Arte y Letras Literatura

La extraña (y maravillosa) mente de William T. Vollmann

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Fotografía: Chiara Vitellozzi (CC).

Decía un personaje de Don DeLillo que la verdadera motivación de la industria editorial es volver a los escritores inofensivos. Camus o Beckett fueron la horma de nuestra idea de absurdo, Kafka nos mostró que el terror empieza en casa, pero ahora, se lamenta el protagonista de Mao II, los escritores apenas influyen en nuestra forma de ver el mundo. De hecho, en su opinión, ahora son los terroristas los que han ocupado el lugar de los novelistas, son ellos los que «someten la conciencia humana a sus ataques». No sé si este personaje tiene razón, pero sí que buena parte de las novelas que se publican son de fogueo: hacen ruido, pero están huecas, no dicen nada nuevo y tienen poco impacto, por no decir ninguno, en el mundo real.

Por suerte, siempre ha habido escritores capaces de incomodar al sistema. En 1947 un «ciudadano preocupado» alertó al FBI de la existencia de una novela que no era más que «propaganda para que el hombre blanco aceptase a los negros como sus iguales». Según el informante, Sangre de rey, de Sinclair Lewis, era el libro «más incendiario desde La cabaña del tío Tom». Años antes Lewis había escrito sobre la posibilidad de un gobierno totalitario en Estados Unidos en Eso no puede pasar aquí. Los agentes del FBI llegaron a inscribirse en un club de lectura en el que participaba el escritor para valorar el alcance de la amenaza. Lo contó Herbert Mitgang en un artículo publicado en The New Yorker en 1987. También contó que los libros de Steinbeck fueron considerados peligrosos por los federales porque retrataban una América «extremadamente sórdida y devastada por la pobreza», cosa que podría ser utilizada indistintamente por los nazis o los comunistas como propaganda contra América. Según dicho artículo, Ernest Hemingway, Norman Mailer, William Faulkner, John Dos Passos, Thomas Wolfe y otros muchos fueron investigados por el FBI o la CIA como sospechosos de espionaje o actividades subversivas.

Podríamos pensar que estas cosas solo pasaban en la época de la «caza de brujas», pero, según parece, la vieja costumbre de espiar a los escritores no ha desaparecido del todo. En 1992 otro ciudadano igualmente preocupado puso al FBI sobre la pista de William T. Vollmann tras leer Fathers and Crows. La novela transcurre en el siglo xvii cuando los jesuitas franceses se establecieron en Canadá con la intención de convertir a los nativos al catolicismo. Una de estas tribus indias —los iroqueses— defendió su territorio con uñas y dientes. Como contó el propio escritor en un artículo de Harper’s donde desvelaba los detalles de la investigación del FBI (1), en su expediente figura que en Fathers and Crows «se recurre a actividades terroristas y tortura [por parte de los iroqueses] para expulsar a los misioneros franceses». Los federales prefirieron pensar que el escritor simpatizaba con el terrorismo en lugar de pensar que simplemente se mantuvo fiel a los hechos. Pero lo más delirante fue que vieran una conexión entre las iniciales del libro —FC— y la inscripción que figuraba en los artefactos explosivos del terrorista más buscado en Estados Unidos durante años: el Unabomber.

Además de su supuesto gusto por las escenas a lo Inglourious Basterds, al FBI le escamó que el señor Vollmann hubiera viajado tanto. Como corresponsal de guerra, había estado en los Balcanes y otras zonas en conflicto. Antes había estado en Afganistán. Precisamente el viaje que hizo a este país en 1982, y que cuenta en An Afghanistan Picture Show, hizo saltar todas las alarmas. En el FBI pensaron que en aquella época Vollmann podía haber aprendido a manejar explosivos. La sospecha de los agentes tenía cierta lógica; no obstante, ¿por qué iba a querer él atentar contra su propio país? Un libro que transcurre en el siglo xvii en el actual Canadá —cuando los Estados Unidos ni siquiera existían— no es una prueba muy sólida para acusar a nadie de antiamericano. Además, se trata de una novela. La ficción es un territorio sagrado en el que solo debería regir una ley: prohibido prohibir. En cualquier caso, en el FBI no pensaron lo mismo y siguieron vigilando a Vollmann incluso después de haber detenido al Unabomber. Así, como cuenta en el artículo de Harper’s, después de haber sido el «Unabomber Suspect Number S-2047» pasó a ser sospechoso de los ataques con ántrax perpetrados en Estados Unidos tras el 11S.

Para Vollmann, lo más hiriente fue leer los comentarios de los agentes sobre algunos de los episodios más íntimos, y dolorosos, de su vida: la muerte de dos compañeros periodistas en la guerra de Bosnia y el drama que vivió su familia cuando él tenía solo nueve años. Sobre estos hechos escribe en algunos relatos de El atlas (Pálido Fuego, 2018), un personal recorrido por el mundo «en el que piensa» el escritor. En el relato «Esa es bonita», el dueño de una empresa de alquiler de coches en Croacia le reclama al narrador, el único superviviente de una emboscada, que pague los daños que se han producido en el vehículo: «Usted tuvo mucha suerte, dijo. Por tanto, debe pagar». La imagen del narrador con la estimación de daños en la mano, escrita en un idioma que no entiende, sin saber si reír o llorar, resume a la perfección en qué posición dejó a Vollmann la muerte de sus compañeros. Más adelante, el protagonista de «Una visión» trata de elaborar el duelo por estas muertes cuando está bajo los efectos de unos hongos alucinógenos, tal vez porque ciertos hechos solo pueden ser encarados de un modo indirecto, sustancias mediante, por refracción.

Vollmann escribe sobre el drama ocurrido en su infancia en «Bajo la hierba». Sin entrar en detalles sobre lo ocurrido, cabe pensar que a partir de ese momento «el mundo se convirtió» para él «en un país extranjero donde ya no había necesidad de huir ni de volver a casa», como según Vila-Matas escribió Peter Handke en Lento regreso (2). En el magnífico relato que da título al libro viajamos de la mano de alguien para quien ya no hay mundo: «Nada más en ninguna parte nadie», «por todas partes nadie para siempre», «por todas partes ninguna parte arriba abajo alrededor»… repite como una letanía. El protagonista viaja en tren recordando a las mujeres que fueron importantes en su vida y los viajes que hizo en el pasado. Confiesa que «su mente y su alma han estado demasiadas veces en el extranjero, atrapado en cada ocasión en nuevas experiencias con las que, al luchar para liberarse o profundizar aún más en ellas, había enterrado su pasado». Tal vez como el propio Vollmann.

La búsqueda de una mujer con intención de salvarla, a menudo en los bajos fondos de la prostitución y las drogas, es uno de los leitmotivs del libro. Un periodista norteamericano busca a su esposa, Vanna, entre las prostitutas de Nom Pen; el propio autor y un fotógrafo rescatan a una prostituta menor de edad de un burdel en Birmania; el protagonista de «No hay por qué llorar» trata de proteger a una chica del sida en Tailandia… Al igual que en La familia real (Pálido Fuego, 2016), Vollmann no escatima en detalles sórdidos; sin embargo, su mirada no carece de empatía. Se podría decir que mira a las mujeres de la noche con la mirada de Toulouse-Lautrec. En las «casas de gozo», Vollmann guarda casi el mismo respeto que guardaría en un tanatorio. Así, en «Los rifles» habla de «las morgues de mármol y espejos, iluminadas de azul e insonorizadas que son los locales de sexo».

Más que un viaje por el mundo, en El atlas Vollmann nos propone un viaje por el submundo, donde habitan los hombres y las mujeres del subsuelo. Coloca en el centro del mapa asuntos que habitualmente permanecen en los márgenes, en la periferia de nuestra conciencia, donde no puedan hacer mella en nosotros. En sus obras, nos obliga a mirar de frente una realidad que preferimos ver por el rabillo del ojo: los pobres, los skinheads, los drogadictos, los pederastas… Mientras otros se sienten fascinados por la estética de la violencia, Vollmann escribe sobre su ética. En su libro Rising Up and Rising Down (no publicado en España), se plantea en qué circunstancias es justificable la violencia, cuándo es aceptable matar y, en ese caso, a cuántas personas… En ese sentido, es un escritor incómodo (afortunadamente). Pero, además, es uno de los escritores más libres que he leído. No en vano, una de sus frases de cabecera fue enunciada por el líder de la secta de Los Asesinos poco antes de morir: «Nada es verdad, todo está permitido» (3). Esa frase debería ser el lema de cualquier escritor de ficción; sin embargo, a menudo pesa más la censura, el political correctness, las convenciones literarias… Por suerte, Vollmann parece ser inmune a estas restricciones, muchas veces autoimpuestas. Esa libertad absoluta le permite escribir párrafos memorables, párrafos que en verdad son agujeros de gusano, de forma que el lector puede estar en Canadá al principio de un relato y a la frase siguiente encontrarse en Key West, Florida, para un par de frases después aparecer en Sarajevo. Al fin y al cabo, como dice el narrador de «El atlas», «bajo nuestros pies tienen lugar desplazamientos de tierra cuyas leyes nadie conoce».

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(1) «Life as a terrorist – Uncovering my FBI file». Publicado en Harper’s Magazine en septiembre de 2013.

(2) Aunque no hay que olvidar que muchas de las citas que aparecen en los libros de Vila-Matas son falsas.

(3) Vollmann escribió sobre esta frase en el artículo «Writers can do anything», que se publicó en The Atlantic el 16 julio 2014.

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3 Comentarios

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  2. Agustín Serrano Serrano

    Un artículo muy bueno, Rebeca.

    Enhorabuena.

  3. Machacasaurio

    No es para todos los públicos el bueno de Bill, y sin embargo para mi -y junto con los increíbles cuentos seleccionados de Joy Williams- se cuenta entre lo mejor que nos ha llegado desde los Estados en los últimos años. Vollmann se mueve entre la inocencia pueril y el horror existencial con un lirismo extraño, prácticamente pre-literario, que sin embargo es capaz de llevar al trance. Y no es una manera de hablar, realmente hay algo hipnótico en su manera de escribir, la imagen de los agujeros de gusano es muy precisa.
    Lo de Unabomber es brutal joder, qué gran anécdota.

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