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Paradise Now! o cuando Coppola escribió el epitafio de la Era de Acuario

Francis Ford Coppola durante el rodaje de Apocalypse Now.

Cuando Francis Ford Coppola compuso su gran pesadilla bélica renunció a titularla como la novela que la había inspirado, El corazón de las tinieblas. Su largometraje era una adaptación del libro, fiel en muchos aspectos, pero divergente en otros. Ambas narran el viaje espiritual de un hombre que remonta un selvático río con la misión de encontrar a un oficial, el coronel Kurtz, que se ha rebelado contra la autoridad, convirtiéndose en el sanguinario reyezuelo de una comunidad indígena. Kurtz, se supone, ha perdido el juicio. Sin embargo, cuando el protagonista contempla los horrores del entorno (el colonialismo de África en la novela, la guerra de Vietnam en la película) termina deduciendo que es el mundo el que ha enloquecido y que Kurtz, en efecto un asesino, también es un hombre clarividente, incluso admirable en cuanto a su talla intelectual. Ha sido el espíritu de Kurtz, no su mente, el que ha sucumbido a la oscuridad que le rodea. Es un alma corrompida, pero acaso su rebelión, en sus circunstancias, es una reacción que demuestra cordura.

El epílogo de la novela bautiza Londres, o por extensión Europa, como el auténtico «corazón de las tinieblas». La colonización de África ha producido los horrores que convirtieron a Kurtz en lo que ahora es. La película apunta a las autoridades políticas estadounidenses como responsables del infierno en Vietnam y de la transformación de ese otro Kurtz, encarnado con maestría por Marlon Brando, en un monstruo. Pero hay una diferencia entre el libro y el celuloide. La novela deja brillar un destello quizá no de esperanza, pero sí de misericordia, cuando el lector descubre que su protagonista —Marlow— no se ha convertido en un cínico. Pese a que la terrible realidad de su viaje ha hecho temblar sus convicciones, pese que casi con fanática convicción afirma que detesta la falsedad y que hablará en Inglaterra de todo lo terrible que ha visto en el Congo, todavía conserva una sensibilidad hija de la parte más refinada de su civilización. Así, cuando la viuda de Kurtz le pregunta si las últimas palabras del coronel se las dedicó a ella, Marlow se ablanda y rompe su propósito de revelar toda la verdad, por dolorosa que sea. Tranquiliza a la mujer con una mentira piadosa y le dice que sí, que Kurtz se acordó de ella en el momento de morir. No tiene estómago para ser sincero y admitir que las últimas palabras del coronel fueron, en realidad, estas: «¡El horror, el horror!». Marlow, pues, todavía sigue siendo un hombre bueno, incluso ingenuo, después de haber viajado por uno de los rincones más sangrientos del planeta. Todavía es una luz en mitad de la tiniebla.

La película de Coppola no contiene ese epílogo de tímida bondad. Elimina ese momento final en que el protagonista se ve arrastrado, por sorpresa para él mismo, por un arrebato de ternura. En la pantalla, la historia termina en un rincón oscuro, sin conato de redención, con el horror que Kurtz susurra todavía silbando en nuestros oídos.

Apocalypse Now es una crónica de la guerra, pero también una metáfora sobre el final de la inocencia y el optimismo entusiasta de toda una época: el Verano del Amor. En 1979, año en que se estrenó la película, la guerra de Vietnam ya había finalizado, pero el país no había ido a mejor. La credibilidad de las instituciones estadounidenses había sido dañada por sucesivos escándalos (Watergate, Cointelpro, los «papeles de Vietnam»…) y reinaba un amargo escepticismo sobre el poder político. Apocalypse Now ejercía como doloroso recordatorio de que la contracultura de los sesenta, con su pacifismo y sus vociferantes ansias de cambiar la sociedad, no había servido para nada. Ahora todos en América lo entendían: en 1969, mientras cuatrocientas mil personas se congregaban en Woodstock para disfrutar de sexo, drogas y rock & roll, más de medio millón de soldados estadounidenses combatían en Indochina. Once mil murieron solamente aquel año; otros muchos miles sufrieron graves heridas, traumas irrecuperables y regresarían a casa con su vida destrozada en plena juventud. El ansia pacifista de quienes no combatieron era sincera, pues muchos tenían en el frente a hermanos, familiares, amigos, hijos. La película de Coppola, con todo, rubricaba el penoso descubrimiento de que el horror no se había evitado.

Una de las mayores pistas sobre las intenciones de Coppola está en el propio título que escogió para su film. Apocalypse Now era una referencia irónica y agria al título de una obra teatral estrenada en 1968, que durante algunos años se había convertido en uno de los símbolos más intelectualizados de aquella revolución que había nacido muerta. Había sido referencia para estudiantes, artistas y miembros de la intelligentsia con ansias de estar a la última. Se había representado en universidades e incluso en Europa, donde adquirió categoría de icono en movimientos como el Mayo del 68 francés. Héroes de la cultura pop, como Jim Morrison o los Rolling Stones, habían acudido a su representación y habían quedado fascinados. Sin embargo, nada de lo que aquella obra había intentado conseguir —de manera bienintencionada, aunque un tanto esnob— había llegado a suceder. Todavía peor: solamente una década más tarde, cuando Apocalypse Now se proyectó, aquella obra teatral, el embellecimiento de su protesta, el carácter afectado de su mensaje político… parecían de repente obsoletos, incluso por momentos absurdos. La obra se titulaba Paradise Now.

Había sido el cénit en la historia de una compañía teatral, el Living Theatre, fundada y dirigida por la actriz Judith Malina y el pintor, escritor y actor Julian Beck (a quien muchos recordarán como el inquietante predicador de Poltergeist II). Tenía fuertes vínculos con el mundillo vanguardista de la época, incluyendo a gente como Andy Warhol. Después de años de experimentación, el Living Theatre había desarrollado una fórmula en apariencia extravagante, pero poderosa, para convertir el teatro en una experiencia nueva.

Paradise Now, su más famosa representación, era una provocadora interacción con el público; los actores, casi por completo desnudos, tan pronto susurraban directamente en los oídos de los espectadores como después les gritaban, confrontándolos con temáticas cuya discusión era tabú en la sociedad de su tiempo —la homosexualidad, el feminismo, el racismo, la religión— para intentar despertar sus conciencias mediante la sacudida, el impacto.

Aquella provocación, cabe aclarar, no tenía nada de simple. Había un gran trabajo detrás, aunque fuese un trabajo un tanto peculiar. De hecho, la propia obra nació tras un arduo y complejo proceso de preparación, cuyos curiosísimos ensayos no consistían en recitar diálogos prescritos y eran más bien como un curso de autorrealización para los propios actores. La compañía realizaba toda clase de ejercicios espirituales y físicos, también emocionales, así como la lectura de textos filosóficos, en especial de vocación orientalista. También se consumían drogas para producir estados alterados de conciencia. El objetivo de aquellos ensayos era que los actores atravesaran ocho pasos en su particular camino hacia la mejor comprensión de sí mismos y de su entorno; hacia la liberación, en definitiva.

Cada uno de esos pasos se basaba en una «visión», expresada a través de un «rito» para conseguir una «revolución». Resulta difícil resumir con adjetivos el proceso de los ensayos que había detrás de la obra (los «siete mandatos del teatro contemporáneo», enumerados por Beck). Existen libros que detallan algunos de aquellos ejercicios; no tenemos espacio para describirlos aquí, pero sí podemos decir que, aunque estrambóticos a veces, eran interesantes. Aun así, un vistazo a los ocho estadios que debían atravesar los actores de la compañía da buena idea de su laberíntica idiosincrasia:

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Esta curiosísima planificación, que en la práctica requería de un amplio arsenal de actividades, preparaba a los actores para ponerse frente al público con un rebuscado conjunto de recursos; se les podía acusar de basar su teatro en la provocación, sí, pero no de que esa provocación fuese simplona o fácil. Incluso cuando la obra estuvo de moda en determinados ámbitos, había quienes, más allá de sentirse modernos, de verdad admiraban la entrega y compromiso del grupo. No pocos quedaban fascinados. Keith Richards acudió a una de las representaciones, celebrada en Roma, por insistencia de su pareja de entonces, Anita Pallenberg. Después lo recordaría así en su autobiografía:

El Living Theatre era una famosa troupe anarcopacifista dirigida por Judith Malina y Julian Beck, que había existido durante años, pero por entonces estaba inmersa en un periodo de activismo y demostraciones callejeras. Era algo particularmente loco, duro; sus actores eran arrestados a menudo bajo acusaciones de indecencia. Tenían una obra, Paradise Now, en la que recitaban listas de tabús sociales ante la audiencia, lo que solía valerles pasar una noche en la trena (…) Todo giraba en torno a una pequeña élite de vanguardia —a veces, y a veces no, reunida por su afición a las drogas— de la cual Living Theatre era el centro. Era algo intenso, pero tenía glamour. Estaba envuelta toda esa gente guapa, como Donyale Luna, que fue la primera modelo negra famosa en América, y Nico, y todas esas chicas que daban vueltas por allí. (…) Todo estaba iluminado por la belleza de Roma, lo que le daba una intensidad especial.

El que personajes famosos estuviesen entre bastidores y entre el público, o el que la obra fuese venerada por el sector más refinado del movimiento contracultural estadounidense y el Mayo francés, no significa que la compañía tuviese una existencia cómoda. Como señala Richards, muchas de sus actuaciones terminaban con sus miembros en comisaría. Sobre todo, en Estados Unidos, pero también en Europa, a donde se habían mudado para evitar problemas con las autoridades federales. Durante un festival teatral en Francia, por ejemplo, Paradise Now causó un considerable escándalo. Más delicada fue su visita a Brasil, país entonces gobernado por una dictadura, donde varios de sus miembros, incluidos los fundadores, fueron detenidos; pasaron más de dos meses en prisión, antes de que la presión internacional consiguiera su liberación. En definitiva, las giras agotaban a los actores y la compensación económica no era demasiado pingüe; tampoco se les podía acusar de no estar implicados en lo que ellos consideraban su lucha.

Conforme pasaba el tiempo, sin embargo, el ímpetu revolucionario de la Era de Acuario parecía perder fuerza y los miembros del Living Theatre iban cayendo en el desánimo. Ellos no habían querido hacer solamente teatro; habían pretendido ayudar a cambiar las cosas. A medida que la cruda realidad se imponía sobre los ideales la tarea de seguir representando la obra se les hacía cada vez más cuesta arriba, y la propia representación, como hito contracultural, estaba pasando de moda. La obra tenía una finalidad, y si esa finalidad no se materializaba, continuar con las giras se convertía en un acto mecánico. Aunque la compañía no se extinguió (de hecho, ha continuado funcionando hasta el presente), sus grandes ansias revolucionarias se desinflaron.   

La elección que Coppola hizo del título Apocalypse Now para su película, pues, no era un detalle neutro. Era el epitafio de un fracaso colectivo. Se habían disipado sueños bienintencionados pero grandilocuentes de una generación, que en ocasiones habían tomado la forma de artefactos intelectualizados en exceso; admirables en la forma, pero nacidos de una concepción demasiado centrada en una visión gremial, más apreciada por la intelligentsia que por el público.

Entre tanto, en la jungla, la parte más desafortunada (y con frecuencia más pobre) de esa misma generación había entregado su vida, o su bienestar físico y psicológico, sin que pudiese destilarse una moraleja elevada. Los soldados, nos dice la película, ni siquiera habían sido la mejor parte, como muestra la escena en que, embrutecidos, se desbocan. Pero también habían sido, en el conjunto de la población estadounidense (y descontando, claro está, a los propios vietnamitas), las principales víctimas.

El gobierno les había obligado a derramar su sangre para nada. Mientras, en casa, la «revolución» se reducía a una espléndida pero accesoria colección de ademanes culturales. Con Apocalypse Now, Coppola parecía decirle a toda una generación: vuestra revolución, amigos, no ha sido más que un delicado jarrón chino. Se ha hecho añicos en cuanto ha perdido el equilibrio.

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The Living Theatre en 1968.

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7 Comentarios

  1. ¿Cómo es posible todo un artículo sobre el título de «Apocalypse Now» sin mencionar al guionista al que se le ocurrió, John Millius?

  2. A Milius le encargaron una adaptación de «El corazón de las tinieblas». Hacía mucho que ambos, junto con otros más, hablaban de ello y jugaban con la idea.
    Pero el asunto no llegaba a ninguna parte hasta que a Coppola se le ocurrió hacer un filme sobre la guerra del Vietnam. Entonces Milius habló al director de la vieja idea. Francis estuvo de acuerdo. El título lo decidieron entre ambos, cuando John presentó su guión. No está claro quién de los dos lo pensó primero, pero estuvieron de acuerdo en seguida por diferentes razones: Milius veía a la gente del Living Theatre como unos ingenuos con un adanismo de manual (en el sentido de tener una «creencia excesiva y acrítica en la bondad natural del ser humano») y Coppola, en plena crisis personal, sumido en una depresión también de manual, creyó que era el mejor título posible, que además se relacionaba con la época para negar que todo hubiera sido Woodstock y el «Verano del Amor».
    No sé si alguien recuerda el título original del guión, pero ambos Coppola y Milius, dejaron claro que el título definitivo era obra de los dos.

  3. Interesante. Aunque quizá todo empezó 5 años antes, donde el comportamiento ‘aberrante’ de los protagonistas de ‘Portero de noche’ también la respuesta profundamente humana a otro gran horror.

  4. Constantino

    Coppola es bastante retro, así que no me extraña nada que su intención fuera poner de vuelta y media a una opción artística que le desagradara. Ahora «Apocalypse Now!» fue un fiasco. El espectador permanecía en su silla esperando a que apareciera Brando. Y cuando aparece, resulta que lo han convertido en el «Actor Secundario Bob» y encima se deja matar. Un sinsentido. No paras de ver a Martin Sheen, actor de posibilidades interpretativas bastante limitadas y el cóctel setentero habitual para acrecentar la audiencia (las conejitas del Play Boy y la muerte a machetazos de un buey).
    Para mí, una de las peores películas (bélicas) que haya visto. A destacar que en medio de la jungla, los militares jamás se ensucian ni arrugan los uniformes. El de vestuario también se lució.

  5. Ricardo de las Heras García

    Constantino, no tienes ni idea…

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