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Vine para desarmar el mito (o cuántas librerías malagueñas es usted capaz de visitar en un solo día)

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Imagen: Proyecto Lazarus / La Málaga Moderna. Producción: Silvia Flores.

Este artículo está disponible en la revista Jot Down Places.

En 2010, un estudio llevado a cabo por la empresa 11811 arrojó un dato que hoy me resulta difícil de creer: aquel año, Málaga se posicionó como el lugar de España con menos librerías por habitante: una por cada 10 764 malagueños. Y la cifra impacta, pero sobre todo choca con la idea que ya desde hace tiempo tenía yo de la ciudad. ¿Acaso no es Málaga, en la actualidad, uno de los rincones culturales más respetables de nuestro país? ¿Quién osa contradecir esa feliz idea conduciendo tan inservibles estudios? ¿Y, por cierto, los de 11811 no eran esos del anuncio aquel tan simpaticón de la tele? ¡Qué sabrá esa gente de la cultura, que nunca combinó bien con la estadística!

Movida por una incómoda incredulidad y animada por la felicidad que ofrece saberse con una excusa para regresar a Málaga, a finales de 2022, me aventuré a visitarla con el pretexto de descubrir qué estaba pasando con sus librerías, por qué tocaban a una per tanta cápita y cómo es que Murcia, de donde yo provengo, no estaba a la cabeza de ese estudio. A lo mejor ni se acordaron de preguntarnos a nosotros.

Porque puede que los de allí no sean conscientes —los de ciudades pequeñas siempre nos creemos poca cosa, incapaces de medirnos con las verdaderamente relevantes: esas en las que Netflix anuncia sus nuevas producciones con pompa y boato y lonas que pueden verse desde el espacio—, pero Málaga despierta numerosas envidias entre vecinos y admiradores. Y estas van más allá de lo esperable: lo de su sempiterno imperio de terrazas en las que nunca se pone el sol, el plato de gambas calibre XXL a precio de lo que cuesta un café en Serrano y el encuadre envidiable que ofrece el Mediterráneo a su paso por el paseo, que no tiene plano malo, ya nos los sabemos todos. Se lo saben hasta los chinos, que recorren la calle Larios con el móvil en la mano y la gula puesta en los ojos, brillantes de codicia gastroibérica. Pero resulta que el malagueño todavía puede concederse otro motivo por el que sacar pecho, ya que, en los últimos años, la ciudad ha venido construyendo un andamiaje cultural que empieza a atisbarse desde la capital y a ser una referencia hasta para los que temen despertarse un día de estos y ver que Netflix les ha colocado una valla publicitaria en el salón.

Áncora

—¿Has venido para escribir un artículo sobre las librerías de Málaga? ¡Si tampoco hay tantas!

Me hace esta pregunta Elías Ortigosa, empleado de la librería Áncora, la primera parada de mi ruta. Pienso: «Otra pobre víctima que se ha creído los datos de aquel estudio torticero». Y añado: «Qué magnífica palabra es torticero». Le digo:

—Uy, pero si sois un montón. Tú, porque vives aquí, pero a quien viene de fuera le sorprende que haya tanta oferta y tan variada.

Áncora está ubicada a los pies del obelisco que se alza en la plaza Uncibay, en un local encantador y pequeñito, de apenas treinta metros cuadrados. Me paseo por el estrecho pasillo que se forma entre las estanterías y una isla central plagada de títulos y me distraigo curioseando la selección: literatura asiática, autobiográfica, sobre naturaleza, sección de letras en guerra… Fundada en el 73 por Enrique del Río, padre de Enrique, su actual dueño, Áncora es una de las librerías más antiguas de Málaga. Por su parte, Elías, el chico que me ha atendido al entrar, es traductor y, desde 2020, también librero. Me cuenta que le viene de familia: su padre es dueño de Renacer, una librería de Málaga que está especializada en publicaciones de temática religiosa. «Siempre que pasaba por delante de Áncora me paraba delante del escaparate y pensaba: “Yo quiero trabajar aquí”». Estando dentro entiendo sus motivos. 

Aunque en sus orígenes la misión de la librería fue hacer llegar a los estudiantes de la Facultad de Filosofía y Letras —que en los años ochenta estaba cerca de allí— las publicaciones y los manuales necesarios para cursar sus estudios, con el paso del tiempo, el cambio de tendencias y la mudanza de la facultad, ese público desapareció y tuvieron que reconfigurar sus clientes objetivos. Hoy en día celebran eventos para promocionar editoriales pequeñas, han puesto en marcha un ciclo dedicado a la poesía (Aullidos) y otro a la traducción y durante la pandemia se les ocurrió hacer presentaciones en la azotea.

—Ahora nuestro público es más literario —comenta Enrique—. Y también tenemos esta sección de música y cine, más especializada, que yo creo que ha quedado muy bien.

Entre recomendaciones literarias bidireccionales, el repentino descubrimiento de que Elías y yo llevábamos años siendo amigos tuiteros y rodeados de libros; todo queda en casa y así me siento en Áncora.

En medio de la animada conversación entra el traductor Vicente Fernández González y nos ponemos a hablar sobre las diferentes versiones de En busca del tiempo perdido que han ido apareciendo para celebrar el centenario de la muerte de Proust. Se lleva el primer tomo de la editorial Alba, que incluye los dos primeros libros, y promete emitir una valoración cuando lo termine. Fijamos la cita para mediados de 2026.

Códice

No he andado ni cincuenta pasos cuando me doy de bruces con Códice, una librería de viejo con un fabuloso escaparate kitsch. Pasar de largo no es una opción.

«Aquí tenemos un oasis rodeado de restauración», me comenta la persona detrás del mostrador. Este local es de las pocas librerías de segunda mano que han sobrevivido tras más de treinta años en activo. Reviso las estanterías y me encuentro primeras ediciones impolutas, suplementos de coleccionista, postales de época, objetos curiosos que nada tienen que ver con los libros pero que me fascinan, colecciones completas de Pérez Galdós, ejemplares de Manuel Alcántara que han querido venderme a precio de incunable en Wallapop y que aquí encuentro a precios coherentes…

Salgo con un cargamento de títulos y me despido prometiéndole al librero que volveré pronto. —Si antes no han convertido esto en un shawarma

Librería Luces 

Vista desde fuera, a Luces se la podría confundir con una sucursal de la Casa del Libro —¡qué orden, qué espacio, qué de gente!—, pero, nada más entrar, me doy cuenta de que conserva el encanto de las librerías en las que los trabajadores están dispuestos a atenderte durante más de quince segundos. Luces es una librería de barrio en plena Alameda Principal malagueña. Me pongo a revisar las estanterías y encuentro destacados títulos de editoriales pequeñitas, a los que se les concede el mismo protagonismo que al último Premio Planeta. Oigo de pasada que una señora pregunta por un libro con la cubierta «así como azul, no sé qué de las palabras olvidadas». El librero asiente y va en su busca: ha sabido descifrar el mensaje encriptado y la señora se marcha satisfecha.

Luces tiene dos plantas y a la superior asciendo por una escalera en cuyos peldaños puede leerse este poema de Salvador Rueda: 

Esa es Málaga la bella

paraíso en que nací;

entre sus luces viví

y mi ser formose en ella.

Dios quiso al crear mi estrella

darme la vida en su ambiente,

y llevo fijo en mi mente

su nombre que tanto quiero,

cual si llevara un lucero

en la mitad de la frente.

De ahí su nombre. José Antonio Ruiz, su dueño, me explica que llevan desde la Navidad de 2018 en este nuevo emplazamiento.

—La librería la fundamos mi socia y yo en 2003, en un local justo al otro lado de la Alameda en el que ahora hay un Cortefiel.

A causa de la subida de los alquileres y las interminables obras del Metro —aún no lo sé, pero lo de las obras en la ciudad será un tema recurrente a lo largo de mi ruta—, a Luces no le queda otra que escoger entre mudarse o morir. Así que deciden trasladarse a este nuevo local, lugar en el que antiguamente funcionó la Imprenta Sur y donde se imprimieron las primeras obras de la Generación del 27.

Curioseo por la planta superior y me sorprende la diversidad de publicaciones disponibles. Y también la amplitud del espacio, que luego me enteraré de que se usa para hacer presentaciones y celebrar eventos literarios, en medio de esa panorámica envidiable que ofrecen las copas de los árboles de la Alameda agitándose al otro lado de las ventanas. Vuelvo a pensar: «Parece una Casa del Libro», y entonces reparo en la mesa de poesía, a rebosar de títulos fuera de los circuitos populares. «Pero está claro que no lo es: aquí hay más de diez autores entre los que escoger».

Me cuenta José Antonio que entre obras, pandemias e inflaciones a Luces ya no le quedan muchas más plagas que aguantar. Dice que no le quita el sueño tener que competir con los grandes, que lo que más le importa es que sus trabajadores estén contentos, que eso el público lo nota. Y puede que esa sea la receta de su éxito, porque, efectivamente y a pesar de todos los obstáculos que ha conseguido salvar, el escaparte de Luces sigue encendiéndose a diario para alumbrar la Alameda Principal.

Termina el horario de atención al público y una chavalita de unos dieciocho años que he visto cobrando en caja al subir se suma a nuestra conversación.

—Es mi hija. Nos está ayudando ahora con la campaña de Navidad —dice orgulloso José Antonio.

No. Esto no es una Casa del Libro. 

Rayuela

Me acerco a Rayuela, a pocos metros de Códice. Pero ¿no decían que en Málaga había pocas librerías? ¿Seguro que los del estudio contaron bien? Es 31 de diciembre y me la encuentro llena hasta la bandera, plagada de gente que, intuyo, cree que esta noche se acaba el mundo y que pasado mañana ese libro que tanto querían ya no existirá. Me sumo a su fiebre colectiva y empiezo a recorrer frenética los pasillos en busca de algo que todavía no sé que quiero. Pienso: «Algo de Alcántara, que tengo yo cuerpo de Alcántara». Buceo entre títulos hasta que doy con él.

Rayuela la fundaron en 1981 Carmen Niño y Juan Manuel Cruz, y su misión entonces era centrarse en temas relacionados con la psicología, los idiomas, el pensamiento y las humanidades en general. Sin embargo, en su planta baja, también me encuentro un nutridísimo catálogo de narrativa independiente y una sección infantil repleta de tentaciones. Me contengo. La última vez que le llevé un regalo a mi sobrino me advirtió, ya hastiado: «¿No será OTRO libro?».

Charlo con Noelia Clavero, la actual directora de la librería, y me cuenta que cree que parte del éxito de Rayuela se debe a los eventos que celebran; los encuentros con autores a la hora del vermú, para que sea «más festivo»; el servicio eficiente que prestan, capaz de competir con empresas de la talla de Amazon, y el cuidado del trato personal, en su opinión algo «fundamental e irreemplazable». Me reconoce que Málaga está viviendo un boom cultural tremendo y dice sentirse orgullosa de estar tan cerca de ese resurgir de la cultura. Le pregunto a qué puede deberse esa ebullición:

—La clave ha sido el movimiento generado por la gente de aquí, los trabajadores culturales, librerías, bares y colectivos que apuestan por una cultura alternativa. Si a eso le sumamos lo bien conectada que está la ciudad y el clima, pues ya estaría la fórmula.

A 31 de diciembre, salgo de Rayuela con el abrigo en la mano para dirigirme a pie a mi último objetivo. Puede que Noelia tenga razón.

Proteo

Me dejo para el final la librería más antigua de la ciudad. Fundada en 1969, Proteo nace burlando a la dictadura y con una clara misión política en el primer piso de una calle cercana donde se estableció una cooperativa para importar libros prohibidos de Cuba, Francia o Rusia.

El actual director de la librería, Jesús Otaola, me explica que llega un punto en el que su fundador, Paco Puche, se ve con tal fondo de libros que decide montar la librería infantil Prometeo e instalar unas estanterías falsas en cuyo interior escondían los libros prohibidos para así burlar la censura. Gracias al éxito de Prometeo deciden trasladarse a este local y nace Proteo. 

Me fijo bien y a la izquierda de la entrada veo una imponente muralla andalusí que abarca dos de las cuatro plantas del edificio, como si la hubiesen puesto ahí para encargarse de custodiar los cien mil libros que, me cuenta Jesús, hay en la librería.

Cien mil libros que desaparecieron en 2020, cuando una subida de tensión provocó un incendio en el edificio a dos días de la reapertura de la librería tras la pandemia y fueron devorados por las llamas. En el piso intermedio, la librería conserva algunas de las estanterías abrasadas a modo de memorial —hermosísimo, si se me permite—, donde uno mismo puede valorar la magnitud de los destrozos causados. Si dedicarse a los libros es oficio de supervivientes, la de Proteo es una historia de supersupervivencia.

Sigo subiendo plantas y la librería no se acaba nunca. Espacio para presentaciones, para talleres de escritura, para almacenar los libros de Ediciones del Genal, la editorial que ellos mismos gestionan…

—Si aguantamos, fue gracias al tremendo apoyo que recibimos de toda España con las compras a través de nuestra página web.

Me asomo a uno de los miradores y veo una zanja que secciona toda la calle. 

—¿Aquí también tenéis obras? —le pregunto a Jesús.

—Y lo que nos queda. 

Son las tres de la tarde y es Nochevieja y tengo que ir a comprar ese invento odioso que son las uvas. En su lugar, propongo tomar doce boqueroncitos al limón con las campanadas, pero la idea no tiene mucha acogida.

Aún tengo pendiente visitar librerías como Kokoro, especializada en manga, y Mapas y Compañía, de temática viajera, pero ya está todo cerrado, así que me tocará volver el año que viene. Como sigo sin creerme los datos de aquella publicación de 2010, me planteo llamar a los de 11811 para decirles que revisen bien sus números, que saquen un estudio nuevo porque en Málaga hay muchas librerías y todas estupendas, que pidan perdón y entreguen el big data.

En lugar de eso, vuelvo a la carga con lo de las uvas, esta vez sugiriendo gambitas fritas de esas pequeñas tan ricas. Atisbo cierto margen de negociación.

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