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Málaga, urbs y civitas

Este artículo está disponible en la revista Jot Down Places. urbs

La primera impresión no siempre es la que mejor refleja el espíritu de un lugar, o, al menos, eso debió de pensar lady Louisa Tenison al iniciar su viaje por España en el otoño de 1850. Desde que el vapor de cabotaje en el que viajaba partió de Gibraltar la noche anterior, aguardaba expectante la arribada al puerto de Málaga al amanecer, sumida en ensoñaciones acerca de romanos, cartagineses, musulmanes y cristianos salidas de antiguos romanceros. Nuestra protagonista no pudo refrenar su impaciencia por obtener una primera impresión de su destino, por lo que ya de madrugada aguardaba en cubierta el esperado momento. No la decepcionó: la visión de la fortaleza de Gibralfaro bañada por la luz del alba dominaba la ciudad de la que emergía la catedral, destacándose sobre el fondo montañoso. Y, entonces, los cañones del castillo comenzaron a tronar en salvas ceremoniales por coincidir la fecha con alguna festividad local. Imaginamos hoy el rostro de lady Louisa, acariciado por la brisa marina, esbozando una amplia sonrisa de satisfacción; qué mejor forma de comenzar el viaje por una tierra decadente aderezada con antiguos mitos caballerescos. Al cerrar los ojos, casi podía ver el campamento de los Reyes Católicos frente a las murallas tras las que los defensores resisten un último asedio, con los estandartes flameando a un viento que también hinchaba las velas de la flota castellana fondeada en la bahía. Pero, cuando vuelve a abrirlos, el arrobo inicial da paso a un profundo desconcierto, casi una decepción: la nave se aproxima ya al dique y no hay nada de la esperada indolencia meridional. Sobre los bulliciosos muelles sobresalen a izquierda y derecha las humeantes chimeneas de los altos hornos, «más propios de los suburbios de Liverpool y Glasgow que del soleado clima de Andalucía». 

Los tres meses que pasará en Málaga antes de emprender su periplo por el resto de España le servirán para reponerse de este susto inicial, extendiéndose en su relato acerca del carácter de los malaguenians, de la animación de sus calles, de las delicias de su clima y del magnificent colouring de las montañas, cuyos suelos «tienen una tonalidad de un rojo que es particularmente intenso a la hora del ocaso». Claro que esto que lady Louisa nos cuenta con prosa chispeante en su crónica Castile and Andalucia no es, ni mucho menos, una excepción, por más que ella lo haya expresado de una forma particularmente amena.

Málaga, urbs y civitas
Málaga en 1898. En esta foto tomada desde la Coracha terrestre ―pasillo fortificado que une el castillo de Gibralfaro con la Alcazaba― la ciudad se extiende ante el fotógrafo mostrando sus rasgos más destacados. El puerto, por entonces a punto de completar su extensión mar adentro, permanece fuera de la imagen; pero el casco urbano y algunos de sus arrabales históricos resultan visibles. En primer plano, los muros de la fortaleza nazarí aparecen ocupados por un barrio de casas humildes que desaparecería con las restauraciones de mediados del siglo xx. El centro antiguo, caracterizado por su trazado islámico, ya había experimentado las reformas interiores cuyo ejemplo más relevante es la apertura de calle Larios. Hacia el mar, intervenciones ilustradas como el paseo de la Alameda otorgan a Málaga un aire europeo que se refuerza con el trazado del modélico ensanche de Heredia. En la lejanía, apenas perceptibles, se vislumbran las chimeneas que propiciaron toda esa prosperidad: las de los altos hornos de los Heredia y las fábricas textiles de los Larios. Fotografía: Getty.

De modo que, como nada es eterno, un día las chimeneas dejaron de humear. Cuando los altos hornos que las alimentaban finalmente se apagaron ―por razones sobre las que no nos extenderemos aquí― había ya quien tenía un plan. A fin de cuentas, solo había que escuchar (y leer) a quienes, como lady Louisa, ya habían pasado por aquí. El diagnóstico fue el siguiente: Málaga posee un clima sin parangón en la Europa continental, opinión que se fundamentaba en estudios científicos que respaldaban tal afirmación. Lo emitieron unos tipos aglutinados bajo el título rimbombante de Sociedad Propagandista del Clima y Embellecimiento de Málaga, integrada por destacados miembros de la sociedad civil de la época. Aquellos señores circunspectos de finales del XIX, conscientes de los riesgos que implicaba semejante golpe de timón, sugerían que los proyectos debían provenir de iniciativas locales, pues «no sea que el mercantilismo extranjero nos traiga proyectos y nos deslumbre con relatos de Las mil y una noches», a lo que añadían que «no habrá esperanzas de regeneración para Málaga sino cuando todos conozcan la necesidad imperiosa de no sacar más sangre a este cuerpo harto desangrado». Para completar la escenografía del paraíso debía acometerse una regeneración urbanística enfocada al ornato público y complementada con la plantación de parques, jardines y alamedas, al ser conscientes del valor ornamental y ambiental de las arboledas.

Sin embargo, había un factor que nuestros próceres omitieron, pero del que fueron muy conscientes otros viajeros al llegar a Málaga. Hans Christian Andersen le dedicó las siguientes líneas a la ciudad: «En ninguna otra ciudad española he llegado a sentirme tan dichoso y tan a gusto como en Málaga. Un propio modo de vivir, la naturaleza, el mar abierto, todo cuanto para mí es vital e imprescindible lo hallé aquí; y algo todavía más importante: gente amable». Andersen disfrutaba del placer sencillo de asomarse al balcón de su alojamiento y ver el ambiente animado de las calles, que eran tomadas por los naturales de la ciudad cuando caía la tarde. Entre Málaga y Roma hay un abismo patrimonial, pero el mismo Goethe, plantado ante los monumentos de la Ciudad Eterna, se lamenta del hermetismo de su sustancia edificada en la primera de sus Elegías romanas

¡Decidme, piedras! ¡Hablad, altos palacios!

¡Calles, tan solo una palabra! Genio, ¿no te haces sentir? 

Todo tiene alma entre tus muros sagrados, sí, 

Roma eterna. Ante mí solo guardas silencio.

Iglesias, palacios, ruinas y columnas se dejan contemplar, pero permanecen mudos. Solamente a través del contacto con los habitantes conseguiría finalmente el bueno de Johann Wolfgang, «hombre juicioso que con provecho usa su viaje», que Roma le desvelase su esencia. Esta revelación del literato alemán viene al pelo para recordar que fue precisamente en la antigua Roma donde se acuñaron los dos términos que, como Jano, definen las dos caras inseparables que toda ciudad posee: urbs, que es la configuración material de la ciudad, sus construcciones y su trazado viario, y civitas, que es el entramado de relaciones urdido entre sus habitantes y que construye la ciudad como ente social y cultural. Los dos aspectos van ligados de una forma inextricable, y de la combinación de ambos resulta aquel lema con el que las ciudades Estado de la Baja Edad Media proclamaban su independencia frente a las monarquías: «El aire de la ciudad nos hace libres». La complejidad de la vida urbana, con el encuentro entre gente diversa y el intercambio libre de ideas, se ha impuesto a todos los intentos de simplificación, sectorización y atomización a la que han pretendido someterla los bienintencionados pero ingenuos urbanistas del siglo XX, que han creado algunas distopías en el proceso para desesperación de quienes las han habitado.

A pesar de los pesares, la ciudad sigue siendo una buena idea, íntimamente asociada al progreso de la humanidad, ahora que se habla de «lo que en su momento se llamó la ciudad», como podemos leer en el título de uno de los últimos libros del arquitecto Rem Koolhaas. A fin de cuentas, la palabra «civilización» deriva de la latina civitas, antes mencionada. Pero nos ocupábamos aquí de Málaga, que ahora experimenta ―como tantas otras ciudades del mundo― un proceso de extrañamiento que a veces se quiere asociar con el antes citado progreso. En nombre del progreso se anima a quien vive en el centro y en ciertos barrios, de una forma u otra, a sacrificarse y ceder su espacio a actividades de ocio y negocio. «Queremos un modelo de city como la de Londres», se ha llegado a decir en algunos casos. «Es de egoístas querer la ciudad para los malagueños; debemos compartirla con el foráneo», añaden; aunque ese compartir se parece más a una cesión. El turismo ha contribuido a revitalizar incluso sectores del casco urbano deteriorados que de otro modo habrían tenido una difícil redención, animando espacios a los que los naturales del lugar parecían haber renunciado. Pero estas actuaciones, sin duda beneficiosas si se realizan de modo bien reglado y con mesura, se han convertido en una hidra descontrolada y generadora de tensiones a la que no se pone coto, y que convierte en hostiles para el ciudadano las áreas más afectadas. El centro histórico, un valioso compendio de arquitecturas y trazados urbanos de diferentes épocas que le ha valido la declaración de Bien de Interés Cultural por parte de la Administración autonómica, a instancias del Gobierno local, experimenta ahora una saturación de estos usos y ve alterado su protegido paisaje urbano histórico con edificaciones absolutamente fuera de escala, impulsadas por el mismo Ayuntamiento que propició tal protección y que recientemente acarició la idea de promover su candidatura como Patrimonio Mundial de la Unesco; circunstancias ambas cuya simultaneidad resulta del todo incoherente.

Málaga, urbs y civitas
Málaga en la actualidad. En su obra La destrucción del legado urbanístico español, publicada en 1977, el arquitecto Fernando Chueca Goitia dedicaba las siguientes líneas a la ciudad: «El gran desarrollo de Málaga (…) hizo que se desencadenara la especulación del suelo y aparecieran progresivamente edificios cada vez de mayor altura ofendiendo incluso a la catedral. La delicada arquitectura del siglo xix fue sustituida por la prosaica arquitectura de consumo». En una escala de deterioro urbanístico, Chueca asigna a Málaga un 7 sobre 10. Casi medio siglo después de que fuese escrito este diagnóstico, el proceso no parece haberse detenido. Errores urbanísticos graves como el barrio de la Malagueta se reproducen ahora a modo de metástasis en otros puntos de la urbe, destruyendo su valioso aunque maltrecho paisaje urbano histórico. La catedral, la Alcazaba y el palacio de la Aduana mantienen todavía su condición de hitos de referencia, pero cada vez más condenados a una triste irrelevancia que se agravará a medida que los diversos proyectos urbanísticos en curso vayan siendo completados. Fotografía: Holger Leue / Getty.

En realidad, el progreso no se mide por la capacidad de producir construcciones colosales, sino por una serie de indicadores como son, entre otros: la eficiencia de las redes de transporte público, el porcentaje de zonas verdes por habitante, el nivel educativo y las posibilidades de desarrollo profesional de los ciudadanos, la oferta cultural y el respeto al patrimonio. Copenhague, la ciudad donde vivió y murió Andersen, acude siempre a la mente como ejemplo de ciudad que destaca por las condiciones de bienestar que ofrece a sus residentes. Como puede comprobarse con una simple búsqueda de imágenes en Google, su paisaje urbano dista mucho de lo que a veces se ofrece a los malagueños y se parece bastante a lo mejor de lo que ya tenemos.

Además de su valor como categoría estética, el paisaje urbano tiene también una función social: el urbanista Kevin Lynch lo definió como «un vasto sistema mnemotécnico para la retención de la historia y los ideales colectivos»: la presencia de una serie de hitos con los que nos identificamos afectivamente propicia que nos impliquemos en su cuidado. Jugando con el conocido adagio, diríamos que ojos que ven, corazón que siente. Pero es que, además, bien mimado, ese mismo paisaje se convierte en un bien económico. (Embellecido, habrían dicho los de la Sociedad Propagandista). Por cierto que, en la actualidad, también lo inmaterial se considera parte de ese patrimonio paisajístico. La ciudad percibida por los sentidos, la civitas, la encarnada por los habitantes que ejercen activamente su derecho a la ciudad, y no como meros figurantes.

Clima, embellecimiento del paisaje urbano y un ambiente animado por unas gentes amistosas a las que se les suele atribuir el arte de saber vivir. El secreto parece que lo descubrieron los viajeros románticos y lo pusieron negro sobre blanco aquellas personalidades de la Sociedad Propagandista. Aunque parece que, a pesar de la prevención de estos últimos ante el riesgo de los «relatos de Las mil y una noches», caímos en la trampa, a la vista de las atrocidades urbanísticas padecidas por la ciudad en la segunda mitad del siglo XX y el primer cuarto del XXI, hasta el punto de que procedería preguntarse si, como temían, queda sangre por extraer en el cuerpo urbano de Málaga o, usando una expresión que proliferó en otro tiempo, hemos matado a la gallina de los huevos de oro. Un paseo por las calles del centro sirve para descartar esa hipótesis. Puede que el mundo actual no se parezca demasiado al de hace un siglo y cuarto. O quizá sí; en el fondo, en este mundo dominado por lo virtual, existe un anhelo por el disfrute sensorial. Por otro lado, los herederos de lady Louisa todavía residen entre nosotros y poseen las claves que explican su permanencia aquí. El paraíso del sur, si es que existe semejante cosa, reside en la condición de ciudad amable, de lugar que propicia la convivencia, como caracteriza a las antiguas ciudades mediterráneas. El mestizaje de usos en unos espacios modelados a la escala del ser humano es lo que garantiza la vida urbana, evitando monocultivos de actividades.

Las ciudades, como entes vivos que son, evolucionan y crecen; también pueden morir. Una ciudad congelada en el tiempo es una ciudad muerta. Pero el único sentido que tiene la evolución de una ciudad es la mejora de la calidad de vida de quienes la habitan; no hay urbs sin civitas. En ese caso, la ciudad muere y se convierte en otra cosa que ya no es ciudad.

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Un comentario

  1. francisco clavero farré

    El artículo es muy confuso y retórico. Soy malagueño del centro, hace mucho que no vivo allá. El asunto es que la gente que trabaje en Málaga o donde sea, sean de donde sean, puedan tener un techo digno para llevar su vida e incluso pensar en una familia.
    Lo demás es bla, bla, bla Airbnb y negocio para unos pocos.
    Ello requiere unas políticas públicas, perdonéseme la redundancia, de vivienda. Es algo facilísimo, pero atenta al egoísmo exacerbado de unos cuantos rentistas.
    No hay más que eso. Nos es la economía, es la política.

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