Ciencias Sociedad

Del Flower Power al Apple Power

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Stev Jobs y John Sculley, 1984. Foto: Cordon.

Steve Jobs, ya saben, el fundador de la empresa que lidera la cotización bursátil mundial, nació en San Francisco en 1955 y fue dado en adopción a una pareja de Mountain View, una localidad situada en el corazón de lo que, gracias a gente como él, se conoce como Silicon Valley: el acelerador de partículas del universo virtual, el lugar con mayor concentración de capital riesgo por metro cuadrado. Lo de Jobs siempre fue pensar a lo grande, hasta convertirse en la piedra filosofal de las dos transformaciones que nos metieron de cabeza en el siglo XXI: 1) Hacer de la computación un asunto doméstico, y 2) encauzar el discurso de los movimientos sociales de los años sesenta hacia una industria, neoliberal en sus principios, que ha ideado una nueva concepción del ser humano, lo que en estas páginas llamaremos el «Hombre Nuevo de Apple» (1) o el  HNA.

Vayamos por partes: en el célebre garaje de los padres de Jobs se reúnen en 1976 dos de las mentes más inquietas del momento en el lugar más estratégico posible. Steve Wozniak es el joven genio de la computación obsesionado con el ensamblaje de circuitos, el nerd bonachón salido de alguna película para adolescentes de Richard Donner. Por su parte, Jobs ejerce de pequeño emprendedor con un cuchillo entre los dientes y una ambición desmedida por despuntar en el mundo empresarial. Entre ambos sacarán a la luz la primera computadora personal, aquel Apple I que venderán entre sus colegas del Homebrew Computer Club de Menlo Park, el conciliábulo de geeks de la computación que pretendía sumar la revolución tecnológica a la revolución social que irradiaba desde la vecina San Francisco. Jobs se ejercita por entonces como hippie de manual: solo come fruta, duerme y se sienta en el suelo, viaja a la India, ama a Bob Dylan por encima de todas las cosas y trabaja algunas temporadas en una comuna de Oregón recolectando manzanas de la variedad Macintosh, la popular «Mac» del universo granjero.

El éxito es justo (sobre todo a juicio de quien lo logra) e inmediato. Un año después de sus primeros pinitos en el garaje, es decir, a mediados de 1977, Jobs y Wozniak conectan el home run en su versión «nuevas tecnologías»: antes de cumplir los treinta, y tras la salida a bolsa de la Apple II a finales de 1980, ambos se convierten en millonarios e inauguran la estirpe de los Bill Gates (Microsoft), Sean Parker (Napster), Mark Zuckerberg (Facebook), Elon Musk (Paypal), Jeff Bezos (Amazon) o Larry Page (Google), máximos representantes del nuevo sueño americano que sustituye el relato de superación clásico y su ascenso peldaño a peldaño por un éxito exprés y sin frenos. De eso se trata el mordisco a la manzana.

Jobs emerge por entonces como una de las voces que mejor sabrá explotar el conflicto entre los viejos modelos de negocio y la utopía de las nuevas tecnologías a través de una imagen de marca verdaderamente revolucionaria (en términos mercadotécnicos). A iniciativa de nuestro hombre, y en lo que supone uno de los hitos de la historia reciente de la publicidad, Ridley Scott rodará el anuncio que Apple estrene en la Superbowl de 1984 para anunciar su nueva Macintosh, un comercial en el que presenta un mundo salido de la imaginación distópica de George Orwell contra el que una joven en shorts rojos y walkman abate su maza justiciera: gracias al lanzamiento de Macintosh, «Verás por qué 1984 no será como 1984». La revolución está en marcha: Apple romperá con la dictadura del pensamiento único transformando la comunicación, llevando un terminal a cada casa, empoderándonos contra el sistema emisor-receptor, creando un entorno interactivo donde el ciudadano, representado en el anuncio por un ejército de seres sin voluntad, rompa al fin sus cadenas.

Lo paradójico del mensaje es que promocione, precisamente, un primer Macintosh que, tras el éxito de la Apple II, heredera de las ideas de libre intercambio y pensada para que el cliente la interviniera, inaugura el sistema sellado y no compatible, es decir, la lógica actual de un entorno cerrado cuyos dispositivos generan una dependencia mutua. A ojos de Jobs, la metáfora con la ficción de Orwell se justifica por su paralelismo con la pugna que por entonces Apple, una corporación con un valor de tres mil millones de dólares, mantenía con IBM, el monopolio tecnológico del momento. Así que el Big Brother contra el que se blande el martillo liberador no pasa de una batalla empresarial revestida, en una típica operación «jobesiana», de misión social global. No se confundan: el sistema distópico del que el primer Macintosh pretendía liberarnos no tiene nada que ver con el SISTEMA, sino con un modo de hacer negocios contra el que Apple pretendía proyectar su nuevo esquema empresarial y cultural. Que en el camino te hagas multimillonario no supone, para la retórica de los negocios norteamericana, un conflicto de intereses, sino  la prueba de que estabas en lo cierto.

Modelos humanos

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Imágenes: Newsweek.

Como afirma Thomas Frank, además de la revolución hippie, la crisis de los misiles o la guerra de Vietnam, los años sesenta estarán marcados en Estados Unidos por un fuerte despegue económico y unos jóvenes directivos que sueñan con liberarse de las rígidas jerarquías, la ética del esfuerzo y la fidelidad a la empresa en favor de un individualismo estimulado por la cultura de consumo de la naciente clase media: «Mucha gente del mundo de la empresa estadounidense vio la contracultura no como un enemigo que debía hacerse añicos, ni como una amenaza al consumismo, sino como una señal de esperanza, como un aliado simbólico de sus propias luchas contra unos procedimientos rutinarios y una jerarquía insoportable que se había ido acumulando a lo largo de los años». Se podría decir que el advenimiento del neoliberalismo en la década de los setenta bebe de la misma fuente que parte de la cultura hippie más elitista e individualista de los llamados flower children. El cóctel perfecto mezclará, como si los ingredientes estuvieran esperándolo, la revolución vital juvenil con la ética de los negocios, la adopción de eslóganes de renovación espiritual: «Change the world», «Think different», con un nuevo lenguaje corporativo en manos de los nuevos genios de la revolución tecnológica.

Ese mismo año 84 en el que aparece el primer Macintosh será el que Newsweek bautizaría como el año del yuppie en un número dedicado al ascenso del nuevo modelo humano desde los laboratorios de Wall Street. Los redactores de la revista tienen claro que el yuppie, es decir, el «joven urbano y profesional» —(y(oung) u(rban) p(rofessional)— con despacho en las sedes corporativas de Manhattan y gentrificador por naturaleza, nace como una versión evolucionada del hippie, de ahí el sufijo:

Uniendo categorías contradictorias, sus miembros protagonizaron las marchas de los sesenta, después se dispersaron en un millón de solitarios joggers, corriendo por las crestas de sus propias ondas alpha, y de nuevo están ahí, apenas mirando hacia arriba desde las enormes columnas grises del Wall Street Journal según se apresuran hacia el aeropuerto, avanzando por los ochenta desde la parte de atrás de una limusina. […] El banquero que se horrorizaba en 1968 cuando los estudiantes de Columbia ocuparon el despacho del presidente no estará necesariamente tranquilo al descubrir que uno de esos estudiantes tiene hoy un M.B.A y una oficina al final del pasillo, y está lleno de planes para reducir la plantilla de la alta dirección de la empresa.

Para ilustrar el cambio el artículo menciona a Jerry Rubin, miembro fundador del Youth International Party, los yippies que tras irrumpir en la Convención Demócrata de 1968 protagonizarían el famoso juicio de Los Siete de Chicago («Chicago Seven»). Hablamos de un auténtico agitador juvenil que en pocos años pasó de firmar una de las biblias contraculturales, su DO IT!: Scenarios of the Revolution, a convertirse en analista e inversor de Wall Street, defensor de un capitalismo consciente y ecologista (¿les suena?) y organizador de los conocidos Networking Salons en el Studio 54 de Nueva York, donde miles de jóvenes profesionales se peleaban por compartir tarjetas de presentación. No nos sorprenderá que una de las paradas en el viaje vital de Rubin le lleve a convertirse en uno de los primeros inversores de la recién creada Apple, mejor representante de esa tercera vía que proyecta el funcionamiento interno de una empresa joven y creativa al modo de entender el ser humano, la sociedad e incluso la religión, cuyo nuevo fetiche es el objeto tecnológico.

El universo Apple implica el diseño del Hombre Nuevo de Apple, versión mejorada del programa neoliberal donde el empresario de sí mismo, el genio creativo, el individuo decidido a cambiar el mundo es elevado a los altares y encarnado por los propios ejecutivos de la compañía, la «Virtual Class» bajo el liderazgo espiritual de Jobs, quien repite su primer mandamiento a lo largo de entrevistas y charlas: la clave del éxito reside en rodearse de «A players», la élite de los hombres y el modelo perfeccionado del HNA. Por el contrario, el peligro lo encarnan los jugadores «Bes» y «Ces», pues debido a sus complejos e inseguridades se rodearán de «Des» y «Es» en una espiral que lo llene todo de «Zetas»: ¡Desastre y fin de tu empresa! Si algún mérito se asigna Jobs es el de rastrear esos raros ejemplares «A» y ofrecerles una visión común, un camino donde emplear su inteligencia en colectivo.

Autodiséñate

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Foto: Shailesh Andrade/ Cordon.

El investigador holandés Peter-Paul Verbeek lleva tiempo interrogándose por la «ética de los objetos»: vigilémoslos, porque los objetos no son inocentes, están cargados de intenciones, concebidos para unos usos e impedidos para otros, atravesados de lenguaje e ideología, pensados para producir, en sus lógicas internas y formas materiales, tipos concretos de seres humanos. Los objetos nos usan, y sería ingenuo pensar que las nuevas tecnologías y el discurso que las produce no están construyendo nuevos modelos de individuo que transforman rápidamente nuestro lugar en el mundo.

Los tiempos, sobra decir, soplan a favor del emporio digital. A finales de 2015, de las diez empresas de mayor cotización bursátil en el mundo cinco corresponden a los gigantes de la tecnología de la información (Apple, Google, Microsoft, Amazon y Facebook), mientras las tres primeras ocupan los tres primeros lugares de la clasificación: ¿cómo los objetos que organizan nuestras vidas no van a fabricar un modelo de individuo? La sociedad digital genera esquemas personales y sociales que se extienden por los aspectos más íntimos de nuestra relación con el entorno y se materializan en gestos que, como ocurre con el selfie, sintomatizan esta nueva producción de identidades.

En su Selfcity, un estudio basado en los resultados de big data obtenidos de seiscientos cincuenta mil selfies tomadas por miles de usuarios de Instagram en cinco ciudades (Nueva York, São Paulo, Bangkok, Moscú y Berlín), Lev Manovich ofrece datos muy significativos: 1) la edad media de quien se retrata es de 23,7 años, 2) las caras muestran mayoritariamente alegría, 3) se retratan significativamente más mujeres que hombres, y 4) entre ellas es más común forzar el posado, lo que motivaría la pregunta de cuál es el patrón al que recurren, y si este se asocia, como todo parece indicar, a los esquemas —sexistas y comerciales— de la publicidad convencional. Hablamos de una identidad nacida para la exhibición y codificación de los gestos, conformados desde la lógica de consumo y su conciencia de lo políticamente correcto: ¿cómo habitar este espacio que gratifica la máxima exposición, la obscenidad siempre que sirva al mandamiento de la hiperinformación y el espectáculo de lo privado, mientras aísla y censura los mensajes realmente subversivos? No olvidemos que la plataforma que fabrica y disemina estas imágenes premia ciertos contenidos, aquellos que se adaptan al espectáculo de uno mismo a través de likes, shares, followers o friends, mientras margina los que se alejan del principio de máxima exposición e impacto visual.  Así que esa identidad en circulación está lejos de ser libre o neutra, pues se produce en el seno una norma visual que la convierte en objeto de diseño e instrumento publicitario.

¿La identidad HNA subjetiva o desubjetiva?, ¿genera individuos más conscientes y emancipados? Frente a quienes en los años noventa, en el momento más álgido de la utopía tecnológica, veían en el universo digital el comienzo de una sociedad más integrada por medio de procesos de comunicación horizontales y cuyos cuerpos virtuales podrían ir más allá de las identidades de género, color y clase social, ahora ganan terreno quienes, como Giorgio Agamben, advierten que la era digital reduce la variedad de experiencias a ciertas funciones que anulan las complejidades y contradicciones que construyen nuestra subjetividad. El algoritmo forja una realidad homogénea que pretende saciar cualquier deseo a través del gesto repetitivo y extraordinariamente limitado del scroll sobre la pantalla. Como corrobora el hecho de que en los nuevos sistemas digitales la comunicación máquina-máquina sea exponencialmente superior a la comunicación individuo-máquina o individuo-máquina-individuo, el sistema no está hecho a la medida del ser humano, sino que sus funciones y aplicaciones últimas, su distribución del tiempo y el espacio, su acumulación y gestión de data pertenecen a dinámicas donde el sujeto solo está supuesto o aparece como un elemento residual que lucha por no verse sobrepasado.

Los mejores representantes del modelo HNA no parecen, sin embargo, sentir limitaciones ni incertidumbres. Son jugadores tipo A: inteligentes, jóvenes, comprensivos, sanos, deportistas, actualizados, competitivos, optimistas y asiduos del yoga, por lo que participan en el juego con la confianza de poder sortear sus dificultades. Solo es necesario explorar las páginas corporativas de los gigantes de la tecnología para observar los modelos más modernos de cíborg, esos HNA colaborando, con una sonrisa, en mejoras que cambiarán el mundo. Lástima que aún no hayan encontrado la máquina que nos haga trabajar, como soñaba Wozniak en su adolescencia, cuatro días a la semana (la anécdota la repite en muchas de sus conferencias como una broma para atraer las risas del público), sino más bien aquellas que tienden a la sustitución y la precarización. A quienes ocupan sectores que pronto serán reemplazados por inteligencia artificial ya se les empiezan a denominar meat puppets, algo así como «marionetas de carne».

Capitalismo digital y hipsters

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Marcus Barsoum, de dieciséis años, habla con la prensa tras ser uno de los primeros clientes en adquirir un  iPhone 7 en Sydney, 2016. Foto: Jason Reed/ Cordon.

Pero quizás lo más contradictorio de la utopía tecnológica haya sido su convivencia con un gramaje financiero que ha aprovechado y agrandado las prácticas de la vieja escuela. Hablamos de un universo que ha convertido en moneda común las macrofusiones, la competencia desleal con los mercados locales establecidos, el desvío masivo de capitales a paraísos fiscales o los tratos de favor de los Gobiernos (según el Parlamento Europeo, las ventajas fiscales ofrecidas desde Irlanda y Luxemburgo han causado en Europa un desvío de entre 54 500 y 76 400 millones de euros anuales en impuestos). Otros fenómenos como la deslocalización y precarización de la mano de obra, la extensión del autoservicio (el «hazlo tú mismo» que sustituye a cadenas previas de empleo) y el autoempleo han eliminado muchos de los derechos laborales tradicionales y profundizado en esquemas económicos sin garantías para el trabajador. Si, desde su nacimiento, la tecnología digital se aupó sobre un discurso utópico que concibe cada innovación como un paso más en el camino del progreso, su pretendida necesidad ha servido para justificar modelos empresariales que entienden cualquier restricción o demanda de responsabilidad social como un obstáculo para fines fuera de toda discusión.

En los países anglosajones comienza a hablarse de la gig economy y el gig employment (gig=bolo), cuya lógica del trabajo como complemento tiende a desplazarse al centro de la vida laboral de millones de individuos. La plataforma digital lo posibilita, externalizando el trabajo humano a ciertas acciones subsidiarias de aplicaciones que ofrecen la clave operativa y el canal de comunicación. Evgeny Morozov se refiere al «capitalismo de plataforma» para definir todo un modelo económico donde el proveedor de bienes o el creador de contenidos es vampirizado por el dispositivo de conexión y distribución: Google rastrea contenidos ajenos, Uber no tiene taxis, Airbnb no tiene alojamientos, Spotify no produce música, Ebay no tiene stock, Netflix, YouTube y Amazon podrían prescindir de productos propios… el éxito de esta nueva economía parecería derivado de la gestión de una ingente cantidad de trabajo ofrecido de manera gratuita.

La omniabarcadora industria de la información se ha convertido en el paradigma de la circulación y consumo de identidades, hasta producir su propio sujeto en la forma del hipster, quien recoge el testigo del yuppie como detentador del Zeitgeist actual. Eso sí, en vez  de ocupar un despacho en el bajo Manhattan y trasladarse en limusina, comparte piso y se traslada en fixie. Mucho se ha dicho del hipster y en tono, normalmente, peyorativo: que si es superficial, políticamente conservador, elitista, clasista, esnob, individualista, insolidario, gentrificador, un monigote del que se ha anunciado su deseada muerte en mil ocasiones, un cínico que redime al sistema a través de su consumo «consciente»: organic, ecofriendly, reusable, fair trade… Pero ¿cómo retratar un conjunto tan heterogéneo?, ¿y cómo evitar la superioridad moral de quien traza la descripción? En palabras de Linton Weeks, con hipster designamos una «omnicultura» capaz de extenderse por incontables muestras de la producción de identidades actual, una especie de cajón de sastre donde caben, en mayor o menor medida, todos los estereotipos comercializables. Más que definir una categoría cerrada, una tribu urbana con rasgos de identidad como los de antaño, lo hipster señala una gradación: más hipster, menos hipster, que nos incluye a todos y que, por eso mismo, negamos. Y es que el hipster, como el infierno, son siempre los otros.

Acabemos: las tecnologías que usamos, y mucho más las tecnologías de la información configuran, como afirma Tim Wu, uno de los factores más decisivos del moldeamiento individual y social. Un Wu que, en El interruptor principal, analiza cómo cada industria de la información ha evolucionado desde unos inicios en los que se presentaba como la nueva promesa de libertad y progreso a la adopción de una posición dominante que termina por impedir otras innovaciones y tomar por rehenes a sus clientes. Es lo que Richard Barbrook y Andy Cameron describen como el tránsito «del ágora electrónica», un entorno de comunicación horizontal y abierta, al «mercado electrónico» que establece con claridad la relación entre empresa y consumidores. Parecería que la ideología californiana ha evolucionado de unos orígenes rupturistas a la progresiva absorción de su potencial por la dinámica de los negocios, cada vez más alejada del hacker que interrumpe el sistema y más incorporada a los intereses financieros de los gigantes tecnológicos.

En la presentación de su Iphone7 a finales del año pasado, Apple anunció la salida al mercado, en colaboración con Nike, de su Apple Watch. El dispositivo resume perfectamente las características del último modelo de HNA; su necesidad ininterrumpida de conexión y su devoción por el alto rendimiento deportivo. Apple Watch cuenta, además, con una capacidad de cincuenta metros de inmersión, por lo que presupone un sujeto experto en submarinismo y otros deportes de riesgo, un adicto a la adrenalina que transita entre la oficina virtual y el último Iron Man en alguna isla del Pacífico (y que, si se lo propone, hasta cierra presupuestos mientras corre el Iron Man). Trevor Edwards, presidente de Nike, resumía el giro ideológico al emplear desde el escenario un lema calculado y mucho menos ambicioso de lo habitual para los de Cupertino. El propósito corporativo de ambas marcas consiste en «Hacer la vida más fácil y divertida» («Make life easier and more fun»), una declaración alejada de las utopías revolucionarias de hace unos años. Tras el asalto al poder, toca conservarlo.

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(1) Retomo el concepto que acuñó el Che Guevara en El socialismo y el hombre en Cuba (1965): «Haremos el hombre del siglo XXI: nosotros mismos. Nos forjaremos en la acción cotidiana, creando un hombre nuevo con una nueva técnica. La personalidad juega el papel de movilización y dirección en cuanto que encarna las más altas virtudes y aspiraciones del pueblo y no se separa de la ruta. Quien abre el camino es el grupo de vanguardia, los mejores entre los buenos, el Partido».

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8 Comentarios

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  3. Jose Antonio Cerrillo Vidal

    Muy bueno. Lo único que me ha sorprendido es que no se cite a Boltanski y Chiapello, que si no recuerdo mal fueron los primeros en vincular el zeitgeist neoliberal con la contracultura de los 60 (o como poco, de forma mejor sustentada que Brooks o Frank).

  4. Joan Vallve

    Como todos los análisis que denuncian las trampas que los nuevos jugadores ponen para convertirse en los nuevos dominantes, el aquí escrito olvida también analizar el único punto interesante y verdaderamente original del actual cambio de paradigma: la renuncia a la propia vida a través de la renuncia a la procreación. Ese es el único punto genuino al actual cambio disruptivo. Seguramente, porque los preclaros analistas son los primeros que ya han superado la barrera de los 30 sin atender a esa tendencia vital. El hombre ha sido, es y será siempre un monigote expuesto a las manipulaciones de los más potentes, organizados y carentes de escrúpulos. Lo que no se había dado nunca, es el fenómeno actual en el que las propias masas sometidas a la enésima disrupción, renuncian de buena fe a lo único que les hace únicos: legar vida. Dicho esto, cualquier vuelta que se le de a la situación (como hace el articulista) se queda en algo estético. Vacuo. Irrelevante. Bello en lo formal, yermo en lo estructural.

    • Creo que estás siendo víctima del sesgo del superviviente: No es que negarse a la procreación sea algo nuevo, es que quien no tiene hijos tiene mucho mas complicado mantener su legado. Siempre ha habido, en todas las épocas y casi todas las culturas, individuos que han decidido no procrear por razones espirituales o intelectuales, solo que, por razones obvias, la tendencia a la procreación se mantiene en una sociedad mas facilmente que lo contrario ;-)

      • Joan Vallve

        Lo que dices es cierto en lo anecdótico, pero pareces olvidar que lo que otorga relevancia al hecho no es su mera existencia, sino su volumen. En este caso, lo significativo del fenómeno es el porcentaje de gente afectada. Algo sin precedentes independientemente del lugar y época al que te remontes. Las reducciones masivas de población sólo se han producido contra voluntad: guerras, hambrunas y pestes. Eso es lo nuevo hoy, y no el hecho de que una nueva oligarquía maniobre para sustituir a una antigua y para ello encuentre métodos disruptivos y los use junto con la complicidad de las masas.

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