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La caída del puente Tacoma Narrows

La caída del puente Tacoma Narrows en 1940. (DP)
La caída del puente Tacoma Narrows en 1940. (DP)

Este texto es un adelanto de nuestra trimestral Jot Down  nº 46 «Rupturas»

No le gusta escuchar los mensajes de voz dentro del recinto. Ni siquiera allí, en la sala donde se cambia de ropa y recoge sus cosas. Son parte de su vida privada y es importante mantenerlos fuera de las paredes del hospital. Pero está demasiado cansada y sabe que olvidará escucharlos al llegar a casa. Mira alrededor: no hay nadie, es la última en irse. Así que se encoge de hombros frente al espejo y pone el altavoz para escucharlos. 

El primero es escueto, sin inflexión. Como si alguien leyera un telegrama. Como si alguien lo hubiese desinfectado primero.

«Hola. Ha llamado la terapeuta. Necesita cambiar la hora de la sesión que tenemos la semana que viene. Te mando por email su disponibilidad y la mía y eliges».

Terapeutas. Se pregunta si a alguien verdaderamente le funciona la terapia de pareja. Si no es el último parche sobre la lancha que se desinfla para que aguante un poco más. ¿Para que aguante más para qué? «Supongo que en realidad sí funciona, pero no como salvavidas. Funciona como espejo, para los que no quieren ver», piensa mientras se ata los cordones de las zapatillas. «Y funciona para inclinar la responsabilidad hacia otro lado. Preferiblemente hacia el lado de un extraño con diploma y opinión profesional». Responde al mensaje con un pulgar hacia arriba y busca el siguiente. 

El segundo es cálido, tímido. Mensaje de equilibrista zarandeándose entre el deseo de llamar y el de no molestar. 

«Hola, cariño. Creo que tienes guardias de noche esta semana, no me he dado cuenta. Te escribo por la mañana».

Madres. La primera separación. Nada más ver la luz, alguien corta el cordón de la vida que conocemos y todo se vuelve aterrador y frío y ruidoso. Y uno tiene que aprender a respirar por sí mismo, a vivir por sí mismo. «No me extraña que sintamos tanto rechazo a las rupturas. Venimos traumatizados de nacimiento». 

Reproduce el último. También es de su madre. 

«Bueno, te dejo esto grabado y así lo escuchas cuando puedas. Era para recordarte que el sábado es la misa por la abuela. No hace falta que vengas a la iglesia si no quieres. Pero, si puedes sacar tiempo y acompañarme al cementerio…, voy a cambiar las flores, que estarán ya para el cubo de la basura». 

Abuelas. La siguiente pérdida seria, la del afecto que aprender a echar de menos. La suya, la abuela materna, la abuela gringa. La que dejó atrás su país, su lengua y su familia por un donjuán extranjero con mucha labia, buenas intenciones y mala suerte. Los tiempos eran propicios: con la década de los sesenta recién estrenada se enamoraron y ella lo siguió, ya su mujer y ya encinta. «A veces creo que lo hice porque quería ver el mundo, más que quererlo a él». Decía con la sonrisa triste que delata a los que se mienten para aliviar la pena. Su abuela valiente, que quedó viuda tan joven, con una hija a la que criar y una pensión ridícula, cuando a él le rompieron los huesos unos cimientos mal puestos. La que no abandonó aquel país al que había cogido cariño, ahora suyo, nunca suyo, donde era más pálida y más rubia que los demás y se le notaba el acento hasta al silbar. Aquí, donde se sentía exótica, estaba permanentemente morena y no le debía explicaciones a nadie, vivió una vida larga y feliz. Aunque a veces le podía la nostalgia y hablaba de un puente mágico que bailaba. 

Seguramente era su recuerdo más antiguo, y la historia favorita que contarle a su nieta a la hora de dormir. Era 1940, ella tenía seis años y vivían en Seattle. Todavía no tenían coche propio, así que aquel verano hubo muchos autobuses y coches prestados para cubrir los cincuenta kilómetros que llevaban a Tacoma, donde un puente cruzaba el estrecho de agua salada de casi dos kilómetros que separaba la ciudad con la península frente a ella. Era hermoso. Nada les unía a aquella ciudad costera salvo la fascinación de ver el puente colgante, de creer en la capacidad humana de construir ante tanto rumor de guerra. Ella lo recordaba como un verano emocionante. Le gustaba caminar sobre el puente, sentirse en suspenso sobre las aguas, sobre todo cuando se balanceaba como hechizado, cuando ascendía y descendía bajo sus pies y por segundos notaba la ingravidez y el vértigo. La abuela siempre deseaba que hiciera viento al llegar a Tacoma para poder ver la masa de acero ondularse, mecerse, bailar.

Su nieta aún recuerda muchos detalles de ese puente. Había costado más de seis millones de dólares de la época y había durado abierto al público poco más de cuatro meses. Se cayó un jueves 7 de noviembre, un día con vientos de casi setenta kilómetros por hora, a las once de la mañana, cuando su abuela estaba en la escuela. Lo vieron en el periódico: se había partido por la mitad. El perro de un reportero, demasiado asustado para salir del coche, fue la única víctima del desastre. 

Mientras se pone la chaqueta reconoce que es extraño que un lugar que nunca ha visto viva de algún modo en su memoria. Como un recuerdo heredado sobre el que tuvo que investigar porque no parecía real, sonaba a cuento inventado. Descubrió así vídeos de la época. Vio el puente zarandearse. Realmente bailaba. Más que eso, galopaba. Había grabaciones del momento del colapso, de cómo se retorcía con un coche antiguo sobre él que, intuía, contenía un aterrorizado cocker spaniel llamado Tubby. Un escalofrío le recorre la espalda. Abrocha el último botón de la chaqueta. 

Antes de guardar el teléfono de nuevo en el bolso decide enviar su respuesta al último mensaje. Carraspea un poco, intenta no sonar exhausta. 

«Hola, mamá. Buenos días. Sí, yo te acompaño el sábado. Dime a qué hora quieres ir y te recojo».

El móvil cae sobre algo produciendo un eco metálico en el bolso y un gesto de alivio en su rostro. No sería la primera vez que se deja las llaves de casa. No necesita verlas, reconoce el sonido de ese metal que tiene su propio timbre, como tienen los objetos su propia frecuencia. Como la tenía el puente de Tacoma Narrows. Había usado la historia para hacer un trabajo de Física en primero de Bachillerato, así que en algún momento de su vida había entendido la ciencia que lo hacía balancearse. Ya solo recuerda que había hablado de los vórtices que formaba el viento al atravesar el puente, como hace siempre el viento ante un obstáculo. De eso y del efecto de resonancia que creaban cuando el aire tenía la velocidad adecuada, la fuerza precisa, ajustada al periodo de oscilación característico del puente, que aumentaba la magnitud de su vibración natural como si el rígido metal fuera una cuerda flexible y sumisa. «Un cuerpo que encuentra una fuerza al ritmo preciso al que desea excitarse, y juntos consiguen acrecentar ese vaivén hasta su límite. O hasta su ruptura. Serviría para definir muchas relaciones de pareja». Sonríe. La profesora de Física había criticado la falta de discusión de teorías más actuales, algo relacionado con la torsión, o cómo el diseño había mejorado en puentes colgantes modernos. Como si su historia estuviera anclada en el pasado, en el tiempo de una abuela entonces niña. Aun así le puso un nueve.

Al salir al pasillo se da cuenta de que ya ha amanecido y empieza a haber más luz y más gente en el hospital. Se distingue enseguida a los que acaban de llegar y a los que se preparan para escapar. La conjunción al alba del mundo de los vivos y el de los zombis. Como esa chica, inmóvil frente a la máquina de café. 

Espera unos segundos pero la chica no se mueve. Decide acercarse, comprobar que está bien. La reconoce. Fue en Nochebuena y eso hace imposible olvidar una tragedia. Un par de ambulancias habían llegado con heridos de un accidente de coche: un conductor borracho que murió a las pocas horas y una chica joven que quedó en coma. Contactaron a los familiares y ella fue la primera en llegar. Le dieron la noticia y se quedó allí sentada, pegada al respaldo de plástico azul. Poco a poco, la sala de espera se llenó de más familiares y amigos que iban y venían, hacían llamadas, se abrazaban, discutían, lloraban. La escena era desoladora pero verla a ella, totalmente desorientada, ajena a todo, le resultaba aún más trágico. Como si hubiera sido ella la que acababa de tener el accidente, la que se había quedado suspendida entre la vida y la muerte. 

Llega hasta la máquina de café, que parpadea indicando un error. Le faltan diez céntimos. Sin decir nada introduce una moneda de veinte y la máquina se pone en funcionamiento. El ruido hace que la chica reaccione. Se gira hacia ella. 

—No te preocupes, cuando te pasas la noche aquí, ya ni reconoces las monedas.

La chica sigue confusa, insomne. Como si siguiera en el mismo estado de conmoción, como si el tiempo se hubiera detenido aquella Nochebuena.

—Hacía tiempo que no te veía. 

—Sí… no…, es verdad. Ahora vengo menos. Dos veces por semana. 

—Y ¿cómo estás? ¿Cómo va todo? 

—Igual. Ella sigue igual, así que todo sigue igual. 

El pitido de la máquina y el aroma indican que el café está listo. La chica toma el vaso de cartón, murmura un «gracias» lento, falto de cafeína, y se aleja por un pasillo al que todavía no ha llegado la Navidad. También le ofreció un café aquel día.

—¿Es tu novia? 

Recuerda que la chica no dijo nada, solo asintió. Temblaba muy ligeramente. 

—¿Quieres que te traiga un café?

Asintió de nuevo. Quizá fue el zumbido de la máquina haciendo resonancia con su temblor. O que ella era una extraña y tenía permiso para escuchar sus sollozos. 

—Tranquila. Llora cuanto quieras. Es normal en una situación así… 

—Iba a dejarla.   

Entonces comenzó a hablar sin parar, a borbotones, febril. Le contó que llevaban viviendo juntas casi un año. Que no les gustaba la misma música. Que roncaba. Que todo era ruido entre ellas y no se escuchaban. Que ya lo tenía claro, pero que no quería ser la bruja que rompe con alguien justo antes de Navidad. Aguantaría hasta que terminaran las fiestas y con el nuevo año, nueva vida para cada una. El plan era sencillo y piadoso. Pero un accidente la había dejado sin novia y sin cierre. En el limbo. En coma. Atada de pies, manos, cabeza, corazón y estómago. 

«Y a pesar de todo, tantos meses después, sigue pasando la noche aquí», piensa mientras recoge el cambio que la máquina ha escupido para ella. «¿Se siente acaso aterrorizada, como ese perro dentro del coche, incapaz de moverse, de seguir adelante? ¿Aun sabiendo que el puente se hundía?». 

Decide ofrecerse un café a sí misma y sentarse en la misma celda de plástico azul. «Las sillas no tienen caducidad en los hospitales». Repasa sus propias rupturas. Hay quien las necesita, quien se estanca como en arenas movedizas hasta oír, u oírse, decir la palabra fin. Como quien aguanta todos los créditos de la película para no perderse algo que pueda aparecer en la pantalla tras ellos. Hay quien las ejecuta de forma natural, sin dudas, con la precisión de un cirujano. Y hay también quien no cree en las separaciones. Quien vive toda relación como un continuo, con sus idas y venidas, su cercanía y lejanía variando a intervalos, oscilando. Deposita el vaso arrugado en la papelera y se levanta. «Las más dolorosas son las que se postergan».

Sale a la calle. Es todavía pronto pero marca su número. Una voz tan cansada como la suya, una voz con legañas y telarañas de sueño, responde. Suena a metal partido, a puente que cae. 

—Yo te quiero —se escucha decirle a esa voz que espera al otro lado de la línea. Reconoce que su propia voz suena diferente, terriblemente resuelta—. Y te voy a extrañar.

No sabe muy bien de dónde viene esa voz, quién dicta esas palabras. Tal vez el cansancio, tal vez el dolor, el desgaste. O tal vez son solo una resonancia de algo que lleva tiempo balanceándose en su pecho. Algo que debe dejar salir. Decirlo en voz alta. Decirlo y colgar de inmediato. Antes de poder arrepentirse. Decirlo y dormir como quien se libera de la península del otro.  

—Pero a veces mantener dos puntos conectados no compensa la tensión del puente entre ellos. 

Piensa que quizá debería ir, ver esa ciudad de nombre de cuento y ese estrecho, sometido ahora por dos puentes gemelos. Se lo propondrá a su madre el sábado. Un homenaje a la abuela y a sus historias. A todas las rupturas.

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