Sociedad

Todas esperábamos mucho más

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Otro estallido de ira en el centro de Trípoli. Foto: Karlos Zurutuza.

Periodista, hombre, busca mujeres para charlar sin prisas y con pausas entre cafés. Fatma dice que no: nada más sentarnos, alguien subirá una foto a Facebook llamándola «puta». El Kodo (la versión local del Kentucky Fried Chicken) parece un lugar bastante aséptico para un encuentro. No. ¿Qué tal el inmenso paseo de la playa? Peor aún. ¿Quizá coger un coche y alejarnos hasta algún lugar más discreto fuera de la ciudad? Que nos vieran juntos en él sería catastrófico. Yo podría viajar en el maletero, pero al final decidimos reunirnos en el hall del único hotel de Zuwara (oeste de Trípoli), donde nos sentaremos recatadamente a la vista de un recepcionista que se resiste a bajar la guardia.

Esta introducción antes de continuar con la historia de Fatma al Omrani y las libias en general me sirve para responder a una pregunta que alguien me hizo vez: «¿Por qué hay tan pocas mujeres en tus textos?». Las que viven en el paralelo 33 ni dirigen ministerios ni comandan milicias armadas; ni lanzan sermones desde las mezquitas, ni anuncian «decisiones clave para el devenir del país» en concurridas ruedas de prensa. Tampoco es que las buscara únicamente en esos foros, pero doy fe de que hay muy pocos atajos que conduzcan hasta ellas.

Ahora, sí, vamos ya con Fatma. Tiene treinta años y una vez fue periodista. Siempre le gustó, desde muy cría, pero acabó estudiando Contabilidad. Dice que, en tiempos de Gadafi, solo las mujeres «leales al régimen» salían en los medios; «gente que pertenecía a la élite del aparato»; «bustos parlantes». Fue la guerra de 2011 la que abrió el país en canal y las puertas del oficio a Fatma. Nació, creció y sufrió la guerra en Misrata, cuando el enclave insurrecto fue sometido a una ofensiva brutal. Su voz se hizo entonces conocida a través de una radio «de campaña» desde la que se insuflaba de moral a la población durante los cuatro meses que duró el asedio. 

«A los hombres les gustó aquello. Una mujer hablando por la radio que ya no era la voz del régimen y, además, daba una imagen de modernidad de cara al exterior. Era puro marketing», recuerda la joven tras el primer y último sorbo al peor café de Zuwara. Se ajusta el velo y sus gafas de concha antes de pedirle un té al camarero y seguimos tras un pequeño inciso. La guerra de 2011 se finiquitó, de forma oficial, con un discurso pronunciado desde el balcón del castillo rojo de Trípoli. La primera medida a adoptar por el nuevo ejecutivo era la revisión del tema de la poligamia. Con Gadafi también existía, pero el hombre necesitaba el consentimiento firmado de su primera mujer para casarse con la segunda. En la nueva Libia ya no se necesitaría el beneplácito legal de la esposa para añadir otra más al lote; así lo anunció el entonces primer ministro del Gobierno provisional libio, antes incluso de hablar de la reconstrucción del país. Recuerdo que tuve que repreguntar a mi traductor para asegurarme de que era realmente eso lo que estábamos escuchando.

Entretanto, Omrani saltaba de la radio de Misrata a la televisión de Trípoli. Era un sueño hecho realidad por muchos motivos: la que daba ahora las noticias no era ya una replicante al servicio de Gadafi, sino una libia que podría ser ella misma. Y era ella misma. Pero no todo el mundo lo veía así. Los insultos se le amontonaban entre amenazas de muerte a través las redes, o directamente en la calle, cuando le tocaba reportear. Para Fatma, el mensaje estaba claro: «Las mujeres habíamos jugado nuestro papel durante la guerra, pero ya no hacíamos falta». Agotada, acabó abandonando en 2013. 

Volvió a la radio justo cuando empezaba la guerra de 2014, esa que no se televisó, pero que llevó a la división del país entre los gobiernos del este y del oeste que se mantiene hasta hoy. En mitad de esa tormenta de soflamas arabo-islamistas y cuitas tribales sin resolver desde tiempo inmemorial, Fatma pensó que también era justo poner el foco sobre las agresiones que sufrían las mujeres en Libia. Mientras ellas escuchan en silencio, los hombres cogen el teléfono y llaman al estudio. Más insultos, más amenazas de muerte, en directo y en diferido. «Dile a Fatma que, si no para, le puede pasar algo», le llegaron a decir a su hermano en la calle pocos días más tarde. La presión fue tal que la libia huyó a Túnez en 2015. Allí buscó refugio entre la numerosa comunidad expatriada libia, pero esta la acusó de pertenecer a los Hermanos Musulmanes. Era el mismo grupo islamista que la había hecho huir de su Misrata natal. 

Fatma volvió a Trípoli, donde se casó y se divorció en menos de un año. No da los detalles ni tampoco se los pedimos. En la capital, su camino se cruzó con el de una activista bereber de las montañas y fundaron el Movimiento de la Mujer Amazigh. Fatma compagina hoy la militancia feminista con su labor en un plan de resolución de conflictos amparado por una ONG danesa. Sabe que sigue siendo «demasiado visible» y nunca olvida que es una mujer divorciada que vive sola.

Botín de guerra

Quedar con Nuha al Hassi es mucho más sencillo: basta con acercarse al antiguo edificio de la antigua sede del aparato de seguridad de Gadafi en Zuwara, que es hoy sede para los activistas por la lengua amazigh. Desde 2011, la principal minoría de libia trabaja contrarreloj para recuperar el tiempo perdido por la represión de su lengua y su cultura durante cuatro décadas. El departamento de Lengua está prácticamente copado por mujeres de entre las que Al Hassi es una de las fundadoras, y también su rostro más reconocible: es la única en la ciudad que no usa el velo islámico, aunque admite que se lo pone cuando sale de ella «por seguridad». 

Al Hassi resume casi todo su discurso en la primera frase: «En Libia resulta imposible disociar la política de la religión». Traducido al día a día, es como lo de esa mujer que pide el divorcio denunciando frecuentes malos tratos a manos de su marido. No solo no lo consigue, sino que, además, tiene que pagar una multa al maltratador. El juez ratificó esa sentencia parafraseando el Corán.

«Las mujeres dimos grandes pasos durante la guerra, entendimos que teníamos derecho a opinar y a participar en la sociedad, pero ahora quieren quitarnos todo lo que hemos conseguido», decía Al Hassi. Es cierto que de 2011 hasta hoy han surgido multitud de organizaciones civiles, pero ser mujer, bereber y atea en Libia son tres balas para una ruleta rusa. Mientras tanto, no se escatiman medidas para mantener el control sobre la mitad de la población. Fue en febrero de 2017 cuando el portavoz del autoproclamado «Ejército Nacional Libio» de gobierno del este del país anunciaba la obligatoriedad de toda mujer entre dieciocho y cuarenta y cinco años que fuera a viajar al extranjero de ir acompañada de un mojram («guardián masculino»). 

Ya en 2014, el año de la partición, las autoridades religiosas del gobierno del oeste intentaron adoptar una medida similar, pero la fetua (edicto islámico) nunca llegó a dictarse formalmente. Fue precisamente ese año cuando la reconocida abogada y activista por los derechos de la mujer, Salwa Bugaighis, fue asesinada a tiros en su residencia de Bengasi (este de Libia). Como muchas otras libias, Bugaighis también había salido a la calle desde el primer día y participó en multitud de iniciativas sociales. Horas antes de su asesinato, publicó la fotografía de una furgoneta aparcada justo enfrente de su casa que lucía la bandera negra del grupo islamista Ansar al Sharia. Bugaighis decía que la vigilaban. Nunca se encontró a los culpables. 

Para Heba Morayef, directora regional para la Región MENA de Amnistía Internacional, aquel fue «un punto de inflexión negativo para las libias que habían decidido participar en la vida pública y política del país tras la guerra de 2011». El de Bugaighis no es sino el más conocido de los asesinatos contra mujeres que luchaban y siguen luchando por la inclusión política. 

«Con los islamistas copando toda la estructura política es cada vez más difícil y más peligroso para las mujeres, pero va mucho más allá de una simple cuestión religiosa: los hombres no quieren vernos ni en la calle», asegura, vía telefónica, Asma Khalifa, cofundadora del Movimiento de la Mujer Amazigh. Actualmente residente en Suecia, esta abogada de treinta y dos años apunta también a un «choque generacional» entre las libias más jóvenes y «valientes» y las de mediana edad quienes, según Khalifa, no se atreven a llamarse a sí mismas «feministas». A estas últimas las podemos encontrar en Juntas para la Modernización de la Mujer Árabe, otra de entre las numerosas organizaciones surgidas desde 2011. Desde su sede social a las afueras de la ciudad, Zeituna Moamer, su directora, subrayaba el «creciente papel de las libias» tras el final de la guerra. 

«Durante los años de Gadafi lo más parecido a la sociedad civil eran los Scout y el Grupo de Juventud. Eran los únicos colectivos sociales permitidos y, por supuesto, estaban totalmente controlados por el Estado. Hoy las mujeres somos mucho más conscientes de nuestros derechos y estamos mucho más organizadas», explicaba la jurista de cincuenta y dos años. Si bien reconoce que aún queda mucho por hacer, Moamer dice que no ve la necesidad de separar la religión de la política. «El nuestro es un país musulmán, esa es nuestra naturaleza», repite. Es un discurso que no pone el dedo en una de las llagas más profundas de Libia, pero Moamer tampoco se muerde la lengua a la hora de denunciar una de las mayores lacras del país.

«Muchas mujeres aquí son violadas, pero nunca lo hacen público porque se toma como una mancha en el honor de la familia y encima se culpa a las víctimas de lo ocurrido».

Lo poco que trasciende son los abusos que reportan las mujeres migrantes que consiguen sobrevivir a la travesía del Mediterráneo, pero sobre lo que sufren las libias apenas hay datos. Casi nadie pone en duda que el confinamiento impuesto por la pandemia ha traído una nueva oleada de episodios de violencia contra las mujeres, la mayoría de los cuales también quedarán impunes. «No hay mecanismos oficiales para denunciar la violencia doméstica», denuncia Asma Khalifa. «Las mujeres en riesgo no tienen dónde acudir y, ahora aún hay menos recursos para recibir ayuda del exterior».

En su día le saqué el tema a Aisha al Magrabi, una profesora de universidad, periodista y escritora a la que entrevisté en Trípoli en 2013. La intelectual me explicó entonces el concepto de la mujer como «botín de guerra», la mercancía con la que pagar a los hombres por su sacrificio. Al Magrabi, quien ya adelantó entonces que Libia se enfrentaría a un escenario «afgano» de no producirse «cambios inmediatos», vive hoy en Francia.

Tendencias suicidas

Ni siquiera en lo más parecido a una casa ocupada en Zuwara resulta fácil dar con ellas. Bastarían los dedos de una mano para contar a las que se acercan por allí, y aún nos sobrarían varios. Una de las pocas habituales nos pide que no escribamos su nombre real.

«Llámame María», dice entre risas, mientras termina de liarse un porro. Licenciada en Lengua y Literatura Inglesa por la Universidad de Trípoli, esta chavala de veintiséis años explica que el simple hecho de acercarse a la casa ocupada constituye un auténtico desafío para cualquier mujer de Zuwara. «La represión sexual de esta gente es tal que no pueden entender que una chica de mi edad pueda venir aquí para algo que no sea prostituirse», asegura esta libia que fuma y bebe sin quitarse el velo y que se declara «atea hasta los tuétanos».

«Bin Laden es un héroe para mi padre, así que te puedes hacer una idea del drama que tenemos en casa», apunta, quitándole hierro al asunto con una carcajada antes de dar otra calada a su cigarro. Luego se acuerda de un tío suyo: «Todos sabemos que se pone hasta arriba de alcohol y putas cada vez que va a Túnez, pero luego se permite el derecho de criticarte por llevar pantalones, y encima te tienes que morder la lengua». Antes de despedirnos, María se disculpa: me llevaría de vuelta al hotel en su coche, «pero ya sabes». El efecto liberador de la marihuana parece haber desaparecido por completo. «Odio este país. Cada día que pasa siento que malgasto mi vida y mi juventud aquí. Solo quiero vivir en un lugar normal». 

A unos diez minutos andando de la casa ocupada de Zuwara se encuentra la única clínica privada de la ciudad. Desde su consulta, Samar Auasud, psicoterapeuta, habla de numerosos casos de depresión y ansiedad entre la población local, pero más entre ellas. «Las mujeres están exhaustas, mucho más que los hombres. Tienen miedo del presente y, por supuesto, de su futuro y del de los hijos de los que prácticamente solo se ocupan ellas», explica esta doctora de veintinueve años. «Vienen a la consulta en busca de atención; necesitan que las escuchen, desahogarse y, sobre todo, llorar», dice, antes de subrayar lo más obvio: las tendencias suicidas son mucho más comunes entre ellas.

«Supongo que todas esperábamos mucho más».

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