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Lepanto ‘450: ¿quién ganó la batalla?

batalla de lepanto
La batalla de Lepanto, por Giorgio Vasari.

Empecemos por el final, el apéndice o la coda sobre Lepanto, como queramos decirlo.

Pese a la crucial victoria de la cristiandad, la batalla naval de Lepanto —7 de octubre de 1571, hace ahora cuatrocientos cincuenta años— no tuvo réditos prácticos en la geopolítica de aquel tiempo. Frenó el avance —quién sabe si definitivo— del Gran Turco sobre la pávida Europa y acabó con el mito de su invencibilidad (el fracasado primer asedio a Viena de Solimán el Magnífico no mermó el aura diabólica, como clamaba Lutero, que irradiaban los turcos). No obstante, no mucho después de la batalla, la bandera del creciente lunar volvió a enseñorearse del Mediterráneo.

Tras la severa derrota de Lepanto, la Marina otomana se rearmó a una velocidad formidable en los arsenales y astilleros del mar Negro y del Cuerno de Oro en Estambul. En el crudo invierno de 1571-1572, se construyeron galeras y un nuevo tipo de mahonas (la región de Kocaeli quedó deforestada por la necesidad imperiosa de conseguir madera). De hecho, días después de la humillación en Lepanto, el sultán Selim II, apodado impropiamente como «el Borracho», proclamó la guerra santa (gazâ-yi ekber) y emitió un decreto imperial para reconstruir la armada.

Si el ojo del tiempo existiera, nos habría gustado asistir in situ a aquella abigarrada estampa humana que tenía lugar en los arsenales turcos: carpinteros, calafateadores, herreros, serradores, tallistas de remos, hilanderos, tejedores de estopa, artificieros, reparadores, hilanderos, tejedores de estopa, cereros, carboneros, caldereros y toneleros.

Semejante esfuerzo hizo posible que la flota otomana se echara a la vela otra vez desde Estambul, señorial y amenazante, en la primavera de 1572. Al mando del nuevo contingente se hallaba Uluj Alí, viejo corsario, italiano converso y heroico combatiente en Lepanto. Tomará el cargo de gran almirante y lo hará con otro lustroso nombre: Kiliç Alí Pachá (Kiliç significa espada). Antes y después de Lepanto, toda partida de la flota imperial otomana era saludada con preces y oraciones en las mezquitas. Se oraba con devoción y se leían la «sura de la Conquista» y la «sura del Ganado» para pedir por la victoria al Todopoderoso. La remozada flota partió de Estambul con más de doscientos navíos de variado fuste.

A la par del rearme turco, el 1 de mayo de 1572 fallecía —se supone que en olor de santidad—el virtuoso papa Pío V, quien fuera artífice de la Liga Santa contra el Turco (véase el fiel retrato que de él pintara Bartalomeo Passaroti). Gregorio XIII, su sustituto, recibió las llaves de san Pedro y siguió alimentando la unidad del catolicismo ante el infiel. Pero dicha unidad se irá resquebrajando irremediablemente.

Pese a la decadencia que los aromaba desde hacía años, los venecianos, viejos señores del Mediterráneo oriental, seguían con la vista y el deseo puestos sobre Chipre. La isla había sido tomada por los turcos en agosto de 1571, muy poco antes de Lepanto (la toma de Famagusta había causado cincuenta mil muertos otomanos, el comandante veneciano Bragadino fue terriblemente desfigurado, desollado y, relleno con paja, fue colgado de un palo mayor y conducido hasta Estambul cual pavorosa piltrafa). Los españoles bajo Felipe II, en cambio, orientaban su inquieta mirada hacia las costas de la Berbería.

El golpe bajo a la Santa Alianza se produjo con la deserción de Venecia. La Serenísima firmó un acuerdo de paz con el sultán Selim II en marzo de 1573. El citado rearme otomano acongojó a los venecianos. Sus arcas, protegidas por su patrón san Marcos, no podían soportar más esfuerzo de guerra en el Mediterráneo oriental. El tratado con la Sublime Puerta incluía que los turcos seguirían conservando la perla chipriota. Además, los venecianos devolverían las plazas turcas que habían ocupado y pagarían doscientos mil ducados en reparación de guerra más un tributo anual de dos mil ducados. Desde los tronos de Europa se llegó a la conclusión de que los otomanos habían ganado finalmente en Lepanto. El tiempo, infalible, siempre ajusta cuentas.

La deserción de la Serenísima hizo que los españoles se desentendieran de su compromiso con la Liga Santa que aún alentaba Roma. La flota de don Juan de Austria, el célebre hermano bastardo de Felipe II, tomará Túnez justo un año después de la espantosa sanguina de Lepanto (9 de octubre de 1573). Pero meses después los turcos de Kiliç Ali Pacha reconquistarán de nuevo la plaza tunecina. La someterán por completo, evidenciando la importancia que los turcos daban al Mediterráneo como coto de caza y primacía en el dominio sobre Europa y sus confines.

Resulta paradójico si uno se inmerge profundamente en la mentalidad otomana: los turcos, desde sus ancestros, eran sobre todo un pueblo terrestre, de movilización y de conquista; pero siempre se movían sobre el terruño (desde las ensoñaciones míticas del Altay hasta la entrada por Anatolia y el primer sitio a Viena). La importancia del mar la descubrieron mucho después con el devenir de los siglos.

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Soldados de infantería españoles (s. XVI). Acuarela anónima, Biblioteca Nacional de España.

Melé y sangre sobre el agua

Desvelar los aspectos finales de la batalla de Lepanto podría considerarse —con perdón para los historiadores serios— como una suerte de spoiler. Pero tendemos a creer que se conoce todo y más sobre la mítica fecha del combate, pero no así sus consecuencias y, ni mucho menos, el punto de vista de aquella escabechina desde el lado turco. El 7 de octubre de 1571 tuvo su traducción en el calendario islámico de la hégira: 17 cemâziyelâhir 979.

En La Religión socorrida por España, a fin de agasajar a Felipe II (el Rey Prudente de negro indumento y blanca golilla), Tiziano plantea una patriótica alegoría de la monarquía hispánica. España, representada por una matrona provista con coraza y una lanza, de la que flamea el estandarte de la victoria, acude al rescate de la religión católica, reflejada a su vez por una joven desvalida y semidesnuda. Al fondo se vislumbra a un turco tocado con su turbante, imagen al cabo del Imperio otomano, que se ahoga en aguas de Lepanto sobre dos caballos marinos. Fueron numerosos los cuadros y detallistas grabados que recrearon la gloria cristiana de Lepanto (Vasari, el Greco, Tintoretto, Veronese, Romeyn de Hooghe, Camocio, Martino Rota, etc.).

En la víspera del gran combate, la flota cristiana (España, Estados Pontificios, Venecia, genoveses y hospitalarios de Malta) venía fresca y nutrida desde el estrecho de Mesina. No así la armada otomana, que se había desgastado en diversos asedios costeros contra posesiones de los mermados venecianos. El lance parece ser que comenzó sobre las 7.30 y duró unas cinco horas, tiempo suficiente para que las aguas se tiñeran de un color rojo sangre. Aquel mejunje de agua salada y sangre debió resultar entre morboso y repulsivo

El exhaustivo libro publicado ahora por Desperta Ferro (edición de Àlex Claramunt Soto y proemio de Hugo O’Donnell y duque de Ahumada), nos desmenuza con todo primor lo sucedido en «la más alta ocasión que vieron los siglos», en palabras de un soldado castellano, que por entonces frisaba veinticuatro años y andaba enrolado en el tercio de Miguel de Moncada. Respondía al nombre de Miguel de Cervantes Saavedra, quien desde entonces, por causa de las heridas provocadas por un arcabuzazo, quedará tullido de la mano izquierda «para gloria de la diestra» (recibió otros dos disparos en el pecho, pero su peto de cuero lo salvó). Cervantes solo fue una gota humana entre aquel ejército formado por los tercios, los mercenarios, aventureros y soldados de fortuna de toda laya.

La «más alta ocasión» cervantina tuvo lugar en el golfo de Patras, al sur de la deshabitada isla de Oxia, junto al otro golfo de Corinto que separa el Peloponeso del resto de Grecia. Recuerda Hugo O’Donnell que Lepanto no se conoció por tal nombre hasta mucho después. La gran batalla se evocaba como «la naval» o incluso como «la victoria naval». Por su parte, los turcos la conocerán con consternación como «la batalla de la armada derrotada».

La historia recordará a los hombres que lucharon en aquella auténtica melé de galeras que se desarrolló sobre el agua. Del lado cristiano, al citado don Juan de Austria se le unen los nombres egregios de Marco Antonio Colonna, representante papal, y del veneciano Sebastiano Veniero, quien será sustituido, tras una cruda gresca entre españoles y venecianos, por Agostino Barbarigo. Al frente de las galeras, galeotas y bastardas turcas se hallaba el serdar Pertev Pachá, junto a Müezzinzâde Alí Pachá y el ya citado y aún corsario Uluj Alí Pachá.

El almirante Müezzinzâde Alí, a bordo de La Sultana, perecerá en el combate con toda horrorosidad. Unas crónicas relatan que su cabeza fue cercenada y ensartada sobre una pica por un supuesto soldado malagueño. Otros relatos históricos (así lo apunta Agustín Ramón Rodríguez González en el volumen de Desperta Ferro), refieren que don Juan de Austria, participando en el abordaje a La Sultana, ordenó disgustado que arrojaran al mar la cabeza del joven y valeroso jefe turco. «El turco, cuando no está tranquilo, corta cabezas», refería un dicho de la época. Como se ve, la afición caló en otras nacionalidades.

Los diversos lienzos pintados acerca de Lepanto reflejan el colosal barullo con el que trabaron combate las galeras de ambos enemigos. Los turcos, que luchaban descalzos, habían embadurnado de aceite y manteca las cubiertas de sus navíos para que en caso de abordaje los infieles resbalaran. En realidad Lepanto (Inebahti en turco) fue una batalla terrestre que discurrió sobre un curioso piso: el agua. Las galeras se embestían unas con otras. Don Juan de Austria sacó providencial partido a sus espolones, sobre los que había ordenado previamente que fueran afilados cual tremendos cuchillos.

En las propias galeras, que mostraban elegante línea y lucían gallardetes y banderolas (La Real de don Juan, pintada de rojo y amarillo, había sido diseñada por Juan de Mal Lara y contaba con sesenta metros eslora), olía desagradablemente. El olor a humanidad compacta se concitaba en los navíos. En la flota otomana, por su parte, se agolpaban los remeros embarcados por obligación por pago de impuestos, más los esclavos y los criminales y ladrones condenados a pena de remo.

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Selim II. (DP)

Selim II, no tan borrachín

Lepanto fue como el canto de cisne de las galeras. Resultaban muy costosas de mantener. Su potencia de fuego era escasa. Solo sus espolones resultaban eficientes, como de hecho se demostró en la gran porfía de Lepanto. Las galeazas venecianas, reconvertidas en fortalezas flotantes, sí mostraron su extraordinario poder en la batalla (alta borda, robustez y artilladas con setenta piezas por banda). Capítulo por capítulo, detalle tras detalle, el libro Lepanto ya citado da cuenta del pormenor de semejante lid. Nuevos nombres se unen a la lucha entre islam y cristiandad. Don Juan de Austria combate por el centro contra Müezzinzâde Alí Pachá. Barbarigo y Querini contra Suluk Mehmet Pachá por el cuerno izquierdo. El genovés Gian Andrea Doria contra el superviviente y futuro gran almirante, Uluj Alí Pachá.

Acabada la lucha, las aguas rojas arrojaron cifras terribles. Según qué crónicas, la historiografía atempera o eleva el  número de los caídos y heridos. Por la Liga Santa murieron 7650 hombres pertenecientes a los tercios de Granada, Nápoles, Sicilia y Moncada, más los consabidos mercenarios y buscadores de fortuna. Otros 7778 fueron heridos de gravedad. La mortandad entre los otomanos (sipahis, arqueros, jenízaros, remeros y artilleros), fue de 30 000 desgraciados más unos 8000 heridos (cautivos aparte). Los relatos coinciden en subrayar que ambas flotas perdieron quince galeras cada una (sin contar, obviamente, numerosos navíos de menor empaque). El fondo abisal del mar, en el golfo de Patras, fue su marino camposanto.

El sultán Selim II, hijo de Solimán I y de la mítica y maniobrera Hürrem, conoció la noticia de la gran derrota en Adrianópolis el 23 de octubre de 1571 (3 cemâziyelâhir 979). La historia coincide en retratarlo mayormente como un hombre débil, que dejó el poder en manos del diván de Estambul y, sobre todo, del gran visir Sokollu Mehmet Pachá (de origen serbio de Bosnia y fiel servidor de su padre). De igual modo dejó la suerte imperial en las intrigantes mujeres que dejaban su halo conspiratorio por las estancias del palacio de Topkapi (de hecho con Selim II se inicia en el Imperio otomano lo que se conocerá como el «Sultanato de las Mujeres»). La igualdad de género había comenzado en las nieblas del Bósforo.

Como ha quedado dicho, aunque se aprestó a recomponer la armada en muy corto tiempo, es común asociarle el citado apelativo de «el Borracho» (también se le llamó Selim «el Cetrino»). De entre sus debilidades y vicios, refutadas por una parte de la historiografía, se encontraban el vino, en especial el caldo chipriota, lo que habría motivado la caprichosa conquista de Chipre y estimulado desde Roma la creación de la Liga Santa. Como otros tantos sultanes (aquellos que integran el listado de excéntricos Señores del Horizonte), Selim II gustaba de agasajar a todo aquel que le enseñaba el camino al paraíso dentro de una botella.

Su sultanato será corto y morirá en 1574, justo el año de la conquista de Túnez por los otomanos. Felipe II desistirá con el tiempo de combatir en el Mediterráneo para atender a otras cuitas en otras regiones de la monarquía hispánica. Lepanto supuso una enorme victoria para la cristiandad, tal vez la última gran cruzada del catolicismo contra el islam. Pero, como hemos visto, la deserción de Venecia y sus tratos con el sultán al que llamaban «el Borracho», nos hacen preguntarnos, hoy como ayer, acerca de quién acabó ganando en verdad «la más alta ocasión que vieron los siglos».

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4 Comentarios

  1. Donde habéis dejado a don Álvaro de Baztan cacho ignorantes

  2. E.Roberto

    Muy buena divulgación, señor. Sería interesante saber qué efectos reales tuvo esa batalla. Me permita una broma, un sarcasmo por un error que no desvalorizó el placer de la lectura, todo lo contrario. Lo reforzó, y supongo que debido al “fragor gramatical” de la batalla : los cristianos ganaron porque tenían muchos, muchísimos tejedores de estopa. Gracias por la lectura.

  3. Si bien el Imperio Otomano pudo mantener el control del Mediterráneo Oriental, empezó un lento declive, tanto por efectos de este combate como que el Mediterráneo perdió importancia frente a las rutas Atlánticas, paso de facto a ser una potencia de segundo orden junto con Venecia.

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