Destinos Ocio y Vicio

Lisboa revisitada

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Fotografía: Pierre Bonnain (CC).

Otra vez vuelvo a verte —Lisboa y Tajo y todo—,
transeúnte inútil de ti y de mí,
extranjero aquí, como en todas partes.

Álvaro de Campos, «Lisbon Revisited»

Es el marqués de Pombal, servicial como un mayordomo, el que nos hace pasar a la Lisboa bonita. El taxi que sale de la estación de Sete Rios atraviesa una zona impersonal de la ciudad, con grandes edificios de oficinas que podrían estar en cualquier parte. Pero de pronto aparece la estatua de Pombal y ya sí: la avenida da Liberdade, la praça dos Restauradores, el Rossio, la Baixa… Los sitios que reconoce el que vuelve a visitarla.  

Llegamos cuando amanecía, aunque con poca luz: estaba nublado y lloviznaba. La praça do Comércio era muchísimo más espaciosa de como la recordaba de mi anterior viaje. El arco de entrada y la estatua central estaban tapados para su restauración: esto fomentaba la grisura ambiente. En medio había parado un tranvía, cuyas luces, como las de las farolas y las ventanas, se reflejaban en el suelo mojado. Avanzamos hacia la orilla, hasta los dos pilares que acaban en bola, cada una con su gaviota perenne. El agua había subido al último escalón. A lo lejos, el puente 25 de Abril —un trazo japonés en la grisura— parecía ser una pasarela sobre la nada. Al Cristo de la otra ribera lo envolvía la neblina, como en un aleteo pagano. El mesianismo sebastianista dice que el rey volverá en un día de niebla. Será entonces «la Hora».

Hacia el este del Terreiro do Paço se ven, mirando arriba, las casitas del barrio de Alfama, la catedral y el castillo de São Jorge. Tomamos un café en el embarcadero. Allí, protegidos de la llovizna, hicimos tiempo en un banco, entretenidos con la gente que cada pocos minutos bajaba del ferry, con ajetreo de metro, rumbo a su jornada laboral. Llegó el momento de ir al hotel. Subimos por la rua Augusta hasta la rua da Vitória, que estaba en obras, con la calzada levantada y montones de adoquincitos a los lados. Cuando volvimos a salir, lo hicimos ya con otra actitud. Soltar el equipaje le devuelve a uno la condición de transeúnte sin más, aunque su mirada sea nueva. Ya puede pasear sin lastre, camuflado.

La impresión por la rua Augusta es de dignidad, de elegancia. Predomina un neoclasicismo con gusto que se muestra señorial con los habitantes. Los edificios, con sus buhardillas, le recordaban París a A. Ella vivió allí un año. Paseando más tarde por el Bairro Alto, dijo que el panorama de tejados solo se diferenciaba del parisino en la ausencia de chimeneas.  

En las fachadas altas de la Baixa se notaba la corrosión del océano: como el ataque del Atlántico a la ciudad, con afecciones de barco. Lisboa ha sido comparada con un barco; por ejemplo, en Lisboa. Diario de a bordo de José Cardoso Pires («te me apareces posada sobre el Tajo como una ciudad que navega»). En la librería Bertrand me compré el libro ideal para completar el viaje en casa: la Biografia de Lisboa de Madga Pinheiro, que aún no está en español. Leyendo sobre el terremoto de 1755 caí en que entonces Lisboa experimentó un naufragio, como el de los navegantes portugueses. Fernando Pessoa escribió: «¡Oh mar salado, cuánta de tu sal / son lágrimas de Portugal!». Al terremoto le siguió un maremoto y los lisboetas que nunca habían navegado vivieron una tempestad también.

Del Imperio portugués me seduce la interpretación metafísica de Pessoa en Mensaje. Como si la conquista no fuera de otras tierras, sino del océano infinito: «Que el mar con fin será griego o romano: / el mar sin fin es portugués». La vía del navegante es ascética, mística; su navegación es una prueba: «¿Valió la pena? Todo vale la pena / si el alma no es pequeña. / Quien quiere traspasar el Bojador / ha de traspasar el dolor». Y al final: «Deus ao mar o perigo e o abismo deu, / Mas nele é que espelhou o céu». Dios le dio al mar el peligro y el abismo, pero fue en él donde reflejó el cielo.

Como si obedeciera justo a esa pauta, el naufragio de la ciudad que constituyó el terremoto tuvo implicaciones filosóficas. Kant se ocupó de él. Y Voltaire, que le dedicó un poema y lo sacó en el Cándido como demostración de que no estamos en el mejor de los mundos posibles. Según escribió Adorno: «El terremoto de Lisboa fue suficiente para curar a Voltaire de la teodicea de Leibniz». A la larga, la catástrofe produjo una reacción racionalista, ilustrada, con las reformas del marqués de Pombal. Pero los horrores de la destrucción y el fuego, y la iconografía tétrica de las ruinas, supusieron un impulso prerromántico que se extendió a toda Europa.

Como cuenta el arquitecto Juan José Vázquez Avellaneda en Lisboa. La ciudad de Fernando Pessoa, el terremoto se sintió en muchos lugares de fuera de Portugal, entre ellos Sevilla. Las vibraciones hicieron sonar las campanas de la Giralda y, según se consignó en su momento, hubo varios derrumbes en la ciudad que mataron a seis personas. En Lisboa los muertos fueron como mínimo quince mil (algunas cuentas dan más del doble). El epicentro estuvo en el Atlántico, casi a medio camino entre Lisboa y la africana Alcazarquivir, donde tuvo lugar el anterior gran desastre portugués: la batalla de 1578 donde desapareció el rey don Sebastián, con nuestro Francisco de Aldana, militar y poeta.

En la Biografia de Lisboa se narra así: «La flota partió para Marruecos con el objetivo de tomar Larache. La ciudad de Lisboa quedó a la espera, pues el viaje no era muy largo. La noticia de la derrota total de don Sebastián en la batalla de Alcazarquivir, el 4 de agosto de 1578, no llegó a Lisboa hasta el 12. Menos de cien portugueses habían logrado llegar a Arzila. Se hablaba también de la muerte del rey. […] Lisboa estaba inquieta. […] Los hombres parecían aturdidos y las mujeres lloraban. Habían perdido al rey, a sus maridos, a sus hijos y a sus parientes, además de los bienes que todos ellos se habían llevado a la expedición. En Lisboa no había casi nadie sin algún vínculo con la empresa. […] Las pérdidas afectaban a las distintas clases sociales. Los comerciantes habían prestado dinero al rey y a los nobles para el equipamiento. Los soldados más pobres habían partido para ganar dinero. Las mujeres de la nobleza lloraban en sus palacios y las otras en las calles. Los nobles recriminaban al rey o a los que le habían dejado partir». De esta angustia nació el anhelo de que el rey volviera.

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Fotografía: Dino Quinzani (CC).

En 2008 viví unos meses en Arzila (Asilah), que está cerca de Alcazarquivir. Don Sebastián y sus tropas habían desembarcado en Tánger, pero el capitán Aldana y los soldados castellanos que iban a unirse al rey portugués desembarcaron en Asilah. Los taxis de Marruecos son viejos Mercedes de color crema: en ellos se va de Tánger a Asilah, en ellos se puede viajar a Alcazarquivir. En Lisboa hay bastantes. Cada vez que cruzaba uno pensaba que eran avisos, recordatorios de la gran derrota, que solo yo, como una especie de visionario del pasado, percibía.

Por el elevador de Santa Justa subimos al convento do Carmo, a sus ruinas que no se reconstruyeron tras el terremoto. Desde allí arriba, y luego desde el mirador de São Pedro de Alcântara, contemplamos la ciudad. Hermosa, no blanca sino rojiza, colorida. Como desde los demás miradores a que nos asomamos en los días siguientes: el de Santa Luzia, el de Graça (que ahora tiene el nombre de la poeta Sophia de Mello Breyner Andresen), los del propio castillo de São Jorge, el de Santa Catarina… Este estaba en obras, como si el monstruo Adamastor que allí tiene su estatua se hubiese propagado por el suelo.

En el centro del jardín del Príncipe Real hay un ciprés enorme; no por su altura sino por su copa: veintitrés metros de diámetro. No lo había visto en mi primer viaje, pero me lo recomendó mi amigo Josepepe. Su primer nombre fue jardín de Río de Janeiro; aunque con el cambio no perdió la conexión brasileñista: Príncipe Real se llamaba el barco en que la familia real portuguesa se trasladó a Brasil en 1807, con la invasión napoleónica. En esa explanada se instalaron barracas en la época posterior al terremoto: muchos lisboetas, incluidos los reyes, le tomaron miedo a dormir en edificios sólidos. Y en el siglo xx llegó a haber una biblioteca al pie del ciprés, bajo la techumbre de sus ramas.

Además de la inexcusable Bertrand y de la Fnac, en el Chiado, otras librerías recomendables son Letra Livre (calçada do Combro, 139), Centro Cultural Brasileiro (largo Dr. António de Sousa Macedo, 5) y Fabula Urbis (rua Augusto Rosa, 27). Entramos en otra de viejo de la que no recuerdo el nombre, cerca del cementerio dos Prazeres. Por allí había una parcela de restos geológicos con este cartel: «Esto era mar hace veinte millones de años».

Un buen sitio para comer es la Casa da Índia (rua do Loreto, 49-51), donde lo mejor es el arroz con marisco acompañado por vinho verde. Abajo, cerca del río, hay un bar delicioso para picar: Sol e Pesca (rua Nova do Carvalho, 44), decorado con cientos de latas de conserva de todo tipo, que son lo que se consume. Cerca, subiendo por la rua do Alecrim, por la que Saramago hacía pasar a Ricardo Reis, hay (en el número 19) un local perfecto para tomar una copa: la Pensão Amor, un antiguo burdel cuyo nombre se invita a leer ahora alternativamente como «Pensa o Amor» (Piensa el Amor). Es confortable y esteticista como el legendario Pavilhão Chinês del Bairro Alto (rua Dom Pedro V, 89). Por el camino, por las ruas Diário de Notícias y Atalaia, y las circundantes, hay montones de tascas rebosantes de erasmus. En una de ellas se anunciaba o copo da crise (el vaso de la crisis): medio litro de cerveza por 1,25 euros. Para tomar un chupito por la tarde hay que ir a A Ginjinha (largo São Domingos, 8), donde sirven licor de cerezas, o de guindas, ginjas. Y para desayunar o merendar, A Suiça (praça Dom Pedro IV 96-104).

Pero Lisboa sobre todo es caminar, subir y bajar cuestas y escaleras, pisar el empedrado, con pasos casi trotes. «Ser lisboeta es un deporte», dijo A. O traquetearse en el tranvía. Pero el lisboeta es un deportista sin aspavientos, o un antideportista en realidad. Es un filósofo. Me llamó la atención la cantidad de conversaciones reflexivas que cazaba, cuando pegaba el oído. Como si los portugueses fuesen franceses amables; personajes de película francesa que reflexionan sobre la vida.

Hay un manual para que el turista que lo desee se convierta en un personaje de Pessoa, bajo sus órdenes: Lisboa: lo que el turista debe ver, la guía que Pessoa escribió. Cualquiera puede colocarse bajo el imperativo pessoano y seguir el itinerario que se marca en el libro. Los desencajes de aquella Lisboa con respecto a la actual pueden considerarse recursos literarios. Hay un momento particularmente hermoso: «Nuestro automóvil cruza de nuevo el Rossio, sube por la rua do Carmo, por la rua Garrett (más conocida como Chiado) y, volviendo hacia la rua Ivens…». Pessoa ha narrado nuestro paso por delante de A Brasileira y no ha visto su estatua. La ha eludido limpiamente, en un ejercicio (tan suyo) de despersonalización.

Si me tuviera que quedar con un momento de esos días, quizá fuese el del anochecer del primero. Estábamos en el Cais do Sodré, mirando desde el muelle cómo el sol se ponía (había salido finalmente el sol) más allá del puente, por la abertura de Belém hacia el Atlántico. Yo llevaba el librito de Mensagem que me había comprado en mi primer viaje a Lisboa y le traduje a A. el poema «Prece» («Oración»), del que hay una versión musical de Gilberto Gil que me gusta mucho. Dice la segunda estrofa: «Pero la llama, que la vida creó en nosotros, / si aún hay vida aún no se ha extinguido. / El frío muerto en cenizas la ocultó: / la mano del viento puede aún erguirla». Y los dos últimos versos: «Y otra vez conquistemos la Distancia; / la del mar u otra, ¡pero que sea nuestra!». En un momento dado, empezamos a oír a nuestras espaldas un sonido de maderas y como de resoplidos; parecía alguna máquina del puerto que se había puesto a funcionar. Cuando nos dimos la vuelta, vimos que eran unos remeros entrenando en un aparato colocado en el suelo. Lisboa, de nuevo, como barco.  

Durante los días posteriores al viaje sentí un dolor en las rodillas, no del todo desagradable: era un dolorcito vigoroso, una especie de agujetas en los huesos de tanto andar por los empedrados. Como estaba además la sensación de que Lisboa me iba creciendo por dentro tras haberla dejado, pensé que se trataba de un «estirón espiritual». Las rodillas se abrían para elevarme a una condición mejor: la de lisboeta.

 

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Fotografía: Pedro Ribeiro Simões (CC).

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