinco años, bajo unas temperaturas que fundieron la maqueta de la Torre de Marfil y estropeaban con frecuencia el equipamiento. Las secuencias filmadas en platós y estudios especiales se encarecieron tanto como para que se optase por recortar gastos eliminando otras escenas importantes que brillaban en el libro. Y Michael Ende, el autor de la novela original, se pilló tal cabreo al ver el resultado final como para solicitar que se retirase su nombre de la película (en lugar de eliminarlo lo colaron entre los créditos del final, en una fuente de letra minúscula), requerir que le cambiasen el título al film y meterle una demanda a todos los implicados que finalmente perdió. En la cabeza de Ende los directores que hubiese deseado para adaptar a su criatura eran el polaco Andrzej Wajda o el japonés Akira Kurosawa. Apañado iba.

Contrariamente a lo que dice una popular leyenda urbana, el caballo que hacía de Artax no se ahogó durante la escena del pantano. Aunque sí llegó a desquiciar a sus entrenadores y al realizador, porque no es nada fácil convencer de manera lógica a un rocín para que meta el morro bajo el agua y simule que se está ahogando.

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Tirarse desde este arbolito fue lo menos doloroso que tuvo que hacer Hathaway. Imagen: Warner Bros.

Waterworld contra la lógica de Kevin Costner

A mediados de los noventa Kevin Costner se encaprichó con producir una versión en chanclas y bañador de Mad Max. Una aventura titulada Waterworld y ubicada en un futuro postapocalíptico donde la mayor parte del planeta estaba cubierta de agua por culpa de unos casquetes polares a los que les había dado por derretirse. Pero la verdadera catástrofe navegaría más allá de los límites del celuloide, porque la producción de aquel film se convertiría durante años en el manual ideal sobre cómo no hay que hacer las cosas.

El asunto ya comenzó mal con un Costner (que además de estrella principal también ejercía como productor) con el ego muy subidito que decidió prescindir de un realizador tan competente por aquel entonces como Robert Zemeckis (¿Quién engañó a Roger Rabbit?, Regreso al futuro, Forrest Gump) para colocar en la silla del director a su amigo Kevin Reynolds. Se trataba de un fichaje con enchufe teniendo en cuenta que actor y director tenían cierto colegueo desde años atrás: Reynolds se encargó de colar a Costner en el reparto de la película ¿Dónde dices que vas?, de echarle una mano y ofrecerle consejo cuando el actor se puso al mando de Bailando con lobos, y de dirigir cintas protagonizadas (Robin Hood: príncipe de los ladrones) o producidas (Rapa Nui) por el artista.

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Waterworld. Imagen: Universal.

Con el proyecto en marcha comenzó a fraguarse el desastre. Waterworld requirió de la construcción de un gigantesco set flotante de mil toneladas de peso en el océano Pacífico, bastante alejado de la costa hawaiana. Un decorado cuyo montaje agotó todo el acero disponible en Hawái obligando a importar más material de California, y una decisión que se convertiría en un gigantesco dolor de cabeza para todos los que curraban en el lugar. Emplazarse en medio del mar supuso costear a una flota de barcos y lanchas para que transportasen diariamente al equipo desde la costa hasta el plató y viceversa. Viajecitos recurrentes agravados por el hecho de que en aquel gigantesco y carísimo set a nadie se le había ocurrido instalar un retrete, y por tanto a cualquiera que le apeteciese hacer de vientre sentado sobre cerámica, en lugar de enseñando el culete a la fauna marina, le tocaba comerse una travesía en embarcación hasta el mundo civilizado.

Pero lo mejor de todo es que a nadie se le ocurrió revisar los pronósticos del tiempo antes de construir en aquella zona el gigantesco atolón que ejercería de escenario. Porque de haberlo hecho a lo mejor habrían descubierto que se trataba del peor lugar posible para colocar un montón de hierros a flote al ser una ubicación azotada por vientos de setenta kilómetros por hora y con un temporal especialmente agresivo. Como consecuencia de tan astuta previsión el rodaje se canceló en numerosas ocasiones durante los vendavales más belicosos, los aires del Pacífico arrastraron con frecuencia las instalaciones obligando a contratar embarcaciones para remolcarlo todo, y un par de huracanes destrozaron por completo el decorado, que tuvo que ser reconstruido de nuevo.

Pero los desperfectos en la decoración eran solo la parte más aparatosa de la montaña de desgracias que inundaron el rodaje. Porque las actrices Jeanne Tripplehorn y Tina Majorino (que contaba con nueve años en aquella época) casi se ahogan rodando una escena durante los primeros días de la producción. Un doble de acción de Costner, el afamado surfero Laird Hamilton, se perdió en el mar durante horas hasta que fue localizado por un helicóptero. El coordinador de las escenas submarinas, Norman Howell, sufrió una embolia gaseosa tras una inmersión fallida. Más de cincuenta miembros del equipo tuvieron que ser atendidos por médicos al sufrir enfermedades y mareos diversos. Varios extras anónimos casi acaban reposando en el fondo del mar y el propio Costner estuvo a punto de diñarla tras participar en una secuencia donde se hundió el barco a cuyo mástil estaba atado por exigencias de la historia. El guion fue reescrito y revisado por más de treinta y seis script doctors, entre los que se encontraba un Joss Whedon (guionista de Buffy, Toy Story y director de Los Vengadores) que definió el trabajo como «siete semanas en el infierno, trabajando como el escenógrafo mejor pagado del mundo» a pesar de asegurar que Costner era un señor bastante amable, y también un señor al que no le podías tocar los cojones modificando las partes del guion que había escrito personalmente. Tripplehorn explicó que le obligaron a llevar los mismos roñosos andrajos que vestía en la película durante seis meses. Majorino sufrió tantas picaduras de medusa como para que la apodasen Jellyfish Candy (chuchería para medusas). El compositor Mark Isham fue despedido antes de empezar a darle forma a la banda sonora. Y el equipo al completo comenzó a sentir cierta aversión por un Costner superstar que, mientras ellos estaban alojados en cochambrosas casas prefabricadas, se hospedaba en un apartamento costero de lujo, con chef personal, piscina privada y soltando cuatro mil quinientos pavos por noche.

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Dennis Hopper se hizo con el Razzie 1996 al peor actor de reparto gracias a Waterworld. Imagen: Universal.

Kevin Reynolds y Kevin Costner acabaron peleándose durante la producción y el cineasta (que recordemos, era un amigo personal del artista) optó por abandonar el rodaje dejando la dirección en manos del actor para que finalizase el trabajo de edición por su cuenta. En su momento Reynolds declaró que «Kevin Costner solo debería de participar en películas que él mismo dirija. De ese modo podría trabajar con su actor favorito y también con su director favorito». Diecisiete años más tarde, ambos señores hicieron las paces y colaboraron de nuevo en la miniserie de tres capítulos Hatfields & McCoys.

El periodista Quentin Curtis resumió la producción de Waterworld con números y guasa: «Inversión personal de Costner: 22 millones de dólares; duración del rodaje: 220 días; empleados trabajando en el decorado: 300; número de matrimonios rotos: 8 (incluyendo el de Costner; coste del acuerdo del divorcio de Costner: 80 millones de dólares; número de personas que confiaban en la elección de Kevin Reynolds como director: 0». La película inicialmente iba a ser una cinta de baja estofa, Roger Corman se negó a producirla porque pintaba demasiado cara, hasta que llegó la Universal y le endosó un presupuesto inicial de 100 millones de dólares. Tras todas las desavenencias sufridas los costes del rodaje sumaron 165 millones (la cifra más cara invertida en una película en aquella época) que se convirtieron en 235 millones de pavos una vez sumados los gastos de distribución y promoción. Waterworld no resultó rentable hasta que comenzó a venderse la edición en Blu-ray, en 2009. A lo mejor si Costner no hubiese despilfarrado el dinero en construir un escenario en el peor sitio imaginable, en ampliar el aeropuerto de Hawái para recibir el utillaje necesario del que se había encaprichado y en contratar a un equipo de efectos especiales para que disimulasen digitalmente su calvicie en cada plano, el proyecto no habría naufragado de manera tan espectacular.

John Waters contra el mundo

Pink Flamingos de John Waters fue esa película a la que le daba igual todo, aquella que la revista Daily Variety calificó como «Una de las películas más viles, estúpidas y repulsivas jamás hechas» otorgándole al producto una de las mejores campañas publicitarias de la historia (la frase, junto a otras similares de diferentes medios, se utilizó para los carteles promocionales). Una cabalgata del mal gusto que  tan pronto bromeaba con la zoofilia, el secuestro, la violación o la venta de bebés como mostraba escenas explícitas donde su flamante protagonista, la drag queen Divine, masticaba una caca de perro real o felaba a su hijo en la ficción. Además de lucir tantas virtudes, Pink Flamingos también fue un ejemplo exquisito de cómo afrontar lo que hubiera sido un rodaje infernal por culpa de un presupuesto inexistente. El director del departamento de arte de dicha película explicó que el coste de la escenografía había sido de doscientos dólares invertidos de la mejor manera posible: «Con la mitad del dinero compramos una caravana, y con la otra mitad la decoramos. Y en cuanto nos quedamos sin pasta nos dedicamos a robar cosas». Toma nota, Kevin Costner.

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Pink flamingos. Imagen: Saliva Films.

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3 Comentarios

  1. La palabra fan se queda realmente corta para esa gente que se rascó el bolsillo y compró Waterworld en Blu-ray tanto tiempo tras el estreno. Uf.

  2. Pingback: Enlaces Recomendados de la Semana (N°509)

  3. Pues señoras y señores, Kevin Reinolds filmó una de las mejores películas bélicas de los 90 (más bien escasas) una película que fue saboteada por los propios estudios, una película que acongoja y enerva, cabrea y excita, todavía no conozco a nadie que la haya visto y diga que no le gusta, deja a la de Fury, que ya de por si es bastante floja y estereotipada, a la altura de la suela. Waterworld cuando la vi por primera vez y con las expectativas tan bajas, no me pareció tan mala, más bien muy entretenida, vamos que no me aburrió y tampoco el truño que todos los enterados decían que era.

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