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Sangre en los labios

Sangre en los labios
Sangre en los labios. Imagen: Anna Kooris.

En 1989, en algún lugar incierto de Norteamérica, pero sospechosamente parecido a Nuevo México, la introvertida gerente de un gimnasio, Lou (Kristen Stewart), se enamora de Jackie (Katy O’Brian), una adicta a levantar hierros recién llegada a las instalaciones. Ambas son mujeres que acarrean sobre sus espaldas secretos más pesados y dolorosos que las barras olímpicas. Jackie sobrevive como vagabunda, es capaz de vender su cuerpo a cambio de trabajo y viaja a la caza del sueño americano, anhelando alzarse con la victoria en un concurso de culturismo celebrado en Las Vegas. Lou carga con la culpa de un pasado familiar criminal, promovido por los tejemanejes de su padre (Ed Harris), que la ha forzado a apilar esqueletos en las entrañas de las grietas del desierto. Entre chutes de esteroides, chándales de nailon sudados y venas dilatándose al alzar mancuernas, aquellas dos personas inician un idilio que desembocará en una violenta fábula de venganza.

Sangre en los labios, el segundo largometraje de Rose Glass tras debutar con la aclamada Saint Maud (2019), es un relato sobre el cuerpo. Sobre la transformación de unos cuerpos que son llevados al límite entre las pesas del gimnasio, engrasados con aceite en sórdidas competiciones que les rinden culto, modificados a golpe de esteroides o capaces de mutar hasta adquirir dimensiones hulkianas por culpa de las mariposas que revolotean en sus estómagos. Pero también es una película sobre cuerpos dañados y sobre cuerpos que se amontonan destrozados y aquello que contienen: las vísceras, la sangre, el sudor y el vómito. E incluso es una cinta que modifica su propia fisonomía sobre la marcha: arranca con un romance queer, detona el thriller criminal, camina por terrenos oníricos, juega a subvertir clichés, estalla en impulsos de venganza, recurre al CGI para remover sus músculos, invita al humor negro a la fiesta y tantea el realismo mágico. Y además supone una nueva entrada en una categoría que por aquí nos encanta: el neon-noir

Sangre en los labios
Sangre en los labios. Imagen: Anna Kooris.

El neon-noir es una de las corrientes modernas más llamativas del cine reciente. Un subgénero que brota del refinamiento formal de otro subgénero, el neo-noir (sin ene y con fluorescentes), entablando sus propias señas de identidad: relato negro y criminal, estilismos meticulosos, criaturas nocturnas que habitan los márgenes bañadas por las luces artificiales de la urbe, explosiones de violencia contundentes, ensoñaciones insólitas y un envoltorio sonoro de música electrónica. Un estilo formal muy obsesionado en crear la atmósfera adecuada. Si Martin Scorsese y Paul Schrader trataban de llevar al espectador a través de un estado intermedio entre la vigilia y el sueño, el neon-noir apuesta por arrastrar a la audiencia por terrenos similares valiéndose de los estímulos sensoriales, empapando las ambigüedades morales del cine negro en el mejunje del pop moderno. Conformando un subsubgénero que nos ha dado alegrías como Frío en julio de Jim Mickle, Good Time de los hermanos Safdie o la extremadamente popular Drive de Nicolas Winding Refn.

Y resulta que a Glass, que venía de firmar una cinta de horror, se le da bastante bien jugar al neon-noir instalando la historia en un entorno marciano de culturismo, brutalidad y delincuentes. Y fichando al virtuoso Clint Mansell (Requiem por un sueño, Moon, Cisne negro) para ponerlo a cargo de una estupenda banda sonora electrónica que adquiere presencia propia desde los primeros minutos de metraje. Sobre la superficie, Drive o Only God Forgives de Refn son el eco evidente e inmediato. Pero a la hora de concebir Sangre en los labios la realizadora ha bebido de muchas más fuentes: desde Crash de David Cronenberg hasta Paris, Texas de Wim Wenders, pasando por Rokugatsu no hebi de Shin’ya Tsukamoto, las eternas autopistas alumbradas bajo la luz de los faros de Carretera perdida y la atmósfera de Terciopelo azul, ambas de David Lynch, o el microuniverso decadente en el que contoneaba sus lentejuelas la cinta de culto Showgirls de Paul Verhoeven

Una colección de influencias cinematográficas que en pantalla se antojan más espirituales que evidentes, porque Sangre en los labios supone un animal (salvaje) con entidad propia. Una historia pulp que gusta de darle la vuelta a los clichés, desde el concepto de mujer fuerte, reflejado de manera literal en la silueta musculosa de Jackie, un personaje tan letal en su exterior como frágil en su interior, hasta el rumbo incierto de una trama salpicada de sorpresas. Y desde aquí ya vamos a avisar de antemano: el desenlace de la trama contiene una escena inesperada y fantasiosa, una salida de tono de proporciones colosales que, cuando uno se para a meditarlo, probablemente tiene todo el sentido del mundo. Porque Sangre en los labios es una de esas películas que ha logrado encandilar al público haciendo algo de lo que pocas son capaces: no permitir que la audiencia adivine qué coño va a ocurrir a continuación.

Sangre en los labios
Sangre en los labios. Imagen: Anna Kooris.

Lo curioso es que el guion del film llega bordado a cuatro manos por la propia Glass junto a Weronika Tofilska. O una inglesa y una polaca firmando un cuento ubicado en el ocaso de los años ochenta en Estados unidos, un país que les resulta ajeno. En el fondo, se trata de una jugarreta geográfica de lo más inteligente, por traducirse sobre el papel como la visión fantástica de una Norteamérica que ambas creadoras desconocen de primera mano, pero que han asimilado durante toda su vida de manera artificial a través del cine, la televisión y la cultura popular. De este modo, el universo que acoge la historia de Lou y Jackie camina con sincera soltura entre la realidad y la fantasía. Lo de situar la acción en los ochenta también es una decisión meditada. Glass y Tofilska no lo hacen por aprovechar el rollito nostálgico, que ya cansa, sino porque consideran que dicha década supuso el último gran periodo de excesos, la traca final antes de que todo el mundo se volviera profundamente aburrido.

Frente a las cámaras, el reparto es uno de los mayores aciertos del film. A Kristen Stewart hemos aprendido a quererla tras ver cómo se ha sacudido de encima la imagen de superestrella de taquillazos inanes a la que la había condenado el éxito de la saga Crepúsculo. Una redención que la actriz ha logrado seleccionando proyectos mucho más interesantes y arriesgados, trabajos que le permitían actuar de verdad y no ser un mero maniquí: Personal Shopper, Seberg: más allá del cine, Crímenes del futuro, American Ultra o Spencer. Con Sangre en los labios obtiene una nueva oportunidad para lucirse al clavar el rol de una mujer de existencia caótica, rellena de traumas sólidos y energía reprimida. Katy O’Brian (El mandaloriano, Ant-Man y la Avispa: Quantumanía) fascina de entrada por su imponente presencia física, la propia actriz es culturista en la vida real, y acaba revelándose como el gran descubrimiento del largometraje al bordar el personaje más complejo del relato, un ser ingenuo y feroz al mismo tiempo, y desarrollar una potentísima química con Stewart en la pantalla. Dave Franco (The Disaster Artist) y su mullet se antojan una elección inesperada para interpretar a un cabronazo indeseable, pero el hombre cumple el papel con soltura. Anna Baryshnikov (Manchester frente al mar) lidia eficientemente con un personaje incómodo y repelente. Jena Malone (The Neon Demon, Animales nocturnos) tiene un rol esencial para el relato, aunque con poco tiempo en pantalla para brillar, y no desentona en el nivel general. Ed Harris, bueno, es Ed Harris, y con eso debería de estar todo dicho. Ojo, eso sí, a las greñas que el hombre luce en el film, porque son melenas que nacieron como una broma del actor y que maravillaron a la directora. 

Sangre en los labios
Sangre en los labios. Imagen: Anna Kooris.

Lo que también resulta muy interesante es comprobar que el carácter queer que empapa la cinta va bastante más allá de la mera pose o la fachada morbosa. Tras el mostrador del gimnasio, Lou pasa las páginas de Macho Sluts, una recopilación de historias cortas sobre lesbianismo, cuero y BDSM firmadas por Patt Califia, un hombre trans bisexual, a finales de los ochenta. En el gimnasio, Jackie flexiona los músculos al ritmo de «Nice Mover» de Gina X Performance, una banda alemana de electro punk que le cantaba al género fluido declamando «I’m your transformer / Call me Marlene / Call me Gino / That’s me you know». Entre las sábanas, las dos amantes se quieren fuerte mientras suena un tema de Patrick Cowley, un brillante pionero de la música electrónica cuyos sintetizadores acompañaron tanto a las sacudidas de las salas de baile queer subterráneas como a los sudores del cine porno gay. En un terreno más obvio, los pinchazos de esteroides trazan un paralelismo con los pinchazos de hormonas que ejercen de peaje en la transición entre sexos. Sangre en los labios no juega la carta del underground por postureo. En realidad, sabe muy bien de lo que está hablando porque ella misma habita allí abajo. 

La cinta de Rose Glass llega a España tras su proyección por la Berlinale y su paso por el Festival de Sundance, donde fue exhibida en horas brujas, como debe de ser, recibiendo una ovación en pie por parte de los asistentes. Un recibimiento que quizás suena excesivo, pero que refleja la capacidad hipnótica que posee la obra.

Sangre en los labios es el equivalente a un chute de anabolizantes, a un disparo a bocajarro, a una explosión en el fondo de un abismo o a una patada a traición que desintegra una mandíbula. Pero también a un paseo nocturno entre callejones regados por luces de neón, a una tarde en el campo de tiro, a una carretera sin final que se adentra en la noche y a un cuento sobre los cuerpos inertes que se precipitan hacia una fosa insondable. La fábula de dos mujeres gigantescas corriendo entre las nubes. Sangre en los labios huele a neon-noir destinado a convertirse en fenómeno de culto.

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