Música

Canciones con historia: «Jesus’ Blood Never Failed Me Yet»

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Gavin Bryars en el Barbican en un tributo a Derek Bailey. Foto: andynew (CC).

Si nunca ha escuchado «Jesus’ Blood Never Failed Me Yet», le aconsejo que espere al final del artículo, porque sería una lástima que la escuche por primera vez de fondo mientras me lee a mí, vulgar juntaletras, cuando puede buscar la ocasión, el lugar y el estado emocional idóneos para vivir la experiencia como esta música lo merece.

¿Experiencia? ¿Momento idóneo? ¿Por qué le digo esto? Como ya sabrán quienes ya conocen esta pieza, la primera vez que uno entra en contacto con ella nunca se olvida. Dónde estabas cuando pasó tal o cual noticia, y dónde estabas cuando oíste por primera vez «Jesus’ Blood Never Failed Me Yet».  Yo la conocí siendo un adolescente, por pura casualidad, mientras oía la radio sin prestar mucha atención. El locutor se puso a hablar de esta pieza, aunque yo me andaba distraído con otras cosas y solo capté algún nombre suelto que soltaba como referencia; recuerdo que mencionaba a Philip Glass, compositor que no tiene nada que ver con esta obra, pero cuyo nombre fue lo único que me quedó registrado de la presentación.

De la radio empezó a emerger una voz frágil. Sonaba rara; era la voz de un anciano cantando, y de un anciano que no parecía estar en buen estado. Después, poco a poco, un acompañamiento orquestal la iba envolviendo. No había nada de particular en la parte orquestal, formada por armonías sencillas, repetitivas, carentes de vocación por la novedad. Pero la combinación con aquella voz sonaba muy poderosa, mágico. Todo estaba en aquella voz. Quedé completamente hipnotizado, porque nunca había escuchado nada igual. Y, la verdad, no he vuelto a escuchar nada igual después. Durante bastante tiempo estuve intentando localizar aquella pieza de la que no sabía ni el título. Primeramente la busqué bajo la errónea idea de que la había escrito Philip Glass, a quien mi inacabado proyecto de cerebro seguía señalando como autor porque era el único nombre que me había entrado en la sesera. Por supuesto, rebuscando entre la obra de Glass no la iba a encontrar en la vida, aunque sí me topé con otras obras suyas que, por lo general, me dejaban completamente indiferente (cosa que me sigue pasando hoy con su música). Pero como Glass ha sido muy prolífico, supuse que aquella misteriosa pieza estaba en algún disco perdido. Eso sí, no entendía cómo era posible que en ningún texto sobre el compositor la mencionasen: «Es lo mejor que Glass ha hecho en su vida y a nadie parece importarle un pimiento», me dije. Aún no tenía noticia de la existencia del verdadero autor, el compositor británico Gavin Bryars, a quien descubrí con el tiempo.

Siempre es difícil tratar de juzgar la calidad intrínseca de una pieza musical, porque la música afecta a nuestras emociones. El cómo nos afecte cada pieza depende de muchas variantes que además no son las mismas en cada individuo ni en cada situación. Por ejemplo, a mí me gustan mucho los discos antiguos de AC/DC. Un amigo que solo escucha música clásica me dice, no sin algo de razón, que «todas las canciones de AC/DC son iguales». En parte cierto; no son exactamente iguales, pero muchas de ellas siguen una estructura muy similar. Mi amigo no entiende por qué me gustan AC/DC, insiste en que son repetitivos y que deberían aburrirme. Yo le respondo que también todas las felaciones siguen una mecánica similar y que no por ello creo que a él le parezcan aburridas. No le gusta la respuesta porque sospecho que las felaciones sí le gustan (eh, solo lo supongo, no somos tan amigos). La cuestión es que hay una música para cada momento, y si uno tiene ganas de levantar el puño y hacer cuernos un sábado por la noche, AC/DC son mil veces mejores que Philip Glass.

Aun así, soy un fiel creyente en la idea de que algo no necesariamente es bueno porque a mí me guste. Hay unos criterios de calidad que los músicos manejan; no es que todos estén de acuerdo entre sí, pero sí suelen tener en común la noción de que la música es, hasta cierto punto, evaluable con cierto grado de objetividad. Por mi parte, estoy de acuerdo. No tengo una relación muy dramática con la música. Por ejemplo, no me pongo triste con una música triste. Como a todo el mundo, me pone de buen humor escuchar la música de mi adolescencia, pero no suelo asociar canciones a personas o momentos de mi vida, por la sencilla razón de que he estado obsesionado con tantas canciones que no sabría cuál elegir para decir: «Tal canción me emociona porque me hace pensar en Fulanita». Tampoco suelo fijarme en las letras de las canciones o en sus mensajes; sí lo hago cuando voy a escribir sobre una canción, pero no cuando la escucho. Como yo la concibo, la música es un universo aparte que tiene poco que ver con las emociones del mundo real. Oigo la música como una cosa abstracta, que es bella por sí misma, y que rara vez tiene conexión con emociones que tengan que ver con mi vida personal. Veo una gran diferencia entre escuchar música y ver cine. Tampoco soy muy de llorar viendo películas —salvo con las de Adam Sandler—, pero sí me afectan, como creo que a casi todo el mundo. Las películas cuentan historias que, aunque sea de manera casual, pueden tener conexión con lo que ha pasado en nuestras vidas; ahí, la «letra» no es algo secundario que uno pueda ignorar.

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Gavin Bryars y George Lewis. Foto: Andy Newcombe (CC).

La única pieza musical que me provoca una respuesta emocional que considero anómala es precisamente «Jesus’ Blood Never Failed Me Yet». Y me consta que no soy el único. Creo que es muy humano el sentirse conmovido por esta pieza. El amor por la música no es un capricho; nuestro cerebro está diseñado para responder a los estímulos con emociones, porque son las emociones las que nos impulsan a actuar en función de esos estímulos. Nuestro cerebro es tan complejo que podemos destilar ese mecanismo en música (al igual que destilamos el sentido del gusto en la gastronomía, o el de la vista con la pintura), pero seguimos teniendo respuestas muy básicas a determinados sonidos. Un ruido brusco nos despierta; un grito agudo nos pone en alerta. Cuando oímos la voz de otra persona y percibimos vulnerabilidad, algo en nuestro interior se remueve y nuestro corazón de reblandece. Si en «Jesus’ Blood Never Failed Me Yet» no estuviese la voz de ese hombre anónimo cuya identidad nunca conoceremos, me parecería una pieza bonita pero intrascendente. La he escuchado con otras voces y me deja frío. Pero con esa voz, pienso que es una de las piezas más conmovedoras de todo el siglo XX y lo que llevamos de XXI. No solo por lo estrictamente musical. Es esa voz.

En 1971, a sus veintiocho años, Gavin Bryars estaba haciéndose un nombre como compositor. Había iniciado su carrera musical como contrabajista: «De adolescente siempre me encantó el sonido del bajo, incluso cuando escuchaba rock and roll. Siempre escuchaba el bajo en vez de prestarle atención a las letras». Durante la primera mitad de los sesenta tocaba en un trío de jazz influido por la tendencia a la improvisación total que estaba en auge, el free jazz. Sin embargo no tardó en abandonar ese ámbito. Los resultados de la improvisación no le parecían satisfactorios. Pensaba que el jazz era como «una sofisticada música de cámara» basada en los reflejos y la compenetración de los instrumentistas, y él buscaba otra cosa. Se sentía atraído por la vanguardia orquestal que bullía en los Estados Unidos y muy en especial por la llamada «escuela de Nueva York», personificada por el compositor John Cage. En 1966, el estadounidense actuó en Inglaterra, donde Bryars lo vio dirigir sus composiciones en directo. Aquello lo dejó marcado para siempre: «Decidí que eso era lo que quería hacer durante el resto de mi vida». Incluso se trasladó a Nueva York durante una temporada, para estudiar como pupilo del propio Cage.

Sus instintos como compositor lo iban a llevar por un camino distinto al del jazz; no estaba interesado en trasladar ese «universo de rapidez de pensamiento» a las partituras. De hecho, a Bryars se lo suele situar dentro de un movimiento bautizado como «minimalista». Entrar a definir el minimalismo como estilo podría llevarnos, irónicamente, a una discusión interminable. No estamos hablando exactamente de alguien que se presenta en el escenario con un triángulo, pega dos campanaditas y se marcha (aunque ha habido experimentos en ese sentido, ¡y hasta sin instrumentos!). En realidad, el término «minimalismo» se emplea para una serie de compositores cuyas obras comparten ciertas características básicas: se trata de una música que evita complicaciones, que busca armonías sencillas, que recurre mucho a la repetición de esquemas, etc. La diferencia entre el minimalismo y otros estilos que usan casi siempre esquemas sencillos, como el rock, es que el minimalismo busca esa simplicidad de manera deliberada. El rock suele ser sencillo no por una decisión artística consciente, sino porque nació como mera música de baile, empleando esquemas que provenían de la música folclórica; sin embargo, hay artistas de rock que complican mucho sus obras. Lo cual es lógico; con su evolución era de esperar que surgieran artistas que intentasen expandir las fronteras de lo que podía hacerse con el estilo. Los compositores minimalistas siguen el camino contrario: provienen de estilos de música más formales o académicos, pero cultivan la sencillez por principio. Por trazar un paralelismo cinematográfico, es como cuando David Lynch sorprendió a todo el mundo con Una historia verdadera; parecía que quisiera recordar a sus propios espectadores que, por mucho que elogiasen el intrincado cubismo de su cine, las películas sencillas con historias sencillas pueden ser tan dignas de atención y admiración como las más complejas.

El minimalismo también se distingue del rock y otros estilos de base folclórica en que no solo huye de la complicación, sino también de la grandilocuencia emocional. Piensen, por ejemplo, en el famoso Bolero de Maurice Ravel. Es una pieza que algunos califican como «preminimalista» o «protominimalista» porque comparte algunas de las mencionadas características, en especial la repetición con variaciones de un único motivo. Pero el Bolero posee una fiereza romántica incompatible con el minimalismo. El Bolero pretende (y consigue) apabullar emocionalmente al público, y en eso no se distingue demasiado de la manera en que buscaban emocionar piezas de Beethoven o Wagner. Las composiciones minimalistas, en cambio, no quieren apabullar al oyente sino hipnotizarlo. Aunque estas piezas puedan contener crescendos o cambios de intensidad, su objetivo final es envolver, y no perforar, el espíritu de quien escucha. Tampoco es exactamente música ambiental, en el sentido de que no es música pensada para servir de telón de fondo a otras actividades, aunque sí puede contener sonidos ambientales, desde conversaciones a grillos. Está pensada para ser escuchada con atención, para que su suave reiteración consiga que los patrones musicales pierdan el significado emocional que les hubiésemos conferido de antemano. Una vez ese significado emocional se ha desvanecido, podemos redescubrir la belleza de las armonías sencillas en sí mismas, sin asociaciones, por su mero sonido.

Bryars, escribiendo bajo este principio, obtuvo su primer éxito en 1969. Estrenó en Londres una pieza titulada «The Sinking of the Titanic», con la que trataba de sumergir al oyente en una vibración continua mediante armonías reiterativas, más que de desarrollar una arquitectura musical en la destaque una melodía sobre la base armónica. Aquí, por así decir, el acompañamiento es el protagonista, porque la melodía es muy tenue. Eso sí, la música de Bryars, como se puede comprobar, no es tan fría como la de otros minimalistas. Tiene todavía un deje romántico muy característico, y los sonidos no orquestales (voces habladas, etc.) sirven para que el oyente se distraiga de la base armónica y pueda contemplarla de otro modo cuando vuelve a centrarse en ella.

«The Sinking of the Titanic» era una pieza brillante que puso el nombre de Bryars en el mapa. Después de dos años, en 1971, el compositor seguía buscando la inspiración para conseguir superar aquel primer triunfo. Y la inspiración llegó por pura casualidad. Estaba colaborando con un amigo suyo, Alan Power, en la creación de la banda sonora para un documental sobre los vagabundos que pululaban por diversos barrios de Londres. Recorrieron las calles con una grabadora y un micrófono, entrevistando a gente sin hogar. Power seleccionó las grabaciones que iba a utilizar y le dio a Bryars aquellas que había descartado, para que el compositor pudiera reutilizar la cinta magnetofónica, que era un producto de cierto valor por entonces. Bryars, en efecto, tenía la intención de grabar su propia música encima de lo que la cinta contenía. Pero antes se le ocurrió revisar el contenido. Si no se hubiese molestado en escucharla antes de hacerlo, no existiría la pieza de la que estamos hablando aquí.

En la cinta estaban las voces de muchos entrevistados. Algunos de ellos eran alcohólicos o drogadictos, tenían problemas mentales, o ambas cosas. Varios se habían puesto a cantar de manera espontánea ante el micrófono: «A veces, fragmentos de ópera; a veces, baladas sentimentales». Lo que más le impactó al fue una cancioncilla religiosa entonada por un vagabundo anciano que, según Bryars, era uno de los pocos que estaba sobrio cuando lo entrevistaron:

Jesus’ blood never failed me yet,
never failed me yet.
Jesus’ blood never failed me yet.
This one thing I know
That He loves me so.

O, en español:

La sangre de Jesús nunca me ha fallado,
nunca me ha fallado.
La sangre de Jesús nunca me ha fallado.
Hay una cosa que sé,
que Él me ama de verdad.

La letra, como ven, es típica de los himnos cristianos anglosajones. Nada inusual. Pero la voz de aquel hombre desprendía una alegría casi infantil. De hecho, su manera de cantar es muy parecida a la de un niño, con cierta irregularidad rítmica, propia de quien no está muy seguro de lo que está cantando. Bryars se pasó una semana dándole vueltas a aquel fragmento sonoro, convencido de que tenía que hacer algo con él, aunque no sabía muy bien el qué.

Sentado al piano, descubrió que el hombre anónimo cantaba en la afinación estándar, lo cual era de por sí una casualidad casi milagrosa. Para hacernos una idea, cada afinación en una frecuencia concreta es como un color. Hay muchos colores posibles. Pero no todas las frecuencias posibles son usadas por los músicos, que tienen preferencia por un pequeño puñado de ellas. La más conocida y utilizada es la llamada «440» (por la nota de referencia, el «La central», que suena en una frecuencia de 440 Hz). El que la voz del hombre estuviese en esa afinación concreta podía explicarse de dos maneras. Una, posible aunque estadísticamente poco probable, es que tuviera una capacidad llamada «oído absoluto», que permite distinguir las frecuencias concretas sirviéndose únicamente del oído, sin ayuda de instrumentos u otras referencias. Es una capacidad infrecuente incluso entre los músicos (parece que la formación musical a muy temprana edad tiene bastante correlación con la aparición del oído absoluto, así como el aprendizaje de idiomas muy basados en la entonación, como el chino). No digamos ya entre la población general. La otra posibilidad es que el hombre cantase en un tono estándar por pura casualidad. Lo que resulta obvio escuchándole es que no comete fallos con la afinación de cada nota, así que una tercera explicación intermedia es que este hombre hubiese cantado mucho a lo largo de su vida, seguramente acompañado por instrumentos (en la iglesia, por ejemplo), y que entonase en la afinación estándar por costumbre. Parece claro que, aun sin tener oído absoluto, tenía un buen oído de todos modos.

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Gavin Bryars en la Tate Modern. Foto: Georg Schroll (CC).

Que la voz estuviese en el mismo tono del piano permitió que Bryars pudiese pensar en componer un acompañamiento. La canción duraba trece compases, algo ideal para hacerla sonar en bucle y convertirla en una pieza más larga, lo que daría pie a componer una orquestación. Además, la melodía no terminaba en una nota «de descanso», sino en una nota que pedía continuación, lo cual permitía que su repetición continua pareciese natural. En cuanto a la creación del bucle en sí, estas cosas se hacen hoy muy fácilmente con ayuda de un ordenador, pero por entonces se necesitaba una grabadora de cierto tipo, que no estaba disponible en cualquier casa. Bryars, pues, se dirigió al departamento de Bellas Artes de la Universidad de Leicester, donde trabajaba.

Allí había un pequeño estudio, contiguo a una animada sala donde los estudiantes realizaban pinturas o esculturas. Bryars puso la cinta con la voz del hombre en un reproductor automático para que sonara una y otra vez, mientras una grabadora registraba todas aquellas repeticiones en otra cinta. Como esto se hacía en tiempo real e iba a suponer unos cuantos minutos de espera, se fue a la cafetería de la facultad para tomar algo y hacer tiempo. Cuando volvió al cabo de un rato, le sorprendió el silencio sepulcral que reinaba en una estancia normalmente bulliciosa. Los estudiantes parecían ensimismados; algunos incluso tenían lágrimas en los ojos. El compositor, atónito, no tardó en entender el motivo de aquel extraño estado de ánimo colectivo. Al irse a la cafetería había dejado la puerta del estudio abierta, sin darse cuenta. La cancioncilla del vagabundo se pudo oír desde la sala contigua, sonando una y otra vez. Los jóvenes artistas se habían sentido abrumados, como mucha otra gente en el futuro, por la conmovedora fragilidad de aquella voz. Esto era lo que Bryars necesitaba para terminar de comprender que no solamente él había notado algo especial en la grabación.

Compuso un acompañamiento de veinticinco minutos, que era la duración máxima de las cintas magnetofónicas de las que disponía. Al principio, la voz del hombre desconocido empezaba a sonar varias veces en solitario. Después, poco a poco, entraban unos arreglos de cuerda. Al contrario que en «The Sinking of the Titanic», aquí hay una melodía muy reconocible que lo gobierna todo. El acompañamiento es muy respetuoso con esa melodía, porque Bryars había entendido perfectamente que el poder emocional de la pieza residía en ella. La orquesta deja de sonar cuando la voz hace una pausa. Las armonías son repetitivas, y tanto las variaciones armónicas como los cambios de intensidad son muy sutiles, muy paulatinos. La intención, una vez más, es no alejar bruscamente nuestra atención de la voz. En este sentido, «Jesus’ Blood Never Failed Me Yet» está medio camino entre el minimalismo «de manual» y el Bolero de Ravel. Evita la fogosidad romántica y los cambios repentinos, pero no rehúye el acento emocional. La obra se estrenó en 1972, en el Queen Elizabeth Hall de Londres. La recepción fue entusiasta; como puede imaginar quien conozca la pieza, el público quedó sumido en un estado emocional trascendente. Desde entonces se convirtió en un elemento obligado de sus conciertos. Bryars ha dicho varias veces que entiende que el público quiere escucharla siempre, y también ha asegurado que no se sentía cansado de dirigirla, y que descubría cosas nuevas cada vez que lo hacía. En 1975, la incluyó en un disco editado por Obscure, el sello discográfico de Brian Eno, en el que también está la versión en estudio de «The Sinking of the Titanic».

Con la aparición del casete, Bryars reescribió la pieza para que durase una hora. En 1993, gracias al nuevo formato del CD, pudo publicar una versión de hora y cuarto, para la que pidió a Tom Waits —con quien estaba colaborando en otros menesteres— que incluyese su voz al final de la pieza. En mi opinión, era innecesario alargar la pieza y aún más innecesario incluir la voz de Waits, a quien respeto, pero que suena fuera de lugar en ella. No obstante, la filosofía que había detrás era interesante: Bryars comparó el final de esa versión con el final de un wéstern; el vagabundo se aleja hacia el atardecer y su figura se recorta contra el horizonte. Entonces, Tom Waits se le une, para que el vagabundo no se marche solo. Una imagen poética, desde luego, aunque que no funcionaba del todo en lo musical. En mi opinión, la versión original de veinticinco minutos es insuperable. Tiene la duración justa para emocionar sin extenuar. Y mejor no hablemos de las versiones hechas por otros; en 2003, un grupo de rock cristiano llamado Jars of Clay grabó una versión con arreglitos angelicales y un cantante que susurra en plan tonadilla melosa de anuncio de seguros… aterrador. También hay por ahí alguna versión en plan Enya, que mejor la dejo para los ascensores de algún centro comercial. «Jesus’ Blood Never Failed Me Yet» es la clase de pieza a la que otros intérpretes no se acercan porque saben que no hay manera de igualar el original. No sé, quizá Willie Nelson sería capaz de llevársela a su terreno, pero lo cierto es que es una melodía que, hasta el día de hoy, solo funciona en una voz.

Y, ¿quién la canta? ¿Quién era aquel hombre cuya voz ha conmovido a cualquiera que haya descubierto esta pieza? Por desgracia, no lo sabemos. La calurosa acogida que tuvo el estreno de «Jesus’ Blood Never Failed Me Yet» hizo que Bryars quisiera localizar al hombre que la había cantado, para que pudiera escuchar el resultado y saber que ahora formaba parte del canon musical de la época. Nunca lo pudo encontrar. Le dijeron que había muerto, pero no consiguió averiguar su identidad. No sabemos cómo fue su vida, ni por qué terminó viviendo en la calle. Desconocemos cómo era su personalidad. Todo lo que queda de su paso por el mundo son unas pocas frases cantadas que pervivirán mientras haya una manera de escuchar grabaciones, porque cada año habrá gente que la descubra por primera vez y experimente unas de esas revelaciones musicales que no tienen comparación con ninguna otra cosa.

Ahora sí; si usted nunca ha escuchado «Jesus’ Blood Never Failed Me Yet», busque un día de la semana en que poder dedicarle media hora. Baje las persianas, apague el teléfono y asegúrese de que nadie le interrumpa. Sin esperar nada en concreto, sin crearse ninguna expectativa determinada, deje que la voz de nuestro anónimo amigo le lleve a un hipnótico viaje. No olvidará esa primera escucha, se lo aseguro.

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21 Comentarios

  1. Joaquín Briones

    Gracias

  2. Luis Rodriguez Alba

    Adoro esa esta canción, desde hace muchos años, la adoro !!!

    Me produce sensaciones parecidas https://youtu.be/G6oA2cOPipU

  3. jose fernandez

    Excelente el artículo y excelente la música.
    Solo decir que a mi modo de ver la letra hace referencia al vino
    Gracias

  4. ernesto garcia

    Me parece que no se cita en el artìculo, pero por justicia, y esperando que la memoria no me esté traicionando, me apetece decir que muy probablemente el locutor de la radio fuera Ramòn Trecet, que cuando saliò el disco tenìa un programa en RNE Radio 3 a las 3 de la tarde y que puso el disco durante bastante tiempo. Desde luego yo creo que fue gracias a él que conocì la canciòn y la mùsica de Bryars.
    Por cierto, que Ramòn despedìa el programa cada dìa repitiendo la misma frase, tan cierta hoy como entonces (siempre si la memoria no me falla):
    «Buscad la belleza, es lo ùnico que merece la pena en este asqueroso mundo»

  5. Héctor Amado

    Está claro que es una clara alusión/referencia al vino, que en el misterio de la eucaristía corresponde simbólicamente a la sangre de Cristo.
    Yo también la escuche por primera vez en la radio, y sí me acuerdo que fue en aquel espléndido programa que realizaba Ramón Trecet y que se denominaba Diálogos Tres. Y sí, también reparé que el autor era Gavin Bryars.
    Posiblemente Ramón citara a Philip Glas por analogía. Aquel fue uno de los mejores programas de música «alternativa» de la cadena, de hecho se mantuvo en antena desde 1986 hasta 2008.
    Extraordinario tema este de Gavin Bryars, por cierto. Excelente artículo.

  6. Recuerdo perfectamente la primera vez que la escuché. Por sorpresa en la danza. Gracias, es un recuerdo imborrable.

  7. Gracias Ramón,
    La musica te la debo a ti….y a Radio3

  8. jose fernandez

    Gran musica y excelente artículo.
    Solo decir que en mi opinión la letra se refiere al vino

  9. Pablo Díez

    Coincido con Ernesto y Héctor. Yo también conocí ese tema y ese compositor gracias a Ramón Trecet y su fantástico programa. Aún tengo en el desván unas cuantas cassettes con las canciones que grababa de aquellos programas. Canciones que no se escuchaban en ningún otro sitio. Enhorabuena por el artículo.

  10. Maestro Ciruela

    Hacía casi 25 años que no escuchaba esta pieza de la que no sabía nada antes de grabarla en una de las viejas cintas de casette allá a por los 90, creo que en el 93 o 94. También yo la descubrí entonces a través de Radio3 aunque juraría que a pesar de no perderme ningún espacio de Trecet (Diálogos Tres) fue con Diego Manrique y su «El Ambigú» como conseguí su grabación. La escuché muchísimo durante meses sin poder explicarme el tremendo influjo que ejercía sobre mí que por esa época estaba atravesando un calvario personal, llevándome al llanto casi siempre que la escuchaba, motivo por el que tuve que obligarme a dejarla fuera de mi vida. El caso fue que extravié esa dichosa cinta y es la primera vez que después de más de veinte años, he podido volverla a escuchar ya que nadie, antes ni después, pudo darme razón de qué se trataba cuando les decía que era «algo sobre la sangre de Cristo y que la cantaba un viejo vagabundo de Londres» Creo que ahora podré disfrutarla sin dolor aunque siempre sentiré melancolía con su escucha.

  11. Qué belleza en su simplicidad y monotonía! Es la primera vez que la escucho. Que sorprendente e imprevisible es este «asqueroso mundo». Muchas gracias a JD y al autor.

  12. Yo, aunque también escuchaba todos los días después de comer el programa de Trecet, estoy seguro de que también la escuché por primera vez con Diego Manrique. No mucho después compré el CD, la versión larga con Tom Waits.
    Recuerdo una noche que lo escuché con mis amigos, que no lo habían oído nunca. Lo nunca visto, ni oído, pura magia. Delante de la chimenea, todos callados, durante una hora, sin comentarios, sin risas, solo la el fuego, la música.., y la voz.

  13. Salva Redón

    Fue con Diego Manrique en El Ambigú como conocí esta subyugante pieza. Ignoro si Trecet también la puso en su programa. Escuchaba a ambos casi a diario. Qué grandes.

  14. Fue Ramón Trecet, si. Tengo un recuerdo nítido y preciso del momento en que la pinchó, tanto de sus comentarios como de la música en si.

    Aquella melodía se quedó grabada como un símbolo de un profundo desamparo.No la volví escuchar, ni quise, aunque me acordaba mucho de ella

    Hoy, cuando la vida y los años me hacen sentir ese desamparo, aparece éste artículo y pincho en el link de youtube y…

  15. Yo compré el cd de Bryars en un rastrillo, lo escuché y ya no me pude quitar la estrofa de encima. Muchas veces me sorprendo silbándola. Era un enigma que ahora tiene explicación.
    A todos los nostálgicos de Diálogos tres, echad un oído a un podcast: perpetuum mobile…

  16. Andres Caceres

    Muchas gracias por señalar este casual mantra tan magnético.
    Mi mente ya estaba ajustando escalas y armonías cuando empieza a entrar el acompañamiento.
    Es la sensación de «todo encaja» y «nada es lo esperado» la que hace, junto con la historia, reflexionar sobre cada vida vivida. Sin belleza, sea cual sea, la vida es solo una espera, y la espera es angustia. Incluso la letra transmite el mensaje que uno construye oyéndola…y es que «todo encaja» aunque sea casual.

  17. Maestro Ciruela

    Cabe la posibilidad de que ambos, Trecet y Manrique pusieran el tema en sus respectivos espacios. Sé que mi grabación fue de «El Ambigú» porque la cinta estaba dedicada exclusivamente a piezas incluidas en él. Lo que no entiendo es por qué no consigo asociar esta composición con el programa de Ramón Trecet aunque ya sé que el estilo encajaba en «Diálogos Tres». Y que conste que no estoy negando que Ramón lo pinchara, solo que no consigo recordarlo. Misterios de la memoria selectiva…

  18. El artículo es correcto en cuanto a la genesis de la version original de la composición editada en LP en 1975, que fue el primer volumen de la serie Obscure de EG Records que dirigió Brian Eno. Tiene que serlo porque básicamente calca la historia que cuenta el propio David Bryars en las notas del CD de 1993.

    Acotemos que Gavin Bryars inauguró la serie Obscure porque en aquellos tiempos Brian Eno llegó a estar obsesionado con él hasta el punto de llegar a llevar el mismo peinado. Por entonces ambos tenían pelo.

    La participación de Tom Waits se debe a que era propietario y forofo del LP original y se lo perdieron en una mudanza. Hizo lo que pudo por conseguirlo y llegó a ponerse en contacto con Gavin Bryars por si aún tenía algún ejemplar. No consiguió el disco pero sí impulsó la grabación del CD, siendo en ese sentido mucho más que un cantante invitado.

    Poseo tanto el LP como el CD y tras muchas escuchas puedo decir que el LP está decompensado en el sentido de que The Sinking of the Titanic, que da título
    al disco y ocupa la Cara A empequeñece al Jesus Blood.

    Jesus Blood realmente mejora en la version extensa, que va funcionando por acumulación y es apabullante al final con el vagabundo, el vozarrón de Tom Waits y el tutti de la orquesta.

    Encuentro muy plausible el comentario de jose fernandez.

  19. Jorge Garcia

    Muchísimas gracias por el magnífico artículo. Hace un rato escuché la canción y pude notar una inocencia infantil en la voz, la inocencia de un hombre que llegó a un nivel superior de entendimiento, a una sabiduría que sólo nosotros podemos llegar dentro de muchos y muchos años de llanto, arrugas y canas, como en «Narciso y Goldmundo» de Hesse. Por cierto, la canción me recordó al disco de Earth «The Bees Made Honey in the Lion’s Skull» y en especial a «Lift Your Skinny Fists Like Antennas to Heaven» de Godspeed! You Black Emperor . Por cierto, parece que a Bowie también. https://www.rollingstone.com/music/news/david-bowies-ipod-chinese-folk-rufus-wainwright-steve-reich-20100125

  20. Manrique y Trecet, los dos a la vez ponían la versión CD de esta maravilla musical, que subyuga a tanta buena gente. En nuestra atea casa suena siempre en la cena del 24-D.

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